Capítulo 17

Aterrizaron torpemente y con dificultad en un vasto espacio abierto, cruelmente pavimentado, en medio de una muchedumbre que se espantó con la primera ráfaga de su llegada.

El Viejo quedó tendido un momento, al parecer conmocionado. Míster Smith, aunque despeinado y perplejo, parecía menos afectado por los rigores del viaje.

—Por qué elegiste semejante gordura como cáscara mortal cuando podías haber elegido infinidad de disfraces más atléticos es algo que no entiendo —gritó.

El Viejo yacía inmóvil, mientras una muchedumbre oriental lo contemplaba con un pavor que evitaba cualquier movimiento hacia él.

—¡Déjalo ya! —rugió Míster Smith—. Sé que no puedes estar muerto, ni siquiera herido, de modo que no trates de asustarme, y mucho menos delante de personas a las que vemos por primera vez.

—¿Esto es el Japón? —preguntó al fin el Viejo con un hilo de voz.

Míster Smith probó su mejor japonés con algunos de los mirones, sin resultado. Después hizo lo mismo en vietnamita, tailandés, birmano, laosiano, kampucheano e indonesio. Todos tendían a echarse atrás cautelosamente cada vez que intentaba practicar con ellos sus conocimientos lingüísticos del Asia suroriental. Como último recurso, sólo se le ocurrió el chino mandarín.

Una bonita muchacha de figura infantil y en la frente una cinta blanca que se parecía de manera inquietante a un vendaje avanzó hacia ellos.

—Estáis en la llamada República Popular China —dijo—. En Beijing, para ser exactos; en la plaza de Tiananmen.

—¡La plaza de Tiananmen! —repitió horrorizado Míster Smith.

—¿Por qué parece producirte tal espanto esa palabra? —preguntó el Viejo, ya plenamente consciente.

—Levántate, levántate; deja ya de imitar un accidente de tráfico —gruñó Míster Smith mientras ayudaba a ponerse en pie al Viejo, que hacía muecas de dolor—. En Tiananmen han ocurrido cosas lamentables recientemente, cuando el Ejército llevó a cabo una matanza entre los estudiantes que se manifestaban pacíficamente. Esa acción alarmó y deprimió a muchos países extranjeros, que habían pensado que China iba camino de convertirse en una sociedad más libre. ¿Tengo razón?

—No puedo responder en cuanto a la reacción de los países extranjeros —dijo la chica como si estuviera hablando en un mitin—, pero tu descripción de lo ocurrido en la plaza es, en líneas generales, exacta.

—Debo pedir disculpas por las preguntas de mi amigo —explicó Míster Smith—. Se interesa muy poco por lo ocurrido en los últimos diez mil años.

—En tal caso, haría un buen papel en nuestro Gobierno.

—Ha dicho usted la llamada República Popular China. ¿Qué es en realidad?

—La Dictadura del Pabellón Geriátrico.

Míster Smith rio, sintiéndose un tanto culpable. Al Viejo no le hizo la menor gracia.

Una pareja de policías mandaban circular a la gente.

—Es una técnica que aprendieron de los norteamericanos —dijo la chica.

Se le unió un joven cuya visible posesividad indicaba que estaban unidos sentimentalmente, y que él tenía un carácter más bien celoso e inestable. En la cinta de su frente había símbolos chinos que sugerían que prefería la facilidad de los eslóganes al mayor reto que suponen las palabras.

—Mi amigo me dice que están tomando otra vez fotografías, como prueba en sucesos futuros —dijo furtivamente la muchacha, mientras su mirada inquieta trataba de penetrar en la cambiante multitud. Su amigo se cubrió la cara con una media a manera de precaución, como un terrorista, dejando sólo visibles los ojos.

—¿Tomando fotos como prueba de qué? —preguntó el Viejo.

—De nosotros. Es lo que ocurrió la última vez. Dimos flores a los soldados y conquistamos su simpatía. Los Carcamales estaban tratando de ganar tiempo, pero cuando vieron que íbamos comiéndoles el terreno enviaron soldados de otras provincias, que sólo recibieron órdenes de actuar y no habían tenido el menor contacto emocional con los estudiantes. Asesinaron a un gran número de nosotros, y al resto los persiguieron basándose en fotografías y vídeos que agentes provocadores habían tomado durante los días anteriores. Todavía nos siguen la pista, para llevarnos a juicio, por puro formulismo, y ejecutarnos.

—¿Ejecutarlos?

—Sí, como rebeldes a la autoridad del Partido. Los Carcamales nunca creyeron que sus actos iban a ser tan ampliamente conocidos ni debidamente interpretados. Creían que todavía era posible en estos tiempos barrernos debajo de la alfombra y pretender que no habíamos existido, como habría ocurrido en todos los siglos anteriores. Se quedaron asombrados y horrorizados cuando ciertos países derogaron temporalmente los tratados e incluso impusieron sanciones, furiosos por lo ocurrido. El único cálculo en el que los Carcamales acertaron fue el de los efectos del cinismo. Suponían que las tentaciones del enorme mercado chino en potencia serían demasiado grandes para permitir que el enfado durase más allá de un período simbólico; que no pasaría mucho tiempo sin que las aguas volvieran a su cauce, con la flor de nuestra juventud bajo tierra.

Aparte de esto, y de que los viejos son aún más viejos, todo sigue igual. Pero hemos cumplido con un deber para con la familia humana. Sin nuestro sacrificio, y la tozudez de nuestros líderes, las revoluciones pacíficas de Polonia y Hungría, y aún más de Alemania Oriental y Checoslovaquia, no hubiesen podido adoptar la forma que adoptaron. Durante algún tiempo después de Tiananmen, no hubo policía capaz de esgrimir sus armas contra los estudiantes. De modo que hoy estamos probando, también aquí, si es posible otro Tiananmen.

—¿Y si lo es? —preguntó cauteloso el Viejo.

—Nos pondremos al paso de las demás naciones.

—¿Y si no? —inquirió descaradamente Míster Smith.

—Los que escaparon la otra vez morirán.

Antes de que pudiesen seguir hablando, el joven de la media giró en redondo y lanzó un preciso puñetazo a un transeúnte, quien dejó caer la cámara que llevaba oculta, que fue a estrellarse contra el pavimento. Por un momento ambos lucharon por hacerse con ella. Lo curioso era que el otro, aunque no tan joven como el estudiante, llevaba también una frontalera con un eslogan incendiario.

—Un agente provocador —explicó la chica.

El estudiante consiguió apoderarse de la cámara y se la lanzó a la muchacha antes de volver a enzarzarse con el fotógrafo. La chica sacó la película con movimientos expertos y volvió a dejar la cámara en el suelo.

—¡Vamos! —ordenó.

—¿Adónde? —preguntó el Viejo, indeciso ante la rapidez de los acontecimientos.

—Nos han ordenado circular. Probablemente a mi amigo van a detenerlo. Tenemos la película y no deben encontrarla. Seguramente también tú estarás en ella, y eso es malo para un extranjero.

Ni siquiera el Viejo podía sospechar todo lo malo que era, ni que había otro ojo fisgando en sus asuntos, y desde el lugar más inesperado, el espacio exterior, normalmente su reino.

Cuando las ampliaciones de las fotos del satélite espía se secaron, el hombre encargado de ese departamento técnico, situado en algún lugar no lejos de Washington, expresó su sorpresa del modo más vulgar, silbando por lo bajo. Después procedió, como decían las instrucciones, a hacer unas cuantas llamadas densamente cifradas y misteriosas que provocaron la rápida convocatoria de las partes interesadas a una sala sólidamente protegida, en algún lugar seguramente fuera del alcance de cuanto no fuese el café en vasos de papel.

No había pasado una hora desde el descubrimiento cuando ya Lougene W. Twistle estaba de pie delante de la enorme ampliación de la fotografía aérea, puntero en mano, hablando a un puñado de expertos que estiraban el cuello hacia adelante como velocistas en sus tacos de salida.

—Esta es la fotografía AP guión MS guión 11 932 417, tomada a las 14:21 hora local sobre la plaza de Tiananmen, en Pekín, por otro nombre Beijing, el cuatro de noviembre. Como pueden ver, la plaza muestra una actividad inusitada, cuando ese espacio estuvo en gran parte vacío o apenas ocupado desde los sucesos de hace unos meses. Me refiero, como es natural, a los desórdenes estudiantiles y la intervención del Ejército.

—Vamos al grano —ordenó Milton Runway, uno de los jefes del FBI—. A ninguno de nosotros le sobra el tiempo.

—Sigo las instrucciones que he recibido. No todos mis clientes están tan bien informados como ustedes, caballeros. Me refiero a senadores, congresistas y demás —explicó Twistle.

—Lo comprendemos —dijo con brusquedad Runway.

—Antes de empezar, ¿quiere alguien que le sirvan más café?

No hubo consenso, de manera que Twistle continuó a su paso mesurado.

—Razones para la ampliación. Bien; había multitud de manchitas blancas, que suelen ser las frontaleras de los estudiantes y, en algunos casos, pancartas, que en su mayoría son rectangulares, incluso vistas desde una distancia de miles de kilómetros. Sin embargo, había también una mancha blanca redondeada que incluso vista con lupa parecía incompatible con una frontalera, era demasiado grande, y poco apropiada para extenderla entre dos palos. Me decidí por ampliarla al máximo, y aquí, caballeros, está el resultado del magnífico trabajo de nuestro laboratorio. Aquí —y agitó su puntero sobre la masa humana— están los estudiantes, unos cuantos miembros de la milicia y otros cuyo cometido en la plaza no pudo ser establecido con precisión; pero aquí —y señaló la redondez blanca—, aquí encontramos a un hombre de corpulencia entre moderada y considerable que parece haber caído al suelo, razón por la cual ocupa una zona anormalmente grande. Junto a él, si miran ustedes con cuidado, caballeros, resulta difícil distinguirlo porque es moreno y está contra un fondo oscuro, hay un tipo pequeño con el pelo largo y lo que parece una barba descuidada. Alarga una mano, tal vez para ayudar al individuo corpulento a ponerse en pie. Al principio, uno podría creer que ese tipo es tan chino como los demás; pero si nos fijamos en el mencionado individuo corpulento, se advierte una barba blanca y un cráneo calvo o muy poco cubierto, y también el considerable espacio que ocupa su parte central, o zona del vientre, que resulta tanto más evidente debido a su posición recostada, mientras que todos los demás individuos de la porción de plaza que examinamos están de pie.

—He visto lo suficiente para convencerme —dijo Runway—. Son ellos.

—Sólo iba a refrescar su recuerdo, caballeros, del aspecto que tenían los dos hombres buscados cuando estaban todavía en Estados Unidos —dijo Twistle, mientras un proyector de diapositivas empezaba a pasar imágenes del Viejo y Míster Smith en televisión con Joey Henchman, y las fotos de los pasaportes de Arabia Saudí confiscados, entre otros elementos de prueba.

—No necesito volver a verlos. ¡Por Dios! ¿Podríais olvidar a un par de idiotas que nos infligieron la mayor humillación de la historia del FBI? Son ellos, no hay duda. Ahora… —Y con una oleada de bilis ante el continuo desfile de recuerdos—: ¿Quiere hacer el favor de parar ese maldito chisme?

Twistle, algo mustio como todos los técnicos que ven su momento de gloria interrumpido por quienes se imaginan estar demasiado altos para andar con minucias, paró la máquina aunque dejando la ampliación brillantemente iluminada.

—Caballeros, si me necesitan, estaré en la extensión 72043 —dijo, y salió discretamente. Su trabajo como una elocuente y lúcida pieza más de la máquina estaba hecho.

Runway se levantó y empezó a pasear. Resultaba evidente que era su costumbre cuando había que proceder a un examen más profundo.

—Ahora, amigos, escuchen —dijo, en un tono que presagiaba una gran satisfacción—. Estamos otra vez sobre la pista. Según los servicios de información israelíes, esos tipos dijeron a quienes los interrogaron allí que su próxima parada era Japón, y acabaron en China. Y la cuestión es: ¿obedeció eso a un cambio de planes o su radio de acción es limitado, como el de una aeronave?

—No veo qué importancia… —intervino Lloyd Shrubs, otro miembro del grupo.

—¡Toda la del mundo! —chilló Runway en su inagotable impaciencia, mientras cerraba los ojos y hacía muecas. Se relajó, a fin de explicar cómo veía él las cosas.

—Cualquiera puede cambiar de planes, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —le hizo eco Shrubs.

—Supongamos que sus planes no cambiaron. Querían ir a Japón; pero, simplemente, se les agotó el combustible con el que operan, sea el que fuere. ¿Lo comprenden? ¡E hicieron un aterrizaje forzoso en Beijing!

—¿Qué nos dice eso? —prosiguió tenazmente Shrubs.

—¡Nos dice la distancia que pueden recorrer! —proclamó Runway, como si hablara con un idiota—. Extiendan en el mapa un compás entre Tel-Aviv y Beijing. Ahora háganlo girar sobre el mapa, dejando la punta en Beijing. ¡Tendrán la distancia exacta a que pueden viajar desde Beijing sin aterrizar!

—En otras palabras —dijo Shrubs—, sabemos que no pueden ir más allá del Yukón, Yakarta o Bangalore, ni volver a Tel-Aviv sin tomarse un respiro. ¡Valiente información!

—Exacto. —Runway se calmó teatralmente y probó otra línea de ataque—. Sabemos que cruzaron el Atlántico norte en un Concorde. ¿Por qué? Suponía correr un riesgo absurdo, dada su condición de delincuentes. ¿Se vieron obligados a tomar esa decisión porque conocían sus limitaciones? ¿Corrían auténtico peligro de verse obligados a descender en el mar?

—No puedo responder a eso —dijo Shrubs.

—Ya lo sé. Ni yo tampoco. Pero ¿no es nuestro deber estudiar la naturaleza de la bestia? ¿No debería un buen oficial de información intentar saber cuanto hay que saber sobre su adversario? ¿Puede saber de antemano qué fragmentos de información va a necesitar y en qué preciso momento?

—Por supuesto que no —concedió Shrubs—, pero tiene que haber distintos grados de probabilidad, y hay que tener en cuenta incluso las corazonadas, los barruntos.

—No los estoy descartando —replicó serenamente Runway.

—Bien. Entonces ¿cuál es tu corazonada respecto a dónde se dirigen? —preguntó Shrubs, metiéndose un chicle en la boca como ayuda para la reflexión.

—¿Mi corazonada? —preguntó Runway, como apelando a su más alta autoridad—. A Japón. Fue ahí adonde dijeron que iban, y es donde hubieran ido si no llegan a quedarse sin combustible.

—¿A Japón? Tengo otro guión para ti.

Shrubs era implacable.

—¿Sí?

—Mintieron al Mossad. Toda esa historia del Japón es sólo una bola king-size, el truco del día. Están en Egipto, en Jordania o en Eyerack[6]; en uno de esos tres países.

—Te olvidas de una cosa —masculló Runway, jugando uno de sus al parecer inagotables triunfos—. El tipo gordo dice que es Dios. Ahora bien, Dios no miente, y un tipo que afirma ser Dios no miente tampoco. ¿Por qué? Porque quiere que su historia de que es Dios se tenga en pie. Y, encima, la gente no miente al Mossad. Como siempre dan por seguro que estás mintiendo, haces cualquier cosa para no confirmar la mala opinión que tienen de ti.

—¿Entonces?

—Entonces vamos a optar por Japón y a alertar a todos nuestros agentes dentro del radio de la presunta capacidad de vuelo de esa pareja.

—Eso va a suponer muchas noches sin dormir.

—Es mejor que dejar que vuelvan a escapársenos de entre los dedos. Ya no se trata sólo de hacer cumplir la ley, Lloyd; es una cuestión de honor.

Hay un punto de vista que no podemos desdeñar —dijo Stanley Rohdblokker, lo bastante prudente para no interrumpir hasta entonces—. Me refiero a los alegatos de que esos tipos trabajan para los ruskis y que de hecho son ellos quienes les han proporcionado sus medios de propulsión secretos.

—No quiero desdeñar nada, por absurdo que pueda parecer —insistió Runway—. A primera vista, esa teoría parece poco plausible. Los rojos no tienen todavía combustibles sólidos para su programa de misiles. ¿Cómo iban a estar tan adelantados en unos aspectos y tan atrasados en otros? Esto aparte, sabemos que son más expertos en los campos de la ciencia y de la ingeniería, más grandes y menos sutiles, que en los miniaturizados. Dicho esto, resulta que ese tipo viejo y su compañero visitaron Moscú, aunque por poco tiempo. ¿Fue para consultar con el KGB y recibir nuevas instrucciones? Todavía es pronto para saberlo, aunque de nuestra información resulta que su estancia en la capital soviética no duró más de unas tres horas, que incluyeron casi una mañana entera de sesión, en la que los dos hablaron. Parece difícil que tuviesen tiempo para recibir instrucciones. No obstante…

—¿Dónde conseguimos esa información?

Era el infatigable Shrubs, de nuevo a la carga.

—De fuentes rusas, y de algunas nuestras.

—¿Es que ahora tenemos que confiar en las fuentes rusas para la información sobre Rusia?

Shrubs hizo que sonase increíble.

—Son las condiciones de nuestro tratado de asistencia mutua. Cosas de la vida, Lloyd. Naturalmente, las comprobamos siempre que es posible.

—¿Siempre que es posible? —inquirió Shrubs, haciendo que sonase todavía más como una traición.

—Sí. Maldita sea, ¿qué estás insinuando, Lloyd? ¿Qué nos traicionamos a nosotros mismos al firmar cualquier clase de documento con ellos? —gritó Runway.

—Así es.

—Dime otra vía mejor.

En este ambiente tan cargado intervino Declan O’Meeghan, que se pronunciaba O’Mean y era aficionado a hacer números tan tortuosos como sugería su nombre[7].

—Para cambiar de tema por un momento, aunque siempre dentro del marco de nuestros términos de referencia, ¿hay alguna prueba en favor o en contra de la suposición más extendida acerca de nuestros dos falsificadores, me refiero a la de que sean gays?

—Por el amor de Dios, Declan. ¿En qué iba ayudarnos saber eso?

—Ciertas personas están expuestas a menudo a la tentación, que podría serles puesta sutilmente en su camino mientras recorren el mundo. Estoy seguro de que podríamos tenderles una trampa si jugamos bien nuestras cartas. Runway carraspeó.

—En primer lugar, tenemos los informes médicos confidenciales del hospital al que fueron llevados tras su primera detención. Prefiero no entrar en ellos con detalle; baste decir que parecen no poseer medios para la menor desviación de una forma de existencia vegetativa. No sé si me he expresado con claridad.

—No —dijo Shrubs.

—No tienen venas ni arterias.

—¿Hablas en serio?

—Totalmente. Cómo funcionan, sigue siendo un misterio. Debido a ello, es difícil pensar que tengan algún tipo de vida física, con las tentaciones que la acompañan. Y dicho esto, Declan, aunque tenemos muchos cerebros brillantes en nuestro equipo, con cualidades maravillosas, no puedo así al pronto pensar en nadie capaz de tender una trampa para maricas en la República Popular China.

—Mañana puede ser Japón, Nepal, Kamchatka…

—¿Y ahí es más fácil?

—Tiene que haber un modo… —masculló Declan, mientras mordía el extremo del lápiz como un escolar, con un mechón de pelo negro como el carbón cayéndole sobre un ojo de un azul helado, la vera imagen de un cardenal corrupto a punto de ser desenmascarado.

Allá en la plaza, la muchacha seguía haciendo circular al Viejo y a Míster Smith como si supiese muy bien lo que hacía y estuviese poniendo en marcha un procedimiento infalible. El ambiente se había hecho vagamente opresivo.

—¿Por qué no paramos ya de movernos de esta manera tan cansada? —preguntó el Viejo.

—Sería una locura quedarse quieto —replicó la chica.

—Pues, si hemos de movernos, ¿no podemos irnos de la plaza?

—Sería suicida. Detienen a los que se marchan.

—¿Cómo sabe que no van a detener a los que se queden?

—No lo sé.

—¿Cómo te sientes? —preguntó ansioso Míster Smith.

—Todo lo bien que puede esperarse. ¿Cómo se nos ocurrió aterrizar aquí? —dijo el Viejo, jadeante.

—Nos quedamos sin vapor, o sin gasolina, o como quieras llamarlo. No es que aterrizásemos; caímos. Dos mortales hubiesen resultado gravemente heridos.

—Quizá sea mi imaginación, pero creo que yo me herí.

—Si tienes que hablar, hazlo en chino —dijo con severidad la muchacha.

—¿En chino? Pero nosotros no parecemos chinos.

—Hay un gran sentimiento antiextranjero, ahora que las potencias extranjeras tienden a comportarse como si Tiananmen nunca hubiese ocurrido.

—¿Te quedan fuerzas para llegar al Japón si tuviéramos que desaparecer a toda prisa? —pregunto Míster Smith.

—No lo sé —respondió el Viejo en cantonés, con los ojos cerrados de pura aflicción.

—¡En cantonés no! —le reprendió la chica—. Por el momento, son tan impopulares como los extranjeros.

—Podemos tener que irnos en seguida —le previno Míster Smith en la lengua de la Mongolia Exterior.

—Si las cosas se ponen lo bastante desesperadas, uno siempre encuentra fuerzas —resolló el Viejo.

—¿Por qué me hablas en uzbeko cuando me dirijo a ti en el argot de Ulán Bator?

—Por supuesto sé mongol —suspiró el Viejo—. Es una de las principales ventajas de la omnisciencia. Pero nunca lo he oído hablar; no tengo la menor idea de cómo pronunciarlo.

—Llevé a cabo allí un montón de tentaciones básicas en tiempos mejores. Los pobres… No he visto blanco más fácil. Tenían tan poco… Y respondían a todas las emociones, alegría, payasadas, encanto, tragedia, deseo, con gritos salvajes. A menudo resultaba difícil descifrar sus verdaderos sentimientos.

Míster Smith fue interrumpido en su ensoñación por una red que pareció desenredarse entre dos farolas y cayó sobre todos ellos como una enorme campana. En seguida se apretó como por efecto de un nudo corredizo, haciendo que las personas que habían quedado dentro de su radio de acción, unas veinte, entrasen violentamente en contacto. Eran prisioneros de los milicianos, que se reunieron en torno suyo sonriendo con satisfacción y blandiendo sus armas.

La muchacha lanzó una maldición.

—¡El truco más viejo de su repertorio y no lo vi venir! —En seguida recobró su acostumbrado temperamento glacial—. Esta película no debe caer en sus manos. Me desnudarán. Disfrutan con eso.

—Démela —dijo el Viejo en voz baja.

—Quizá desistan de registrarte porque eres extranjero… aunque en el plan que ahora están, lo dudo.

—Démela. Sé cuidar de mí, no tema.

Estaban tan apretados que la muchacha tuvo cierta dificultad para buscar en su bolsillo y pasarle la película.

—Creo que voy a prender unos cuantos fuegos —chilló Míster Smith, aislado del Viejo por varios estudiantes que luchaban histéricamente contra las cuerdas que los apretaban por todas partes.

—¡No te precipites! —le rogó el Viejo—. Primero salgamos de la plaza. Un falso movimiento por nuestra parte y todo este sitio podría convertirse en una hoguera.

Los estudiantes todavía libres suplicaban a la policía, repartiendo flores, pero los guardias hacían oídos sordos. Un camión retrocedió hacia la zona vacía de manifestantes. Su tabla trasera cayó hacia el suelo y la presión de la red disminuyó. La levantaron, y los presos pudieron salir uno a uno, aporreados por la milicia mientras se agachaban y empujados bruscamente hacia el camión, en el que fueron obligados a subir, animados por las culatas y las porras de otros milicianos. La muchacha fue desnudada cuando salía, y golpeada salvajemente mientras permanecía caída en el suelo. Después la separaron de los otros presos. El Viejo recibió también lo suyo del cañón del fusil de un miliciano, al que le bastó su gordura para sentirse tentado. El Viejo agarró suavemente el fusil, le hizo un nudo en el cañón y lo devolvió a su dueño con una sonrisa.

—Ahora explícaselo a tu sargento —dijo en mandarín.

El miliciano contempló asombrado su arma, con los ojos muy abiertos y la boca torcida en una triste sonrisa de incredulidad.

—¡Tengo la energía necesaria! —dijo el Viejo a Míster Smith cuando subían al camión—. Todo depende de si el espíritu ayuda.

Míster Smith recibió una salvaje bofetada mientras salía de debajo de la red, y le cayó en la cara un escupitajo, presumiblemente por su condición de odiado extranjero. Recompensó a su atormentador en especie, haciendo que aterrizase en sus ojos una flecha de saliva. El miliciano gritó y se llevó las manos a la cara, sufriendo atrozmente.

—Después de todo, ya has visto demasiado —le dijo Míster Smith, también en mandarín; y añadió—: Ahora vete y haz un proverbio chino con esto.

Mientras subía al camión, dejó escapar un grito aterrador, el sonido de una lima de uñas en acción ampliado más allá de la resistencia humana. El miliciano, que había estado frotándose los ojos, se dobló de pronto angustiado, tapándose los oídos para protegerlos, aunque era ya tarde.

Mientras el camión arrancaba con una sacudida, el Viejo preguntó a Míster Smith:

—¿Qué has hecho?

—Todavía puede hablar —dijo con cara de póquer Míster Smith—. Podrá contárselo a sus hijos.

El Viejo miró a su colega, a veces tan impagable, tan comprensivo, tan sorprendente, y sólo vio la venosa palidez verdeazulada del gorgonzola maduro, los labios húmedos como camino en invierno, las ventanas de la nariz como cavernas abiertas en erosionados acantilados calizos, los ojos tan moteados como el reflejo de la luna en los charcos las noches en que corren las nubes por el cielo. Lo único que pudo decirle, con la monotonía de un responso, fue:

—Smith, Smith, Smith…

El camión chirriaba y gruñía mientras pasaba lentamente entre la hosca muchedumbre. El Viejo y Míster Smith no tuvieron nada que decirse hasta que la repentina proximidad de casas a ambos lados les indicó que estaban por fin en una calle normal.

—Hemos salido de la plaza —murmuró el Viejo—. Cuando quieras.

—¿Te sientes capaz? —preguntó Míster Smith, preocupado.

—En las raras ocasiones en que tengo hambre, me siento capaz de cualquier cosa. Pero ¿por qué a Tokio?

—Hay una persona a la que debemos ver antes de que termine nuestra aventura. Matsuyama-san.

—¿Quién?

—Silencio —aulló el guardia desde la trasera del camión—. Tendréis tiempo de sobra de hablar cuando el coronel os haga preguntas de la manera inimitable que él tiene.

Míster Smith se acercó furtivamente al guardia por entre los estudiantes, alicaídos unos, otros al parecer con sus energías intactas, y le habló en mandarín en voz muy baja. El guardia hizo esfuerzos por oír.

—¿Qué?

Míster Smith repitió la pregunta, que sin duda se refería a su necesidad de ir al retrete.

El guardia se inclinó aún más para captar lo que le decía, y, como un relámpago, Míster Smith le cogió una oreja con los dientes y se agarró a ella como un perro.

El guardia gritó sin poder siquiera forcejear para librarse, tan frágil le parecía su oreja en aquellas circunstancias. De pronto un nuevo dolor de no menor intensidad le hizo dividir su atención. Tenía ambas botas en llamas. Míster Smith arrancó media oreja con una fuerte sacudida de cabeza y lanzó al guardia a la calzada por encima de la tabla posterior. El hombre de las botas llameantes no tardó en perderse de vista, mientras se retorcía y aullaba en medio de la calle desierta.

Míster Smith bajó la tabla e hizo un gesto magnánimo a los estudiantes, que, uno tras otro, fueron saltando del vehículo, libres, en medio de una creciente excitación. Pronto estuvieron solos el Viejo y Míster Smith.

—¿Ahora?

Míster Smith se limitó a negar con la cabeza.

—¿Qué es esa cosa repelente que tienes en la boca y que te impide hablar?

—¡Ah!

Míster Smith había olvidado por completo que tenía en la boca algo que había estado nerviosamente mordisqueando. Cogió el trozo de oreja del guardia y lo tiró lejos, como un paquete de cigarrillos vacío.

—Dales unos momentos para escapar.

Al cabo de una larga pausa, Míster Smith dijo:

—Dame la mano.

—¿Qué estás pensando?

Hubo gritos de alarma procedentes de la cabina del camión.

—¿Qué has hecho? —se alarmó el Viejo, mientras el vehículo se detenía chirriando.

—El motor y los cuatro neumáticos están ardiendo. El conductor y la pareja de guardias que iban en la cabina hablaban atropelladamente y aparecieron en la calle, consternados al ver la caja del camión vacía y la tabla posterior de la plataforma colgando.

—¿Sabes? —dijo el Viejo—. Cuando concebí la oreja humana, pensaba en ella como un objeto de indecible belleza y equilibrio…

—Ahora no; más tarde —dijo discretamente Míster Smith, y ambos desaparecieron en silencio, mientras los guardias vaciaban sus metralletas en dirección al sitio donde habían estado.