Las consecuencias inmediatas del regreso de Míster Smith y el Viejo a sus hábitats fueron muchas y enigmáticas, aunque muy pocos, aparte del doctor Kleingeld y un puñado de santones indios atribuyeron lo sucedido a su ascensión o a su venida. Ecologistas de todo el mundo tendían a echar la culpa a la criminal negligencia de la raza humana al no respetar ciertas leyes naturales.
Quizá los sucesos de un dramatismo más inmediato fueron las violentas tormentas de nieve que hubo en el desierto del Sahara, y las terribles inundaciones que las siguieron. En la prensa aparecieron fotos de un pobre camello hundido en el barro hasta las rodillas, con el dolor y la perplejidad reflejados claramente en su rostro. Grupos de música pop de todas partes respondieron a la llamada de ayuda, como hacen siempre en caso de emergencia, y una organización llamada FENIS (Fondo de emergencia para las nevadas e inundaciones del Sahara) empezó a solicitar contribuciones económicas del público, como hizo también un grupo todavía más estridente, conocido como RARPUSS (Rockanroleros por un Sahara seco).
El gobierno canadiense organizó un puente aéreo a hospitales y campos de reposo de las fronteras meridionales, a los que eran trasladados los esquimales y otros nativos víctimas de insolación muy al norte del Círculo Ártico. Esos desgraciados, a los que encontraban exhaustos en las zonas de desintegración de la banquisa mientras veían cómo sus iglús se derretían inexorablemente, eran llevados al sur en hidroaviones. Grandes temporales azotaron las costas occidentales de Europa, y mandaron tumbonas hasta Wolverhampton y Limoges, mientras un catamarán completo iba a estrellarse en un campo cerca de Cognac. La epidemia de malaria en Gotenburgo desconcertó a las autoridades suecas, lo mismo que la aparición de moscas tse-tsé en Suiza, junto a brotes de la enfermedad del sueño. La bilarciasis apareció sin previo aviso en las cristalinas aguas del arrecife de la Gran Barrera, y hubo un gran terremoto cerca de Düsseldorf, clasificado en la zona alta en la escala de Richter. Las autoridades hacían lo que podían para tranquilizar al público afirmando que todos esos cataclismos tenían causas conocidas, y un hombre de ciencia llegó incluso a asegurar que era un verdadero milagro que la región de Düsseldorf no se hubiera visto hasta entonces afectada por temblores. Algunas personas supersticiosas consultaron a Nostradamus, y aseguraron haber encontrado insinuado entre sus versos todo lo que estaba ocurriendo. Otros echaban la culpa a la energía nuclear, las pruebas subterráneas, el agujero en la capa de ozono, el efecto invernadero y la lluvia ácida. La verdad era que nadie sabía bien de qué estaba hablando, pero, como de costumbre, eso no evitó que se hablase. Por el contrario, sus locas especulaciones encontraron seguidores agresivos, y en la mayoría de las grandes ciudades hubo manifestaciones airadas. En Bulgaria, una multitud culpó del mal tiempo al Gobierno, lo que fue recibido en Washington como confirmación del entusiasmo popular por los procedimientos democráticos.
En el propio Washington, las cosas estaban insólitamente tranquilas. El doctor Kleingeld seguía llegando todas las mañanas a las ocho en punto, con su termo y sus sandwiches envueltos en papel de aluminio, frente a la Casa Blanca. Iba acompañado como siempre en esa época por Luther Basing, el bruto que había matado a dos hombres mientras creía ser Dios y que ahora seguía servilmente a Kleingeld en ausencia del Viejo, ante quien se había arrodillado y había sentido el tirón de la adoración. Desenrollaban su gran pancarta tendida entre dos palos y la desplegaban ante los ojos de todos: