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La sombra de la muerte

Cuando yo tenía algo más de 20 años, se me presentó la oportunidad de hacer un safari fotográfico por selva del Amazonas en Perú. Para mí, aquella selva había tenido desde mi infancia un atractivo indescriptible. Me había comprado muchos libros para conocer la sorprendente fauna de aquella vastísima región. Incluso me había en parte familiarizado con algunas de las tribus que viven en el Amazonas como los jíbaros, conocidos por ser los que envenenan las flechas de sus cerbatanas con curare, sustancia que luego tanto ha servido en el mundo de la anestesia para producir fármacos capaces de generar relajación muscular. Sin el curare no resultaría nada fácil llevar a cabo intervenciones como por ejemplo las referentes al aparato digestivo, que exigen, simplemente para poder hacer en primer lugar la incisión y después la sutura de la pared abdominal, una gran relajación de la musculatura correspondiente.

Siempre me ha llamado la atención que uno de los grandes depredadores del Amazonas, el jaguar, tuviera una musculatura que rodease su mandíbula tan poderosa. El jaguar tiene tal potencia en su maxilar que de un mordisco puede partir un cráneo.

Habíamos cogido un avión que nos llevó desde Lima, la capital de Perú, hasta Iquitos, donde existe un aeropuerto en medio de la selva. Allí cogimos la embarcación que nos llevaría corriente abajo por el Amazonas, un río con una envergadura de treinta kilómetros en su parte más ancha. En aquel momento tuve la primera de las sorpresas inesperadas con las que me iba a encontrar. El viento empezó a cambiar y el cielo se encapotó y de repente se empezaron a formar unas olas de tal tamaño que me daba la sensación de que no estábamos en un río, sino en el mar. Tan pronto como nos recuperamos del susto y del mareo, llegamos a nuestro campamento al que se accedía a través de un pequeño riachuelo. Sentía una enorme alegría y me parecía increíble estar allí; por fin mi sueño se hacía realidad. Estábamos rodeados de inmensos árboles y una pareja de ara arana, una especie de guacamayos de color azul y amarillo, revoloteaban por allí. El jefe del campamento nos dio la bienvenida y nos advirtió de que tuviésemos especial cuidado con las serpientes venenosas porque eran muy frecuentes en esa zona. Para evitarlas teníamos unos palos muy largos, de unos dos metros de longitud, con los que teníamos que ir golpeando el suelo a medida que avanzábamos con el fin de espantarlas. El afán de aventuras hizo que en pocos minutos nos reuniéramos tres personas para inspeccionar los alrededores, por supuesto, acompañados de nuestros respectivos palos. No tardaría mucho en darme cuenta de que la ignorancia es atrevida.

La primera incursión tuvo como escenario un camino de arena que seguía la rivera del afluente del Amazonas cerca del campamento. Había empezado a anochecer y nosotros tres, junto a un capibara, un roedor de unos treinta kilos que era la mascota del campamento, caminábamos alegremente como si fuéramos por el parque del Retiro en Madrid. Al pasar junto a las hojas inmensas de una platanera, salió de ellas un rugido seco, penetrante, de una rudeza difícil de describir y con una sonoridad que me llegó hasta el alma. Sentí como el corazón me latía con tal fuerza que era como si alguien desde dentro estuviera golpeando mi pecho y exigiese que mi caja torácica se abriera como una puerta. Me quedé tan paralizado que creo que ni el curare de los jíbaros hubiese tenido un efecto mayor. Aquel instante se me hizo eterno y tuve la sensación física de que iba a morir. Después de aquel espeluznante rugido hubo un silencio como el que sigue al estruendo de un trueno en plena tempestad. En aquel momento, que francamente no sé lo que duro, tome conciencia de que no estaba solo, el capibara había desaparecido, pero mis dos amigos estaban junto a mí tan paralizados y tan inmóviles como yo. Entonces en un hilo de voz me salió una pregunta: «¿Qué hacemos?». Mi amigo Óscar, quien tenía más experiencia porque su padre había sido un gran aventurero, dijo con una voz a la vez suave y firme que lo que había que hacer era seguir andando. Reanudamos la marcha y entonces fui consciente del peso que sentía en las piernas. Avanzamos como si quisiéramos ignorar la existencia de la platanera y lo que en ella acechaba, algo así como cuando dejas de mirar a alguien que te observa y piensas que por ello deja de verte. Al final llegamos a un lugar donde nos pudimos relajar un poco. Estábamos ya en plena oscuridad y era preciso que volviéramos al campamento, lo que implicaba pasar de nuevo junto a la platanera. El paso fue indescriptible porque, aunque nada rugió ni se movió fuera de nosotros, dentro de nosotros todo se conmovió. No dijimos nada a nadie hasta el día siguiente de nuestra odisea particular, tras lo cual el jefe del campamento se dirigió a nosotros y nos llamó de todo, desde irresponsables hasta lunáticos, si bien a él también se le había olvidado mencionar cuando llegamos al campamento que había un grupo de naturalistas siguiendo la pista de un esquivo jaguar que había por allí. Hace muchos años fue cuando tuve la experiencia que pudo haberme costado la vida por mi ignorancia e insensatez. Hoy me gustaría hacer una reflexión que me ha llevado a un pequeño descubrimiento.

Lo que viví en la selva del Amazonas es, como ya conocemos, una reacción de estrés, y como consecuencia de dicha reacción se produce un cambio impresionante en las hormonas que circulan por la sangre. Es como si hubieran descargado cubos enteros de adrenalina, noradrenalina y cortisol. La adrenalina y la noradrenalina son hormonas que invitan a la lucha, al enfrentamiento, a encarar el peligro o cuanto menos una situación incierta. El cortisol, también llamado comúnmente hormona del miedo, invita a la parálisis o a la huida. En mi sangre aquel día reinaba el cortisol y por eso me quedé paralizado. Mi estado no era de miedo, sino de pánico. Algunos animales como los jaguares conocen este tendón de Aquiles en los mecanismos del estrés y son capaces de dejar paralizado a un animal con un simple rugido.

Lo más interesante y relevante que quisiera compartir aquí es que en nosotros, las personas de este siglo, es nuestra forma de pensar, nuestra mentalidad la que de por sí tiene la capacidad de seleccionar uno de los dos mecanismos para que sea el que más se active. Ante la incertidumbre, lo desconocido, lo impredecible, sea una enfermedad o una opa, los dispositivos del estrés se van a poner en marcha, lo que pasa es que el dominante va a depender en gran medida de como afrontemos la nueva situación. Si lo hacemos con una sensación de miedo y desesperanza porque no nos creemos capaces, activaremos el mecanismo de distrés que nos impedirá efectivamente que lo seamos. Sin embargo, si a pesar de la incertidumbre, en lugar de dejarnos llevar por el pánico y la rumorología, buscamos información, nos apoyamos en nosotros mismos y nos concentramos en lo que podemos llegar a ganar en lugar de lo que podemos perder, entonces se activara el mecanismo del eustrés que nos va a ayudar a descubrir posibilidades y a ver oportunidades que para aquéllos que entran en distrés permanecerán veladas. Las personas hemos sido adiestradas para buscar la seguridad y la certidumbre, y por eso creamos nuestro futuro con predicciones que parten del pasado, prefiriendo lo pequeño, siempre que sea predecible, que lo grande si es impredecible. No jugamos a ganar, simplemente jugamos a no perder, y es esta mentalidad la que de verdad crea el juego. Nos obsesionamos en defender la idea de lo que somos en lugar de arriesgarnos a descubrir la imagen de aquello que podríamos llegar a ser. La mayor parte de nuestras inseguridades y de nuestras desesperanzas no son reales, son aprendidas. Hemos sido condicionados para crear una imagen de nosotros mismos y vivir de acuerdo a esa imagen. Nosotros no vivimos al nivel de nuestros talentos, sino al de nuestras creencias. Por eso al final, el determinante fundamental del logro en medio de la incertidumbre no es lo inteligentes que seamos, ni los conocimientos que poseamos, sino la mentalidad que se elija. El doctor Davidson, una de las mayores autoridades en neuroimagen en el mundo, ha puesto en evidencia hasta que punto nuestra manera de pensar afecta a la forma en la que opera físicamente nuestro cerebro.

Una vez dentro de las cámaras de resonancia funcional magnética que permiten saber que partes del cerebro se activan cuando pensamos, sentimos o hablamos, los voluntarios se dedicaron a mantener pensamientos negativos y a enfocarse de manera sostenida en algo que les era desagradable. En el momento en el que esas conversaciones internas aparecieron, la zona prefrontal derecha, situada a la altura del ojo derecho, empezó a activarse de forma clara. A continuación se activó una zona muy próxima que se denomina cíngulo anterior y cuyo funcionamiento ha sido muy bien descrito por el neurólogo Antonio Damasío. Vamos a pararnos unos instantes para aclarar lo que estas observaciones revelan. En el área prefrontal derecha se genera el pensamiento y en el cíngulo anterior el sentimiento, es decir, que lo que esos voluntarios pensaban que les desagradaba inmediatamente se convirtió en algo que ellos sentían que les disgustaba. Es muy diferente pensar, por ejemplo, que no somos capaces de lograr algo a sentirnos incapaces. Los sentimientos afectan al inconsciente y esta parte de nuestro entendimiento juega un papel crucial a la hora de conseguir nuestros objetivos o simplemente de sentirnos incapaces de alcanzarlos.

El cíngulo anterior tiene una conexión directa con los núcleos amigdalinos situados en los lóbulos temporales del cerebro, a la altura de las orejas. En estos núcleos amigdalinos se encuentran los núcleos de la ira y el núcleo central del miedo. Su activación activa el hipotálamo, que es como una bomba que segrega una serie de mensajeros químicos, y que además activa el sistema de alarma del cuerpo, denominado sistema nervioso simpático. Si recapitulamos un poco nos daremos cuenta de que una forma negativa de pensar no se queda ahí, sino que es capaz de activar estructuras físicas que ponen en marcha la reacción de alarma en un ser humano, el mismo tipo de reacción que se pone en marcha ante un peligro físico, como puede ser la presencia de un depredador. El hipotálamo, a su vez, con sus mediadores químicos y a través del sistema nervioso simpático, activa las glándulas suprarrenales que se encuentran encima de los riñones, y éstas segregan adrenalina, noradrenalina y cortisol. Cuanto más miedo tengamos, más cortisol segregaremos. Este último, segregado de forma continua interfiere con los hipocampos, que son dos estructuras situadas detrás de los núcleos amigdalinos. Los hipocampos son esenciales al menos en tres cosas: la primera es que cualquier nueva experiencia la registramos gracias a ellos; la segunda es que para aprender algo, salvo destrezas motoras, ellos son la clave y la tercera es que recientemente se ha descubierto que la buena salud de nuestros hipocampos es muy importante para experimentar la alegría de vivir. No es de extrañar que las personas que están sumergidas en una profunda y sostenida depresión presenten una reducción significativa del tamaño de sus hipocampos.

Cuando el cortisol se mantiene a unos niveles elevados por una reacción de alarma sostenida, empieza a dañar primero las ramificaciones de las neuronas del hipocampo, y a continuación se produce la muerte neuronal. Por eso cuando una persona que está en una situación de depresión empieza a hacer ejercicio físico, a tener más vida social, a introducir paulatinamente el humor en su vida, puede experimentar un aumento del grosor del hipocampo. El ejercicio físico, el humor y la interacción social liberan hormonas, como la oxitocina y la beta endorfina, que reducen los niveles de cortisol en la sangre. El Instituto Salk en La Joya, un elegante barrio de San Diego, ha demostrado que las neuronas del hipocampo que mueren se pueden regenerar a partir de las células madre procedentes de las cavidades del cerebro llamadas ventrículos.

Desde allí emigran hasta los hipocampos y empiezan a desarrollar las proyecciones que necesitan para conectarse con otras neuronas. La neurogénesis, que es como se denomina a este proceso, solo puede tener lugar si los niveles de cortisol no son altos. Resulta tremendamente alentador que las personas seamos capaces de generar entre quinientas y mil neuronas diarias, neuronas claves para experimentar alegría, para aprender y para recordar y que, para ello, una de las cosas que podemos hacer es fijarnos en lo positivo de la vida en lugar de mantenernos absortos en todo aquello que nos disgusta.

Cuando sintamos miedo ante lo desconocido, el peligro o la simple incertidumbre. La primera de las estrategias que podríamos emplear, sería la de no enfocarnos en lo que podemos perder, sino en lo que podemos llegar a ganar. Aunque resulte paradójico, al actuar así no solo descubrimos cosas que ni se nos hablan pasado por la cabeza, sino que además vemos con mayor nitidez lo que podemos perder y nos preparamos para afrontarlo.

La segunda sería dedicar unos momentos al día a reflexionar sobre aquellas ocasiones en las que frente a los desafíos y la incertidumbre hemos sido capaces de encontrar el camino para lograr el éxito. Muchas veces nuestra atención ha sido secuestrada por un mundo de ideas, imágenes y sensaciones no solo negativas, sino además profundamente disfuncionales. Cuando rescatamos nuestra atención y la dirigimos para buscar lo positivo, la experiencia emocional que se crea nos ayuda a ser mucho más eficientes en nuestro día a día.