Capítulo 15

Aunque habían salido de Moscú a la hora de almorzar, no aterrizaron hasta después de anochecer. La noche era oscura, pero pudieron ver que estaban en un olivar. El aire era cálido, y tampoco el suelo se había refrescado por entero tras el calor del día. De haber podido oler, hubiesen disfrutado con la mezcla de romero y tomillo que llenaba el aire en el sitio donde tomaron tierra.

—¿Por qué nos ha costado tanto tiempo? —preguntó el Viejo, preocupado.

—A ver si de repente nos hemos hecho tan lentos como el Concorde —reflexionó extrañamente Míster Smith.

—Ante todo, ¿dónde estamos?

—Cerca del ecuador; eso, seguro.

—Espera, espera. Me parece que reconozco este cielo, las constelaciones, todas mis pequeñas señales de tráfico en su lugar de costumbre. ¡Ah, mira! ¡Una estrella fugaz! Siempre están al borde de la rebelión. Pero, a juzgar por la perspectiva con que veo el resto de la Creación, diría que no estamos lejos de Babilonia. En las afueras de Ur de Caldea, quizá. Incluso podría ser Damasco.

—¿No estaremos por casualidad en el camino de Damasco? Espero que no. Te pondrías insoportable, dictándome tus memorias al oído durante horas y horas.

—¿Es que acaso alguna vez…?

—No; pero lo harás, lo harás. Te conozco. Eres un incansable propagandista de esos galimatías que te sitúan a una luz tan atractiva. Ya ves lo que ocurrió en Moscú. ¡Ahogar mi voz a fuerza de puro volumen! ¿Eso es jugar limpio? Y toda esa publicidad subliminal sobre el remordimiento, ¿qué me dices?

—Debo puntualizar que no necesité alzar la voz a todo su volumen, dado que tú estabas a punto de atragantarte con tu gráfica descripción de las juergas con monjes locos y otras cosas por el estilo. Aquello no fue publicidad, sino restaurar el orden. Eran como borrachos a los que había que serenar antes de irnos. Hice lo que había que hacer. Pero lo que más me preocupa es si estaremos perdiendo nuestra capacidad de desaparecer. Y en cuanto a viajar, ¿vamos perdiendo velocidad?

Míster Smith se encogió bruscamente de hombros.

—No me preguntes a mí. Fuiste tú quien hizo las normas por las que ambos existimos. Tu instinto debe decirte lo que es posible y lo que no. Al fin y al cabo, corre el rumor de que eres omnipotente. Si eso es verdad, debe de haber un modo de orillarlo prácticamente todo en esta existencia. Puedes saltarte cualquiera de las reglas que hiciste.

El tono del Viejo al replicar fue desgarrador.

—No consigo recordar. ¿No es horrible? Hasta ahora no lo había probado. Estaba satisfecho con estar tendido sobre el mundo como una manta, disfrutando de mis reflexiones sobre esto y aquello, sonriendo o poniendo ceño según el humor del momento, engendrando huracanes y olas de calor, tormentas y calmas. —De pronto sonrió—. Ah, ya sé dónde estamos, con toda seguridad. Aquella estrella, la que parece hacernos guiños maliciosos, sigue en su sitio. Estamos en la tierra de Israel, pocos kilómetros al nordeste de Belén. Yo diría que entre Belén y Jericó.

Míster Smith gruñó.

—Eso significa problemas.

—¿Problemas? ¿Por qué? Los romanos ya se fueron.

—¡Escucha!

Llegaban de lejos los rumores de un jolgorio siniestro, música en un fatalista tono menor, aporreada en una amarga parodia de alegría. Hubo un palmoteo lejano, una especie de alboroto sombrío.

—Sí, es verdad, suena un tanto lúgubre, como una invitación a bailar hecha a alguien no muy aficionado por naturaleza a la coreografía. ¿Qué hacen?

—A juzgar por la música, celebran algún acontecimiento feliz. Su leche se cuaja al verterla, sus lágrimas se vuelven sal. Todo está escrito. ¿Qué es el nacimiento sino el inicio del camino de la muerte? —reflexionó Míster Smith.

—Meditemos un poco antes de ir a investigar —sugirió el Viejo.

—Suena al tipo de fiesta que va a durar toda la noche. Tengo la absoluta convicción de que no nos estamos perdiendo nada.

—Estoy de acuerdo contigo. ¿Qué nos queda por ver, aparte de prácticamente todo?

Cavilaron un momento.

—¿Sabes? —dijo al fin el Viejo—. Lamentaré quedarme sin ver África.

—¿Por qué lamentarlo? ¿Por qué no podemos ir?

—Si he de serte sincero, noto que mis fuerzas se desvanecen. Estoy tan sorprendido como descorazonado. Lo mismo que tú, había oído por todas partes que era omnipotente. «Dios Todopoderoso», creo recordar del himno anglicano, que cantan con la misma inspirada falta de musicalidad que han ido adquiriendo los querubines a lo largo de los siglos. Pues bien, lo dudo. Es todo cuestión de energía. Cuando traté de idear una salida rápida del Kremlim, de pronto nos costó horas desaparecer. Bueno, horas no, exagero. Lo menos dos segundos y medio. Eso es algo inaudito. Mucho me temo que África sea un lujo que no nos podemos permitir.

—¿Puedes ir en espíritu, no?

—Por supuesto, pero no es lo mismo que poner los pies en el suelo desnudo y contemplar lo que allí pasa. En realidad, África es probablemente el continente que menos nos sorprendería. Me imagino que se parece más que ningún otro a como lo creamos.

—Eres muy amable al incluirme en la Creación, pero no quiero tener nada que ver en eso. No recuerdo que se me consultase nada o se pidiera para nada mi aprobación.

—¡Cómo te pones, después de tanto tiempo! Bien, dejemos eso. ¿Qué habrías hecho tú?

—Mi trabajo siempre consistió en no hacer nada —replicó con fría lógica Míster Smith—. Mis instrucciones, si no entendí mal, eran reaccionar contra lo que tú hiciste con todos los medios a mi disposición; cosa que he hecho, del modo más concienzudo, hasta fecha muy reciente.

—¿Hasta fecha muy reciente? —inquirió el Viejo, con alguna ansiedad.

—El mal llega a ser tan monstruoso como el bien pasadas las emociones iniciales. Ya hace tiempo que el hombre es mayor de edad; y, por lo que respecta a mi departamento, se puede dejar sin peligro que se las arregle solo. Incluso se le ha ocurrido inventar cosas en las que yo nunca hubiera pensado, por la sencilla razón de que se trata del tipo de mal que no produce la menor satisfacción. El arma nuclear, que es casi lo peor que uno puede conseguir, está muy lejos de ser erótica, y el mal sin el necesario estímulo para los sentidos resulta simplemente inadmisible. Hay personas de inteligencia mediocre, primeros ministros y otros tales, que hablan de disuasión nuclear, lo que es tan perspicaz como hablar de los ruidos fuertes como disuasores del sueño o de las ejecuciones públicas como disuasión para el crimen. En primer lugar, hay quienes se sienten estimulados por la idea de una fuerza de disuasión que apunta a sus cabezas, y, en segundo, no hay nada que disuada de la locura, y si lo hubiese, no sería desde luego el sentido común.

—¿A qué debemos este repentino brote de ojeriza contra las armas nucleares? —preguntó con precauciones el Viejo.

—Son indignas de mí como tentador, e incluso como viajante de comercio. Francamente, resultan de lo más insulso… cuando no se usan, por supuesto. Hace medio siglo, el vencedor condenó a muerte por crímenes de guerra a un numeroso grupo de hombres ya de edad. ¿Lo recuerdas?

—No muy bien —hubo de admitir el Viejo.

—Tuvieron que inventar las reglas del juego antes de decidir que lo habían perdido los criminales de guerra, y estos fueron colgados en medio de un ambiente de piedad escandalizada. Quienquiera que sea el primero en utilizar el arma nuclear, hará parecer a esos hombres casi ancianos que se sentaron en el banquillo simples delincuentes juveniles; y sin embargo se discute la posibilidad de una defensa nuclear en términos puramente racionales, sin asomo de postura moral. Por supuesto, entre defensa nuclear y ataque nuclear no hay diferencia; tan blasfemos son uno como otro; pero no quiero tener esos monumentos a la estupidez humana en mi arsenal. ¿Los quieres tú?

—Desde luego que no. Nunca podrán ser revestidos ni siquiera con la sombra de un fin moral. Los repudio como la maldición que en realidad son.

—¡Lo que ocurre —exclamó Míster Smith— es que la raza humana está empezando a escapar de nuestro campo de batalla íntimo, donde las almas son reclamadas o rechazadas una a una por nosotros! Han inventado vicios desconocidos, que no habíamos pensado; vicios que no sólo exceden a su imaginación, sino, lo que es más terrible, ¡incluso a la nuestra!

—¿Y…? —preguntó lentamente el Viejo, deseoso de enfrentarse a la verdad, cualquiera que fuese, que pudiera surgir.

—Que somos lujos que un mundo en rápida evolución ya no puede permitirse. No era de esperar que lo previeses todo. Nos hemos quedado pequeños para ellos.

—¿Pero el guarda?

—Un caso aislado. Puede permitirse la pureza de la fe, la santidad de la familia, porque vive lejos de la sociedad. Ha elegido, y encontrado, un aislamiento monástico. Allá arriba, en su montaña, no necesita darse por enterado del paso del tiempo. Posee el mayor de los dones que les queda a los hombres, la lejanía.

—¿Y el doctor Kleingeld, el psiquiatra?

—Ese ha vivido toda su vida tan cerca de la locura, y le ha sacado tanto dinero, que está pagando la deuda que reconoce tener con sus semejantes atormentando a la policía de la Casa Blanca con esa encantadora pancarta en la que expresa su confianza en nosotros.

—Puede ser. ¿Y el clérigo inglés dispuesto a postrarse delante del lechero?

—Los clérigos ingleses se han hecho unos perfectos excéntricos desde que se liberaron de Roma. En realidad, nunca se han recuperado del delirio de verse libres de aquel encierro. Sería peligroso tomar demasiado en serio lo que dicen. Además, tampoco lo esperan.

—Pero yo he visto iglesias, mezquitas, sinagogas y templos por dondequiera que hemos ido. Bueno, lo de verlos… He sentido que existían.

—El hablar de boquilla sigue siendo una de las grandes industrias del hombre. Un presidente norteamericano está obligado, por el carácter de su cargo, a recurrir a la oración a intervalos regulares; cierra los ojos meditando, pero muy bien puede no estar haciendo más que calcular el momento en que resultará apropiado abrirlos. Como se trata de un país libre, nunca lo sabremos. En todo el mundo, tu nombre es puesto por testigo de esto o aquello, la gente jura por ti, y se matan entre sí porque supuestamente alguno de ellos te ha ofendido. Sigues siendo la vara de medir por la que todos los valores morales son juzgados en público; pero en privado, ¿a quién le importa eso realmente? Cada vez menos.

—Pintas un cuadro deprimente —dijo el Viejo, y suspiró de tal manera que las plateadas hojas de los olivos captaron cuanta luz había por allí, temblaron en sus ramas y el suspiro fue transmitido a otros árboles invisibles en la oscuridad—. Sigo sintiéndome curiosamente culpable por lo de África —dijo de pronto, deseando cambiar de tema.

—¿De lo de África?

—Sí. Me pregunto si les di una oportunidad, si terminé mi obra como debería haberlo hecho y no me limité a dejar ese continente excesivamente a su suerte.

—Yo no lo creo así —reflexionó Míster Smith—. Tienen espléndidos paisajes y animales soberbios.

—No basta. Carecían de medios para progresar sin ayuda, y eso dio origen a todas las curiosas actitudes de unos hombres para con otros, al juzgar no por la calidad o por la virtud, sino por el color, y a la creencia de que los de tinte más oscuro son hijos de la naturaleza que nunca podrán madurar.

—La mayor parte de eso pertenece al pasado, y no tiene remedio retrospectivamente. De nada serviría que fueses allí ahora. Si de verdad te faltan las fuerzas, como dices, quizá deberías hacer como los políticos, visitar los distritos donde estás seguro de tener mayoría.

—Siento que estoy a punto de oír una herejía atroz —masculló el Viejo, y continuó—: ¿Cómo por ejemplo?

—Por ejemplo Roma —dijo Míster Smith, retorciendo los labios en un barroco gesto de mofa.

—Siempre eres el encargado de expresar ideas molestas. ¿Por qué Roma? ¿Por qué no La Meca, o las orillas del Ganges, o Lhasa?

—En La Meca correrías un auténtico peligro físico como resultado de tu blasfemia al atreverte a pretender que eres quien eres. Pero, querido muchacho, yo soy quien soy, y una de las cosas que más lamento es ser inmune a todo daño.

—Puedes ser inmune, pero ya encontrarían la manera de herirte. Aunque adictos a la tolerancia, y a una forma de fe muy hermosa, algunos de ellos figuran entre los fanáticos religiosos más acreditados del planeta, que no toleran el menor cambio ni la más mínima variante en su versión de la verdad. Lo sé muy bien. Son prácticamente inmunes a la tentación, y tratar de inducirlos a ella da más trabajo que fruto. Muchos ojos ardientes y ni el menor sentido de la diversión. Tienes menos que hacer allí que como Mesías con los judíos.

—Pronto lo sabremos —murmuró sombríamente el Viejo—. En cualquier caso, a Roma no puedo ir. No voy vestido adecuadamente para entrar en el Vaticano.

—Tonterías. Vas vestido casi exactamente como su santidad, excepto que llevas zapatillas de tenis en vez de sandalias.

—Ahí es nada. Parecería un crimen de lesa majestad.

—Puede ser. Pero al menos allí no tendrías amenazas físicas. Se limitarían a oír tu pretensión de ser Dios, discutirían sobre ella unos cuatrocientos años, y después, con un poco de suerte, te aceptarían para beatificarte como primer paso hacia la santidad, tras de lo cual no faltaría mucho para el fin de los tiempos cuando alcanzases al fin un grado que de todos modos ya posees por la naturaleza que creaste. Todo lo cual demuestra que las sedes de la religión organizada no son sitios para nosotros. Están, como los ministerios en el sentido secular, demasiado ocupados por las ramificaciones cotidianas de la fe para molestarse en hacer caso de las raíces de esa misma fe. Lo nuestro no son los claustros, los patios y los santuarios. La meditación es una actividad abstracta. Mirar atentamente a nuestros semejantes es una decepción que ninguna persona con aspiraciones místicas es probable que acepte. Uno se sentía más cerca de la verdad antes.

De pronto el Viejo empezó a balancearse, presa de una risa que no podía dominar. Era el gran alivio de la angustia y la ansiedad de una frente de pronto tersa como bandera al viento; de un espíritu de repente iluminado desde dentro, como por la salida del sol; del trompeteo de felicidad de una manada de elefantes al descubrir una charca; del Cielo entero en libertad. Hasta el triste palmoteo de la fiesta lejana vaciló un momento mientras la noche anunciaba la irrupción de una poderosa fuerza terapéutica, que latía ya en algún lugar fuera de la vista. Míster Smith se le unió cuando el contagio lo arrastró en su estela, haciéndolo botar como a un niño sobre una rodilla bien rellena; pero la suya parecía la risa tonta de una tímida colegiala presa de la pubertad. En las raras ocasiones en que su humor era clemente, sólo producía pequeños ruidos, muy lejos del alboroto y la cacofonía que era capaz de emitir cuando lo provocaba la oposición.

El Viejo debía de haber hecho lo imposible: no sólo descansaba, sino que dormía. Su último recuerdo antes de entregarse a aquel dulce abandono fue una sensación extraña, desconocida hasta entonces; la comezón de las lágrimas en los ojos, quizá no suficiente para preocupar a un inmortal, pero sí merecedora de ser consignada. Míster Smith fue incapaz de seguir despierto, y se unió al Viejo en el acogedor refugio de un sueño sin sueños. Al menos él tenía un precedente, la ruta de escape que había elegido en presencia de la prostituta neoyorquina. Ahora no necesitaba tentarse, incluso dormido, para ver si conservaba su cartera. Le consolaba saber que no tenía nada en los bolsillos.

Se despertaron a un tiempo, al amanecer. Cantaban los gallos a lo lejos en la ondulada campiña, un sol feroz iba trepando hasta el borde del horizonte y los olivos habían desparramado algunas de sus tiesas hojitas. Pero lo que los había despertado parecía ser el rumor de enfrentamientos, voces roncas, gritos de mujeres, lamentos sueltos, violencia.

El Viejo y Míster Smith cambiaron una breve mirada y, sin más, se levantaron y empezaron a ascender precipitadamente por la ladera. No tardaron en ver un mosaico de casas achaparradas, tan cegadoramente blancas como los dientes de los anuncios y separadas por «patios». Había pancartas y gallardetes con inscripciones en hebreo, unos cuantos alambres con bombillas de colores que se entrecruzaban sobre una zona arenosa, mesas sobre caballetes, sillas y una pista de baile improvisada; en fin, el desorden que deja una fiesta.

Moviéndose en torno al poblado, lo que le hacía parecer más una fortaleza que una zona residencial, había hombres en mangas de camisa, todos con yarmulkas[5]. Algunos llevaban fusiles. Más lejos, en el valle, había otro grupo de casas, una aldea; pero allí los edificios estaban amarillentos por el tiempo y medio hundidos en la tierra que los rodeaba. Entre los dos asentamientos pasaba una carreterilla, que se perdía a lo lejos serpenteando entre las colinas. Por ella desfilaba un cortejo de hombres, mujeres y niños, ellas veladas y ellos enmascarados, que llevaban pancartas en árabe. Algunos hombres y los chicos sin excepción habían empezado a romper filas y corrían ladera arriba, armados con piedras que lanzaban contra los defensores de las nuevas edificaciones, colonos judíos.

—No tengo la menor idea de quiénes son, pero es un escándalo utilizar a chiquillos en tales luchas —dijo el Viejo.

—¿Y si los chiquillos tienen opiniones que les parece honroso defender?

—Bah, tonterías. ¿A esa edad? No pueden saber de qué se trata.

—En eso se parecen a ti. Los hombres de ahí abajo, los que están sobre ese altozano, son colonos judíos. Los que los apedrean, aldeanos árabes.

—Pero ¿a quién pertenece la tierra?

—Eso es discutible. Los árabes dicen que a ellos, porque llevan mucho tiempo viviendo aquí. Los judíos creen que es suya, porque así se dice en la Biblia.

—¡No, otra vez no! —exclamó el Viejo, apenado—. Lo que ese pobre libro ha tenido que soportar… Si buscas bien, y con un poco de buena voluntad, puedes encontrar en él justificación para casi cualquier acto concebible del hombre, sobre todo en el Viejo Testamento.

—No es precisamente mi libro de cabecera —dijo Míster Smith—. Ahí llegan otros para complicar el asunto. Fíjate.

Llegaban una serie de vehículos militares, entre nubes de polvo causadas por la parte de la carretera en la que el pavimento había cedido a la presión de la naturaleza y había vuelto a ser arena.

—¿Quiénes son esos? —preguntó el Viejo, tratando muy de veras de seguir la trama.

—Soldados israelíes.

—Vienen para hacer retroceder a los árabes.

—No necesariamente. Esos judíos han quebrantado la ley al construir ese asentamiento.

—¡Qué gracioso! Si de verdad estuvieran quebrantando la ley, habrían tenido tiempo sobrado de detenerlos antes de que hubieran puesto los cimientos, y no digamos ya terminado las casas.

—Totalmente de acuerdo. Es un tipo de ley de lo más equívoco, que se les anima a quebrantar.

—¿Quién los anima a ello?

—Los mismos que hacen las leyes.

El Viejo suspiró.

—Esto no ha cambiado, ¿verdad?

—No. Los romanos se alegraron mucho de irse.

Los soldados israelíes se desplegaron en abanico por la ladera, algunos disparando balas de goma contra los palestinos, pero de tarde en tarde, mientras una voz que hablaba en árabe por un micrófono los conminaba a retirarse a su aldea. Entretanto, otros soldados, armados con porras, golpeaban a los colonos, que gritaban con una intensidad que hacía traspasar a su demostración de dolor la tenue frontera del ridículo. Nadie parecía querer que hubiese heridos. Después sonó un disparo, y en seguida otro. No se supo de dónde habían partido, pero sonaban de otro modo que las balas de goma. Casi al mismo tiempo, una mujer árabe levantó en brazos a un chiquillo herido e inició un escalofriante himno de odio, y se llevaron a un solado israelí, evidentemente alcanzado. Empezaba la batalla en serio, que tuvo aspectos más sombríos de los que prometía la manifestación inicial.

El Viejo se precipitó colina abajo sin una palabra de aviso. Míster Smith, cogido de improviso, tuvo que seguirle, maldiciendo ante semejante arrebato. El Viejo irrumpió entre los combatientes, con los brazos abiertos en imperiosa súplica. Se apoderó del chiquillo herido, al que su madre seguía alzando como prueba entre alaridos, y en un instante lo dejó en su estado original. No sería delicado describir la reacción de la madre como simplemente de asombro, aunque dadas las circunstancias, y con los valores humanos en su punto más bajo, se tratase de un estado de espíritu más normal que la gratitud, tan descuidada como para ser inoperante. El Viejo recibió una granizada de piedras de los colonos y unas cuantas balas de goma de los soldados, como premio a su intervención. Se volvió, cogió en el aire la última piedra y, jugando, la volvió a lanzar como en un entrenamiento de béisbol. En cuanto a las balas de goma, las devolvió de volea con la palma de la mano, provocando un par de heridas sin importancia entre la soldadesca. El militar herido se levantó de pronto. No tenía el menor rastro de haber sido alcanzado.

Creyendo estar haciendo una maniobra de diversión, Míster Smith prendió fuego a un vehículo militar. Los soldados que estaban más cerca empezaron a rociarlo con los extintores.

Para entonces, la madre estaba arrodillada junto a su hijo recobrado, murmurando palabras de amor maternal y cantando alabanzas a Alá. Allah es ajbar, cantaban los aldeanos, con la renovada convicción de que Dios estaba de su lado. Algunos colonos miraban al cielo alzando los brazos, como apelando a un árbitro invisible por el juego sucio.

—¿Qué te hemos hecho para que hayas tenido que socorrer a uno de sus hijos? —se oyó decir a un viejo que tenía un agudo sentido de la contabilidad celestial.

Entretanto, las cosas volvían a su cauce. Los árabes se retiraron a su aldea, cantando; los colonos se atrincheraron en su poblado; y el Viejo y Míster Smith, superados en número, fueron llevados a presencia del general de división Avshalom Bar Uriel, comandante del distrito militar.

El general, un buen mozo cercano a los cuarenta, los acogió en la exigua oficina encalada que le servía de puesto de mando.

Había en él una melancolía indefinible, presente no sólo en los profundos surcos a ambos lados de su boca, sino también en el arco que formaban sus cejas, que se encontraban encima de la nariz, allí donde el portal del ceño se alzaba hacia el pelo, románticamente descuidado.

—Me han dicho que curó usted a un niño que había sido herido por una bala, y también a uno de nuestros hombres. ¿Puedo preguntarle cómo lo hizo? —dijo al Viejo.

—No es nada. No tiene importancia. Es un truco que aprendí no sé dónde.

—¿Un truco? —El general sonrió, irónico, pero sin pizca de humor—. Si dispone de trucos como ese, merece estar al frente de nuestra sanidad. ¿Habla usted hebreo?

—Sí, aunque estoy algo falto de práctica.

—Habla usted un hebreo muy bueno, muy puro, no el que se habla hoy. Un hebreo de los tiempos bíblicos.

—Es usted muy amable.

—No; es la verdad. Ningún general israelí es únicamente general. Cuando no estoy de servicio en este odioso trabajo, soy profesor de filología. Habla usted el hebreo del rey Salomón, y eso me intriga.

—Lo que a mí me intriga es que haya calificado de odioso a su trabajo. ¿O fue un lapsus?

—En absoluto; es odioso. Todos estamos dispuestos a pelear, e incluso a morir, por nuestro país; pero lo que tenemos que hacer aquí está acabando con el alma de mis soldados. Nos vemos obligados a comportarnos como las potencias coloniales solían comportarse con nosotros. ¡Qué lección, qué amarga medicina nos vemos obligados a tragar! Y con cada pequeña victoria, nuestra derrota moral se hace más evidente. Fíjese hoy. Ha sido un éxito hasta ahora. Ni un solo manifestante muerto, ni en Gaza ni aquí. Hubo dos heridos, pero los dos han recobrado la salud, gracias a usted. Mediante un gesto solidario, o lo que fuese, ha desviado usted el repudio del mundo durante un día más. Merece una condecoración.

—No, gracias —rio el Viejo—. Ya he visto demasiadas en Rusia. Cuando tengan ustedes tantas como ellos, podrán comprarse también una armadura.

—Otra referencia a la historia —se apresuró a decir el general; y añadió—: A propósito, nuestra dotación llevó a cabo un rápido examen del vehículo quemado y no pudo encontrar ningún motivo para que estallase en llamas. ¿Fue también iniciativa suya?

—No, mía —dijo Míster Smith con fría vanidad.

—¿Suya? ¿Por qué? ¿Por qué motivo destruyó usted un vehículo militar?

El general hablaba con una dureza inesperada.

—También yo tengo toda una gama de útiles trucos de fiesta… perdón, milagros de fiesta. Y si los tienes a tu disposición, es una lástima no usarlos, ¿no le parece?

—También usted habla hebreo, y parecido al suyo.

—Fuimos grandes amigos de pequeños.

—¿Y ahora?

La mirada del general iba perspicazmente de uno a otro, mientras ellos a su vez se miraban sin hacerle caso.

—¿Estuvieron juntos en Rusia?

—Sí —dijo Míster Smith sin dejar de mirar fijamente al Viejo.

—¿Y dónde más?

—En Inglaterra.

—Y en Estados Unidos —añadió el Viejo, lleno de ternura, mientras contemplaba a Míster Smith.

De pronto eran como unos amantes recordando los sitios donde más felices habían sido.

—Creo que leí algo sobre ustedes en el Jerusalem Post —dijo tranquilamente el general.

Al Viejo le dio la risa.

—No me sorprendería.

—La facultad de desaparecer… ¿Y de falsificar, quizá?

—Eso, y de surcar el espacio algo más de prisa que esa vieja tortuga, el Concorde.

—Y ahora, la de salvar la vida a un niño… y prender fuego a propiedades del Gobierno israelí.

Ahora fue Míster Smith el que se echó a reír.

—Me temo que sólo podemos resarcirles con dinero falso.

El general sonrió, con su tristeza habitual.

—Si desean escapar de su manera acostumbrada, les invito a hacerlo. Ahora o nunca.

—¿Por qué lo dice?

—Esta es una tierra de milagros, lo que es otra manera de decir que es una tierra del más profundo escepticismo. Nunca se toma nada por lo que parece a primera vista; como quien tiene un trozo de cartílago en la boca y lo mastica y le da vueltas hasta que ya no sabe a nada antes de admitir que, para empezar, era incomible. Y siendo un país así, pero que a la vez está virtualmente sometido a la ley marcial, como general me veo obligado a tomar varias medidas que me son profundamente desagradables. Ante todo, tengo que destruir un par de casas árabes, elegidas al azar, como aviso para que no vuelvan a manifestarse. Esto no es un fiel reflejo de la justicia tal como yo la entiendo, y no soy el único que lo sabe. A los gush emonim, los colonos, podemos sacudirles con cuidado en la cabeza, pero no tocar sus casas, aunque el número creciente de estas sea la peor provocación.

—¿Y su segunda obligación? —preguntó lentamente el Viejo.

—En vista de su milagro, y de otros detalles parecidos, que serán enumerados en mi informe, automáticamente deben ustedes comparecer ante un tribunal religioso. Dado que andan metidos en lo sobrenatural, ¿comprende?, quedan fuera de mi competencia. Lo mío es ocuparme de la intervención militar y del tipo de represalias anteriores a cualquier ataque que en la jerga de la hipocresía contemporánea se llaman golpes preventivos. Tengo también facultades para actuar en casos de asalto, represalia y muerte; pero la salvación, la transfiguración, la ascensión, eso he de dejárselo a otros.

—No tenemos intención de escapar, general —dijo el Viejo.

—¡El Sanedrín! ¡Qué divertido! ¡Al cabo de tanto tiempo! —exclamó Míster Smith.

—Como quieran —dijo el general—. Pero, puesto que no tienen miedo ni complejos con respecto al tribunal religioso, les aconsejo encarecidamente que no vayan sin chales de oración o sin yarmulkas. Puedo proporcionárselos de las existencias militares.

—No; se lo agradezco, pero no —dijo el Viejo—. Después de todo este tiempo, tengo aversión a fingir ser lo que no soy.

—¿Qué quiere decir con lo que no es? —preguntó lentamente el general—. ¿Qué no es usted?

—Judío.

El general perdió por una vez su compostura.

—¿No irá a decirles eso? Se pasará allí hasta el fin del siglo discutiendo sobre sutiles puntos de interpretación. Son todos muy viejos; usted no los conoce. Se emperrarán en no morirse hasta haberlo mandado a donde quieren.

—¿Y dónde es eso?

—Probablemente a un avión que lo lleve fuera de Israel.

—¿Y eso es un castigo?

—Por el modo en que lo dijo, y lo que dijo, me resulta imposible creer que no es usted judío. ¡Y con ese hebreo tan bueno, a estas alturas!