Cumplo y miento.
El peligro de la mente enjuiciadora
Uno de los participantes de mis seminarios me ha llamado por teléfono porque quiere quedar conmigo para hablarme de su situación personal y profesional después de haberse marchado de su empresa. El momento en el que me ha llamado no me resulta oportuno porque tengo una gran carga de trabajo y no quiero dedicarme al asesoramiento personal, no obstante, he accedido a tener un encuentro con él.
Acabo de aparcar mi coche y voy hacia el lugar acordado. Mientras camino, estoy reflexionando sobre mis sentimientos. Por una parte me noto frustrado porque de alguna manera me he sentido obligado a quedar con él y, que yo sepa, este encuentro a mí no me va a aportar nada. Por si esto fuera poco, después tengo una reunión en la otra punta de Madrid y, desde luego, no quiero llegar tarde porque es de una gran importancia.
De repente, como si alguien me hablara desde mi interior, me asalta una pregunta: ¿Tendría yo tan poco interés si esta persona fuese el presidente de una empresa o el decano de una prestigiosa universidad y no quien es en realidad?
Me quedo reflexionando sobre la pregunta y empiezo a experimentar primero vergüenza y luego tristeza, porque la respuesta es un contundente «no». Me estoy dando cuenta de que solo pienso en lo que él puede hacer por mí y no en lo que yo puedo hacer por él. Cuando solo me centro en mí mismo, dejo de ver a la persona que tengo enfrente y ese ser humano deja de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio para lograr algo. Me doy cuenta de que con frecuencia lo que me parece razonable no me deja vislumbrar lo que es posible. Por tanto, acabo de decidir que al menos el tiempo que dure la conversación, solo él va a ser el centro e intentare contribuir en lo que pueda a hacer su vida más plena y feliz.
Ha pasado una hora y todavía no está aquí. Mi mente enjuiciadora pide paso y empieza a llenarme la cabeza de ideas disfuncionales: «Que te parece, encima llega tarde», «debería de ser más puntual».
Soy consciente de hasta que punto la mente enjuiciadora me aparta de los demás, porque me impide querer a los demás si no son como yo considero que han de ser. Nadie que se sienta juzgado puede tener ilusión por conectar con el que le juzga.
Al fin aparece y me cuenta la razón de su retraso: «Lo siento Mario, vivo en Valladolid, me he levantado a las cuatro de la mañana para coger el tren de las cinco y éste se ha retrasado una hora».
Cuantos supuestos, cuantas interpretaciones hacemos cada día antes de conocer los hechos y al menos abrirnos a otra posible interpretación.
Entonces soy yo el que empieza a hablar: «Necesito, antes de que empieces a contarme tu situación actual ser transparente contigo y decirte todo lo que he estado pensando antes de que llegaras. No me es ni fácil ni agradable, pero creo que es imprescindible».
Una vez que pude expresar aquello que se había interpuesto entre los dos, la conversación tomó una dinámica propia, es como si ya no existiese un tú y un yo, y sí un nosotros. Ambos descubrimos cosas importantes y ambos crecimos en nuestro camino de desarrollo. A él se le ocurrieron nuevas avenidas para explorar en su vida profesional y a mí se me ocurrió que tenía que ser más cuidadoso con la presencia de la palabra «cumplimiento» en mi vida.
Cumplimiento, según un buen amigo mío, viene de cumplo y miento, es decir, que hago lo que tengo que hacer, pero sin ganas, solo porque me siento obligado, porque me he comprometido a ello. Cuando una persona se sienta frente a otra y está allí por cumplimiento no hay lugar para la revelación y la magia. Cuando nosotros conversamos con alguien, emitimos dos tipos de mensaje. El primero surge del cumplo y es el único que nosotros oímos, sin embargo hay otro que proviene del miento y está relacionado con nuestra intención y con nuestra situación emocional. Si mi intención es irme de allí cuanto antes y me encuentro a disgusto, salvo que sea un actor profesional y de los buenos, la persona lo captara.
Hace unos diez años aproximadamente, el investigador en neurociencias Rizzolati, que trabajaba con su equipo en la Universidad de Parma, cerca de Milán, descubrió por pura casualidad, mientras registraba el funcionamiento de unas neuronas en un macaco, algunas que se activaban de forma inesperada y que parecían tener la capacidad de leer la intención de otros macacos que estaban en aquel mismo laboratorio de experimentación. En colaboración con otras universidades como la de UCLA en Los Ángeles se fue profundizando en el estudio de estas sorprendentes neuronas a las que llamaron neuronas espejo. Hoy sabemos que estas tienen la capacidad de leer la intencionalidad de otras personas y de reproducir en uno las emociones de otro. Si, por ejemplo, alguien se nos acerca con miedo, aunque sonría, las neuronas espejo captaran dicho estado y nos sentiremos asustados, con lo cual nos pondremos a la defensiva. Por eso entiendo que cuando vayamos a tener una conversación con otra persona, sobre todo si la conversación no va a ser fácil, hemos de buscar un espacio de tiempo previo para elegir como queremos sentarnos con esa persona, si simplemente para cumplir el expediente e intercambiar información, o para conectar de verdad con otro ser humano que al igual que nosotros tiene sentimientos y necesidades.
En una ocasión presencié en Los Ángeles como el doctor Póster, un renombradísimo psicoterapeuta, hacía una demostración sobre como se puede estar frente a otra persona. La otra persona era otro psicólogo, en este caso una mujer que estaba intentando resolver ciertos conflictos personales. Todos, hasta los más grandes psicólogos y los seres más sabios, tienen conflictos por resolver, lo que ocurre es que su deseo de descubrir, crecer y evolucionar es más fuerte que su deseo de quedar bien ante los demás. Éste entiendo que era el caso de aquella mujer. A medida que esta iba contando su historia personal, comencé a darme cuenta de unos sutiles cambios en la cara y en los gestos del doctor Poster y también observe como la otra persona, que se había prestado como «conejillo de indias» para la demostración, empezaba a transmitir un aspecto muchísimo más sereno. Aquello era muy difícil de explicar porque tenía una cualidad compuesta por dos mitades, una física y otra energética. Finalizada la demostración, que fue tremendamente efectiva para aquella mujer, alce la mano y le describí sorprendido al doctor lo que había visto. Él con una sonrisa llena de dulzura me contestó: «Cuando yo me siento con alguien, nunca permito que la preocupación se siente conmigo».
Aquello me llegó hasta el fondo del alma. Entendí que cuando yo me sentaba con alguien preocupado por lo que tendría que haber hecho o lo que debería de hacer, una parte de la otra persona, a un nivel inconsciente y, sin embargo, bien real, lo captaba y le impedía abrirse, confiar y descubrir.
Cuando nos sentemos frente a otro ser humano, sea nuestro marido, nuestra mujer, nuestro hijo o nuestro cliente, olvidémonos del papel que se supone que hemos de jugar y centrémonos en quienes queremos ser frente a ese ser humano. Cuando adoptamos el papel de padres, sutilmente podemos intentar formar a nuestros hijos como se supone que hay que educar. Desafortunadamente hemos incorporado el sistema de educación con el que fuimos instruidos y que se basaba en la culpa, el castigo, la recompensa y la exigencia. Si nos planteáramos una sencilla pregunta: ¿quiero ser en estos momentos en los que estoy con mi hijo?, tal vez nos diéramos cuenta de que queremos ser alguien cercano y comprensivo, alguien que apoye e inspire. Cuando nos salimos del papel que se supone que deberíamos jugar, encontramos lo que da alas a nuestra libertad. Es entonces cuando se produce el encuentro no entre papeles, sino entre personas.