El penúltimo viaje, si no el más largo, sí fue con mucho el más agotador, probablemente por las huellas del batallar que ambos llevaban ya. No tenían la menor idea de dónde habían aterrizado, dado que cayeron en un profundo sopor casi antes de haber tocado el suelo. Cuánto había durado su sueño, no lo sabían; sin embargo, para cuando el Viejo abrió un ojo, para volver a cerrarlo en seguida, el sol de mediodía caía implacable sobre ellos. El Viejo se palpó el estómago, al descubierto debido al desplazamiento de sus ropas hacia arriba durante el aterrizaje, pero retiró rápidamente la mano.
—¡Mi madre! —masculló—. Tengo la tripa al rojo vivo. Nunca me había notado la mano tan sensible. Míster Smith se incorporó.
—¿La tripa al rojo vivo? ¡Creía que eso era prerrogativa mía durante los reconocimientos médicos! —Soltó una carcajada—. Necesitaba este sueño.
—¿Alguna vez habías necesitado dormir?
—Nos ocurre igual a los dos. Ha ido convirtiéndose poco a poco en un prerrequisito para conseguir simular la condición mortal. A mí me empezó con aquella horrible fulana en Nueva York. Todavía veo las marcas del elástico de su cuerpo, como señales de neumáticos en la nieve. Allí el sueño me lo inspiró el puro aburrimiento de verme obligado a compartir su experiencia del sexo. Cuidado, no llegué a pasar por ello; pero lo vi venir en los ojos de la mente y eso me bastó para buscar el modo de escapar. Todo aquel jadeo teatral, las pupilas nubladas, el sube y baja rítmico, la letanía comercial: «Qué gusto me das», el orgasmo simulado cuando el cuarto de hora de rigor se acerca a su fin.
—Esas no son experiencia que yo pueda compartir contigo para servirte de consuelo o de comprensión —reflexionó el Viejo.
—Sólo lo menciono porque para mí fue una especie de hito, la primera vez que dormí en mi vida, la primera en que saboreé ese dulce olvido que nos ha sido negado…
—Tenemos otras ventajas.
—Muy pocas. Que podemos desaparecer; eso es todo.
—Viajar sin billete, sin hacer cola, sin depender del transporte público…
—¿Es usted contrapeso valioso a una vida sin sueños, sin descanso, sin final? Lo dudo.
—Sin embargo, hay algo que me preocupa.
—¿Qué?
—Que al simular la existencia mortal estamos haciéndonos poco a poco mortales, sin duda con más éxito e incluso con más gracia que Matsuyama-san iba haciéndose inmortal.
—Lo que quiere decir, supongo, que ya es hora de que nos vayamos.
—Ya hace rato que es hora de irnos. Pon la mano en mi tripa.
Míster Smith hizo lo que se le pedía.
—¿No te parece casi insoportablemente caliente?
—No. Es una temperatura muy razonable para una barriga, en este clima.
—Elegí mal el ejemplo. Pero el clima, ¿notas el clima?
—Para mí, templado, lo que significa penosamente caliente para personas normales.
—Nunca supe lo que era sentir frío o calor. Ahora tengo al menos una idea. Si esto continúa, empiezo a preocuparme por nuestras facultades para volver a nuestros lares.
—Una vez que se tienen esas facultades, jamás se pierden, de eso estoy seguro. Lo único que podríamos perder es nuestra energía. Los que están postrados en cama recuerdan cómo se anda, pero ya no pueden hacerlo.
—Un ejemplo alegre, como de costumbre —dijo el Viejo, mientras se reajustaba la ropa y se incorporaba hasta quedar apoyado sobre un codo. Sus ojos iban acostumbrándose a aquel sol intenso y vibrante, que hacía temblar los matorrales del fondo. Fue entonces cuando, a la sombra de un árbol inmenso, distinguió las siluetas de lo que al principio supuso eran animales, totalmente inmóviles, pero preocupantemente vigilantes.
—¿Qué son? —preguntó sin alzar la voz. Míster Smith se sentó.
—Personas.
—¿Estás seguro?
—Totalmente. Están prácticamente desnudos. Todos son hombres, más delgados que yo y calvos. Llevan gafas con cerco de metal.
—¿Todos? ¿Cuántos son?
—Cinco. A menos que haya otros ocultos entre esa hierba tan alta. Cinco visibles.
—Palabra que tus ojos se han conservado bien.
Míster Smith sonrió diabólicamente.
—Se han ejercitado a menudo sobre tales delicias… Creo que es eso lo que me ha conservado la vista aguda y pronta.
—Guárdate de los motivos. Te haré otra pregunta: ¿quiénes son?
—Hombres santos, santones.
La respuesta procedía de uno de los del grupo, con una voz alta y quejumbrosa, pero suave, con la cadencia cantarina de la madre India.
—¿Pueden oírnos desde allí? —se sorprendió el Viejo.
—Podemos oír hasta la última palabra —dijo la voz—, y eso nos confirma en nuestra opinión de que sois también hombres santos de gran poder e influencia, y nos hemos reunido para escuchar vuestras sabias palabras.
—¿Cómo supisteis que estábamos aquí?
—Recibimos un mensaje místico que nos dijo adónde debíamos acudir. Sin duda hay otros en camino, que tienen más largo viaje. Después, cuando os vimos caer del cielo en medio de un campo y quedar allí tendidos bajo los crueles rayos del sol de mediodía, en una parte del país infestada de serpientes, y en la que el tigre no es extraño, nos dijimos: estos son sin duda hombres santos de primerísimo rango, de lo alto de la escala, como si dijésemos, y nos reunimos bajo este árbol para proteger nuestras más falibles cabezas mientras esperábamos a que despertaseis.
—¿Cómo sabíais que seguíamos vivos? —dijo Míster Smith.
—Naturalmente podíamos oír vuestra respiración.
—Lo que significa, sin duda, nuestros ronquidos —añadió el Viejo.
—Debo admitir que había ronquidos intercalados. No estaba claro si era siempre el mismo hombre santo quien hablaba o si lo hacían por turno.
—Esto es sin duda algo totalmente nuevo —susurró el Viejo a Míster Smith—. Después de haber sido perseguidos por todo el planeta por el FB lo que sea, detenidos en Inglaterra, atacados por la aviación sobre Alemania, apresados en China y víctimas de una emboscada en Japón; tras haber soportado un juicio en Israel, y habernos visto obligados por las circunstancias a asumir los disfraces de avispones, oso gris, viajeros árabes y delegados de una parte imaginaria de la Siberia soviética, henos aquí al fin recibidos más o menos como lo que somos. ¿Por qué a estas alturas de nuestra aventura?
—Porque no somos como las demás personas —fue la respuesta que llegó de debajo del árbol—. ¿Habéis podido oír mis susurros?
—En un día bueno podemos incluso oírnos unos a otros pensar —respondió la voz, ahogando una afable risa, y continuó—: Debéis saber que la India ha sido durante mucho tiempo un lugar donde las posibilidades materiales son tan remotas, al menos para los de las castas inferiores, que hemos tendido a dirigir nuestras energías hacia las metas espirituales, que están al alcance de todos, pero a las que funcionarios del gobierno, políticos, industriales y otros estratos de la sociedad corruptos o corruptibles, o los pocos que, como los maharajas o gobernantes hereditarios, están por encima de la corrupción, no han necesitado aplicar sus mentes.
—Ha sido una frase muy larga —observó el Viejo.
—Tendemos a ser prolijos, por la sencilla razón de que somos personas de muy largo aliento. Es uno de los atributos propios de quien domina la naturaleza desde el nivel más bajo. Respiramos mucho menos que la gente corriente que carece de metas espirituales, y esto unido al hecho de que estamos muy bien educados y tenemos muy pocas oportunidades para lucir esa educación, nos lleva a ser extremadamente aburridos cuando llega la ocasión.
—Comprendo —reflexionó el Viejo—. Sacáis el mejor partido posible a lo poco que tenéis.
—Brillantemente expresado, si se me permite decirlo. La humanidad, tal como nosotros la vemos, tiene muchos denominadores comunes, aunque los expresa de maneras muy diversas. Si un hombre ve una escala ante él, o, en el caso de la India, una cuerda, sentirá un deseo irresistible de subir por ella, a donde quiera que lleve; en el caso de la India, a ninguna parte. Toda la carga simbólica del truco de la cuerda está implícita en esta observación. Pero el instinto común de la sociedad es ir hacia arriba. En nuestro caso, reconocemos con un escalofrío no sólo cuánto se gana trepando, sino incluso cuánto más se pierde.
—Acabamos de llegar del Japón, donde nos convencieron de eso —dijo Míster Smith—. Había allí un anciano, cerca de cien años debía de contar, que tenía empleadas a más de dos millones de personas.
—Eso es inmoral en sí mismo, siempre que se les pague. Si dos millones de personas reciben un salario de un mismo hombre, nunca se les paga lo suficiente, pues para mantener la disciplina entre tal número de empleados, el empresario debe portarse a la vez como un avaro y como un padre cruel, actitudes en modo alguno incompatibles. Perderá su alma por aumentar sus beneficios.
—¿Qué has querido decir con que es inmoral emplear a dos millones a condición de que se les pague? Seguramente podría argüirse que no pagar a esos dos millones de personas y aún así obtener beneficios de su trabajo es todavía más inmoral, puesto que eso no es otra cosa que esclavitud —dijo el Viejo.
—La esclavitud en ese sentido es cosa del pasado. Sigue existiendo, pero en muchas otras formas. Por supuesto, yo me refería a nuestro Buda, que emplea a muchas más de dos millones de almas, que no cobran, y están por tanto totalmente libres de corrupción.
—Comprendo —masculló el Viejo—. Lo que en realidad estás haciendo es repetir la vieja máxima de que el dinero corrompe.
—De qué forma tan brillante y sucinta lo dices.
—Ha habido millares de personas que lo han dicho igual de brillante y sucintamente antes que yo.
—Eso no empaña en modo alguno el resplandor de tu observación. Nunca lo había oído. El dinero corrompe…
—El centenario japonés nos dijo que sus fábricas están a punto de conseguir una máquina que podía prolongar indefinidamente la vida; en otras palabras, una máquina de la inmortalidad —explicó Míster Smith.
—No resultará.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? A nosotros nos preocupó bastante.
—No, no, alguna cosilla irá mal; una clavija defectuosa o un cortocircuito en un interruptor. Algo insignificante. Además, ¿qué clase de vida puede disfrutar un hombre cuando depende de un contacto eléctrico? Ya es bastante malo depender de un hígado, un riñón o un corazón, pero de estos puedes olvidarte durante el día, por muy hipocondríaco que seas. Un contacto defectuoso nunca puedes sacártelo del todo de la cabeza. Un dolor de muelas causa dolor, pero nunca la misma clase de ansiedad que la inestabilidad de un diente postizo. Lo que forma parte de ti nunca provoca la pérdida de sueño que ocasiona un añadido artificial. Puesto que ese anciano japonés sólo ha fabricado en principio esa máquina para su propio uso, con vistas a una posible comercialización en fecha posterior, cuando pueda seguir dando órdenes de su almohada, toda esa loca iniciativa fracasará miserablemente, con el ¡pum!, de un fusible o el relámpago de una lámpara ennegrecida. Es demasiado insolente para tener éxito.
—Eso resulta muy tranquilizador. Pero dinos, ¿cómo consigues esa visión del mundo, tú que nada tienes?
Era el Viejo quien hablaba.
—No tenemos nada y lo tenemos todo. Pero incluso si uno no tiene nada, nunca logra tener suficiente de todo. Por eso estamos aquí para seguiros y saber todavía más.
—¿Y si no queremos que nos sigan?
—Por supuesto, respetaremos vuestros deseos; pero nunca volveréis a veros totalmente libres de nosotros.
—Es un consuelo —dijo con ironía el Viejo—. Pero ya que estás en ello, podrías decirnos también cómo os las habéis arreglado para hacer tanto de nada.
—Resistiendo a la tentación de trepar fuera del alcance de nuestras percepciones, en ese loco arrebato que llaman progreso. En cambio, examinar lo que está más cerca de nosotros y preocuparnos por comprenderlo es el primer paso hacia la comprensión de todo lo demás.
—¿Te refieres a…?
—Al cuerpo humano. Dominadlo y estaréis mucho más cerca de comprender el mundo de lo que lo estáis paseando por la estratosfera sujetos a un cable.
—¿Y vosotros lo habéis dominado?
—Hemos mordisqueado la cáscara externa de la comprensión, pero incluso en eso nuestros logros han sido muy modestos. Para empezar, todos nosotros somos, desde luego, algo más viejos en años que vuestro amigo japonés. La mayoría tenemos bastante más de cien, y aunque nuestros cuerpos puedan estar arrugados, no están corroídos por la ansiedad. Están disponibles y son funcionales. Incluso en zonas desiertas, no tememos a la deshidratación, pues podemos absorber el rocío por nuestros poros. Podemos comer una brizna de hierba y disfrutar las mil sutilezas de su sabor. Dos briznas son ya un banquete, un indicio de glotonería, el camino hacia la perdición. Podemos, si es necesario, vaciar un pequeño charco absorbiéndolo por el recto, y vomitarlo a unos cuantos kilómetros de allí. Esto sólo lo practicamos en privado, ya que suele repugnar a los que no tienen esa capacidad; aunque debo decir que en ocasiones hemos sido utilizados por los servicios de incendios de remotas zonas rurales. Todas las aberturas o esfínteres del cuerpo humano pueden ser utilizados como válvula de admisión o expulsión. Gracias al yoga y sus variantes, los sentidos se aguzan hasta el punto de ser capaces de oír muy lejos del alcance del oído y de ver más allá de la curva del horizonte, sobre todo si hay cerca nubes bajas para desviar la visión. No necesitamos elevar nuestras voces hasta una magnitud desagradable, pues hemos dominado el uso de las longitudes de onda. Ninguna de nuestras percepciones es extrasensorial. No son arbitrarias ni fruto del momento, sino que están guiadas por la plena aplicación a la anatomía de una ciencia natural desarrollada.
—Bueno —dijo el Viejo, eligiendo cuidadosamente las palabras—; no puedo revelaros exactamente quién soy por temor a ofenderos, lo que es un ridículo complejo por mi parte en vista de tu actitud reverente hacia mí, pero así es. Sólo puedo decir que estoy encantado de ver hasta qué punto habéis mejorado con respecto al proyecto original en que intervine. Ni por un momento sospeché hasta qué punto podía ser mejorado ese diseño, haciéndolo incluso aerodinámico. No fue pensado para que se sintiera satisfecho con una sola brizna de hierba; pero si lo habéis conseguido, y calmar la sed con sólo exponer la piel al rocío de la madrugada, os felicito por ello. Lo que habéis hecho resulta infinitamente halagador.
—No sabemos quién eres, dado que evidentemente estás muy disfrazado, igual que tu secuaz, y tampoco estamos seguros de querer saberlo. La única parte de tu anatomía que nos resulta más que familiar son los ojos, tan sonrientes, y la amable plenitud de tu vientre. Lo vimos sobresalir entre los matorrales como una cúpula dorada tras vuestro aterrizaje; reflejaba el sol de un modo que hacía daño a la vista. Reparamos en sus majestuosos contornos, y en el hecho de que su suavidad no estaba interrumpida en parte alguna por las señales de un parto normal. Fue en ese momento cuando decidimos escucharte, como primer paso para adorarte.
Hubo un largo silencio, tras el cual la voz aguda continuó:
—Esperamos sinceramente que esas lágrimas sean de alegría.
El Viejo se cubrió el rostro con el brazo. Aquel dulzón ambiente de piedad sin adulterar era excesivo para Míster Smith, que estaba literalmente reventando de iconoclasmo.
—¡Yo no soy un secuaz! —chilló al fin, con una voz tan desagradable que los santones se encogieron.
—Elegimos una palabra equivocada, y estamos llenos de contrición. ¿Serviría compañero de viaje?
—Tengo su mismo estatus y su misma influencia.
—Eso es, evidentemente, una cuestión de semántica celestial, un campo en el que nuestras inteligencias no están capacitadas para pacer.
—Debéis perdonarnos —dijo el Viejo, sentándose de pronto—, pero lo cierto es que tenemos que irnos. Estamos los dos muy cansados. Nuestro tiempo aquí ha terminado, somos necesarios en otra parte…
—¡No venimos los dos del mismo sitio! —se engalló Míster Smith. El timbre de su voz atrajo la atención de una tigresa, que apareció de pronto a cierta distancia, convencida de que las explosiones de una estridencia hiriente para los oídos que le llegaban de vez en cuando anunciaban una rara y suculenta pieza que valía la pena investigar.
—Si no te callas, desapareceré y te dejaré solo con aquel tigre —murmuró el Viejo.
—¿Un tigre? ¿Dónde? —susurró Míster Smith.
—Sentado allí muy quieto, olfateando el aire.
—¡No lo hagas o desapareceré yo también!
—Y no volveremos a encontrarnos nunca.
Esto fue muy eficaz para reducir al silencio a Míster Smith, que empezó a estremecerse.
—Es una tigresa, lo que resulta mucho más peligroso. A juzgar por lo inflamado de sus pezones, está alimentando a una camada —dijo la voz de uno de los hombres santos—. El tigre caza sólo para él, como un deportista británico; lo hace sólo para satisfacer sus deseos, por gusto, como si dijésemos, ¿comprendéis? La tigresa caza para sus crías, con intrépido altruismo. Se está acercando.
—¿No tenéis miedo? —preguntó el Viejo.
—A lo largo de los años hemos desarrollado un olor que emana del cuerpo humano y que, aunque indistinguible para el olfato medio, resulta altamente repelente para una tigresa o un tigre.
—¡Queridos amigos, no habéis parado de investigar!
—Desgraciadamente, muchos hombres santos fueron devorados por tigres antes de que consiguiésemos la fórmula adecuada, mientras estábamos todavía en la fase de desarrollo. Fueron mártires de la causa.
La tigresa empezó a avanzar cautelosamente, con la cabeza baja, reservando su energía para el salto final.
El Viejo se levantó.
Míster Smith dio un chillido y se agarró a su ropa.
—¡No me dejes aquí!
La tigresa se detuvo y pestañeó, mientras el chillido estimulaba sus glándulas salivares.
—¡Ni una palabra ni un chillido más! —ordenó el Viejo, mientras alargaba una mano haciendo ademán de acariciar. La tigresa se tumbó de espaldas con las garras fláccidas, como esperando a que le rascasen el pecho.
El Viejo y Míster Smith se alejaron por una pequeña senda, mientras los santones los despedían agitando la mano y una voz se alzaba de entre ellos y acompañaba a los viajeros con una intensidad siempre igual, aunque estuviesen más lejos a cada paso.
—Sin duda hemos sido testigos de un gran poder para el bien, lo que nos confirma en nuestra creencia de que toda la naturaleza es una, y cada una de sus partes, tan sagrada como el conjunto. A donde quiera que vayáis, viajeros, nunca estaremos lejos. Nunca más.
Fue el Viejo quien rompió el silencio más de media hora después. Míster Smith iba todavía aferrado a su ropa.
—La naturaleza entera puede muy bien ser una, y cada parte de ella tan sagrada como el todo. Lo único que lamento de este hermoso número de equilibrio es que esos pobres cachorros de tigre tendrán que esperar para cenar.
—Como parte potencial de esa cena —dijo Míster Smith—, estoy muy satisfecho con esta solución.
—Espero que estemos ya donde no puedan oírnos.
—A menos, claro, que puedan leer los labios más allá de la curva del horizonte.
—Vamos de espaldas a ellos.
Iban entrando en lo que pensaron que era una aldea, pero que resultó ser las afueras de una pequeña ciudad. Las vacas sagradas vagaban por todas partes, obstruyendo el tráfico y comiendo perezosamente de los mostradores de verduras de las tiendas que encontraban en su camino, con una expresión de viudas soñolientas a las que nada podía negárseles. Lo único que se echaba de menos eran las tocas. Míster Smith se sentía incómodo en presencia de los perros parias, que levantaban la vista con ojos furtivos y culpables y parecían aeropuertos en miniatura para las pulgas y las siniestras termitas.
—¡Fuera, sucios! —murmuraba sin cesar mientras se agarraba más y más a la ropa del Viejo y trataba de evitar el contacto con las pobres criaturas costrosas, constantemente en busca de algo acogedor contra lo que rascarse. El gentío iba haciéndose cada vez más denso, mientras el calor del día se fundía con la regular luz de la tarde. Cruzaron y volvieron a cruzar la amarillenta calle de tierra, abriéndose camino por entre los triciclos, con sus timbres febriles, y los montones de sagrado excremento de vaca. De pronto, Míster Smith soltó al Viejo y le dijo:
—Espérame un momento, si no te importa.
Después fue bruscamente hasta una pequeña tienda que vendía de todo, desde ventiladores eléctricos hasta helados de cucurucho, y desapareció dentro.
Tan súbita decisión preocupó no poco al Viejo. Para que Míster Smith venciese su cobardía debía de tratarse de una tentación muy fuerte. El Viejo fue obligado a moverse por una vaca sagrada que decidió pasar precisamente por donde él estaba. La mirada de «dejadnos comer tranquilas» que había en su cara de hastío no admitía contemplaciones. El Viejo hizo como si hubiera tenido intención de moverse en cualquier caso, lo que estaba muy lejos de ser verdad.
Después vio a un hombre tumbado en el arroyo, en un estado de desaliño que hacía que incluso Míster Smith pareciese atildado. El Viejo le habló en urdu, y el hombre, que no sólo estaba cubierto de una costra de porquería, sino que se había dejado crecer el pelo a su aire durante años, contestó, con una voz apagada por los efectos del alcohol o las drogas, en el tono en que lo haría un hacendado inglés.
—No diga una palabra en esa maldita jerga. El inglés de la reina, por favor, o calle para siempre.
—Perdóneme. Creía que se había… ido.
—¿Ido? ¿De dónde?
—De la India.
—El que fui se marchó. Yo sigo aquí. Mala suerte. ¿Creería usted que he sido un astro del cine? Benedict Romaine. Un nombre inventado. ¿No ha oído hablar de mí? Claro que no. Estaba teniendo demasiado éxito entre los muy jóvenes para que alguien más oyese hablar de mí. Después hice lo que estaba de moda: me busqué un gurú y me vine a la India, a mi costa. Tremendamente caro, si tenemos en cuenta que no comía nada y sólo bebía una barbaridad a escondidas. Ahora no me queda ni un guisante a mi nombre para irme a casa. Menuda tragedia, ¿no le parece? Y ya que estamos en ello, ¿no podría darme alguna rupia que le sobre?
—Me temo que no. Dinero es lo único que no tengo —dijo, compadecido, el Viejo.
—Eso dicen todos. Estoy acostumbrado. Aquí un mendigo tiene que ser indio y budista. Han encontrado una casta por debajo incluso de los proverbiales intocables para un mendigo cuyo color se debe más a la suciedad que a la pigmentación y que es impenitentemente anglicano, más por confirmación que por convicción. ¿Hay algo que pueda hacer por usted mientras sigo vivo?
—Sé que parece absurdo, pero ando buscando el monte Everest.
—¿Quiere escalarlo en camisón, verdad? Hay quienes no repararían en nada con tal de entrar en el Guinness. Le aseguro que es una idea lo bastante loca para resultar condenadamente buena en esta, la más loca de todas las épocas. Si me sintiera aunque sólo fuese a medias yo mismo iría con usted; pero me temo que no conseguiría pasar mucho más allá del Campamento número uno. Le diré lo que puede hacer: siga en esta misma dirección hasta salir de la ciudad. Después tuerza a la derecha y todo recto. No necesitará volver a preguntar; lo verá. Pero no lo confunda con alguno de los otros picos, que a menudo parecen más altos desde ciertos lugares.
—Muchísimas gracias.
—No tiene importancia. Dé recuerdos míos a los viejos amigos si pasa por allí. El general Sir Matthew y lady Tumbling-Taylor, en Robblestock Place, Stockton-on-Tees. Dígales que probablemente habré muerto cuando reciban el mensaje. Benedict Romaine. Bueno, no podía llamarme Tobin Tumbiing-Taylor en la pantalla, ¿no le parece? Y tampoco puedo llamármelo aquí.
Al Viejo lo sumió en una terrible confusión aquella historia de infortunio. Difícilmente podía pasar junto a semejante dignidad decrépita sin que le afectase a la conciencia, otra de sus adquisiciones temporales durante su estancia en la Tierra. Mirando furtivamente a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba observándolo, metió profundamente la mano en el bolsillo y dejó que un chaparrón de rupias lloviese sobre el vagabundo, que las cazó al vuelo o las recogió de donde caían con dedos febriles.
—¡Y decía que no tenía ni una! —reía histéricamente.
—Y era verdad. Tenga cuidado de cómo y dónde las gasta. Son todas falsas. Lo sé porque las hice yo mismo. Empiece por comprar una pastilla de jabón y unas tijeras. Aumentarán considerablemente su crédito.
—Lo he visto —anunció venenosamente Míster Smith, llegando a la escena. Sujetaba una caja de cartón bajo el brazo—. Oh no, para el pobre Míster Smith no hay dinero, ¿verdad? Sólo para los desconocidos.
—¿Qué hay en esa caja? —preguntó receloso el Viejo.
—Un televisor. Japonés.
—¿Lo has pedido prestado? ¿Para qué?
—Como a ti nunca se te ocurriría hacer para mí un poco de dinero, tuve que robarlo, como de costumbre. Y será mejor que nos perdamos entre la gente antes de que el tendero lo eche de menos.
—Te pido perdón por todo esto —dijo el Viejo al vagabundo.
—No, si es encantador oír reñir a una pareja de maricas. Me siento como en casa.
—Vamos.
Mientras el Viejo recogía a Míster Smith y ambos empezaban a alejarse a buen paso de la escena de sus múltiples delitos, el Viejo regañó a su compañero.
—Me gustaría que no te hubieses conducido de un modo tan afeminado. Nos da a los dos una fama de lo más indeseable.
—Te la da a ti. Yo ya la tengo. En cualquier caso, la culpa es tuya por hacer brotar en mí lo peor que llevo dentro.
—Y ¿para qué necesitas un televisor? Nunca podrás hacer que funcione sin antena, y, dado que vives en un lugar sin ventilación, no podrás tenerla.
—Lo haré funcionar. ¡Tengo que hacerlo! Ahora que vamos a volver a la monotonía de nuestras salas de operaciones, he empezado a pensar lo que realmente voy a echar de menos: la televisión. Me he hecho adicto. Es un largo anuncio de mi punto de vista, de mi estilo de vida. Destrucción arbitraria, engaños en las altas esferas, vulgaridad en estado puro e insensatez. Lo que siento es todo lo que ellos llaman «truco». A los muertos les quitan el maquillaje al terminar cada programa y se van a casa con sus esposas, sus amantes o quien sea, a descansar para seguir proyectando fantasías al día siguiente. Mi consuelo es, no obstante, que los imbéciles ven la televisión en manada, y algunos se inspiran en ella para convertir esas hediondas pesadillas en realidades. Salen a la calle y matan. Los idiotas piensan que la vida es así, y quieren formar parte de ella. Incluso los carentes de imaginación personal pueden recurrir a una imaginación pública llamada televisión. ¡Si hubiese justicia en el mundo, en tu mundo, tendrían que pagarme derechos de autor!
—Es preocupante y, sí, decepcionante —dijo el Viejo, un tanto sin aliento con la caminata— que el hecho de que estés de vuelta a tu reino solitario baste para que retomes tus viejas banderas y te vuelvas hostil y francamente desagradable. ¡Válgame…! ¿Te das cuenta de que hubo momentos durante nuestra aventura en que me olvidé totalmente de quién eras… es decir, de quién eres?
—¡Eso es! —dijo Míster Smith, ya de mejor humor, y aferrando su televisor como una madre podría coger a su bebé pronto a llorar.
De repente el Viejo se paró en seco.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—No oigo nada —dijo Míster Smith, ojo avizor.
—No es un ruido, sino un olor. Huelo algo.
Míster Smith olfateó.
—Nada. Yo no huelo nada.
—Cocinan —anunció el Viejo—. Por todo lo que hay de sagrado, ¡tengo hambre!
Y empezó a agitarse como un niño al que acomete una necesidad urgente.
—Yo no tengo, pero ¿recuerdas cuando corríamos por entre las altas hierbas huyendo de la tigresa?
—Sí.
—Había unas espinas brutales cerca del suelo. Mira esto.
Míster Smith se remangó las perneras del pantalón, hechas jirones, para enseñarle un laberinto de desgarrones por encima de los tobillos.
—¿Qué es eso? —preguntó el Viejo, agachándose.
—Sangre.
—¿Sangre?
Hubo una pausa cargada de electricidad mientras sus miradas se encontraban.
—Una noche más en la Tierra, y tenemos que irnos —dijo el Viejo con voz ahogada.