Era una mañana de un buen tiempo excepcional, una mañana beatífica, todo lo cercana posible a la perfección. De mutuo acuerdo, y por el sistema de comunicación de que disponían, aterrizaron y se materializaron en un terreno ondulado cercano a Sunningdale.
—¡Qué mañana! —exclamó el Viejo, exultante—. Esto sí que es el plan de mí Creación llevado fielmente a cabo; el mundo tal como yo lo concebí antes de que los elementos empezasen a tomarse libertades con él y a reclamar cada vez mayor autonomía.
Respiró hondo y pareció quitarse muchos siglos de encima mientras sus ojos brillaban de placer.
—Admito que tiene cosas buenas, a pesar de lo mal que me cae el sol —gruñó Míster Smith—. ¿Adónde iremos desde aquí?
—No tenemos prisa, ¿no crees? —El Viejo esperaba que su buen humor resultara contagioso.
—No; pero tengo cosas mejores que hacer que empeorar mi tos crónica respirando hondo. Me gusta la sombra, y las paredes, y las chimeneas.
—¿Cómo puedes decir eso cuando hemos encontrado un pequeño rincón de paraíso como este, algo asombroso por estar en una zona construida en gran parte? Hay casas por todos lados, y sin embargo aquí tenemos el que uno pensaría es el mejor terreno de los alrededores cubierto de una hierba deliciosa, cultivado, pero totalmente inexplorado.
—A mí me parece falso.
—¿Qué te parece qué?
—Artificial. No parece real. Y aquel pequeño estanque de allí… Apuesto a que no es natural.
—No, no… Al menos debería conocer la naturaleza cuando la encuentro.
En ese momento aparecieron no lejos de allí cuatro personas en dos vehículos pequeños y silenciosos. Acababan de hacerse visibles cuando empezaron a atarearse en una oscura actividad sobre la cresta de una colina, entre los árboles.
—¿Qué hacen? —preguntó nervioso Míster Smith.
—¿Quiénes?
—Aquellos de allí.
El Viejo no había reparado en los recién llegados.
—Ah, yo no me preocuparía —dijo, y continuó—: Sería antinatural que no hubiese unas cuantas personas aquí y allá con un tiempo como este. Debe de ser tan raro…
—Están estudiando el terreno. ¿Podría ser el comienzo de una caza del hombre?
—Por favor, no empieces a tener complejos. No has hecho nada de lo que tengas que avergonzarte, y…
—Sabes que a los dos nos buscan. El planeta se está cerrando sobre nosotros. Adondequiera que miro me parece ver agentes secretos. ¿Por qué observan esos hombres el suelo con tal intensidad?
—Probablemente están plantando algo.
—O habrán encontrado un indicio.
—No hemos estado allí, de modo que si se trata de un indicio no tiene nada que ver con nosotros. Es un indicio erróneo.
—Incluso si es erróneo, va a conducirlos hasta nosotros. No lo olvides.
Precisamente en ese momento uno de los hombres gritó algo hacia ellos y agitó los brazos.
—¿Qué te decía?
—No pierdas la cabeza —dijo el Viejo—. Vamos camino de Moscú, en cómodas etapas. Sugiero que volemos de manera visible para conservar nuestra energía.
—¿Volar visibles? —se escandalizó Míster Smith, como si el Viejo hubiese perdido la cabeza.
—Si lo hacemos a una altura razonable, no sólo podemos disfrutar de este espléndido tiempo y de los maravillosos paisajes, sino que conservaremos nuestra fuerza vital.
—¡Haremos que despeguen todas las fuerzas aéreas del mundo!
—Sabes tan bien como yo que siempre podemos hacernos invisibles si la ocasión lo exige.
—Con tal de que lo hagamos a tiempo —murmuró Míster Smith; y de pronto gritó—: ¡Mira!
El Viejo giró en redondo a tiempo de ver una pequeña bola blanca que descendía hacia él y que parecía demorarse un poco en el aire como si fuese demasiado ligera para obedecer a las exigencias de la gravedad. La cogió alargando la mano.
—¿Adónde apuntaba? ¿Hacia nosotros? —preguntó perplejo.
—Hay un agujero a tu espalda, algo más allá, con una bandera.
—¿No pensarían que íbamos a arramblar con su bandera?
—No lo sé; pero esto sólo demuestra la facilidad con que uno puede ser cogido por sorpresa, caer en una trampa. No me gusta. Es un presagio.
—No habría sentido nada aunque me hubiese golpeado —replicó tozudamente el Viejo.
—Una pequeña bola quizá no; pero ¿y un avión de caza?
El Viejo devolvió alegremente la bola lanzándola a lo alto, pero calculó mal la distancia y fue a caer en el estanque. Los hombres lejanos dejaron escapar un aullido a coro que pudo oírse claramente, y echaron a correr hacia los inmortales agitando lo que parecían ser lanzas.
—Despeguemos —urgió el Viejo.
—Ya sé qué es. Es un juego al que llaman golf.
—Me basta tu palabra. Este no es momento para aprender las reglas.
—El estanque es artificial —hizo constar Míster Smith.
—¿Quieres apostar?
Despegaron en perfecta formación y empezaron a elevarse más o menos en dirección al Canal de la Mancha. Los golfistas se detuvieron, mudos de asombro al ver a dos viejos, uno de ellos aparentemente en camisón, elevarse suavemente por encima de los árboles, con los brazos extendidos a modo de alas. Daba la casualidad de que los jugadores eran antiguos jefes de escuadrilla de la Royal Air Force que disfrutaban de su retiro en unos chalés cercanos a Sunningdale, y su asombro se vio un tanto mitigado por su apreciación crítica de los detalles más destacados del despegue.
—Deben de estar filmando una película por estos alrededores —dijo uno de ellos.
—Eso no explica por qué el viejo de blanco me perdió la maldita pelota —dijo el mayor. Después cambió de tema—. Supongamos que somos los únicos que los hemos visto. ¿No crees que alguien en activo debería saberlo?
—¿En qué estás pensando, Stanley?
—De todos modos habrá que volver a empezar el juego, ¿no? Voy a volver al club para telefonear a alguien con mando.
Mientras iban ladera arriba hacia donde estaban los cochecitos eléctricos y los caddies, el que había hablado primero dijo de pronto:
—¿No crees que podrían ser brujas camino de Stonehenge?
—Necesitan escobas, ¿no?, y esas dos no tienen medios visibles de propulsión.
En realidad, aquellos puntos diminutos pero persistentes habían sido captados por las pantallas de radar del aeropuerto de Heathrow, antes de que los jefes de escuadrilla pudiesen dar la alarma. Los informes decían que dos pequeños aviones privados estaban volando peligrosamente cerca uno del otro, a muy baja altitud y sin permiso. Ninguna de las peticiones que les habían sido hechas por radio para que se identificasen habían obtenido respuesta.
Mientras los dos se acercaban a la costa, el maravilloso silencio de los cielos fue invadido por un ruido como el de una enorme bandada de insectos migratorios. Míster Smith, con la cara impelida a tomar formas esponjosas por la resistencia del viento, miró en torno suyo con dificultad, y no vio nada. El Viejo, mucho más relajado y disfrutando como era su costumbre en los lugares altos, miró de pronto hacia arriba y vio encima de ellos un avión que se movía lentamente. Se abrió una puerta y cayó al exterior un hombre, seguido rápidamente por otros varios, que se cogieron de la mano y formaron algo parecido a un cristal de hielo estilizado.
El Viejo se desvió a la izquierda para evitar a los hombres que caían como una tienda de campaña en dirección a ellos. Míster Smith, alarmado al ver al Viejo mirar hacia arriba mientras llevaba a cabo su maniobra, miró también, e inmediatamente le imitó. El cristal de hielo viviente pasó a pocos metros de ellos, y el Viejo saludó con la mano a los recién llegados de un modo amistoso; pero la visión de los dos viejos caballeros, no cayendo como cualquier mortal que se respete, sino avanzando rumbo al sur sin ningún medio de propulsión visible, echó a perder completamente el salto.
Abajo, en tierra, su aparición durante un entrenamiento rutinario de una nueva y extraordinaria forma de arte aeronáutico produjo consternación. Al principio los expertos pensaron que un par de paracaidistas habían tenido la desgracia de separarse del grupo principal, pero cuando el cristal de hielo tomó forma se vio claramente que había otros ocupantes temporales del espacio aéreo. El pesado avión trató incluso de seguir a aquellos molestos observadores por encima del Canal, pero fue llamado al orden.
Las autoridades británicas coordinaron su información con ejemplar eficiencia, e intentaron prevenir a los franceses, pero estos estaban en aquel momento ciñéndose al reglamento, como parte de un movimiento huelguístico sincronizado de sus controladores de vuelo contra el Gobierno. El único hombre de servicio pensó que la información sobre dos hombres de avanzada edad aerotransportados, que habían sido avistados dirigiéndose a Calais a ochocientos pies de altitud, y que ambos eran buscados por la Interpol para ser interrogados, era algo tan fantástico como para que se tratase de una broma, o bien de los primeros síntomas de depresión nerviosa de quien la enviaba.
No obstante, adictos a los objetos voladores no identificados empezaban a descubrir a la anciana pareja, y de todo el trayecto a lo largo de su ruta afluían informes de lo que se suponía eran extraterrestres que habían progresado hasta el punto de no necesitar platillos volantes para sus viajes.
La pareja voló sobre París, que relucía majestuosamente al sol. Tan tentador resultaba, con las fuentes de la plaza de la Concordia que parecían enviar surtidores de diamantes al aire, que Míster Smith redujo la marcha con la intención de aterrizar; pero el Viejo lo impidió con un gesto imperiosamente negativo con la cabeza, a la vez que señalaba hacia lo alto. Míster Smith levantó la vista y vio aviones de línea que zumbaban como avispones sobre su nido, a diferentes niveles pero con aspecto claramente amenazador. Se encontraban en fase de espera, aguardando los caprichos de las torres de control.
El Viejo viró graciosamente rumbo al este, pero Míster Smith se resistía a seguirle. La tentación de la Ciudad Luz, cuya fama por la postura recostada de sus grandes cocottes era todavía un… recuerdo reciente en términos de eternidad, lo inundó de repente. Al fin y al cabo, necesitaba un estímulo para las moribundas brasas de su entusiasmo. Se dispuso a aterrizar a pesar de los gestos perentorios del Viejo, que estaba también en actitud de espera a un kilómetro de allí, aguardando a ser obedecido.
De repente Míster Smith sintió debajo un fuerte viento, acompañado por el ruido de algo que le sacudía los tímpanos como si fuesen alfombras. Miró hacia allí y vio con horror los rotores de un helicóptero que ascendía en dirección a él. Tuvo el tiempo justo para evitar las palas. En el helicóptero iban dos hombres, y las letras de su costado proclamaban que pertenecía a la policía. Piloto y observador hicieron gestos inconfundibles ordenando a Míster Smith que aterrizara. Él no deseaba nada mejor, pero no en aquellas circunstancias. El policía abrió incluso un panel de cristal para gritar instrucciones que resultaron inaudibles. Se elevaron más, y una escala de cuerda salió serpenteando de la puerta.
Míster Smith se elevó también, hizo un gesto de rechazo grosero e internacionalmente conocido y aceleró para reunirse con el Viejo, que movió cansinamente la cabeza para saludar la vuelta del hijo pródigo. Juntos aceleraron hacia el Rin, dejando al helicóptero y su escala colgante, lo mismo que a París, muy atrás.
Hubo un momento en que el Viejo señaló hacia el sur, donde relucían al sol los Alpes, como nata batida sobre una lejana fila de pasteles. Míster Smith hizo como si temblara de frío, y el Viejo sonrió comprensivo.
Cruzaron la frontera alemana y volaron sobre espesos viñedos y castillos románticos. El Viejo alteró ligeramente el rumbo hacia el nordeste. El terreno se hizo más llano, pero el paisaje estaba salpicado por frecuentes bosques y, de vez en cuando, anchas carreteras, como pasta de dientes saliendo de un tubo que alguien apretaba con fuerza, en las que relucían vehículos que se desplazaban a una velocidad asombrosa. Pronto las carreteras se hicieron más estrechas y los coches más lentos. Redujeron algo la altura para volar sobre Berlín. La Fedáchmisskirche los miraba como un diente cariado, con la cavidad llena de un metal gris oscuro. Más allá, multitudes inesperadas, sentadas sobre un muro, de juerga y entonando canciones. El Viejo hizo gestos urgentes a Míster Smith para que se reuniese con él, y juntos se acercaron cautelosamente a la escena, pues incluso el Viejo había sucumbido a la curiosidad.
El muro estaba cubierto de letreros y dibujos de colores como los que se exhiben a veces para demostrar el genio inconsciente de los locos. Era el tipo de arte que parecía convenir al estado de los excursionistas acampados sobre el muro y en torno a él. Había vasos de papel y botellas por todas partes, y hombres desnudos hasta la cintura pero que a menudo llevaban sombrero y tirantes, todos cantando con una insistencia monótona y discordante.
—¡Qué raro! —exclamó el Viejo al oído de Míster Smith mientras se cernían sobre aquello—. Siempre había oído que los alemanes era gente muy ordenada.
Míster Smith enterró la nariz en los rizos blancos de la cabeza del Viejo, en un esfuerzo por encontrar el oído.
—Estos no son tiempos ordenados —graznó.
En ese momento, alguien divisó a la pareja en el cielo. Se alzó un grito de asombro, y antes de que llegase a convertirse en zumbido de excitación, varias personas habían caído —o las habían hecho caer— del muro.
—Vámonos —exclamó el Viejo—. Gana altura. ¡Esta atención es lo que menos necesitamos ahora!
—¡La culpa es tuya! —aulló Míster Smith—. Si tenías que bajar, haber elegido París.
Volaron a la altura acostumbrada hasta llegar de nuevo a campo abierto. No se hablaban, y cada uno parecía ignorar la presencia del otro; es decir, hasta que el Viejo advirtió una perturbación en el horizonte. No pudo reconocer al pronto lo que aquella lejana agitación implicaba, hasta que un pequeño cambio de ángulo hizo que el sol arrancase un súbito y cegador destello de los costados de una escuadrilla de aviones de combate.
El Viejo agitó la mano a la vez que perdía rápidamente altura.
Míster Smith lanzó una maldición.
—¡Decídete de una vez! —gritó, y descendió también para converger con el Viejo.
Mientras unían sus manos, los aviones rompieron la barrera del sonido en una serie de explosiones ensordecedoras y empezaron a dejar rastros de vapor.
—¿Qué te dije? —aulló Míster Smith.
—¡Invisibles! —gritó el Viejo, cogiéndole la mano.
Ambos desaparecieron de la vista, y también de las pantallas de radar.
Momentos después se materializaban en los amplios jardines del Kremlin, resplandecientes durante una de esas sutiles estaciones que el país parece capaz de crear, chaparrones de abril en mitad del verano, nevadas impacientes mucho antes de acabar el otoño. Esta vez el sol era cegador, y las doradas cúpulas lo reflejaban contra un cielo hostil, de un gris de pizarra, con un par de efímeros arco iris cabalgándose mutuamente en la húmeda neblina que había sobre el río Moscova. Oleadas de turistas, muchos de ellos de la propia Unión Soviética, pasaban en sombría profusión, las mujeres en su mayoría con chillones estampados de flores, los hombres con sus mejores ropas y con gorro. Algunos de los ancianos, hombres y mujeres, lucían medallas o emblemas, merecidos, o que al menos daban esa impresión. Parecía como si aquel viaje fuese una recompensa a la longevidad.
Había también, naturalmente, grupos de extranjeros. Una mujer sin mucha voz gritaba en un italiano peculiar cerca de la gran campana rajada, mientras los turistas, tras haber renunciado a entender, miraban por su cuenta lo que había que ver y sacaban sus propias conclusiones.
Unos cuantos japoneses daban cabezadas y se inclinaban en un asombroso despliegue de deferencia, murmurando excusas y haciendo filigranas verbales mientras exprimían hasta la última onza de amabilidad de sus caras. Si en algún momento no sabían qué hacer, se hacían fotos unos a otros. El Viejo no había visto nunca nada igual, y aquel comportamiento lo tenía hipnotizado.
—¿Todo eso también lo creé yo? —dijo.
—Tú creaste lo que condujo a eso. Ha habido una evolución.
—¿De dónde son?
—De Japón.
—Tenemos que ir allí.
—Muy bien, pero no ahora.
—Parecen haber sublimado toda su hostilidad, todos sus complejos, con la más exquisita y, debo decirlo, agotadora cortesía. Podría estar viéndolos durante horas y acumular un tipo de irritación de lo más insólito.
—Ninguna visita a este planeta está completa sin incluir Japón, sin visitar a algunos de los más ricos entre los mortales que viven en una pobreza impuesta, disfrutando con la renuncia al inmenso poder que tienen a su disposición.
—Eso sí que es refinamiento.
—En cuanto a que toda su agresividad esté sublimada en cortesía, no siempre fue así. A veces se olvidaban de ser corteses, como cuando atacaron Pearl Harbour.
—¿A quién?
—No; no era una doncella indefensa, era una base naval. Escucha, estamos aquí con un fin muy diferente, como es buscar al primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética.
—Ah…
—Si seguimos hablando de Japón, eso sólo servirá para confundirte.
—Sí, quizá tengas razón. Pero echemos una última mirada, por favor.
—Está bien.
Mientras el Viejo dedicaba una última y larga mirada a los japoneses, Míster Smith trataba de calcular adónde ir para encontrar al primer secretario.
—Asombroso —dijo el Viejo cuando se reunió con él—. Explícame qué debo esperar. Naturalmente, sé cosas de Rusia: la revolución, el asesinato de la familia del zar, el hambre, los atentados contra la vida de Lenin, la ascensión de Stalin, la guerra; pero de ahí en adelante estoy un tanto perdido. Lo que viene después es la paz, supongo; ah, sí, y un hombre dando vueltas a la Tierra en una cápsula. Lo recuerdo muy bien. Era la primera vez que ocurría, y me produjo una gran impresión, aunque ha acabado por convertirse en un incordio. Esas máquinas cruzan mi línea de visión con la regularidad de los santos de un reloj catedralicio. He visto a algunos de los que viajan en ellas haciendo calistenia sin peso y al extremo de una cuerda, como grandes y tristes peces de acuario. Pero recuerdo claramente la primera porque era más pequeña y lo que llevaba escrito estaba en alfabeto cirílico.
—En realidad la primera fue norteamericana, pero no iba nadie dentro.
—Probablemente la tomé por un meteorito, o por uno de los millones de partículas que hacen que haya una permanente hora punta allá arriba, en el espacio exterior.
Iban cruzando por algunas de las salas del Kremlin, pues habían encontrado la mayoría de las puertas abiertas y las estancias vacías.
—Estos murales son sencillamente exquisitos, pero los arcos son tan bajos…
—Era para obligar a adoptar una actitud servil a los que entraban, en buena parte embajadores extranjeros.
—Es extraordinaria la importancia que han dado a simbolismos de ese tipo algunos pueblos a lo largo de la historia. Incluso cuando eran incapaces de inspirar temor por otros medios, cumplían con los ritos arquitectónicos. Me refiero a que los dictadores son adictos a los balcones, a los lugares altos. Algunos gobernantes se sientan tras mesas enormes, en cómodos sillones, y obligan a quienes los visitan a caminar una gran distancia hacia ellos para acabar sentándose en un sitio más bajo y menos agradable. Así obligan a inclinarse incluso a los más reacios.
—Qué extraño que hayas reparado en eso y no en algunos de los hechos más sobresalientes de su reciente historia.
—Me fijo en la mayoría de las rarezas psicológicas de la humanidad. Me interesan. Son típicas de lo que creé. Dejados a su albedrío, los hombres han agotado las posibilidades de fastidiarse unos a otros por todos los medios a su disposición… aparte de la guerra, por supuesto. La guerra es lamentable para todos menos para los jefes. Esos se apuntan al mérito si resulta victoriosa. Sus hombres soportan los peligros, y cargan con las culpas si llega la derrota. La guerra no sólo es trágica sino estúpida y, casi siempre, tristemente previsible. Por otro lado, los modos en que los hombres intentan salirse con la suya sin recurrir a la guerra son absolutamente fascinantes. En cuanto a la historia reciente, se mueve demasiado de prisa para mí. No hace tanto tiempo que los ambiciosos andaban tirándose de las torres de las iglesias, convencidos de que podían volar. Hoy hacen sus lánguidas calistenias ante mis narices. ¿Cuándo y dónde terminará eso?
—Antes de que termine, habrán concebido una existencia sin nosotros. La llevan ya en muchas partes del mundo. Sí, todavía te rinden pleitesía de labios afuera y simulan temerte, pero aceptan una sociedad permisiva fuera de las horas de oficina y rígidamente obediente a las leyes de la ciencia el resto del tiempo. Nosotros no desempeñamos ya papel alguno en su existencia. Habíamos previsto todas las posibilidades menos el abandono. La ingratitud que supone el abandono es casi excesiva para soportarla.
Hubo una pausa en sus pensamientos, mientras se inclinaban para pasar a una sala tan deslumbrante en su derroche de oro que tuvieron que entornar los ojos para acostumbrarse a aquella luz.
—Antes no era así —dijo sombríamente el Viejo—. Mira todas esas imágenes mías, qué profusión de halos, que devoción tan exagerada. ¿Y dónde andas tú en todo esto? —añadió, recuperando su sentido de la picardía.
—Yo siempre he habitado en el corazón y en la ingle, una doble llamada a los sentidos. No necesito este tipo de publicidad —dijo Míster Smith, señalando desdeñosamente las paredes doradas—. Las únicas veces que he llegado a usar halo ha sido como un subterfugio más. Comparados con los tuyos, mis adornos de cabeza prácticamente no existen.
—Sí —admitió el Viejo—, tus palabras me han hecho sentirme curiosamente pasado de moda y como un estorbo. Pero en cierto modo es natural. Inmortalidad no significa eterna juventud. Un inmortal envejece como todo lo demás. La frescura de los comienzos no puede mantenerse. Soy viejo.
No hubo respuesta a esto, lo que al principio extrañó al Viejo y acabó por irritarlo.
—¿Es que no reaccionas?
—Estoy de acuerdo contigo. Esa es mi reacción.
Siguieron cruzando puertas en silencio. Eran salas modernas, de principios del siglo XIX. En una de ellas había un hombre sentado ante un escritorio, pero estaba dormido. Sobre su mesa se veían bandejas rebosantes de papel amarillento. Atravesaron la sala en silencio, sin despertarlo.
De pronto, los corredores aparecieron llenos de gente, pero eran personas totalmente reservadas y que no mostraban la menor curiosidad. Parecían seguir trayectorias precisas y determinadas, con la mirada baja y un aire evasivo.
—Debe de ser la parte del edificio donde se trabaja —dijo Míster Smith, y los que pasaban levantaron la vista, sorprendidos de que alguien hubiese hablado, para reanudar en seguida su caminar sonámbulo. Al final del siguiente pasillo había una puerta hasta la que llevaba una alfombra roja. Quizá estuviese algo más decorada que las otras. Tenía encima un emblema de estuco, y delante había un soldado que fumaba a escondidas un cigarrillo al modo clásico de los militares, manteniéndolo dentro de la mano curvada en copa y haciendo lentas contorsiones para dar una chupada. En la pared, sujeto con una chincheta de dibujante, había un aviso perentorio que prohibía fumar, y, como si esa no fuese suficiente advertencia, tenía también pintado un cigarrillo en un círculo negro cruzado por una barra roja.
Míster Smith señaló la puerta. El soldado casi se atragantó con el humo de sus pulmones, y, mientras se golpeaba el pecho con el puño libre, les dijo de buenas a primeras que era la puerta de la oficina del secretario del Partido.
Míster Smith asintió con la cabeza, sugiriendo que quería permiso para entrar. El soldado siguió tosiendo, y parecía descartar la muda petición, en vista de lo cual Míster Smith entró sin llamar, seguido por el Viejo.
El primer secretario, un hombre corpulento y de aspecto agradable, vestido sobriamente de azul marino con una gran insignia esmaltada que representaba una bandera roja desplegada en la solapa, estaba sentado detrás de su escritorio firmando una montaña de documentos.
—En un minuto estoy con ustedes —dijo en ruso coloquial sin levantar la vista.
Míster Smith y el Viejo aguardaron deferentemente en pie ante la mesa. El primer secretario añadió su firma al último documento con una floritura y los miró, sonriendo afablemente. Su sonrisa perdió intensidad cuando reparó en el aspecto de sus visitantes.
—¿Quiénes son ustedes?
El Viejo apenas podía dar crédito a sus oídos.
—¿Quiere saber quiénes somos?
—¿Acaso no tengo ese derecho, en mi propio despacho?
—Claro, claro. Sólo que en Washington estuvimos en la… Casa Blanca con el presidente, y a él no le importaba nada quiénes éramos, sino sólo cómo habíamos entrado.
—Sí, allí les preocupa mucho lo de la seguridad. Aquí estamos siguiendo una política de apertura, y el Kremlin está siempre lleno de personas que a lo mejor no tienen el menor derecho a estar aquí; pero al cabo de tantos siglos de secreto hermético resulta un cambio agradable y necesario, es como orear la ropa de cama. Aun así, no debemos olvidar que esto es Rusia, un país de tradiciones arraigadas. Puede ocurrir que les resulte mucho más difícil salir que entrar, de modo que voy a prepararles unos documentos que les sirvan de salvoconducto.
—¿Usted? ¿Va a prepararnos esos documentos usted mismo? —preguntó Míster Smith, al parecer incrédulo.
—¿Por qué no? Estoy harto de los que consideran ciertas tareas impropias de su dignidad. En un país de ambiciones fraternales, todo el mundo debe estar dispuesto a hacerlo todo, siempre que sea útil. Sin embargo, para preparar esos laissez-passer necesito saber quiénes son ustedes.
—Ahí es donde empiezan las dificultades —dijo el Viejo.
—¿Por qué?
—Porque lo que tengo que decirle va a poner a prueba su credulidad. Al menos eso es lo que nuestras experiencias me han hecho creer.
El primer secretario sonrió.
—¿Quién puede ser usted para provocar tales reacciones? ¿No será por casualidad Anastasia, la hija del zar, y esa barba sólo un disfraz chabacano?
El Viejo se quedó mirando al primer secretario con toda la calma y la serenidad de que pudo echar mano.
—Soy Dios —dijo.
Los ojos del primer secretario se entrecerraron un momento, y en seguida prorrumpió en una risa suave y contagiosa.
—Vaya broma si fuese verdad —dijo, y añadió sin inmutarse—: Creo que ya hemos esperado bastante. Fuimos muy groseros con Dios al cabo de siglos de una devoción quizá demasiado ferviente, demasiado irracional. La consecuencia fue una sociedad atea. Pero eso no fue nunca realmente dirigido contra Dios, sino contra la jerarquía clerical, y no llevaba a ninguna parte, era algo puramente negativo. Ahora estamos otra vez sacando los iconos de sus escondites. Mis padres eran muy devotos. Yo, francamente, no lo soy, pero me doy cuenta de la utilidad de la fe, al menos de la fe en uno mismo. Y quién sabe, quizá en último extremo la fe en Dios y la fe en uno mismo sean una misma cosa, sin que nos demos cuenta. Desgraciadamente, no tengo tiempo para investigar la verdad de lo que me dice, pero hay algo evidente a simple vista: ustedes dos son viejos. —Hizo un gesto expansivo—. Siéntense. ¡Descansen!
Tanto Míster Smith como el Viejo obedecieron, un tanto desconcertados por las maneras del primer secretario, que parecía a un tiempo franco y directo y bien provisto de una astucia encubierta.
—Ante todo —dijo— voy a redactarles sus documentos. ¡Y no los pierdan! En la Unión Soviética todo el mundo tiene que tener documentos. Así ha sido a través de la historia, incluso en tiempos de Iván el Terrible, cuando apenas nadie sabía leer. Fingir leer los documentos fue una de las grandes actividades de ese período, sobre todo delante de otras personas que no sabían leer. Eso daba categoría a un hombre, y fue uno de los primeros de esos autoengaños que han envenenado nuestro patrimonio. —Empezó a escribir el documento—. ¿Cómo puedo llamarle? Dios no, sería pretencioso. Quizá Boguslavsky. (Bog es Dios en ruso). Sviatoslav Ivanovitch. ¿Y usted, señor? No necesito preguntarle quién es; su apariencia lo proclama.
—¿De veras? —dijo Míster Smith, sorprendido—. En general, sin creer que ninguno de los dos fuese auténtico, la gente basaba su incredulidad en el supuesto de que Dios nunca permitiría ser visto en compañía de Satanás.
El primer secretario rio agradablemente.
—¿Me permiten recordarles el viejo proverbio ruso «Reza a Dios, pero no descuides al Diablo»? Creo que hemos visto siempre en ellos una especie de competencia amistosa por nuestras almas. Nos resulta difícil separarlos. De hecho, cuando Dios cayó en desgracia, nadie mencionaba nunca al Diablo, para no darle una ventaja injusta. Además, teníamos a Stalin. ¿Para qué necesitábamos al Diablo? Por supuesto, mejorando lo presente.
—Stalin no tuvo nada que ver conmigo —se acaloró Míster Smith—. Era una especie de loco pragmático que miraba a quienes lo rodeaban como si fuesen moscas en un mantel, listas para ser aplastadas en cualquier momento. ¡Para inducir a la gente a tentación he de tenerla en más estima!
El primer secretario sonreía abiertamente.
—¿Sabe? Estoy empezando a creerle. Es curioso que parezca más fácil creer en el Diablo que en Dios.
—Siempre ha sido así. —El Viejo descartó lo contrario con un movimiento de la mano—. El Diablo siempre ha dado la sensación de proveer a las necesidades humanas más inmediatas en mayor medida que Dios, que es por naturaleza más abstracto, más indefinible. La culpa es mía. Lo dispuse así y puedo verlo fielmente reflejado en la diferencia entre nuestros dos personajes.
—Ahora, camarada Boguslavsky, necesito su ayuda. ¿Cómo vamos a llamar a su colega?
—Chortidze… Chortinian… Chortmatov… —sugirió el Viejo (en ruso, chort es el Diablo).
—Preferiría evitar cualquier alusión racial en este momento. No; hagamos que suene a ruso, así todos los demás podrán pronunciarlo. ¿Y de dónde diremos que proceden? Tal vez de la región autónoma de Chirvino-Paparak. Buena idea.
Y el primer secretario lo escribió, pronunciando las palabras por lo bajo para no cometer errores.
—¿Existe esa región autónoma? —preguntó el Viejo.
—Por supuesto que no. Pero nuestro país es tan extenso que lo mismo podría existir; en Asia Central, claro está, donde usan el tipo de ropa que llevan ustedes. La hacen ellos mismos en antiguos telares. Todo menos su camiseta, camarada Chortkov, que le regaló el agregado cultural de Estados Unidos, ansioso por hacer contactos en su región, por motivos que ya no está de moda invocar.
—¿Y qué vamos a hacer con esos documentos? —preguntó Míster Smith mientras cogía el suyo y le pasaba el otro al Viejo.
—Preséntenlos siempre que les den el alto. El hecho de que los haya firmado yo no sólo tiene ventajas. Soy a la vez popular e impopular por turnos, según la región y el tipo de acontecimientos que tengan lugar en un momento dado. A lo largo de la historia hemos sido una sociedad cerrada, lo que en sí mismo es ya un voto de desconfianza en la capacidad de la gente para pensar por su cuenta. El analfabetismo era algo lamentado en público y que en secreto se fomentaba. Aparte de algunos intelectuales y unos cuantos terratenientes ilustrados, nadie veía en el campesino más virtud que sus músculos. Después vino la revolución, amaneció para las masas. Creyeron por un momento que había llegado su hora, y en cierto modo era así. Su victoria más importante fue sobre el analfabetismo. Aunque no todos pudiesen todavía entender, al menos casi todos sabían leer. No obstante, aparte de esos breves años de ilustración, Stalin suplantó a los zares con una autocracia más implacable e incluso mucho menos halagüeña para la inteligencia pública. Ahora, al cabo de siglos de hibernación, nos hemos atrevido a despertar al pueblo. ¡Despertaos!, les hemos exhortado. ¡Tened opiniones; atreveos a pensar, a actuar! Nuestros problemas nacen del hecho de que muchos de ellos no son todavía capaces de hacerlo. Saben ustedes lo difícil que es a veces despertarse tras una noche de pleno invierno, y piensen que ellos han dormido durante más de diez siglos. Gruñen, aferrados todavía a la idea de dormir aunque ya irrevocablemente despiertos, y se dan la vuelta en la cama para volver brevemente a la inconsciencia. Estamos pasando por esos momentos del despertar.
—¿Y qué los ha llevado a intentar un experimento tan peligroso? —preguntó el Viejo, fascinado.
—Los teóricos de la revolución hablaban siempre de la lucha de clases, las masas trabajadoras, un conflicto entre enormes anonimatos. Pero, si lo piensa, el individuo es en todas las épocas más importante que la masa, porque ¿qué es la masa, sino millones de individuos que, a efectos de la teoría política, han perdido su personalidad? Sin embargo, toda idea, buena o mala, todo invento, constructivo o destructivo, ha emanado de un único cerebro, tan seguro como que un embrión nace de una sola matriz. Ideas e inventos pueden ser adaptados, arruinados, incluso mejorados por los comités, pero sólo pueden ser criatura cerebral de un individuo. Y es el individuo, manifestándose mediante ciertas notas únicas o distintivas, quien sirve de modelo a aquellos otros individuos que parecen constituir las masas. ¿Qué por qué estamos emprendiendo esos cambios fundamentales en nuestra sociedad? Porque hemos vuelto a descubrir al individuo.
—Por supuesto, para nosotros eso no es nada nuevo —dijo Míster Smith—. No hemos hecho más que tratar con individuos desde el principio. Es muy difícil inducir a las masas a tentación. Para eso necesito la ayuda de un dictador particularmente aquiescente que cumpla mis deseos obedientemente y sin dudar mientras parece dominar a sus seguidores. Pero mis mayores éxitos han sido siempre con individuos.
—¡Los míos también! —advirtió el Viejo—. Y no tengo registrado ni un solo caso de virtud colectiva; ni uno solo. La virtud es un bien demasiado personal para ser compartido por grupos o sectas, y no digamos ya por las masas. Pero permítame decirle que si ustedes han redescubierto al individuo, como dicen, ese es el motivo por el que automáticamente ya no les parece necesario perseguir a la Iglesia.
—En efecto —sonrió el primer secretario—. Yo iré aún más lejos y diré que le hablo a usted como si fuese Dios. No tengo la menor idea de si lo es o no, y, francamente, tampoco considero importante mi opinión sobre el asunto. Como criado en esta sociedad, soy automáticamente escéptico en cuanto a esa posibilidad; pero me basta tratarle con el respeto que debo a otro individuo para que sea posible una conversación normal entre nosotros.
Al Viejo le divirtió la franqueza proletaria del enfoque del primer secretario.
—Tiene usted suerte —dijo—, dado que estoy de humor para prescindir del privilegio celestial y dirigirme a los hombres como a iguales. Pero, volviendo a su descubrimiento, ¿o era redescubrimiento?, del individuo, ¿cómo llegaron a perder la idea del mismo, si es que la perdieron?
—¿Sabe lo que es el invierno? —preguntó lentamente el primer secretario—. No me refiero a los trineos, al grog caliente, Papá Noel… Hablo del profundo invierno del alma. Cielos oscuros, pensamientos oscuros, sobredosis de vodka, cualquier cosa para mantener vivo el espíritu. En enero, en febrero, no hay diferencia entre nuestra Rusia y la de Stalin o la de Boris Godunov. Es en primavera cuando uno ve la diferencia. Habíamos cedido ante el invierno durante todo el año. Ahora nos incitamos a dejarnos contagiar por la primavera. Pero ¿cómo puede hacerme usted tales preguntas? ¿No ha habido largos períodos en los que los responsables de la ortodoxia fruncían el ceño al ver las reacciones individuales ante cosas harto sencillas, viendo en ellas maquinaciones del Diablo?
Míster Smith asintió con profunda satisfacción.
—Hubo épocas en las que yo no tenía que hacer el menor esfuerzo. Me veían en todas partes, sobre todo donde no estaba. Pero no permita que le interrumpa. Le escucho con mucho placer.
—La Inquisición; los excesos de los misioneros, todavía hoy; el fundamentalismo y el tipo de embotamiento irreflexivo que engendra; la quema de libros y de personas; la «caza de brujas» del individuo como traidor a una verdad tan rígida y horrible como nunca esclavizó a la humanidad. ¿Y puede sorprenderse de que nosotros sucumbiésemos una vez, aunque durante largo tiempo, donde ustedes sucumbieron de un modo tan frecuente y variado?
—Hay mucho de verdad en lo que dice —admitió gravemente el Viejo—. La libertad es parte esencial de la fe. La fe no vale nada si es forzada; sólo tiene valor si es resultado de una elección, fruto de una predilección.
—Eso es verdad también para la clase de fe que yo inspiro —dijo Míster Smith, revestido de la dignidad de un negociador.
El primer secretario asintió con una especie de satisfacción pragmática.
—¿Puedo decir que Dios y el Diablo aprueban los principios de la coexistencia?
—Querido muchacho —replicó el Viejo—, satanás y yo inventamos la coexistencia mucho antes de que ustedes ni siquiera acuñasen la palabra. Tuvimos que hacerlo. La alternativa hubiera sido el desastre.
—Es muy halagador para nosotros pensar que hemos sido inspirados por tan altas autoridades como ustedes. Y ahora, amigos míos, tengo que ir a hablar a nuestro nuevo Parlamento sobre el tema de la reforma económica. Como delegados de la región autónoma de Chirvino-Paparak, población de dos habitantes, son ustedes muy bienvenidos. Acompáñenme, y siéntense donde puedan. Supongo que estarán atentos a los grandes cambios que venimos experimentando.
—Aun así, debo advertirle que sabemos muy poco de economía —dijo el Viejo, levantándose.
—En ese caso, estarán en buena compañía —rio el primer secretario.
—¡Habla por ti! —dijo bruscamente Míster Smith—. Yo paso gran parte de mi tiempo metido en el mercado. Es la zona de la sociedad moderna más propicia a mi influencia.
—No lo dudo —dijo el primer secretario mientras iban por el pasillo—. Los norteamericanos han hecho correr el rumor de que estamos en bancarrota, y de que el marxismo es incompatible con un mercado libre. Hay algo de verdad en ello; pero cualquier sistema puede hacerse funcionar si permite la iniciativa personal. Queremos ver si es posible crear una sociedad en la que el orgullo quede satisfecho sin fomentar la codicia, o incluso recompensarla. ¿Es posible inculcar una cierta moral a una sociedad sin insistir en ello? Lo que hemos hecho hasta ahora es imponer normas que hacían nuestro estado ineficiente, y cuanto más ineficiente se volvía, más proclamábamos nuestros éxitos. ¿Éxitos en qué? Tan sólo en hacer cumplir esas normas idiotas. Ahora todo esto tiene que cambiar. Cada ciudadano debe trabajar para sí mismo, a condición de que lo haga por el bien de todos.
—Está pidiendo algo imposible —observó Míster Smith.
—Pero aceptaré encantado lo posible —dijo el primer secretario.
—¿Ah, estás ahí? —exclamó un joven que llegaba en dirección contraria—. Se están impacientando. Ya han empezado con las palmitas. Parecen escolares golpeando los platos con las cucharas.
—Buena descripción —gruñó el primer secretario, apresurándose—; pero la verdad es que es eso lo que estamos tratando de fomentar, precisamente lo que los políticos normales tratan de evitar: insatisfacción, impaciencia, protesta. Cualquiera que cause un trastorno debe ser felicitado… por el momento. ¿«Más tarde»? ¿Y quién sabe hasta cuándo va a durar nuestra paciencia?
Al volver la esquina encontraron a dos hombres peleando. Uno de ellos sangraba profusamente. Cayeron al suelo. Ambos iban impecablemente vestidos.
El joven que había venido en busca del primer secretario les habló.
—Dejad paso, por favor, camaradas. Las diferencias hay que arreglarlas de un modo democrático, conversando.
—Se nos agotó la conversación —dijo uno de ellos, jadeante.
—Y cuando todavía teníais, ¿sobre qué era? —preguntó el primer secretario.
Tras una pausa, el que más sangraba de los dos dijo:
—Ya no me acuerdo.
El primer secretario sonrió y clavó sus ojos en ellos.
—¿Sois los dos de la misma parte del mundo?
—Él es del Azerbaiyán —dijo el que sangraba.
—Y él de Armenia —agregó el otro.
—Ah, bueno; entonces es un milagro que tuvieseis conversación alguna. Me alivia saber que os habéis desquitado mutuamente. En estos pasillos tan estrechos os hubiera sido fácil tenderme una emboscada.
Esperó a que calase esa muestra de tolerancia escolar y añadió:
—¿Trabajáis los dos aquí?
—Somos delegados, camarada.
—Ah, entonces tenéis tiempo de sobra para pelearos durante las horas de oficina. Es una lástima que malgastéis vuestras energías donde no hay sitio para el público. Venid conmigo. ¿Tienes un pañuelo, camarada? ¿No? Toma el mío. Si entras en el Congreso cubierto de sangre, algún medio de información occidental empezará a extender rumores, y detesto los rumores, sobre todo cuando son ciertos.
Mientras iban hacia el auditorio, el primer secretario habló en voz baja al Viejo.
—En realidad, como ateo, no estoy cualificado para separar a dos agitadores étnicos. A veces lo «étnico» es un remoquete muy cómodo. Uno es cristiano, el otro musulmán; su comunismo no fue nunca más que algo epidérmico. Es a usted a quien le corresponde separarlos.
—O juntarlos —dijo el Viejo.
—¿Entonces es usted un optimista, como yo?
—En cuanto a que sé por experiencia qué lugar tan triste, despilfarrador, estúpido y contradictorio puede ser el mundo, sí, soy optimista.
—¿Qué sabe el pesimista?
—Nada. Descubre de nuevo los engaños cada mañana.
Míster Smith pensó que era el momento de intervenir.
—A riesgo de disgustar a ambos, yo también soy optimista. Vivo con la esperanza de que esto va a seguir poniéndose cada vez peor, y dejo que todo eso que a ustedes les asquea me sirva de inspiración.
El Viejo suspiró profundamente.
—Espero —dijo— que el optimismo no sea lo único que tenemos en común.