Pasaron la noche en una especie de prisión, en la que centenares de sospechosos eran encarcelados temporalmente, aunque se hicieron toda clase de esfuerzos para proporcionarles un poco más de comodidad en vista de su edad, sus milagros y su inquietante aspecto distinguido. Por la mañana fueron llevados a Jerusalén en el vehículo espartano que utilizaban los militares para trasladar prisioneros, y acabaron frente a una puerta achaparrada, en la que entraron sin poder echar apenas más que una rápida ojeada a la Ciudad Vieja, a caballo en la cima de una colina como un buque de guerra encallado.
Esperaron un rato en una antesala, hasta que se abrió una puerta para dar paso a un caballero negro que bailaba de rabia y frustración. Sus ojos relampagueaban y se alzaban al cielo mientras hablaba a grito pelado con el acento de los estados sureños de Norteamérica, que resultaba casi incomprensible al alargar aún más su furia las ya muy alargadas vocales. Llevaba en la cabeza un par de yarmulkas, uno sobre otro, y todo un surtido de chales de oración, mientras rizos negros le colgaban como muelles exhaustos a ambos lados de lo que sin ellos sería un corte afro. Todo esto sobre unos vaqueros cortos y una camiseta que lucía un pícaro mensaje en hebreo. Era evidente que se tomaba un gran trabajo para demostrar su judaísmo, y también que había sido rechazado. Lo condujo afuera un guardián que por algún motivo lo había perdido al terminar su examen.
—Sigo sintiéndome culpable por lo de África —dijo el Viejo—. Ese hombre ha vuelto a despertar toda la culpa que siento. ¿Qué ha dicho?
—Ese no tiene nada que ver con África —le explicó Míster Smith—. Es de la parte meridional de Norteamérica.
—¿De Norteamérica? Entonces ¿por qué no habla como los otros?
—Muchos norteamericanos hablan así. Sólo que no nos hemos encontrado con ninguno.
—¿Saltando y chascando los dedos, como si estuviese a punto de iniciar una danza ritual? ¿Forma parte del lenguaje?
—Una parte muy importante. Además, este estaba muy enfadado porque acababan de suspenderlo en sus oposiciones a judío.
—Me pregunto por qué —reflexionó el Viejo—. ¿No supondrás que ha tenido algo que ver con su color? Sería demasiado censurable. ¿Cuál es el criterio para ser judío?
—Pronto lo sabremos —dijo Míster Smith señalando a un conserje que le hacía señas para que acudiera ante alguna augusta presencia.
La sala de examen era muy pequeña, y había en ella un estrado y una larga mesa, tras de la cual cinco hombres sabios se sentaban y decidían. Delante de ellos, a un nivel inferior, había dos sillas, y la instalación para grabar. A través de los grandes ventanales modernos volvieron a ver la Ciudad Vieja bañada por el sol.
Los hombres sabios tenían como rasgo común una extremada palidez. Parecía que jamás habían permitido que ni un solo rayo de sol contaminase su piel, que tenía las huellas de infinitos trabajos en habitaciones mal iluminadas; las pruebas y tribulaciones del gran saber, adquirido bajo las más austeras e insanas condiciones.
El que ocupaba el centro tenía la nariz más afilada vista nunca en un hombre, en forma como de plegadera, que apuntaba, desconcertándolos, a cuantos se le ponían delante. De los demás, tres tenían todos los indicios externos de las personas intratables, y sólo el restante, probablemente por el influjo sefardí, parecía algo más saludable y consciente de los usos del mundo.
Estuvieron un rato andando con sus papeles, y después el imponente personaje central habló en un tono asmático y chillón que contradecía del modo más flagrante sus maneras imperiosas. Hablaba en inglés, no atreviéndose a suponer que el Viejo y Míster Smith hablasen yiddish, el lenguaje de la ortodoxia, antes de que su judeidad estuviese exenta de toda duda.
—Quiénes son ustedes, no voy ni siquiera a preguntárselo. No quiero empezar esta investigación con una blasfemia.
—¿Entonces lo sabe? —preguntó el Viejo con un guiño.
—Lo he oído. Lo hemos oído todos, y todos lo hemos deplorado.
—Resulta deprimente que alguien por quien se ha estado esperando durante tanto tiempo aparezca realmente. Eso desbarata todas las previsiones.
—No he oído lo último que ha dicho, y los otros rabinos tampoco. Voy a explicarles su situación. Estamos sometidos a la presión de Estados Unidos para muchas cosas: no deberíamos molestar a los árabes que viven en nuestro territorio; deberíamos comprar a Estados Unidos lo que podemos hacer mejor nosotros mismos, y esta misma mañana ha llegado la petición: deberíamos detenerlos y enviarlos a Norteamérica para ser juzgados por falsificadores. A estas peticiones, y a otras, nos opondremos si puede demostrarse que son ustedes judíos. —Parecía haber restos de histeria entre las cenizas de sus medios de expresión—. Para nosotros —dijo furioso— es más importante el que sea usted judío que el ser un falsificador.
Los demás asintieron sabiamente.
—En otras palabras, ¿qué un falsificador judío se beneficiará de una mayor comprensión ante este tribunal que un hombre que, aunque no siendo falsificador, tampoco es judío? —preguntó el Viejo.
—Un tribunal laico debería decidir si ese hombre es un falsificador. A un tribunal religioso lo único que le importa es si es o no judío.
—Pregúnteme a mí quién soy —interrumpió Míster Smith—. En mi respuesta no hay peligro de blasfemia.
El presidente, que era el rabino Tischbein, golpeó la mesa con su mazo.
—No trate de decirnos lo que debemos hacer. De uno en uno, por favor. Cada caso debe ser juzgado con arreglo a sus méritos. Y ahora, por favor, ¿su madre era judía?
—¿La mía? —preguntó el Viejo.
—¿La de quién si no?
El Viejo vacilaba.
—Me resulta difícil responder.
—¿No conoció a su madre?
—Por supuesto que no.
—¿Murió en el parto?
—No. Puede que a usted le parezca dramático, rabino, pero para mí fue algo muy natural… en el sentido de que de todo puede decirse que es natural para alguien que tiene razón al decir que la naturaleza es responsabilidad suya.
—Habla usted en acertijos.
—Lo que ocurre es que no tuve madre. Digámoslo así.
El presidente cogió espasmódicamente aire y se desgarró la solapa. Los demás balancearon la cabeza y gimieron un poco por lo bajo. Míster Smith soltó una risa aguda.
—¡Qué maravilla! ¿Lo recuerdas de los viejos tiempos? Ahora me viene todo a la memoria. ¡El honor les exigía desgarrarse la ropa cada vez que oían una blasfemia! Al cabo de todo un día en el Sanedrín, habían oído tantas que tenían la ropa hecha jirones.
Los otros cuatro rabinos cruzaron rápidas miradas, y se hicieron leves rasgones en sus ropas.
—¿Dice usted que pudo haber estado aquí en esa época? —preguntó el doctor Tischbein, entornando los ojos.
—Ah, sí; estuve, estuve. Puede decirse que presencié el nacimiento de la gran tradición judía de la sastrería, con su desarrollo posterior, el zurcido invisible.
—¿Porque eso fuera bueno para el comercio tenía que ser malo para la religión? —preguntó el rabino, no sin una chispa de humor cáustico.
—Al contrario. La mayoría de los santuarios religiosos hacen un gran negocio con los souvenir.
—Incluso aquí —suspiró el doctor Tischbein—. Pero esos no son santuarios judíos.
—¿Puedo hacer una pregunta? —interrumpió el Viejo.
—Aquí somos nosotros quienes hacemos las preguntas —le soltó el doctor Tischbein.
—Y yo quien espera las respuestas —replicó el Viejo; dado que no hubo más preguntas, lo tomó como señal de sutil aquiescencia y formuló la que tenía in mente.
—¿Por qué es tan importante ser judío?
El presidente se sorprendió, y los otros murmuraron.
—¿Puede usted ser lo que no es —dijo resollando— o no ser lo que es?
—No era esa mi pregunta. ¿Por qué es tan importante ser lo que son ustedes?
—¡Fuimos elegidos por Dios!
—Por supuesto, es perfectamente posible. La verdad es que no lo recuerdo. Tomé tantas iniciativas en mi juventud…
El doctor Tischbein se desgarró algo más la solapa. Los otros le imitaron.
—¡No estoy diciendo ni por un momento que mi decisión fuese equivocada! —se apresuró a decir el Viejo—. Estoy seguro de que por su perseverancia, su inteligencia…
—Sus sufrimientos —terció de modo sorprendente, y sincero, Míster Smith.
—… merecen plenamente haber sido elegidos.
—Fue voluntad de Dios, no suya.
—¿Cómo puede usted probar que yo no soy… ¡no, no, dejen en paz sus solapas, se lo ruego!… quien digo ser?
—Todos conoceríamos a Dios si volviese. Nos lo dirían no sólo nuestras mentes, sino nuestros corazones.
—¿Un montón de milagros? ¿Los ciegos que vuelven a ver? ¿Los cojos que tiran sus muletas? ¿No sé qué lío relacionado con la panadería y la pescadería?
—No estamos en el circo —silabeó apretando los dientes el doctor Tischbein.
Míster Smith habló, claramente agotada su paciencia.
—Ya te dije que era perder el tiempo. Las autoridades religiosas son las últimas a las que lograríamos convencer. Se interpone entre nosotros toda la teología. No esperan nada porque nada puede estar a la altura de sus expectativas. Es así de sencillo. Como abstracciones merecemos, tú, devoción, y yo, al menos, respeto. Como apariciones físicas somos una nulidad, tratados a empujones por los funcionarios de aduanas, buscados por el FBI, intimidados por los vagabundos. Hizo falta alguien tan escéptico por naturaleza como es un psiquiatra para concedernos el crédito que merecemos. Aquí no tenemos la menor posibilidad. Déjalo y vámonos. A este paso, esos pobres rabinos se van a quedar sin ropa. Se la van a hacer trizas como entonces.
—Por favor, le ruego que continúe.
—Admito que todo lo que dicen es cierto, pero aun así me resulta fascinante. ¿Qué les hace pensar que son ustedes tan diferentes de otras personas? —preguntó el Viejo.
Los rabinos murmuraron, como diría la Biblia, entre sí.
—Somos diferentes. Es un hecho.
—Todas las personas son diferentes.
—No tanto como nosotros.
—Al elegirlos, ¿no creen que Dios eligió también a la raza humana?
—A la raza humana la creó. A nosotros nos eligió.
—La creación, ¿no supone elección?
—No. La creación es anterior a la elección. Uno elige cuando tiene algo que elegir, no antes.
—No lo entiendo.
—¿Qué es lo primero, la tela o el traje?
—Los dos son antes que la blasfemia —dijo Míster Smith, desgarrándose la camiseta—. Vamos, cojámonos de la mano y desaparezcamos.
—No —dijo el Viejo—. Debo llegar hasta la raíz de esa convicción que acaba con la igualdad. Si no existe la concesión que supone ese sentimiento de igualdad, el diálogo con los demás se hace imposible.
Para su sorpresa, los rabinos asintieron.
—Eso provoca arrogancia —dijo uno.
—Y persecución —advirtió otro.
—Y odio —afirmó rotundamente el tercero.
—¿Y envidia? —inquirió el cuarto.
—Todo eso es verdad —reflexionó el doctor Tischbein—, pero se debe a la voluntad de Dios, no a la nuestra.
Todos los rabinos volvieron a asentir.
—Ah, eso es muy fácil. Echar la culpa a… Y el Viejo se detuvo, porque había visto que las manos iban ya a las solapas por anticipado. En vez de seguir, preguntó: —¿Cómo lo saben?
—Está escrito —replicó el doctor Tischbein. Los demás lo aprobaron.
—¿Quién lo escribió?
—Los profetas.
—¿Qué profetas?
—Muchos. Está escrito.
—¿Y basta con eso? La palabra de un profeta está siempre en duda hasta que su profecía se ve confirmada por los acontecimientos. Y no siempre ocurre así, lo que hace las palabras de muchos profetas todavía más dudosas.
El doctor Tischbein alzó una mano, blanca como el mármol y con los dedos largos y afilados.
—¡Está escrito! —dijo terminante.
El Viejo y Míster Smith se miraron, exasperado aquel, este con una paciencia exagerada.
—Escuche. —Era el doctor Tischbein quien volvía a hablar—. No hay otro pueblo que se haya encerrado en sus antiguas tradiciones con tanta obstinación. Nuestro modo de rezar es diferente a los demás, como lo son las cosas que comemos, las leyes que gobiernan el Sabbath y nuestros días festivos. Incluso nuestro Dios es nuestro y de nadie más. Otros envían misioneros para convencer, para convertir. Nosotros lo guardamos celosamente y no permitimos a nadie acercársele sin probar antes que le pertenece; ni siquiera a posibles ovejas descarriadas como ustedes. Nuestra tradición es tan fuerte que en la época de Babilonia existía ya igual que hoy. Si algún día nos falta esta disciplina, esta ley, no estaremos ya aquí. Fuimos dispersados, arrojados como paja al viento, perseguidos hasta los confines de la Tierra, y aquí seguimos. Por favor, ¿va a continuar diciéndonos que no somos diferentes?
—Todo el mundo es diferente.
—Puede. Pero entre todos, sólo nosotros somos más diferentes.
El Viejo probó una vez más, en el tono de que iba a ser la última.
—Dígame, ¿recuerdan todavía el primer desaire a su pueblo, la primera herida que sufrió en la historia?
El rabino Tischbein respondió tras larga consideración, dejando entender la ironía inherente a su personalidad.
—No, no lo recordamos —dijo—. Y, a la vez, nunca podemos olvidarlo.
Los otros rabinos paladearon el picante de su respuesta, y asintieron de un modo fatalista y con regusto de gourmet.
El Viejo, conmovido ante aquella implícita admisión de vulnerabilidad, quiso corresponder con un gesto.
—Entonces permítanme llegar a un arreglo con ustedes —exclamó—. ¡Soy judío!
Una gran exclamación de deleite se alzó del tribunal, aunque no sonase como suele ser costumbre expresar el contento, sino más bien como un lamento.
—… entre otras muchas cosas —prosiguió el Viejo.
El lamento se hizo añicos de a tonalidad y caos antes de quedar suspendido en el aire, irresuelto y miserable.
—¡O judío o no judío! —gritó el doctor Tischbein con toda la fuerza de sus marchitos pulmones—. ¡No hay término medio!
—¿Qué te dije? —exclamó exasperado Míster Smith—. Vámonos. Esto me recuerda muchas cosas que preferiría olvidar… —Alzó los ojos al cielo—. ¡Aquellas discusiones interminables o, mejor, para las que no había un final lógico!
—Por favor.
El doctor Tischbein parpadeó incrédulo, y sus párpados resáceos cayeron sobre sus ojos como los de un avestruz, para dejar fuera el dolor y la desilusión de un mundo lleno de sorpresas.
Míster Smith se volvió hacia él con su habitual furia vindicativa.
—«Dispersados», arrojados como paja al viento sin duda… —gritó—. ¡Y perseguidos hasta los confines de la Tierra, lo que hizo que su diáspora fuera en sus mentes una tragedia, en vez de la bendición que en realidad fue!
Uno de los rabinos se levantó para protestar.
—¡«Bendición»! ¿Habrían ustedes producido un Maimónides o un Spinoza, un Einstein o un Freud si se hubiesen quedado aquí, dedicados a pelearse con sus vecinos? ¡Por supuesto que no! El hecho de que ahora estén regresando a su hogar ancestral constituye un gesto más sentimental que práctico, y simplemente prueba lo que digo. Para adquirir su fama, su notoriedad, tuvieron que buscar horizontes más amplios; y una vez adquiridas en otra parte, creen que pueden permitirse regresar y crear tribunales ridículos como este. ¡Voto a…! ¿No han sufrido ya bastante a manos de los que buscaban probar que la pureza de una raza puede ser profanada por elementos ajenos para no caer en una parodia de esa misma herejía? ¿Y para qué ese exclusivismo? Si yo quisiera permanecer aquí, podría probar que soy judío a satisfacción de todo el mundo en menos de un minuto. Y si a mí me lleva un minuto, a mi viejo amigo le llevaría apenas treinta segundos. Pero ocurre que somos honestos, cada uno a su modo. No necesitamos demostrar nada a nadie. Estamos por encima de las nacionalidades, por encima de los credos y las religiones.
Un par de rabinos se desgarraron sus vestimentas.
—No por encima de las religiones, sino más allá de ellas… —corrigió el Viejo, siempre conciliador. Uno de los rabinos volvió a desgarrarse la ropa, por si acaso.
—Nos las hemos arreglado sin tradición, sin raíces, desde el principio de los tiempos —dijo con voz áspera Míster Smith—. ¿Por qué íbamos a simpatizar con esas tonterías ahora?
El doctor Tischbein no perdió la cabeza.
—¿Creen que podrían probar que son judíos a nuestra entera satisfacción? Lo dudo, aun cuando concedo que a usted no le sería difícil demostrar que es africano.
—¿De veras? —preguntó Míster Smith convirtiéndose en africano, con un par de yarmulkas en la cabeza y un picante mensaje en hebreo en la camiseta.
—¡Bah, no malgastes tu preciosa energía en milagros! —exclamó el Viejo—. ¡Vamos a necesitar hasta el último voltio, hasta el último ohmio que nos queda!
—Un momento; estoy interrogando —le interrumpió el doctor Tischbein—. Hace poco, hace un momento, cuando hablé con usted, no era negro.
—Pero antes lo fui, ¿no recuerdas? —dijo Míster Smith, chascando los dedos con arreglo a un ritmo que sólo él podía oír—. Vine aquí en busca de raíces, pero creo que la cosa no funcionó como esperaba. Sin rencor, tío.
Los rabinos se apiñaron como palomas en el parque picoteando migas imaginarias mientras se mascullaban al oído sus reacciones a aquellos preocupantes acontecimientos. Fue el sefardí quien primero se apartó del cónclave. Su aspecto general no tenía la textura de pergamino que parecía el sello de los otros. Más bien hacían pensar en terciopelo. Y tenía una riqueza de voz casi excesiva, como si quien hablaba fuese un cantante.
—¿Y adónde van a ir después de aquí? —preguntó.
—¿Sabe ya que no pensamos quedarnos? —dijo Míster Smith.
—Si quisieran quedarse, lo habrían hecho. Usted mismo lo dijo.
—Pero ¿cómo podía saber que iban a creernos?
El rabino sefardí sonrió.
—Ya no necesita seguir con su broma africana.
—Lo siento; olvida uno con tanta facilidad… —dijo Míster Smith mientras volvía a su personalidad de costumbre—. Vamos al Japón.
—¿Al Japón?
Era palpable el fastidio del Viejo.
—Es un país precioso —dijo el rabino sefardí.
—¿Ha estado allí?
—No. Pero la fe cuenta para algo en este triste mundo. Uno tiene que creer que la gente no está mintiendo cuando te dice que Japón es un país precioso. Debes creer que no mienten te digan lo que te digan.
Míster Smith iba a responder, pero el Viejo le hizo callar con un gesto.
—¿Significa eso…? —empezó él con tranquila intensidad—. ¿Significa eso que usted nos cree?
El rabino sefardí sonrió de un modo más acariciador que de costumbre.
—En el tribunal podemos hacer preguntas y esperar respuestas, pero nuestra formación jurídica nos prohíbe responder de un modo directo.
—¿Qué dirá de nosotros cuando nos hayamos ido? —aventuró Míster Smith.
Al cabo de un momento, el rabino sefardí replicó, mostrando su sonrisa tan magnánima como siempre:
—Menudo alivio.
—¿Por qué? —tartamudeó el Viejo, sorprendido.
—Ustedes son ajenos a nuestra experiencia. No importa si les creemos o no. Francamente, no son lo que esperábamos, y por tanto tampoco aquello por lo que hemos estado aguardando. Ustedes rebajan nuestro umbral de exultación, reducen la plegaria a conversación, la salmodia a la cháchara. Estamos amargamente desilusionados.
—Y yo que pensaba que el camino hacia el corazón de los hombres era lo ordinario, lo cotidiano —dijo el Viejo con apenas un susurro; y añadió, con una pizca de malicia—: Le aseguro que la desilusión no es sólo suya.
Míster Smith ofreció su mano al Viejo.
—¿Qué significa eso? —preguntó este, irritado.
—¿Japón?
—¿Qué van a decirles a los norteamericanos, al FBI?
—La verdad, como siempre —replicó el rabino sefardí—. Les diremos que desaparecieron. No les cogerá de sorpresa.
Se miraron todos durante un espacio de tiempo considerable, con expresiones de dolor, pena, excusa y, en el caso del rabino sefardí, un distante y apenas perceptible regocijo. El Viejo deslizó su mano en la palma abierta de Míster Smith y los dedos de ambos se entrecruzaron.
Después, lentamente, desaparecieron de la vista.
Al momento, el doctor Tischbein empezó a mover afirmativamente la cabeza mientras entonaba una oración. Los demás le imitaron. A los conocedores del hebreo no les sería difícil identificar en sus palabras una letanía de acción de gracias.