Dios y el Diablo son «Dabuten».

Un día se detuvo frente a ellos un coche. Al volante iba la impresionante Hazel McGiddy, la antigua recepcionista del hospital del doctor Kleingeld, luciendo el elegante uniforme de comandante del Ejército de Estados Unidos.

—Eh, ¿se acuerda de mí? —le interpeló con su voz de barítono, aunque parecía más bien un dios maya con el pelo oxigenado.

—¡Madre mía! La señorita McGiddy, ¿no?

—La misma. Sólo que ahora soy comandante. He sido destinada al equipo del coronel Harrington B. Claybaker, PA del CS de las USAF.

—No tengo la menor idea de lo que significa eso.

—¿Y cree que yo la tengo? Qué importa. Le aseguro que aquello está lleno de gente que si mañana muriésemos diez de nosotros no se darían cuenta hasta acabar el año.

—¿Dejó el hospital?

—Pues claro. No me gustaba aquel trabajo. El cincuenta por ciento de los que entraban admitían que no iban a salir de allí vivos. Puede que exagere, pero creo que no. Ya había trabajado en las fuerzas armadas antes, cuando dejé el roller-derby[9], de modo que se me ocurrió volver. Trabajo unas veces en el Pentágono y otras en un lugar secreto de Virginia Occidental. Todo de máxima seguridad; pero, como en Washington no hay secretos, se presta al chismorreo.

—¿Qué en Washington no hay secretos?

—¡Quia! Es una ciudad de presumidos, que se las dan de listos y lo que no saben se lo inventan. Y de secretarias con confidencias, y cuerpos que vender, que fotocopian todo lo que va a la desfibradora por si tiene un precio.

Se retocó los labios en el espejo de tocador del coche y cambió de tono.

—Pienso a menudo en usted, querido, y en la vergüenza de que el brillante doctor Morton Kleingeld, que habría podido ganar el premio Nobel de Medicina, tenga que estar frente a la Casa Blanca en compañía de Dios Tres sólo porque un par de locos se cruzaron en su camino y lo apartaron de su verdadero trabajo.

—Usted no lo entiende, comandante…

—Claro que lo entiendo. Era usted un gran médico. Estaba ganando mucho dinero… ¿Y qué otra cosa hay, después de todo? ¿La satisfacción personal? No me haga reír. ¿Qué pensaba yo en el roller-derby después de haber dejado sin sentido a un par de chicas y aterrizado de culo porque una arpía esquivaba de refilón un golpe mío y me descargaba una especie de martillo pilón en la mandíbula? ¿Satisfacción personal? No, señor; lo único que me hacía seguir mientras escupía los dientes era pensar en el cheque de mi paga. ¡Eh! Dios Tres ha engordado. Parece imposible. ¿Cómo consiguió sacarlo de allí?

—Lo castraron, que era parte de la sentencia. Desde entonces está mucho más tranquilo e inevitablemente engorda, como la mayoría de los eunucos. Mi mujer me abandonó cuando decidí cambiar de vida.

—Ah, cuánto lo siento.

—Ella es mucho más feliz ahora, y yo también. No resulta muy divertido estar casada con un psiquiatra. Ha vuelto al mundo, como siempre había deseado. Vive con un crupier en Las Vegas. No se ven nunca, y son totalmente felices. Yo adopté a Dios Tres cuando ella se fue. Duerme en una hamaca en el garaje. Ya no tengo coche.

—¡Caramba! —La comandante McGiddy no sabía cómo reaccionar ante tamaño infortunio, sobre todo cuando le era presentado como una gran suerte—. Eso es duro —dijo, pero cambió en seguida de tono, con su habitual volubilidad—. Eh, tengo para usted un chismorreo sobre… esos dos locos a los que ha estado defendiendo.

—¿Dios y el Diablo?

—Quienes sean. El FBI sigue buscándolos, ya sabe.

—De eso estoy seguro.

—Desde luego. Estuvo a punto de darles alcance en Inglaterra, después en Israel, más tarde en otros sitios, según oí, y por último en la India. Han conseguido fotos del cadáver de Smith flotando en el río que tienen allí, y otra de una marca en la nieve: una foto, me refiero, que coincide con la forma del tipo más viejo, Godfrey.

—Me resulta muy difícil seguirla, comandante. ¿Dónde estaba la marca en la nieve?

—En la cima del monte Himalaya.

—No existe semejante monte.

—Bueno, dígame nombres.

—K-2, Annapurna, Everest…

—Eso es. En la cima del monte Everest.

El doctor Kleingeld soltó la carcajada.

—¿Quién diablos pudo haber tomado una foto de una huella en la nieve en lo alto del Everest?

—Un equipo de maestras suizas. Era algo más que una huella. Era un agujero del tamaño del tipo más viejo de los dos. Enviaron la foto al National Geographic, pensando que podría ser la prueba de la existencia del abominable hombre de las nieves, y el FBI consiguió de la revista copias para sus archivos.

—¿Y adónde los lleva eso? —preguntó el doctor Kleingeld, todavía divertido.

La comandante McGiddy se le acercó más en el asiento delantero de su coche.

—No sé si sabe usted que el FBI ha estado trabajando junto con el Instituto Tecnológico de Massachussets en un proyecto que ha costado ya un ojo de la cara. Estaban hartos de que cada vez que daban alcance a esos dos granujas, desaparecieran. Eso los tenía locos; y ahora, y lo que estoy diciéndole es todo lo secreto que pueda imaginar, ya me comprende, han conseguido hacer desaparecer a un ratón y volverlo visible otra vez. La técnica podría ser aplicada a un hombre, o a una mujer, pero lo que los detiene es el coste. Para seguir adelante habría que disminuir en millones de dólares los presupuestos de defensa, beneficencia y educación. ¿Lo vale? Algunos, como los jefazos del FBI, Milt Runway o Lloyd Shrubs, lo consideran cuestión de honor y creen que los experimentos deberían continuar a toda costa. Otros, como los senadores Polaxer y Del Consiglio o el congresista Tvanich, de Nome, en Alaska, no ven por qué la nación ha de incurrir en un gasto tan astronómico a fin de capturar a unos delincuentes sin antecedentes que sólo han falsificado una cantidad de billetes relativamente pequeña. «Haced una excepción y será el primer paso para abolir la ley y el orden en el país», dijo Runway. «De modo que según parece podemos librarnos de un ratón y hacer que vuelva. Ese truco lo puede hacer cualquier prestidigitador competente, sólo que suelen hacerlo con palomas. ¡Valiente negocio!», fue la reacción de Polaxer. Del Consiglio lo veía de otro modo. «Hay pruebas fotográficas de que se han ido. Pirado. Largado. Desde lo alto del Himalaya y desde el Ganges».

—Eso es precisamente lo que esa comadreja de Shrubs estaba esperando.

—«¿Ido? ¿Qué se han largado? Bueno, quizá lo hayan hecho y quizá, una vez más, no», dijo, y les miró a los ojos como si estuviese dándoles una última oportunidad de enmendar lo dicho. «OK», continuó, en su tono más razonable, «déjenme ver qué tal les sienta este otro guión. Vuelven, como han hecho cada vez que parecían haberse ido. Vuelven y se dedican a fabricar miles de millones de dólares falsos en Cuba, en Nicaragua, incluso en nuestra amiga Panamá. O en la Unión Soviética, en China, en Corea, sitios adonde no tenemos la posibilidad de enviar un par de divisiones aerotransportadas para capturarlos. Han mejorado sus técnicas de falsificación desde la primera vez, y producen lo suficiente de esa pasta para minar nuestro predominio financiero en una sola tarde, para hundir nuestra economía, para hacer tambalearse la confianza en el billete verde. ¿Podemos permitir que eso ocurra? ¿Podemos correr ese riesgo? ¿Es que no tenemos ciertas responsabilidades para con la raza humana?». Eso bastó, se lo aseguro, esa mención de la raza humana. Ya sabe lo que todos ellos sienten por la raza humana.

—¿Y qué hicieron para dar expresión a sus sentimientos?

—Aplazaron la reunión —dijo de modo terminante la comandante McGiddy.

—¿Y el presidente?

El doctor Kleingeld no parecía ya tan divertido.

—Está indeciso, como de costumbre.

En ese momento llegó hasta el coche un policía en motocicleta.

—No puede estacionar aquí, comandante. Lo siento.

La comandante McGiddy se tomó el tiempo de encender un cigarrillo, sufrió un breve pero violento ataque de tos y envió un beso al doctor antes de alejarse sin prisa.

Kleingeld suspiró. Después sonrió agradablemente a Dios Tres.

—¿No es eso lo propio del animal humano? —dijo—. Siempre tratando de acercarse a Dios, aunque sea con ayuda del FBI.

Dios Tres no comprendió, pero asintió de todos modos.