Capítulo 14

El primer secretario comenzó su declaración, y las interrupciones eran frecuentes. El Viejo y Míster Smith estaban sentados al final del enorme auditorio, apretados uno contra otro detrás del mar de humanidad que se extendía ante ellos y que llegaba hasta las mesas largas y curvas que había enfrente, en las que estaban sentados los altos funcionarios.

—Hemos caído en una trampa —susurró Míster Smith.

—¿Por qué? —inquirió el Viejo, sorprendido.

—Ya lo verás. Nos pedirán que hablemos, ¿no te das cuenta? Nosotros, que hemos vuelto a la Tierra de puntillas, como si dijésemos, de incógnito y esperando recibir una especie de reconocimiento íntimo a cargo de personas selectas, llamados ahora a hablar al Parlamento soviético sobre el tema de las dificultades económicas de la región autónoma de Chirvino-Paparak, que ni siquiera existe. Es muy propio del primer secretario, según creo conocerlo ya, tomar una iniciativa así con vistas a aliviar el montón de problemas reales.

—Si llega a ocurrir, serás tú quien hable primero, por supuesto.

—¿Por qué?

—Sabes mucho más de la región que yo. Tienes todos los datos y cifras en la punta de los dedos. Es el tipo de situación que te encanta.

Míster Smith sonrió con satisfacción ante la exactitud de lo dicho por el Viejo, y se calmaron momentáneamente para seguir el debate.

Un viejo general estaba ensalzando las virtudes del sistema de partido único.

—¿Qué sería del Ejército si cada cual siguiera sus propias inclinaciones en vez de obedecer las órdenes? —preguntó.

—Al diablo con el Ejército. ¡Los muchachos deberían estar en casa con sus padres y con sus novias, que es donde les corresponde! —gritó una diputada cubierta de medallas.

—¿Por qué invocas al Ejército? ¡Nosotros no somos el Ejército! ¡Somos delegados libremente elegidos! —exclamó un tipo delgado con barba y quevedos, que se parecía bastante, quizá deliberadamente, a Trotsky.

—Los heroicos muertos de la Revolución se alzarían horrorizados si supiesen que el sistema de partido único de obreros y campesinos ha sido traicionado —gritó otro militar mayor, tan generosamente sembrado de condecoraciones que provocaba un tintineo cada vez que respiraba o hacía un gesto.

Después empezaron a oírse simultáneamente los argumentos de ambas partes; a oírse, aunque, por supuesto, no a entenderse.

El primer secretario golpeó repetidamente la mesa con un martillo, y el bullicio fue disminuyendo, hasta que cesó.

Habló a la vez con tranquila energía y un esfuerzo visible por dejar abierta la puerta a la más amplia gama de opiniones posible. Los delegados habían heredado la disciplina del anterior régimen, y aún no estaban presos en las arterias endurecidas y los reflejos condicionados de la política de partidos, dado que la opinión era casi siempre personal y no sujeta todavía a más fidelidades que la de la coherencia. A diferencia de otros parlamentos, no había claque organizadas; era demasiado pronto. Había incluso momentos de reflexión silenciosa, durante los cuales nadie quería hablar.

Pero, mientras que en el pasado habían estado sentados con la cara impasible, pensando en otras cosas mientras la brigada geriátrica de viejos bolcheviques desgranaba el zumbido de sus poco inspiradas palabras, con tal vacilación que daban incluso al aburrimiento más puro una sensación de inseguridad, ahora se movían en sus asientos o expresaban sus frustradas ansias de intervenir.

Un hombre de aspecto profesoral subrayó la semejanza de aquella asamblea con un colegio peligrosamente cercano al derrumbe de la autoridad cuando lanzó un avión de papel desde uno de los bancos de atrás. El aparato voló serenamente sobre los reunidos, e incluso pareció ganar misteriosamente altura, hasta que viró a un lado, corrigió el rumbo e hizo un perfecto aterrizaje en el pasillo lateral, al pie del podio del primer secretario. Al comienzo de su vuelo atrajo naturalmente la atención de todos, y consiguió reducir al silencio al que hablaba. Los delegados siguieron sin decir palabra sus graciosas evoluciones, y cuando aterrizó hubo aplausos mezclados con risas.

El primer secretario sonreía. Después de todo, ¿no había sido la amabilidad la que le había hecho últimamente salir con bien de todos los conflictos?

—¿Quiere el bromista identificarse, por favor? —dijo.

El caballero de aire profesoral se levantó.

—No soy un bromista, ni me he visto nunca, ni siquiera en la escuela, obligado a emplear tales métodos para atraer la atención. Soy el profesor Iván Feofilactovitch Gruschkov.

Hubo un aplauso inmediato y prolongado, al que se unió con deferencia el primer secretario.

—Mi profesión es la de proyectista de aviones, entre ellos los cazabombarderos Grusch 21 y 24, el avión de transporte Grusch 64 y el prototipo de avión de pasajeros supersónico Grusch 77.

—¡No necesitas decírnoslo! —exclamó el primer secretario—. Lo sabemos.

—Bien; pero quizá estés de acuerdo, estimado primer secretario, en que no es fácil atraer tu atención.

—¡Sobre todo cuando estoy hablando!

—Una actividad con la que disfrutas, y no te culpo. En el mundo, y por tanto en la Unión Soviética, tiene que haber de todo. A mí no me gusta tanto hablar, a menos que sea de temas técnicos, con los estudiantes o con mis colegas; y esto tiene que ver con lo que deseaba decir. Hay una peculiaridad en la Constitución de nuestra madre patria que, como muchas cosas de las que hemos soportado, parece bastante lógica sobre el papel, pero en la práctica deja mucho que desear. El Gobierno, especialmente el de un solo partido, honró a los mejores cerebros de la Unión Soviética elevándolos a la condición de políticos. En otros países, a los mejores cerebros se les deja ocuparse de sus cosas, y la política suele estar en manos de personas con poca preparación que no sea para la esgrima de la vida política; y a estas alturas, a juzgar por las estadísticas de la proporción entre quienes votan y quienes se abstienen, esas personas están muy desacreditadas. No estoy seguro de que la situación en esos países fuera mejor si sus mejores cerebros fueran obligados a sentarse en tales congresos, forzados a malgastar su tiempo a expensas del contribuyente; porque, querido camarada, el tiempo de los mejores cerebros de cualquier país es importante. Aquí, no sólo se ven obligados a escuchar un montón de histrionismos verbales, la mayor parte totalmente faltos de interés y debidos a la ambición y la falta de análisis, sino que a la vez se les priva de un tiempo que sería útilmente empleado en sus bancos de pruebas, sus tableros de dibujo o sus despachos, depende de la especialidad. Hoy he venido aquí decidido a no perder tiempo en escuchar argumentos que ni comprendo ni respeto sobre temas que escapan a mi competencia. En consecuencia, hice con las hojas del orden del día una maqueta del avión de línea supersónico Grusch 77A, que tiene una forma de ala revolucionaria y que utilizará amalgamas inéditas en la construcción de aviones. Me satisface comprobar que incluso un modelo tosco, hecho con un papel poroso desagradable al tacto, demuestra grandes cualidades de estabilidad y maleabilidad; y que el aterrizaje, incluso sobre una moqueta, fue casi perfecto.

Sus palabras fueron acogidas con un torrente de aplausos, puestos en pie los delegados como si se hubiese alcanzado un hito importante. El profesor Gruschkov esperó a ver restaurado el orden para pedir silencio a la asamblea con un gesto.

—No es por falta de respeto por lo que voy a regresar a mi fábrica. Por el contrario, que le den a uno voz en el destino de la madre patria es muy halagador. Y eso es lo malo: desconfiad de los honores con que se cubre a las personas de mérito. Ser experto en un campo no significa serlo en todos. Yo no entiendo una palabra del tema que hoy se debate. ¿De qué sirve mi voz, o el que yo escuche? También yo podría cubrirme el pecho de medallas, camaradas. Tengo muchas; pero están en casa, en un cajón. Encuentro que me rompen la tela de los trajes. Además, quiero ser conocido por lo que todavía puedo ofrecer, no por un mosaico de lo que haya podido lograr en el pasado. Y con esto me despido de vosotros. ¿Querréis excusarme?

Otra salva de aplausos saludó su marcha, y la de otros seis o siete delegados que decidieron seguir su ejemplo. El viejo militar consiguió ponerse en pie a pesar del lastre de su guirnalda de medallas.

—¡Si has ganado tus medallas, tienes obligación de llevarlas! —gritó, hasta que su protesta se perdió bajo la mofa desenfrenada que empezó a crecer, sólo para provocar la reacción de los rígidos conservadores y portadores de medallas, que empezaron a dar palmadas rítmicas.

El primer secretario martilleó con ganas, y cuando hubo establecido un cierto orden habló.

—Hay muchos aspectos de una administración que merecen ser vueltos a examinar y evaluar. Es demasiado pronto para que yo diga si estoy o no de acuerdo con el camarada académico I. F. Gruschkov, pero su manera de atraer nuestra atención mientras hablábamos fue a la vez altamente original, como era de esperar, y eficaz, lo que demuestra que a pesar de sus protestas posee una notable capacidad política.

Hubo carcajadas y algún aplauso suelto. Muchos delegados pidieron la palabra.

—Camarada Mehmedinov, con mucho gusto te cedería la palabra, pero debo advertirte que si insistes en hablar en uzbeko, como la última vez, te estarás haciendo un flaco servicio a ti mismo, pues todos admitimos tu derecho a hablar en tu lengua, pero no en este foro, donde los discursos en lenguas diferentes del ruso no pueden ser comprendidos por todos —declaró el primer secretario.

El camarada Mehmedinov volvió a sentarse con un encogimiento de hombros, que venía a reconocer tácitamente que se disponía una vez más a filibustear en uzbeko. Hubo gritos y abucheos en prácticamente todas las lenguas minoritarias de la Unión Soviética.

—Por supuesto, como la mayor unidad constituyente de la Unión Soviética, la república rusa está expuesta a todo tipo de insinuaciones y burlas de las unidades menores. Soportamos esos continuos sarcasmos con laudable humor, e incluso comprensión…

Gritos de «Habla por ti», procedentes de los lados que era de esperar.

—¡Ya es hora de que volvamos a hablar de Rusia! —aulló el oficial de las medallas—. ¡La Unión Soviética es Rusia y nada más!

—¡Orden! ¡Orden! —insistió el primer secretario—. Nos hemos reunido aquí para hablar de economía, y de los posibles remedios para el caos de nuestra burocracia, que ha asumido las proporciones de catástrofe nacional. A pesar de lo urgente de la situación, nos vemos siempre obstaculizados por este infructuoso antagonismo… antagonismo entre las partes integrantes de nuestra gran federación, que durante años han vivido en una armonía que puede haber sido forzada… puede haber sido forzada, y a la que nunca se permitió por tanto añadirse a las dificultades existentes en la época.

El primer secretario tenía dificultades para restablecer el respeto debido a la presidencia. Su discurso se veía a menudo interrumpido por reacciones colectivas y palabras sueltas, gritadas de un modo incoherente.

El Viejo dio con el codo a Míster Smith.

—Si no estoy equivocado…

—Bah, tonterías.

La mirada del primer secretario recorrió las zonas altas del auditorio, como un reflector localizando a los huidos.

—Muy bien —dijo—, si os empeñáis en hacer imposible mi trabajo, lo que no dice mucho en favor de vuestro sentido del interés común, no daré la palabra a ninguno de los que han convertido en hábito el hacer uso de ella, como si se tratase de un derecho debido a su gran inteligencia, sino que voy a concedérsela a uno de esos delegados que proceden de las partes más remotas de nuestra nación, en este caso la región autónoma de Chirvino-Paparak.

El primer secretario tuvo un momento de inquietud al ver que era Míster Smith el que se levantaba en lugar de hacerlo el Viejo, pero su cara sólo mostró una energía reprimida. Los delegados se volvieron para mirar al que se había levantado; había algo en su aspecto que atrajo su atención.

—Camaradas —dijo Míster Smith—, sin más preámbulos, os traigo los saludos de aquellos de la región autónoma de Chirvino-Paparak con menos privilegios que nosotros.

Aquí hubo el aplauso de rigor, y el Viejo observó con admiración a Míster Smith.

—Naturalmente, hemos seguido los acontecimientos de la democratización de la Unión Soviética con gran interés y un creciente sentido de responsabilidad. Por supuesto, hubiéramos podido dirigirnos a esta honorable asamblea en las lenguas de los pueblos chirvino y paparak (a propósito, yo soy chirvino, una raza que tiende a la palidez, y aquí mi colega paparak, gente más bien gordita y rubia). Históricamente hemos sido grandes antagonistas, que defendíamos en lo moral y en lo político valores diametralmente opuestos; por lo que Stalin, en su infinito cinismo, nos amontonó juntos en nuestro miserable país. Ahora, como digo, podríamos seguir aburriéndoos con nuestras querellas y hacerlo en una u otra de nuestras dos lenguas nativas, o en las dos. Pero no. Hablaremos en ruso. —Aplausos—. Podría pensarse al vernos aparecer aquí juntos que somos la prueba de cómo personas con tradiciones diferentes pueden vivir pacíficamente en común. —Silencio de la mayor parte de los delegados de las minorías nacionales y aplauso excesivo de los rusos, ostentosamente encabezado por el primer secretario—. No es este el caso. —Silencio atónito de los rusos, al sentirse traicionados. Gritos de una estridencia exagerada desde las minorías—. El antagonismo entre chirvinos y paparak sigue tan vivo como siempre; pero nosotros, que creemos en la necesidad de la coexistencia no sólo entre las naciones, sino entre los pueblos, hemos llegado a un arreglo a veces difícil, pero razonable. No sólo nos toleramos unos a otros, sino que a veces incluso nos buscamos como compañía para lo que en vuestra lengua vernácula llamaríais interdependencia. —El primer secretario, sintiéndose ante un caso de insólita capacidad oratoria, aplaudió las palabras de Míster Smith. Sin embargo, el Viejo, que lo conocía mejor, notó un sutil y preocupante cambio tanto en la materia como en la manera de expresarla. La voz iba haciéndose imperceptiblemente más áspera; los ojos, negros como el carbón, más febriles—. Ahora bien, ¿qué hemos advertido en vosotros, los de las verdes praderas, nosotros, los de la estepa gris pizarra? Habéis iniciado vuestra precipitada carrera desde la prisión mental en que habéis estado encerrados durante siglos hacia la anarquía de vuestros sueños. —Murmullos de preocupación entre los oyentes—. Sí; os guste o no, la libertad hija de los sueños no es más que anarquía, una repentina falta de responsabilidad hacia todo lo que no sea el humor del momento. La última parada en el camino hacia la anarquía es el andén de la democracia. ¿Tendrá el tren del pensamiento frenos suficientes para detenerse allí, en vez de precipitarse en el abismo donde ni la lógica, ni la lealtad, ni la devoción cuentan para nada? Lo que vemos en esta cámara es la lucha entre la anarquía y el orden, entre la brillante improvisación y la sumisión bovina, entre la temeridad y la disciplina. No creo que tengáis, como organismo, la fuerza de carácter necesaria para saber dónde deteneros. —Protestas y aprobaciones mezcladas—. Pero ¿por qué hacérnoslo todo tan difícil?

El Viejo se puso alerta a medida que la voz de Míster Smith iba cambiando a un tono enérgico y nada armonioso, en tanto que sus ojos se movían como flechas de acá para allá, como si estuviese mudando la piel, despojándose de ella como una serpiente para revelar una identidad que podía pensarse era la suya verdadera.

—No puedo evitarlo —gruñó en un aparte—. Mi verdadero yo grita pidiendo expresarse. ¡Maldita sea, no estoy aquí para serviros ni a vosotros ni a vuestra querida razón! ¡Yo soy… yo!

Los sensibles a los sonidos feos hicieron muecas de dolor, y al oír la afirmación final de que era él, los dos delegados de más edad, frunciendo el entrecejo, se santiguaron nerviosamente de manera imprecisa y furtiva.

—¡Sois tan tristes! —gritó Míster Smith, con una cadencia burlona—. ¡Tan puritanos! ¡Tan envarados! Lo bien que lo pasó aquel monje loco, inmundo como una pocilga, con su pelo hediendo a grasa, mientras hacía su voluntad con su cosecha de mujeres desnudas, empapadas en lavanda, hasta el último poro blanco como la leche y ávidas de la corrupción que se sigue cuando la naturaleza es dejada imprudentemente a sus propios dictados.

Muchos de los delegados apenas podían soportar oír aquel inesperado catálogo del vicio, envuelto como para regalo en nostalgia; tan desagradables eran las vibraciones de la voz de Míster Smith. El primer secretario golpeaba una y otra vez con su martillo, pero de nada servía.

—¡No, no debéis interrumpirme cuando os recuerdo vuestras tradiciones secretas, no esas de que habláis con voces vibrantes y tintineo de medallas, sino las verdaderas tradiciones de esta tierra de horizontes: el derecho de pernada, el knut, el alcohol, el engaño, la banalidad, la indolencia, el dejarlo todo para mañana, la mendacidad! ¡Haced de ellas vuestros aliados! ¡Fueron siempre una fuerza, no una debilidad! ¡Aunque os diesen mala fama, su maldad era incidental; dependía de los vicios de los demás, de sus mentiras, su hipocresía, su venalidad! La personalidad de una nación no es sino el reflejo de la personalidad del mundo más un poco de color local; un eterno campo de batalla para el mal y el bien. ¿Pensasteis que iba a decir el bien y el mal? ¡Pues no! ¡Yo sé qué es lo importante!

Había indicios de motín. Unos delegados forcejeaban por salir de sus lilas para tener una mano libre; otros se agarraban las orejas como si les dolieran; e, insistente como un metrónomo, siempre el martillo, siempre el martillo.

Cuando algunos subían ya gateando hasta Míster Smith, dispuestos a echarle mano, a pelearse con él, el Viejo se levantó, se diría que dos veces más alto de lo que en realidad era. Fue él quien ahogó el enloquecido graznar de Míster Smith, que pareció mermar hasta no ser más que un arrebato bronquial cercano al vómito. Los rusos han estado siempre a merced de las buenas voces de bajo, y ahora la del Viejo sonó con el diapasón de una masa de chelos, tan pronto acariciante como aplastante. Por un momento retornó la paz a la discordante asamblea.

—No voy a deciros quiénes somos. No era esa la intención de nuestra visita. El hecho de que me haya visto obligado a intervenir en contra de mi voluntad cuando vi ensalzado el vicio como adjunto necesario de la virtud, puede dar, incluso a los escépticos, un indicio de quién soy. Creo apasionadamente en el triunfo final del bien, aunque he de admitir una absurda afición al riesgo. Quizá en el fondo soy un jugador, pero sólo porque creo que la senda del triunfo final debe estar, necesariamente, llena de espinas. En la facilidad no hay virtud. La amenaza del fracaso es el condimento que hace deseables los frutos de la victoria. Perdonadnos por nuestra demostración de algo que puede parecer superioridad. A quienes sólo creen en sí mismos, usted, señor primer secretario, les aconsejo cambiar de rumbo cuando hayamos desaparecido de entre vosotros, y no precisamente camino de la región autónoma de Chirvino-Paparak. Recordad sólo que las dudas son necesarias para avanzar, y que un remordimiento es un vislumbre de Dios.

—¡El vislumbre mío está en oferta en todo momento! —pregonó Míster Smith.

—¡Cállate! —dijo el Viejo, cogiéndole de la mano; y poco a poco desaparecieron de la vista, el Viejo bañado en una especie de radiación plomiza, Míster Smith rojo y parpadeante.

Y allí fue el caos. Algunos delegados, sobre todo de lugares lejanos, cayeron de rodillas, santiguándose y besando el suelo como si hubieran visto un milagro en pleno siglo XII. Entre otros estallaron reyertas, en las que unos defendían obstinadamente el ateísmo mientras otros se mostraban más sensibles a los fenómenos psíquicos. Al cabo de diez minutos se había restaurado una apariencia de orden, y pudo hablar el primer secretario. Su estilo fue, como de costumbre, terso y racional. Al oír su resumen, uno se imaginaría que no había ocurrido nada en absoluto.

—Creo, camaradas, que os debo un informe de lo sucedido esta mañana, aunque me siento totalmente incapaz de ofreceros una explicación. La entrada de esos dos individuos en mi despacho fue casi tan misteriosa como su desaparición de entre nosotros hace unos momentos. Dijeron que querían hablar conmigo, y el anciano vestido de blanco me dijo que era Dios, una afirmación que tuve cierta dificultad en aceptar, dado que, como la mayoría de nosotros, fui educado en el ateísmo. Sin embargo, si, a efectos de la discusión, uno estaba dispuesto a aceptar momentáneamente como cierta su afirmación, no había que esforzarse mucho para imaginar quién era su compañero. Los dos parecían, aparte de este problema tan controvertido, personas bien educadas y relativamente bien informadas. Como tales, expresaron el deseo de conocer por propia experiencia nuestro Congreso. Por ese motivo les extendí una invitación, conforme a nuestra antigua tradición de hospitalidad, y les proporcioné documentos como delegados de la región autónoma de Chirvino-Paparak, que Dios, si lo hay, y mis queridos camaradas me perdonen, es producto de mi imaginación. Esa región sencillamente no existe.

Brotó la risa al darse cuenta de la broma que les había gastado, digna, como dijo en alta voz un delegado, de Gógol en su Almas muertas.

—Finalmente, camaradas, podéis pensar del episodio de esta mañana lo que queráis. Los sensibles a la intervención divina o diabólica son libres de reaccionar a su manera, como los histéricos y los impresionables han aprendido a través de nuestra larga y turbulenta historia. Para los más racionales, sólo diré que no hubo victoria concluyente, no hubo derrota por fuera de combate en la batalla de gigantes de hoy. Nos encontramos ante los mismos problemas, frente a las mismas perspectivas que antes de que nuestros sentidos fuesen sacudidos por el uno o nuestra musicalidad halagada por el otro. Camaradas, nada ha cambiado, y por eso debemos ahora hacer una pausa para almorzar, durante la que tendremos tiempo de reflexionar sobre los acontecimientos de esta mañana. Volveremos a reunimos a las dos en punto, y el tema de debate será la situación económica a la que nos enfrentamos, con especial referencia a la producción de rábanos y la quiebra de varias empresas, especialmente una de Semitalatinsk que no ha sido capaz de alcanzar sus objetivos en la fabricación de tiradores para puertas. No se tolerará la menor desviación de este orden del día.

Estaba a punto de dejar caer su martillo cuando el ministro de Asuntos Exteriores le puso delante un papel. Lo leyó rápidamente.

—Acaban de informarme de que el embajador norteamericano ha enviado un memorándum al Ministerio de Asuntos Exteriores para comunicar que en Estados Unidos hay una orden de detención contra los hombres que dicen ser Dios y Satanás, bajo la acusación de falsificación y resistencia al arresto mediante desaparición.

—¿Falsificación? ¡Traedlos! ¡Podrían ayudarnos a resolver nuestro problema de divisas! —gritó un delegado, provocando la carcajada general.

—¡No blasfemes! —aulló otro, de rodillas en el pasillo, mientras se santiguaba sin parar.

Cayó el martillo y hubo almuerzo para todos.

Durante la pausa, las campanas empezaron a sonar en toda la Unión Soviética. Como nadie tenía costumbre de aceptar la responsabilidad de nada, no hubo nadie dispuesto a admitir haber dado semejante orden. En consecuencia, en toda la Unión se supuso que las campanas habían empezado a voltear por su cuenta; un nuevo fenómeno inexplicado en el largo tapiz de la historia rusa, rica en cosas inexplicadas e inexplicables.