Capítulo 18

Llovía desagradablemente en Tokio cuando hicieron un suave y perfecto aterrizaje en un deprimente callejón de la zona más pobre y claustrofóbica de la ciudad.

—Lo hiciste muy bien —dijo Míster Smith, reconociendo con una ternura sorprendente la capacidad del Viejo—. ¿Sigues enfadado?

—Enfadado, no; pero nuestra aventura aguzó mi sensibilidad. No teníamos intención de ir allí. ¿Por qué fuimos? Sí, ya sé que me vas a decir que nos quedamos sin energía; pero ¿por qué la plaza de Tiananmen? ¿Por qué no cualquier otro sitio de aquel extenso país, un arrozal solitario, o un templo destruido durante la Revolución Cultural?

—¿Sabes eso? —preguntó asombrado Míster Smith.

—Siempre me han fascinado los viejos que pierden la cabeza, que declaran la guerra a la impotencia, o a la inmovilidad forzosa, o a las mentes obcecadas. Mao Zedong atrajo en seguida mi atención. Decidió nadar cuando andar empezó a ser para él un problema. Igual que ese otro vejete africano.

—Burguiba, el de Túnez.

—Ese. Iba a todas partes a nado para demostrar que aún podía moverse, el más elocuente de los regresos al vientre materno, a nadar en la placenta. Sólo Mao hizo algo mejor: nadó con una mano mientras sostenía en la otra su librito de lugares comunes, un truco publicitario bastante sórdido para un volumen que de todos modos no era gran cosa. Después, cuando su deseo de inmortalidad se hizo insoportable, dio instrucciones a sus jóvenes de ir a destruir todo lo viejo excepto a él. Fue la venganza final, la última prueba de senilidad de un espíritu enmohecido.

—Parece que has estudiado a fondo el tema.

—¿Y te maravillas, con mi edad? —murmuró con tristeza el Viejo; y añadió, cejijunto—: ¿Por qué la plaza de Tiananmen? Seguramente teníamos todavía algo preciso que aprender. Pero ¿qué nos llevó allí? ¿El destino? El destino somos nosotros…

Quedaron un momento en silencio bajo la lluvia torrencial. El agua caía de los desagües a unos barriles, y de allí a la calle adoquinada, mientras pasaba de vez en cuando una vieja con su calzado de tacos de madera resonando por la estrecha calle adelante.

—¿Adónde vamos? —preguntó el Viejo.

—En Japón es difícil saberlo, porque las casas están numeradas por el año de su construcción; pero creo que es aquella abertura negra de allí.

—En esa abertura no hay puerta.

—Eso no es sorprendente en los barrios más pobres de la ciudad. ¿Ves aquel pequeño objeto reluciente bajo el tejado? Estamos sometidos a vigilancia electrónica.

—¿Pueden vernos desde dentro?

—Todos nuestros movimientos están siendo registrados.

—¿Y qué esperamos encontrar ahí?

—A Matsuyama-san.

Empezaron a cruzar la calle, pisando con cautela sobre el agua que salía a chorros, amarillenta por las grietas del piso, y que corría en cascada colina abajo, eligiendo arbitrariamente camino entre los adoquines. Mientras ellos proseguían el suyo hacia la casa de Matsuyama-san, incrustada tortuosamente entre otras a diferentes niveles, el Viejo dijo de pronto:

—Ah, sí, la oreja humana. Lo recuerdo. Fue una decisión difícil, cómo hacerla a la vez funcional y bella. Menudo problema. Después de muchas pruebas y errores, el resultado me complació bastante. Vagamente inspirado por las conchas marinas, lo admito, pero no por eso peor. En conjunto salió mejor que el pie, una parte del cuerpo que me dio problemas desde el principio. Quería hacerlo tan armonioso como la mano, pero la mayoría de los cuerpos no podían estar en equilibrio sobre una base tan frágil, y me vi obligado a «embastecerlo» hasta que se convirtió en el objeto funcionalmente eficiente y un tanto canijo que es hoy. Pero la oreja… Ah, la oreja…

—Pido disculpas por mi comportamiento. Debe de haberte chocado —dijo Míster Smith, mientras tendía la mano al Viejo para ayudarle a seguir por la resbaladiza cuesta.

—Me había acostumbrado a algo diferente. A veces había llegado incluso a olvidar quién eres. Pero el contacto con una civilización que puede ser, por lo que sé, una pizca demasiado vieja, te produjo una especie de insensibilidad primitiva, una temeridad, un salvajismo que me habías hecho ya olvidar.

—¿Para qué necesita un hombre la vista y el oído si ha aprovechado tan poco esos privilegios cuando los tenía?

—En ese caso fue una crueldad y no un rasgo amable respetarle la facultad de hablar.

—Desde luego; permitirle que aburra a los demás con los relatos de su calamidad hasta el día de su muerte.

—¿Y qué me dices de la oreja, ya que estamos con el tema? ¿Era necesario?

—Sólo tiene que dejarse crecer el pelo. Ahora está de moda. Encontré todo ese incidente un tanto decepcionante. No hay mucha carne en una oreja. Aunque supongo que se puede llegar a cogerle el gusto, como al calamar.

A pesar de sus remilgos, el Viejo rio por lo bajo.

—La verdad es que eres un tipo salvaje y sin principios.

—A ti te querría yo ver en este oficio. Hay que tener una visión nada sentimental de la vida y una dureza intrínseca para respaldar tu integridad con la acción.

El radar se había movido como el ojo de un cíclope, y como resultado de su investigación cuatro feroces perros akita se precipitaron hacia la calle desde la sombría abertura, tétricos, silenciosos, implacables. Míster Smith chilló y buscó refugio detrás del Viejo.

—De nada vale que te transformes en algún animal impresionante. Esos perros no le temen a nada.

—¿Qué son? —susurró Míster Smith, a quien los dientes le castañeteaban.

—Akitas. Con cuatro de esos no hace falta puerta. El Viejo alzó la mano y dijo «Sentaos», en japonés, por supuesto.

Los cuatro akitas se sentaron, obedientes, en espera de nuevas instrucciones, con sus claros ojos alertas.

—Muy notable. Pero podrían levantarse fácilmente —sugirió Míster Smith.

El Viejo bajó la mano y volvió la palma hacia el suelo.

—Tumbaos —dijo en japonés.

Los cuatro akitas se acostaron, con los ojos tan vigilantes como siempre.

—Quizá podrían echar una siestecita —sugirió Míster Smith—, o incluso dormir un buen rato. El sueño eterno, tal vez.

—¿Estás seguro de que no quieres arrancarles antes un pedazo de oreja? —preguntó su compañero.

—Perdona.

El Viejo movió despacio los dedos, como tocando lánguidamente una escala en el aire.

—Eso va a resultar más difícil —dijo, y después su voz cobró un tono adormecedor—. Tenéis mucho sueño —informó a los akitas—, queréis soñar con huesos… huesos… huesos…

Los perros no parecían sentir el menor sopor, sino que seguían mirando fijamente al Viejo, tan alertas como de costumbre.

—Ya te dije que esto iba a ser más difícil.

—¿Puedo hacer una sugerencia?

—¿De qué se trata?

Al Viejo le irritó un tanto que alguien en la situación de Míster Smith fuese a darle consejos.

—¿No sería más eficaz seguir hablando en japonés, en vez de ponerte a hablar polaco como acabas de hacer?

—¿Eso he hecho? Eso sólo demuestra que pronto estaré yo también nadando, mientras sostengo en alto con una mano mis tablas de la ley.

El Viejo cambió a una especie de japonés perruno.

—Tenéis mucho sueño… Queréis soñar con huesos…

Uno a uno, los claros ojos se cerraron.

—Soñáis con intrusos.

En su sueño, dieciséis patas caninas empezaron a moverse nerviosamente.

—Habéis mordido sus tobillos.

Asomaron cuatro pares de colmillos que mordieron el aire a la vez, mientras un poco de espuma salpicaba los hocicos.

—Ahora sólo pensáis en dormir… dormir…

Los cuatro akitas se dejaron caer pesadamente, como drogados.

_¿Y si despiertan antes de que sea hora de irnos?

—No lo harán. Vamos, entremos.

Cuando los dos hombres aparecieron en el umbral, hubo pánico en varias mujercitas y un par de jóvenes, que se precipitaron de acá para allá haciendo reverencias, murmurando y dando muestras de una deferencia medieval.

—Matsuyama-san —dijo Míster Smith, con la arrogancia de un samurái que viene en busca del singular combate al que tiene derecho.

Los criados se apartaron como las aguas para dejarles entrar. Las habitaciones estaban totalmente vacías, excepto por alguna estera enrollada o una mesa baja; pero había más de las que uno podía sospechar desde fuera.

En la última, encaramado sobre cojines y sostenido en su sitio por un respaldo de rejilla, había un hombre viejísimo. Tan viejo era que los rasgos de su calavera sobresalían más que lo que le quedaba de cara. Era como si la piel hubiera sido extendida sobre los huesos, tirante como la de un tambor. Esto hacía a Matsuyama-san prácticamente incapaz del menor movimiento. Tenía la boca casi permanentemente abierta, ya que no disponía de la piel necesaria para cerrarla. Un hilillo de humedad era visible en un lado de la boca, mientras sus mandíbulas trataban de formular palabras inciertas. Sus ojos, en las raras ocasiones en que eran visibles, tenían el color de la arcilla, y se movían dentro de aberturas que parecían haber sido abiertas en la cara con un puñal. En la asolada coronilla le quedaban algunos pelos aislados, como juncos al borde de un estanque.

—¿Matsuyama-san? —preguntó Míster Smith.

La respuesta fue un casi imperceptible movimiento afirmativo de la cabeza.

Míster Smith se puso en cuclillas e invitó a su compañero a hacer lo mismo. El Viejo encontró más seguro sentarse en el suelo.

—Somos amigos de regiones extranjeras —dijo Míster Smith en voz muy alta, dando por descontado que Matsuyama-san era sordo.

Matsuyama-san alzó un índice febril. Esa era siempre la señal de que, pudieras o no oírlo, estaba hablando. Hablaba en inglés a los extranjeros y en japonés a los perros y a los servidores.

—Vi cómo tratar ustedes mis akitas.

—¿Cómo? —exclamó Míster Smith.

El mismo índice febril buscó un botón entre todo un teclado. Lo oprimió y la pared de bambú desapareció entera hacia lo alto, descubriendo un enjambre de no menos de cuarenta televisores, que mostraban diferentes actividades en diversos lugares de trabajo. Sólo en el primero se veía el patio con los cuatro akitas, dormidos donde los había dejado el Viejo.

—Poderosa medicina —murmuró Matsuyama-san.

—No es medicina —replicó Míster Smith—, sino parte de la mejor magia de Dios.

Matsuyama-san lo encontró irresistiblemente divertido, y se estremeció con una risa silenciosa.

—¿Qué es lo que le da risa, si me permite la pregunta?

—Dios.

El Viejo trató de parecer digno y distante.

De pronto Matsuyama-san pareció gruñir. Su cambio de humor fue repentino y los dejó perplejos.

Oprimió un botón, que se iluminó.

Entró un joven vestido con el traje tradicional, que hizo una profunda reverencia. Matsuyama-san levantó tres dedos y después dos.

El joven miró hacia las pantallas, murmurando: «Número treinta y dos», y después lanzó uno de esos sonidos típicamente japoneses, que expresan una desaprobación exagerada, una nota sostenida en el registro más bajo del trombón.

—¿Ocurre algo malo? —preguntó Míster Smith.

El joven miró a Matsuyama-san pidiendo permiso para responder. Le fue concedido con un gesto tan mínimo que resultaba invisible a quienes no fuesen de la familia.

—En la fábrica número treinta y dos, en la prefectura de Yamazori, donde fabricamos turbinas para submarinos y órganos electrónicos, hace ya dos minutos que terminó la pausa matinal y todavía hay empleados riendo en la cantina.

Cogió un teléfono y marcó sólo dos números. Sin duda era una línea directa. Habló de modo breve y contundente, y después trasladó su mirada a la pantalla número treinta y dos. Las empleadas habían empezado a dispersarse para volver al trabajo. Matsuyama-san hizo girar un botón, y la conversación se hizo audible. Un hombre entró en la zona de la pequeña pantalla, gritando y tachando nombres en una lista. Las dos empleadas reprendidas se inclinaron; parecían al borde de las lágrimas, como si acabasen de ser castigadas en un jardín de infancia infernal.

—¿Qué sucede? —inquirió Míster Smith.

—Las empleadas de la sección de teclados del departamento de órganos electrónicos son castigadas por reírse después de terminado el recreo —explicó el joven.

—¿Castigadas cómo?

—Esta semana sólo se les pagará la mitad del salario. Si vuelve a ocurrir, serán despedidas. Una vez despedido, nadie puede encontrar empleo en ninguna otra gran empresa japonesa durante cinco años. Es un acuerdo entre los grandes empresarios, por iniciativa de Matsuyama-san, que es el mayor de todos.

—¿Y todo eso por reírse después de terminada la hora de recreo?

—Existe igual castigo por reír antes de la hora de recreo.

—¿Y durante la hora de recreo?

—La hora de recreo se llama así porque durante ella puedes deshacerte de toda tu risa.

—Parece muy duro para un reidor inveterado.

Matsuyama-san no entendió esto, pero pensó que le gustaría contribuir también a la sesión informativa, sin confiar excesivamente en un mandado.

—Matsuyama-san emplear más de dos millones de personas —dijo de sí mismo, mientras levantaba dos dedos.

—¡Dos millones! —exclamó el Viejo, sin poder apenas dar crédito a sus oídos.

—¿Usted Dios?

—Así es.

Matsuyama-san soltó una risa aguda y levantó un dedo.

—¡Mi nombre, Míster Smith! —gritó Míster Smith.

—Americano.

—No necesariamente.

—Dios también americano.

El Viejo y Míster Smith se miraron.

Era difícil saber si Matsuyama-san era muy tonto o profundamente irónico.

—¿Qué otra cosa Dios poder ser sino americano? —preguntó con la limitada jovialidad de que disponía—. ¿No ser América el país de Dios?

El Viejo decidió que había una clara malevolencia detrás de esas alusiones.

—Es extraño encontrar a un hombre de tan enorme riqueza y poder viviendo en un barrio tan popular —dijo.

—¿Dios no entender? —preguntó Matsuyama-san, y después su humor se ensombreció de modo que empezó a parecerse a la muerte en persona—. Japoneses no tener un Dios —chapurreó—. Japoneses preferir culto en familia, adorar antepasados. Yo no adorar antepasados. Antepasados no son buenos; obligan a hacer todo yo mismo. Yo nacer aquí, en esta casa. Antepasados nacer aquí. Cocineros, carpinteros, fontaneros, ladrones, de todo. Mucha gente. Viejos, jóvenes, reciente nacidos, tíos, tías, primos, todos vivir aquí. Mucho ruido, mucho alboroto, no silencio. Ahora yo solo. Mucho silencio. Mucha contemplación, mucha reflexión. Hermanos, todos muertos. Hermanas, todas muertas. Hijos, unos muertos, otros vivir grandes casas, piscina, barbacoa, puentes madera sobre canal artificial, todo lujo. Dos hijos, kamikaze, hundir barcos. Uno, matarse al acabar guerra. Mucha desgracia. Suerte en juego. Yo sobrevivir guerra. Continúo tradición japonesa. Empleo dos millones de personas. Pronto quizá más. No más hundir barcos enemigos. Viejos tiempos. Ahora hundir automóviles, televisión, cámaras, relojes, high-tech enemigos, nuevos tiempos. Bien y mal, criterios del pasado. Viejos tiempos. Polaridad futuro, eficiencia e ineficiencia, tener y no tener. Hoy, samurái vuelve a vivir, pero en industria; no singular combate, sino sala consejo.

—¡Un momento! —bramó el Viejo—. ¿Está usted sugiriendo que el bien y el mal han sido suplantados por la eficiencia y la ineficiencia? ¿Le he entendido bien?

—Muy correctamente. Esa es nueva dimensión en conducta humana. Rivales hablar mucho de eficiencia, pero nunca llevar idea a conclusión lógica. Ponen control calidad, otros artilugios, pero permiten reír durante horas trabajo. Dos incompatibles. No haber excepción en búsqueda eficiencia total. Ecuación como sigue: eficiencia total igual virtud total.

—Es curioso —reflexionó el Viejo—. Hacemos cuanto podemos para hablar como mortales, a fin de no dar la menor impresión de superioridad; por delicadeza, ¿comprende?, como una cortesía social. En cambio usted, Matsuyama-san, habla como un inmortal, por un motivo que no me atrevo a comprender.

El fantasma de una sonrisa cayó sobre la boca de Matsuyama-san, desdentada como encaje.

—Muy aguda observación —susurró mientras buscaba a tientas con el índice otro interruptor. La pantalla de bambú que había detrás de su trono desapareció hacia lo alto, dejando al descubierto una extraña máquina.

—Este último grito máquina mantener vida. Más reciente paso en camino inmortalidad. Antes cinco años, mis fábricas tienen orden dominar técnica vida perdurable. Informe confidencial ayer me produce gran felicidad. Decirme trabajo va bien. Quizá lleva menos de cinco años.

—Pero ¿qué ocurre si se muere antes de que sus técnicos hayan terminado el trabajo?

—Voy en seguida a mi máquina mantener vida. Agujeros ya hechos en mi carne recibir sensores. También tener ranura en nuca. Recibir disco. Registrar todos los pensamientos durante coma. Poder dar instrucciones clave estando inconsciente. Último paso muy necesario abrir perspectiva de inmortalidad cuantos lo merezcan.

—¿Y esa perspectiva le produce placer, pobre idiota?

Matsuyama-san se tomó un momento para sorber el insulto como una medicina.

—Hace años que paso placer. Placer reemplazado éxito.

—¿Nunca ha amado? —inquirió el Viejo.

—¿Y odiado? —terció Míster Smith, para no quedar fuera.

—Ah, eso. Durante último medio siglo reservo hora al día para esposa, hora para geisha, hora para prostituta. No tengo idea de si hembras ser las mismas que cuando establecí norma. Creo improbable. Pero tienen instrucciones ser buenas amigas, sean quienes sean. —La cara demacrada de Matsuyama-san iba frunciéndose mientras vacilaba—. ¿Sabe? —admitió lentamente, alzando el índice—. Desde hace años tengo dificultad reconocer gente. Reconozco sólo éxito y mala conducta.

—¿Cuántos hijos tiene?

El Viejo era tan directo como un médico.

—No pregunte imposible —replicó Matsuyama-san—, no idea. Cierto sentido todos mis empleados, dos millones doscientos cuarenta un mil ochocientos sesenta y tres, hijos míos, poder ser hijos míos. Yo tratarlos suficientemente mal. Por otra parte, puedo todavía, aunque con poca vista, distinguir mis cuatro akitas. Conozco por nombre: Trueno Divino, Volcán Celestial, Rayo Vengador y Guerrero Imperial. Recuerdo respeto sus padres, Aliento Dragón y Frágil Flor.

—Dice usted que le falla la vista. ¿Cómo va a reemplazar sus ojos, aunque sea inmortal? —preguntó Míster Smith. Matsuyama-san volvió a su esbozo de sonrisa.

—Lentes especiales ya probadas, con recambio plástico nervio óptico, que contiene sensores especiales. Oído también, técnicas alta fidelidad, con micrófonos como medio guisante implantados tímpano. Oír y ver mejor que niño.

—¿Y no teme al efecto de la arrogancia sobre su carácter? —declamó lentamente el Viejo.

—¿Qué pregunta ser esa? —gimió burlonamente Matsuyama-san—. ¿Arrogancia? No conocer más cosa. Yo mandar. Yo ordenar. Arrogancia ser mi vida.

—¿Y disfruta con ella?

—Disfrutar ser debilidad, vicio, satisfacción inmoderada deseos. Mala palabra. Yo no disfrutar nada. Yo ser. Eso ser todo.

—¡Entonces voy a enseñarle humildad! —gritó el Viejo con su cadencia más fulgurante—. Voy a ponerlo a la defensiva una vez más, que es como debe estar. ¡Míreme!

—Miro, Dios.

Había un deje de burla en su voz.

—¿Está seguro? No puedo ver sus ojos desde aquí. No me obligue a hacer esto más de una vez. También yo soy viejo, y exige cierto esfuerzo. ¿Está preparado?

—¿Qué hacer? ¿Demostrarme Dios tiene todavía poder?

—Precisamente. Cuando cuente hasta tres, advertirá en mí una transformación. No deje de observarme.

—Creía que no te gustaba recurrir a los milagros para causar efecto —bisbiseo Míster Smith.

—Frente a una tozudez así, no hay otro camino —tronó el Viejo—. Uno, dos, ¡tres!

Y se desvaneció en el aire.

Su ausencia apenas pareció afectar a Matsuyama-san, aunque a Míster Smith le puso claramente nervioso. La perspectiva de verse solo en aquel silencioso manicomio no le tranquilizaba nada, y durante la ausencia del Viejo no perdió de vista la pantalla número uno, en la que por suerte los akitas seguían dormidos. Al cabo de diez segundos que parecieron diez minutos reapareció el Viejo, muy sereno.

—¿Y bien? —preguntó.

No hubo respuesta. En Matsuyama-san nada parecía haber cambiado. Seguía allí sentado, tieso como una vara, con gesto reservado pero sin hacer el menor movimiento.

—Está dormido —dijo rotundamente el Viejo.

—O muerto —sugirió Míster Smith—. Puede haber sido la impresión de verte desaparecer. ¿Debería llamar al joven para que lo ponga en la máquina de conservar la vida o debo probar yo? Hay un revoltijo de cables ahí abajo.

—Está dormido —repitió el Viejo, y carraspeó con el ruido de un terremoto no demasiado lejano.

Algo se crispó en la cara de Matsuyama-san.

—Me disculpo —murmuro— por cortesía, no porque tener que hacerlo. Quedé dormido. A mi edad, prácticamente es único imprevisible lado acá de muerte.

—¿No vio nada? —exclamó el Viejo.

—Tuve impresión, quizá totalmente errónea, que salir usted de habitación con algún propósito, y al cabo de un rato volver a su sitio de antes en el tatami.

—¿Por la puerta?

—¿Por dónde si no?

—¡De eso se trata! —gritó el Viejo—. Ahora ya ha descansado. En esta ocasión no tiene excusa. No deje de mirarme. No pienso hacerlo por tercera vez. Lo dejaré aquí para que se cueza en su propia salsa malsana, ¿está claro? Ahora. ¡Míreme!

Movió las manos ante los ojos de Matsuyama-san, quien se dio por enterado del gesto con un leve movimiento de cabeza.

—Estar despierto —confirmó.

—Bien. Ahora concéntrese. ¡Uno, dos, tres!

Y desapareció.

Esta vez a Míster Smith le pareció ver a Matsuyama-san mirar cautelosamente a su alrededor, y sobre todo al techo. Después de los diez segundos de rigor, el Viejo reapareció, provocando en Matsuyama-san un visible estremecimiento.

—¿Y bien?

—¿Cuánto? —fue la clara respuesta.

—¿Cómo dice?

—Que cuánto querer por derechos.

—Es increíble —murmuró el Viejo, desinflado.

—Pago bien, pero no excederme —dijo Matsuyama-san—, es buen truco, pero no esencial para actuar. Decir cien mil dólares norteamericanos. Si rechazar, saber que dominaremos técnica dentro de poco, de modo que interesar cerrar trato ahora.

—Acéptalo —rogó Míster Smith—. Al menos así tendremos al fin algún dinero legal. ¡Cien mil dólares!

—¡No puedo! —exclamó el Viejo—. Sé cómo hacer el truco, pero no tengo nada que vender. No puedo dar instrucciones a nadie. Es algo inherente a mí.

—¿Y eso qué importa? ¿No puedes fingir? Entonces lo haré yo. Soy tan bueno desapareciendo como tú. Algo podré venderle.

—Estarás estafándolo.

—¡Se lo merece!

—Esa es otra cuestión, y ajena al aspecto ético.

—Al infierno con el aspecto ético.

Matsuyama-san levantó el dedo.

—Yo ver discutir, pero no oír nada. Hacer última oferta. Ciento veinte mil dólares, o equivalente en yens, por derechos mundiales truco desaparición.

—¡Mira, mira, la pantalla número uno! ¡La policía!

En efecto, en la pantalla número uno se veía a varios policías con equipo antidisturbios que iban acercándose cautelosamente a la casa. Uno de ellos dio una patada a uno de los akitas, que se despertó y le mordió el tobillo.

—¡Los perros se han despertado!

—¡No puedo estar en todo! —dijo asqueado el Viejo.

—Yo llamar a policía cuando ver cómo dominar akitas —confesó Matsuyama-san señalando un botón rojo. Hizo girar otro, y la conversación fuera de la casa aumentó de volumen. Los feroces gruñidos del akita despierto, los gritos de la víctima y los esfuerzos de los otros policías para liberar a su compañero llegaron por el altavoz en plena confusión. De pronto se hizo visible en primer plano un rubio corpulento acompañado de un pequeño policía japonés con una inscripción en el casco, que presumiblemente indicaba su rango superior. La cara del rubio estaba distorsionada por la leve configuración en ojo de pez de las lentes.

—Bien, entonces de acuerdo. Ustedes entrarán primero, y yo les seguiré. No queremos darles oportunidad de desaparecer antes de poder leerles sus derechos. Hagan ustedes lo que hagan, no les asusten. Denles la impresión de que se trata sólo de una inspección rutinaria en respuesta a una falsa alarma. En otras palabras, adormézcanlos dándoles sensación de seguridad. Después, cuando me parezca oportuno, entro yo. Intentaré hacer un trato con ellos.

El oficial japonés asintió con la cabeza.

—¡El FBI! —exclamó Míster Smith—. ¡Ellos y los perros! Es demasiado.

—¿Cómo nos han encontrado? —dijo, tenso, el Viejo—. Deben de existir ya aparatos electrónicos capaces de seguir nuestro rastro. Quizá tenga razón el amigo.

—Lo único que nadie más que nosotros puede hacer es desaparecer.

—No es una táctica muy constructiva —dijo el Viejo, dando la mano a Míster Smith.

En ese preciso momento el primer policía japonés irrumpió en la habitación con un gran despliegue de machismo light, y los correspondientes gruñidos de esfuerzo.

—Echo de menos mi televisión —dijo a media voz Míster Smith.

—¿Adónde va a ser?

Entró el oficial japonés, alzó la mano y los demás bajaron sus metralletas.

—A la India.

—¿A la India?

—«Nuestra última parada antes de que nos hayamos librado del torbellino de la vida»[8].

—Qué bonito. ¿Quién lo escribió?

El tipo alto y rubio entró en la habitación con estudiada negligencia.

—Bien, amigos. Este es el final del camino para vosotros. Supongo que os dais cuenta.

Los ojos de los dos se cerraron y, con sonrisas beatíficas, el Viejo y Míster Smith levitaron lentamente a través del techo, en una variante de su práctica habitual.

—¡Mierda! —exclamó el rubio—. ¡Alguno de vosotros debe de haberlos asustado!

El joven ayudante de Matsuyama-san entró a tiempo de asistir al final del diálogo y a la ascensión. Examinó a su amo presintiendo algo, y dio la alarma mientras la policía seguía esperando instrucciones y los akitas bostezaban soñolientos en la pantalla número uno.

—De prisa. Matsuyama-san ha muerto. Tengo que ponerlo en el sistema de mantenimiento de la vida antes de dos minutos. ¡Qué uno de vosotros cumpla las instrucciones mientras yo lo conecto!

El ayudante manipulaba a Matsuyama-san, tratando de encontrar los agujeros en la espalda del anciano, cuando este se despertó sobresaltado.

—¡Idiota! Sólo me quedé dormido un momento. ¿Qué ha pasado?