Capítulo 20

Pasaron su última noche en las gradas de un templo en ruinas que se alzaba entre la enmarañada maleza de una jungla. La dureza de los escalones era atenuada por las matas que se habían abierto camino entre las piedras. El decorado halagaba la sensibilidad de Míster Smith en su última noche en la Tierra, ya que los murales eran en buena parte de un erotismo avanzado, aunque había que ser algo experto en la materia para desentrañar la multitud de cuerpos, a primera vista compuestos únicamente de nalgas, rótulas y dedos de pies parecidos a bolas de ábaco.

La noche iba cayendo rápidamente mientras se instalaban para su última meditación y descanso. La cháchara de los habitantes de la jungla llenaba el aire nocturno de extraños cacareos y gritos misteriosos que sonaban como una parodia viviente de las comunicaciones humanas, mientras hordas de monos se lanzaban en un delirio salvaje sobre las ruinas del templo, cuya silueta se recortaba contra un cielo que iba desvaneciéndose.

—Espero que estés satisfecho con el sitio que he elegido para nuestras últimas horas en la Tierra —dijo el Viejo.

—Demuestra una comprensión desacostumbrada —replicó Míster Smith, mientras luchaba con el embalaje de cartón de su televisor.

—¿Por qué lo sacas de la caja?

—Así pesa menos. Además, fuera de la caja siempre puedo decir que lo compré. En cambio con ella tiene para mí un aire terrible de haber sido robado.

—¿Sigues preocupándote de las apariencias aquí que no hay nadie?

—Mañana he de ir al sitio más bajo que existe, y a la fuerza tengo que encontrar personas en mi camino. Para ti es más fácil; sólo tienes que subir al sitio más alto; es casi obligado que esté vacío. ¿Te acuerdas del Olimpo?

—¿Qué hemos aprendido en este viaje, poco afortunado o inspirado si juzgamos por los momentos difíciles?

—¿Es que vamos a ponernos serios?

—De otro modo, ¿de qué nos sirvió venir?

—¡Ah, qué preciosidad! —exclamó Míster Smith, mientras sacaba el televisor de su cuna y lo examinaba más de cerca.

—Es el modelo Petal, lo fabrica el Grupo de Empresas Matsuyama y tiene Mandos Petalite Matsuyamáticos. ¡Como para vomitar!

—No podría haber mejor tema para la reflexión. En una sola frase has pasado del deleite incontenible a la repugnancia profunda. Nada es lo que parece.

Míster Smith pensó durante un momento.

—No, nada es lo que parece. ¿Recuerdas Norteamérica? Todo el mundo sueña con ir allí, hacer fortuna, encontrar la libertad…

—¿Es verdad eso? —preguntó con cautela el Viejo.

—¿Por qué decidiste ir allí primero?

El Viejo movió la cabeza y guardó silencio.

—El espejismo habla de riqueza fabulosa, de duro trabajo recompensado. No hay ninguno que incluya ni siquiera un atisbo de las personas tumbadas en la calle, drogadas, borrachas o muertas. Nada es lo que parece. Pregunta por qué existen esas cosas y te dirán que es el precio de la libertad. La libertad extiende sus tentáculos incluso hasta el arroyo. Los pobres desean ser pobres, los sin hogar carecer de cobijo, los que nada tienen han elegido ese estilo de vida. La libertad, ya ves, es obligatoria. Pero si es obligatoria, el individuo ya no es libre. Esto es algo que no consiguen comprender.

—Eres brutal.

Míster Smith sonrió, afable.

—No me entiendas mal. De todos los países que hemos visitado, aquel es el que más me gustaría para vivir, el único en el que yo podría prosperar. Nada les gusta tanto como lavar su ropa sucia en público, en la televisión. Y si no hay ropa sucia suficiente para satisfacer esa necesidad nacional, la inventan en unos seriales deliciosamente nauseabundos sobre la corrupción de los ricos que son un ejemplo para todos. La libertad abunda, es cierto, pero a veces en segmentos estrictamente controlados, regimentados.

Y aquí Míster Smith dio rienda suelta a sus dotes para la imitación mordaz.

—«En los treinta segundos que quedan, señora Tumblemore, ¿le importaría decirles a los oyentes exactamente cómo le dijo el médico que estaba usted aquejada de una enfermedad terminal?», o «Nos quedan solo veinte segundos, señor secretario de Estado. En ese tiempo, díganos, por favor, cuál debería ser nuestro mensaje a los terroristas fundamentalistas».

El Viejo rompió a reír alegremente, recobrada ya del todo su antigua personalidad.

—Ya ves que el centenario japonés tenía razón. La eficiencia es muy importante en una sociedad de supuestos triunfadores; pero cuando quedan solo veinte segundos en los que el secretario de Estado debe formular un mensaje que será transmitido al mundo entero, su eficiencia se va por la ventana. La eficiencia es el credo, pero la práctica está llena de encantadoras pifias, negligencias y sacrificios a la pura prisa, como si un policía de tráfico estuviese continuamente espoleándolos tocando su molesto silbato y agitando el brazo. Libertad es reír también después de la pausa del recreo, libertad es el derecho a ser ineficiente.

—¿Y a sufrir las consecuencias?

—Desde luego; la libertad en su sentido más pleno lleva directamente al banco del parque. O a tener una fortuna fabulosa. Ahí está la paga, y la tentación. Un delincuente es libre de engañar, de malversar, de falsificar los libros hasta que lo cogen…

—Eso último no resulta muy oportuno…

—Escucha: si volvieses a crear al mundo porque no te gustaba, el FBI no dudaría en acusarte de falsificar el antiguo.

—Pero ¿por qué supones que hay tanta pobreza en un país tan esencialmente rico, y en el que esa riqueza está a menudo brillantemente explotada?

—Hay un gran sentido de la salvación personal, gracias a la necesidad de algún tipo de criterio espiritual en una civilización por lo demás totalmente desprovista de ellos, y en la que cultura es una palabra sucia reservada a los gays y los pacifistas. No faltan voluntarios para hacer el trabajo que cualquier gobierno que se respete debería considerar deber suyo. Claro que «gobierno» es otra palabra sucia; y en cuanto a la mayoría que piensa así, no tiene obligación de reconocer la jungla que la rodea. Hay plena libertad de no ver aquello que ofende.

—¿Y tú dices que podrías vivir en esa jungla, entre el ulular de las sirenas y el fuego de las metralletas?

—Lo pasaría en grande. Y haría fortuna fácilmente como columnista de chismorreo de una cadena de periódicos, escribiendo con la seguridad en mí mismo de un oráculo sobre cosas que no necesito entender; o podría hacerla con una lavandería de monedas, o en cualquiera de las nuevas profesiones que la corrupción ha lanzado; o, todavía mejor, podría explotar la mayor corrupción de todas y hacerme predicador en televisión, con una audiencia de millones de personas. El reverendo Smith, con su coro de ángeles con peinado en colmena y vestidos como para un concurso de bailes de salón provincianos, huéspedes bienvenidos en cualquier hogar cristiano. Pobre Juan el Bautista, en el desierto con su pequeño círculo de escépticos. ¿Qué podía saber él de las vacas gordas que iban a llegar?

—Que te fascinasen la corrupción y las oportunidades que ofrece, lo entiendo —le interrumpió el Viejo—. En tu caso es una cuestión vocacional, y no la pongo en duda. Pero dime, ¿es la corrupción una consecuencia inevitable de la libertad sin freno?

—Como sabes, la corrupción existe en todas partes. Es uno de los acicates del progreso. Obviamente, se encuentra en su elemento allí donde la libertad es como una tabla de surf para cabalgar sobre las olas. En Japón, la corrupción era un privilegio de Matsuyama-san, y tenía cuarenta televisores para cortarla de raíz en cualquier otro sitio que apareciese. En Norteamérica es una tentación para todos, y permíteme decirte que en un mundo de abundancia la corrupción conduce a una mayor prosperidad general. Sólo donde hay poco que repartir sirve a uno solo a expensas de los demás.

—Disfraza un poco tus ideas, hazlas algo menos comprensibles y podrías triunfar también como economista —dijo aprobadoramente el Viejo.

—Me has dejado que hiciera todo el gasto —gruñó Míster Smith.

—Me encanta oírte, aunque no siempre esté de acuerdo. Pero tengo poco que añadir hasta que lo haya meditado mejor, y para eso necesito estar solo. De pronto, cuando ya no tengo forma corpórea, todo se hace claro y límpido. Mientras estoy confinado en esta especie de tubo, de repente me da miedo expresarme. Me parece que cometo errores de juicio impropios de una deidad.

—Tú no eres una deidad —corrigió Míster Smith—. Sabes muy bien quién eres, y te debes a ti mismo el no perder la confianza. Si la pierdes, estaré moralmente obligado a perderla yo también, y me sentiré como un náufrago. Recuerda que dependo de ti.

El Viejo se pasó la mano por la cara, blanca como la de un clown.

—Quizá sea que estoy agotado. Estos desplazamientos tan rápidos, de una civilización a otra, de un hemisferio a otro. Estoy empezando a sentir que… ha pasado mucho tiempo desde la Creación y todos aquellos sueños indomables. Dime, sinceramente, en tu opinión, ¿han encontrado los hombres su camino o lo han perdido irrevocablemente?

—¿Por qué esas ideas tan pesimistas?

—Les di la agresión como una ocurrencia tardía, como el cocinero añade sal y pimienta a una comida. Nunca supuse que iban a hacer un menú con los condimentos. ¿Recuerdas a los militares de la Unión Soviética, con los símbolos de sus letales logros tintineando como campanas de un templo oriental en su pecho, y al general israelí, que dejó sus estudios de filología para derribar unas cuantas casas en una represalia absurda? ¡Qué despilfarro!

—No dejes que nada te deprima, Señor.

El Viejo levantó la vista.

—¿Me llamas Señor? —preguntó incrédulo.

—Así es —dijo Míster Smith, representando un papel, pero haciéndolo a conciencia—. ¿Qué vive más tiempo en la memoria, las crueldades gratuitas de la plaza de Tiananmen o la serenidad de un caballo T’ang, los debates en el Parlamento soviético o el crescendo armonioso del coro de una iglesia ortodoxa? ¿Y no es Dios el Lechero un homenaje al genio surrealista de Lewis Carroll, apto para sentarse a la misma mesa que el Sombrerero Loco y Alicia y beber té con, gracias a Dios, leche?

—Eres un insensato —dijo el Viejo conteniendo la risa—, pero no cabe duda de que restauras el sentido de los valores. Por supuesto, la cultura dura más que todo, incluso que este edificio en el que ahora reposamos nuestra mortalidad temporal. La diversión y los juegos acabaron hace mucho tiempo, pero las imágenes siguen ahí en provecho de los babuinos.

—Todos los potentados de otros tiempos presumían de tener un bufón. Es un privilegio hacer el papel del tuyo, Señor.

—No exageres o pensaré que hay no poco de sarcasmo en tu cortesía.

—Me conoces lo suficiente para saber que conmigo esa impresión acaba siendo inevitable.

Se miraron con afecto y divertidos, como iguales; y fue curiosamente Míster Smith el primero que se puso serio.

—Sólo hay una cosa que me gustaría aclarar —dijo.

—¿Sí?

—Hay muchas condenas en las diversas escrituras sagradas para quienes adoran falsos dioses, ídolos con los pies de barro; toda esa propaganda interna, esa publicidad en favor de una creencia a expensas de las demás. Parece algo totalmente erróneo, pues lo importante es la creencia en sí, no sus objetos. Creer supone una lección de humildad. Es bueno para el alma del hombre creer en algo más grande que él, no porque magnifique a su dios, sino porque se reduce él a su verdadero tamaño. Ahora bien, si esto es así, el hombre primitivo que adoraba a un árbol, o al sol, o a un volcán obtiene el mismo beneficio de su acto de prosternación moral que el hombre cultivado que adora al Dios de su tradición, y los efectos sobre el adorador son idénticos. Lo importante es el acto de adoración, nunca el objeto al que se dirige. ¿Herejía?

—Lo único que puedo decirte es que eso es algo evidente por sí mismo para cualquiera excepto para un teólogo. Puesto que yo soy todo, se comprende que soy el barro de los pies de los falsos dioses, y no digamos nada del volcán, el árbol o el sol. No hay dioses falsos. Únicamente hay Dios.

—Muchos herejes han sido quemados y horriblemente torturados porque adoraban dioses falsos. Deberían haber sido felicitados simplemente por adorar.

—Por favor, no me pidas algo imposible, un comentario sobre las imperfecciones del pasado. No estoy de humor para remover las cenizas de conflictos en los que las convicciones se impusieron sobre las dudas. Recuerda sólo que lo que une a la humanidad son sus dudas; y lo que la divide, sus convicciones. Es evidente que las dudas son mucho más importantes para la supervivencia de la raza humana que las simples convicciones. Y se acabó. Ya he dicho demasiado.

—¿No piensas mal de mí por haber sacado a relucir el tema?

—Hubiera pensado mal si no lo hubieses hecho.

El Viejo alargó la mano y tocó el hombro de Míster Smith.

—¿Por qué eres tan bueno conmigo, tan tolerante con mis errores; por qué estás tan ansioso de mi bienestar?

La simplicidad con que respondió Míster Smith resultaba desarmante.

—Olvidas que fui educado para ángel —dijo, y añadió de manera apenas audible—: Señor.

El Viejo cerró los ojos, evidentemente contento.

—Durmamos —dijo—. Quería alimento para el pensamiento y me has dado un banquete. Necesitamos todas nuestras fuerzas para mañana.

Míster Smith cerró los ojos y se acomodó buscando la mejor postura, como un perro de caza tras una buena jornada.

—Buenas noches —dijo, pero el Viejo se había hundido ya en el sueño.

Al cabo de un momento tranquilo, una imagen parpadeante apareció en el subconsciente de ambos. Los santones seguían sentados como duendecillos bajo el gran árbol, pero su número había aumentado hasta ser bastantes más de veinte. Los recién llegados estaban sentados en la oscuridad, como los cinco del principio, pero parecían ser tan relucientemente calvos e ir tan ligeros de ropa como sus compañeros. Sus gafas con cerco de metal relucían en la negrura que imperaba bajo el árbol.

—Como verás, seguimos estando, como si dijésemos, en contacto con vosotros —dijo la voz aflautada.

Tanto el Viejo como Míster Smith se agitaron en su sueño.

—Creemos que debemos informarte de que hemos tenido una visita de la policía india, de la sección encargada del bienestar y la protección de los hombres santos. Les habían hablado de una importante concentración bajo este árbol y vinieron a investigar. Al parecer, las autoridades norteamericanas en Nueva Delhi han hecho circular una alarma general por una pareja de caballeros que responden a vuestra descripción y que son buscados en Washington por algún delito no especificado. Debo decir que estábamos algo alarmados por el hecho de que tu ayudante robase un símbolo flagrante de los valores de oropel actuales en forma de televisor, pero nos tranquiliza un tanto su posterior exposición del horror de una sociedad lanzada al consumo. Algunos de nosotros estuvimos tentados de ayudar a la policía a buscaros; otros confiamos más en nuestros casi siempre infalibles instintos para con otros hombres santos, y los mandamos en dirección contraria.

—Pero ¿cómo sabéis todo eso? —exclamó en sueños el Viejo—. ¿Cómo podéis oír nuestras conversaciones confidenciales?

—Estamos en la longitud de onda de vuestro subconsciente —dijo la voz—. Sólo necesitamos un cuórum de hombres santos que dominen la técnica para conseguir esta tranquila alucinación.

—¿Quieres decir que nuestros pensamientos más íntimos están a tu alcance? —exclamó el Viejo, ofendido.

—Mientras permanezcáis a una distancia razonable.

—Eso es terrible.

—Sabemos quiénes sois o, al menos, quiénes creéis ser. Podéis estar o no en lo cierto.

—Pero ¿cómo supo la poli que estábamos aquí? —gritó Míster Smith—. ¿Y los norteamericanos?

—Por lo que pudimos colegir de una llamada de teléfono confidencial desde su jeep, lo último que dijiste al abandonar Japón, y que la policía japonesa comunicó a sus colegas indios y el servicio de información norteamericano la misión militar de Estados Unidos, fue tan sólo «La India», a lo que tu supuesto cómplice respondió: «La India».

—¿Y como resultado de esas palabras se puso en marcha toda esta operación, y con tanta diligencia? —dijo Míster Smith, pasmado—. Resulta difícil creerlo.

—Las comunicaciones se han hecho casi misteriosamente rápidas —dijo la voz aterciopelada—. Ahora la información puede ser enviada de un extremo a otro de la Tierra a una velocidad mucho mayor que la del sonido. Es evidente que la desinformación puede viajar igualmente de prisa. La mentira tiene las mismas oportunidades que la verdad. Mediante los medios electrónicos, el hombre ha acelerado la transmisión del pensamiento. En lo único que ha fracasado es en mejorar la calidad de ese pensamiento. ¿Te imaginas utilizar tales maravillas con el único propósito de informar a otros policías de que tú y tu cómplice habíais pronunciado la palabra «India»? ¡Parece una charla entre carceleros ociosos! ¡Qué despilfarro! Y hasta podría decir ¡qué sacrilegio!

—Yo no soy el cómplice del viejo caballero —dijo ásperamente Míster Smith.

—Nos damos cuenta de ello —ronroneó la voz—, y fue lo que nos convenció de enviar a la policía lejos, siguiendo un rastro falso. Escuchando vuestra conversación, llegamos a la conclusión de que sois una especie de poder complementario, de que juntos abarcáis todo el espectro de las preferencias humanas, de las aspiraciones del hombre.

—¡Exacto! —exclamó el Viejo.

—Y dado que hemos conseguido extraer del mecanismo mortal posibilidades que a la larga son más eficaces que la electrónica, pudimos desviar su atención de vuestras actividades.

—Estoy seguro de que los dos os estamos muy agradecidos —dijo nervioso el Viejo—. Nosotros…

—¡Alto! —gruñó Míster Smith, cuya ansiedad sacó a la luz una vez más todas las notas discordantes de su voz en un agrio acorde—. ¡Estás a punto de decirles cosas que nunca me has dicho ni siquiera a mí, y de las que no puedes hablar hasta haberte desencarnado una vez más!

El Viejo se despertó sobresaltado. Tenía la frente empapada de sudor.

—¡Cielos, qué sueño tan horrible he tenido! —murmuró. Míster Smith ya estaba despierto, pues el tono de su voz le había sobresaltado incluso a él.

—¿Estás seguro de que era un sueño?

—No seas absurdo. Claro que era un sueño. Era tan horrible que no podía ser otra cosa.

—Creo que lo he compartido contigo.

—Tonterías. Los sueños no se comparten.

—Cierra los ojos y dime: ¿siguen allí?

—¿Quiénes?

—¿Debajo del árbol?

El Viejo cerró los ojos y volvió a abrirlos inmediatamente.

—Siguen allí. Todos —susurró horrorizado.

—No se nos ocurrirá volver a dormirnos —anunció Míster Smith, categórico.

—¿Quieres decir que han invadido nuestra soledad hasta ese punto?

—¡Mira!

—¿Qué?

—La pantalla de mi televisor —murmuró Míster Smith, mirándolo con el rabillo del ojo.

Había aparecido una pálida visión del gran árbol, bajo lo que se adivinaba vagamente a los hombres santos; pero la imagen desaparecía una y otra vez hacia arriba como si la barajasen continuamente, como las cartas.

—Apágalo —rogó el Viejo.

—No está encendido.

—¿Pero cómo…?

—De algún modo generan su propia corriente eléctrica. Podemos verlos incluso en la oscuridad.

—Prueba en otro canal. ¿Recuerdas cómo funciona? Míster Smith obedeció. Los hombres santos ocupaban todos los canales disponibles.

—Será un justo castigo por mi robo si cuando llegue a casa lo único que puedo ver en mi aparato es a los hombres santos sentados debajo del árbol.

—Te agradezco tu sentido del humor. Eso quita hierro a la mayoría de las situaciones.

—¿Qué hacemos?

—Nos vamos.

—¿Ahora? ¿En la oscuridad?

Un sol de un rojo subido asomó por entre las nubes como el ojo vigilante de un enorme monstruo.

—Pronto habrá suficiente luz.

—¿Y hasta entonces?

—Meditaremos; pero, por favor, no de manera trascendente. Sólo de un modo ambicioso, superficial incluso. No hay que proporcionarles nada que los atraiga. ¿Estaba a punto de decir algo terriblemente insensato cuando me despertaste?

—Parecía más bien algo muy profundo, que no me habías dicho ni siquiera a mí, pero que salía de la boca de una persona un tanto insensata… debido a la edad.

—Gracias por evitarlo. Ha sido una prueba más de tu esencial lealtad.

—Me limité a cumplir con mi deber —dijo Míster Smith, con una devoción un tanto excesiva.

Y los dos meditaron superficialmente durante un rato. Cuando el rojo sol se volvió naranja y los monos empezaron a celebrarlo haciendo increíbles acrobacias contra el restablecido fondo celeste, el Viejo se puso bruscamente en pie.

—Quizá sea mejor que nos separemos ahora. El hecho de que seamos observados evita que nuestra despedida sea demasiado emotiva.

—Gracias por haber pensado en mí.

—¿No estás arrepentido?

—¿Cómo podría estarlo?

Se miraron profundamente a los ojos.

—Probablemente va contra todas las normas y usos, pero… —dijo el Viejo, y atrajo a Míster Smith a un abrazo emocionado.

Ambos cerraron los ojos para grabar aquel momento en su memoria. E inevitablemente, con los ojos cerrados, reaparecieron los hombres santos.

—¿Siguen allí? —preguntó en voz baja el Viejo.

—Siguen, pero parece que ya hay menos.

—¿Pueden leer, no obstante, nuestras intenciones?

Míster Smith sonrió satánicamente.

—¡Qué venganza! —dijo riéndose.

—¿Venganza?

—Estamos siendo expulsados de este mundo de forma muy parecida a como yo fui expulsado del Paraíso mientras espiaba la primera copulación de la historia.

El Viejo deshizo el abrazo.

—No quiero oír hablar de eso —dijo, molesto y decepcionado.

—Y eso que todavía no era pecado; únicamente un pequeño experimento del mejor gusto. Sólo se convirtió en pecado después de la invención de la hoja de parra.

—¿Sigues teniendo un aguijón en el rabo, verdad?

—Eso lo dices porque cuando yo era serpiente no podías distinguir un extremo de otro.

Al Viejo le dio la risa, a pesar de su enojo.

—Eres incorregible —dijo con un vozarrón, y echó a andar.

Míster Smith lo vio alejarse con lágrimas en los ojos. Después se volvió al televisor, lo cogió y dijo, en un tono desprovisto de cualquier emoción:

—De ahora en adelante serás mi compañero.

Y se alejó del templo erótico sin echar ni una ojeada a las esculturas, en dirección opuesta a la del Viejo.

Aunque estaba tratando de ahorrar energía, el Viejo se permitió uno o dos saltos considerables hacia adelante en forma desencarnada, puesto que calculaba que si no tomaba unos cuantos atajos no llegaría a la cumbre del Everest antes de oscurecer. Un par de veces cerró los ojos experimentalmente, y no vio más que oscuridad. Se alegró de estar fuera del alcance de los santos vigilantes. El aire iba enrareciéndose por momentos, y dado que el Viejo había ido haciéndose susceptible a la temperatura, comenzó a temblar, mientras sus pies, húmedos en las frágiles zapatillas de tenis, empezaban a hundirse en la nieve. Consumió todavía más energía en alimentar su caldera interna para poder ser insensible al frío, una contingencia que no había previsto.

Alcanzó la cumbre del Everest cuando ya declinada la tarde.

Sus cabellos y su barba, blancos, así como sus pestañas, destellaban con los cristales que iban formándose en abundancia en su superficie, dándole el aspecto de oropel del Papá Noel de unos grandes almacenes. Se sentía débil y falto de preparación para la ascensión a su reino. Fue un rato hablando en voz alta para tratar de desterrar la soledad que empezaba a sentir.

—Tranquilízate. Es facilísimo. Lo único que tienes que hacer es ver mentalmente tu destino y después, ¡déjate ir! Ni siquiera tienes que pensar mucho en ello; eso sólo conduce a complejos, a inhibiciones; es un derecho tuyo por nacimiento, como caminar lo es de los mortales. ¡Inténtalo! Lo agradecerás cuando todo haya pasado.

Había abrigado la idea sentimental de una última mirada a la Tierra en toda su gloria, pero había una bruma impenetrable, neblinas que se arremolinaban y vientos que lo zarandeaban. Una despedida hostil.

De modo que despegó con una sensación de resentimiento y enfado, que le cogió incluso a él mismo por sorpresa. Al principio todo fue bien. Empezó a subir lentamente, y después con mayor velocidad, como un cohete. Sólo cuando ya llevaba en camino cosa de un minuto le invadió una gran fatiga, algo así como un deseo de no gastar todas las energías disponibles en un salto abortado; de modo que se relajó y, con un gran suspiro, empezó a descender en espiral hacia la Tierra. El aterrizaje fue suave, y se hundió en un enorme montón de nieve; tuvo que esforzarse para no hundirse todavía más. En su descenso, le había parecido ver gran cantidad de puntos negros en las laderas de la montaña, como pasas en un bizcocho; pero admitió que podía haber sido su imaginación.

Se libró del montón de nieve y trató de analizar su situación racionalmente y sin pánico. La carencia de combustible celestial era una situación ante la que no se había visto nunca. ¿Habría realmente límites a sus poderes o se trataba sólo de un temor impuesto por la adopción de la forma humana? Se esforzó por reflexionar sobre ello, pero se vio interrumpido por lo que pensó eran gritos de mujeres, traídos por el viento. Abandonó su concentración, y al mirar por encima del borde de nieve pudo ver una larga fila de mujeres que, unidas por cuerdas y armadas con piolets, avanzaban penosamente hacia la cumbre.

—Ya no hay intimidad —masculló—. Esto se parece cada vez más al Olimpo.

Ahora tenía un nuevo incentivo para escapar. Alzó la vista al cielo, se hizo mentalmente ingrávido y salió disparado al aire como una flecha. Pero en lugar de ganar impulso empezó otra vez a seguir una trayectoria horizontal y, tras una espera torturante, volvió a caer, mientras buscaba desesperadamente bolsas de aire, como un ave; al no encontrarlas, fue arrojado contra una roca al mismo nivel al que ascendían trabajosamente las mujeres. Estas lo vieron y empezaron a hablar entre sí a voces, discutiendo si era un águila o un meteorito. Hablaban en suizo alemán, y grandes letras en una de las mochilas proclamaban que eran profesoras de Appenzell que subían al Everest como tarea de vacaciones, en compañía de algunas de sus discípulas más adelantadas.

El Viejo no podía dedicarles su tiempo. Había vuelto a sudar frío, mientras le hacía olvidar los dolores del cuerpo la terrible sensación de que nunca iba a ser capaz de abandonar la Tierra, de que estaba predestinado a vagar en torno a la cumbre del Everest haciendo interminables intentos de partida, que terminarían cada uno de forma más embarazosa que el anterior. Le invadió una extraña lástima de sí mismo y lloró, con lágrimas que en sus mejillas se convertían en carámbanos.

De pronto sus azules ojos recobraron la compostura y se llenaron de un brillo de reconocimiento. Lanzó un tremendo rugido de triunfo, que hizo que las damas suizas, muchas de ellas colgadas cabeza abajo, como murciélagos, mirasen hacia allí alarmadas y se comunicasen sus sentimientos en el dialecto del cantón de Appenzell.

No hubo solución para su perplejidad; es decir, no llegaron a ver lo que ocurrió después. Y fue simplemente que el Viejo, muy propenso a olvidar su edad, había descuidado la necesidad de ser invisible, dado que el vuelo visible, económico una vez alcanzada la altitud requerida, añadía un peso prohibitivo al despegue. De pronto se hizo invisible; y, dado que nadie volvió a verlo, hay que suponer que su tercer y último intento tuvo pleno éxito. Baste decir que cuando las damas suizas alcanzaron la cumbre, poco más de una hora después, y plantaron las banderas de la Confederación Helvética y del cantón de Appenzell poniendo entre ellas una pequeña caja fuerte que contenía un reloj de pulsera, un trozo de queso y una chocolatina, no dejaron de advertir el enorme cráter causado por el aterrizaje del Viejo. Lo fotografiaron con flash desde todos los ángulos. ¿Sería aquella la prueba, al fin, de la existencia del yeti?

Aproximadamente a esa hora, en el Ganges, la envoltura vacía del cuerpo de Míster Smith flotaba en la corriente como la piel desechada de un reptil. Sus rasgos eran claramente reconocibles a pesar de su transparencia, y en sus brazos como de hule acunaba el caparazón vacío de un televisor. Ni pantalla ni diales; sólo la caja exterior.

La piel iba seguida por un mar de flores y velas flotantes, colocadas amorosamente o arrojadas con cuidado por al menos un centenar de hombres santos, que habían sabido a dónde acudir y ahora seguían a las reliquias en embarcaciones largas y estrechas.

—Estamos unidos en nuestro dolor ante la desaparición de grandes fuerzas espirituales —decía una voz quejumbrosa, que se elevaba y expandía sobre aquella regata crepuscular—, que nos han dado mucho que pensar, mucho que descifrar, mucho que desenmarañar. Sabemos que esto no es la muerte en su forma habitual; aquí no hay motivo para una pira funeraria, ni para cantar o gemir. Es sólo el paso de una estación a otra, como simboliza el mudar de piel. Pero, junto a nuestra profunda reflexión, demos gracias porque ninguna gran verdad nos haya sido revelada. Somos tan ignorantes del fin profundo de la vida como siempre lo fuimos. Aun cuando, gracias a nuestra perseverancia, hayamos podido forjar la llave, la cerradura sigue siéndonos tan esquiva como siempre. Debemos agradecer a nuestra ignorancia poder seguir siendo hombres santos como antes para, como diría el Viejo, dar a nuestras dudas la libertad que necesitan y atar corto a nuestras convicciones.

Lentamente, empezaron a entonar un cántico, que comenzó en el más bajo de los registros para florecer gradualmente en una armonía densa pero cauta, como un órgano que pasara el tiempo desgranando una música medida, llena de aciduladas resonancias tonales, totalmente implacable. Ascendía al aire el perfume de los pebeteros mientras en la orilla, desde un jeep que se movía lentamente, un hombre grandote, con el pelo gris cortado a cepillo, tomaba a la poca luz disponible, a través de un zoom, una foto tras otra de los restos mortales de Míster Smith.