Capítulo 12

La llegada al aeropuerto de Heathrow fue rápida y sin incidentes. Los viajeros que habían sido transportados por primera vez al doble de la velocidad del sonido no salían de su asombro, mientras quienes tenían costumbre de tomar el Concorde para cruzar el Atlántico guardaban una distancia desdeñosa, como miembros de un club distinguido ante la repentina invasión de extraños. ¿Quién los había invitado? El Viejo decidió mostrar la misma clase de despego que los habitués. Pensaba que él podría haber hecho más de prisa a pie aquella distancia. Sólo a Míster Smith se le veía un tanto furtivo.

—No olvides que eres árabe —susurró en inglés—. Entonces, ¿por qué me hablas en inglés? —le preguntó en árabe el Viejo—. ¿No eres tú también árabe?

Salieron del avión, agachándose mucho para pasar por la diminuta puerta, y no tardaron en ponerse a la cola para mostrar sus pasaportes a inmigración. Como era de esperar, empezaron poniéndose en la que no era, hasta que decidieron que seguramente Arabia Saudí no era miembro de la Comunidad Europea.

—Un error estúpido por nuestra parte. La velocidad es muy importante.

—Yo me limito a seguirte —dijo el Viejo—. El emir El Hejjazi es un árabe viejo y desvalido que ha de valerse de su sobrino para todo.

Incluso Míster Smith no pudo por menos que sonreír. El funcionario británico tomó su pasaporte y pareció fotografiarlo por algún procedimiento misterioso, fuera de la vista de los viajeros.

—¿Es usted el señor Alí Bushiri?

—Efectivamente.

—¿Y por qué quiere visitar el Reino Unido?

Míster Smith no había pensado que pudiesen hacerle aquella pregunta y dudó un momento.

—Soy el emir El Hejjazi —declaró el Viejo—. Vengo a que me hagan un chequeo médico.

—Ah, sí. ¿Y dónde va a ser eso?

—En la clínica privada de Sir Maurice McKilliwray, en Dorking. Tiene ya una enorme colección de objetos con los que he contribuido a su compendio del cuerpo humano, inestimable para los estudiantes. Cálculos biliares, piedras de riñón… La última vez me dijo que yo necesitaba más un geólogo que un médico. Tiene el macabro humor inglés, tan apreciado en la remota Arabia Saudí.

—¿De veras? —dijo el funcionario de inmigración, cuyos labios se estremecían y fruncían llenos de una ironía que era incapaz de aplicar a nada que tuviese el menor sentido.

—Alí Bushiri es mi sobrino, aunque a veces parezca incluso más viejo que yo. Es hijo de mi llorada hermana Aisa, que su alma repose en un oasis celestial, que casi me doblaba la edad, aunque he de admitir que al final estuve a punto de alcanzarla. Me acompaña en todos mis chequeos, por si algo va mal, ya me comprende.

Como quedasen todavía algunos viajeros, que empezaban a impacientarse, el funcionario les hizo seña de que pasasen, con una última observación.

—Su sobrino parece mucho más necesitado de un chequeo que usted.

—¡Dígaselo, dígaselo! —gimió el Viejo, con tan repentina y ardiente intensidad que preocupó al funcionario, quien ya tenía el siguiente pasaporte en la mano.

—Dese por advertido —dijo cortésmente a Míster Smith, quien asintió con aire fatalista y se encogió de hombros.

—¿Qué te pasa? —susurró furibundo al Viejo mientras iban apresuradamente hacia la sala de entrega de equipajes—. Tantos escrúpulos para mentir y de repente te disparas. ¡Tu hermana Aisa reposando en un oasis celestial!

No pudo por menos que reírse.

—Ya sabes que nunca quise ir disfrazado. Sabía que cuando lo hiciese, la mentira, o mejor dicho la invención, se iba a apoderar de mí. —El fuego de la locura ardía alegremente en la mirada del Viejo—. Esto me hace volver a los orígenes, este afán de crear. Quizá recuerdes vagamente algunos de mis primeros excesos, antes de que mi sentido de la proporción fuera limado hasta verse reducido a la facultad crítica en que acabó por convertirse. El dodo, por ejemplo, con sus enormes huevos; realmente no podía sobrevivir. Y los dinosaurios y brontosaurios, frutos de mi temprana folie de grandeur, como templos móviles a mi ego. ¿He dicho móviles? Bueno, sólo lo justo. Y probablemente nunca viste algunos de mis primeros bocetos. Ostras pensadas para reproducirse como los humanos. El diseño fue defectuoso desde el principio. Y las gallinas prototipo podían volar, ¿lo sabías? Los gallos podían descender en picado de un cielo color tinta y despertar a los durmientes por todo el mundo. El insomnio se convirtió en la plaga más grave que cayó nunca sobre la humanidad. Pues bien, el vestirme de emir El Hejjazi me recordó todo eso otra vez, el don de invención. Pero no he sido demasiado imprudente, ¿verdad? Sólo me inventé una hermana muerta, y con eso no puedes equivocarte mucho.

Míster Smith no estaba escuchando, pues tenían cosas urgentes que hacer, y además los recuerdos torrenciales del Viejo iban mezclados con los suficientes resoplidos y boqueadas, fruto del esfuerzo, como para resultar un tanto incoherentes.

Llegaron a la sala donde era entregado el equipaje sobre traqueteantes carruseles; Míster Smith echó mano a una bolsa de lona procedente de Lima y México.

—¿Sería mejor que yo tuviese uno también? —preguntó el Viejo.

—No creo que debas robarlo. Una de tus esposas va delante con tu equipaje.

—Ah.

Las cosas iban demasiado de prisa para el Viejo.

—¿Señor Bushiri? —preguntó en la sala de aduanas un funcionario cuya palidez y dudoso aspecto hablaban de su encierro en las oficinas.

—¿Sí?

—¿Señor Alí Bushiri dice aquí?

—Sí.

—Y señor Amir… Me temo que no sé cómo pronunciar esto.

—El Hejja-azi —silabeó el Viejo.

—El… Bien. ¿Quieren seguirme por favor?

—¿Para qué? —inquirió Míster Smith.

—Al señor Goatley le gustaría tener unas palabras con ustedes.

Llamó a la puerta de la pequeña oficina y les hizo seña de que entrasen. Goatley dijo ser el jefe de Aduanas, y les presentó a su adjunto, Rahman, que era negro. Les invitó a sentarse.

—Tenemos un poco de prisa —dijo Míster Smith.

—Lamento oírlo.

Goatley estudió el techo, como esperando vagamente que algo procedente de allá arriba se materializase. Después apareció en su cara una repentina sonrisa, de una falta de sinceridad alarmante, que retorció su bigote, fino como un lápiz, hasta darle una forma semejante a las cinco menos cinco en la esfera de un reloj.

—Que podamos acceder a su petición de marcharse dependerá en gran parte de que sean capaces de responder a unas preguntas, ¿no es cierto?

Rahman parecía sacudido por risitas obsequiosas pero silentes.

—Y ahora empecemos por el principio —continuó Goatley—. ¿Insiste usted en que es el señor Bushiri?

—¿Por qué no habría de ser Bushiri? —preguntó acalorado Míster Smith.

Goatley consultó un papel que tenía delante.

—¿Puedo ver su pasaporte, por favor?

—Ya los hemos enseñado.

—Me doy perfecta cuenta. Tengo delante las fotocopias. Ahora me gustaría mucho ver los originales. —Y al notar la vacilación de Míster Smith, prosiguió—: En cualquier caso, no se les permitirá entrar en el Reino Unido sin mostrarlos de nuevo.

Míster Smith y el Viejo entregaron sus pasaportes sin mucho entusiasmo, y Goatley los examinó atentamente, ayudado por Rahman, quien de vez en cuando señalaba con el dedo detalles que provocaban diversión e incredulidad.

Al fin fue Goatley quien habló.

—Caballeros, ¿miraron bien sus pasaportes antes de… antes de… antes de adquirirlos?

—¿Adquirirlos? ¿Qué insinúa? —dijo con voz áspera Míster Smith.

—Tenemos un telefax de las autoridades del aeropuerto Dulles en el que se dice que dos pasaportes a nombre de Alí Bushiri y el emir El Hejjazi fueron robados del mostrador de la Saudia aproximadamente una hora antes de la salida del Concorde.

—¡Eso es absurdo! ¿En qué basan su acusación?

—En que Bushiri y El Hejjazi no pudieron salir en el vuelo con retraso a Riad y están armando una buena, pues aseguran que entregaron sus pasaportes en el mostrador de la Saudia. Viajaban en grupo, ¿comprenden?

Míster Smith se pasó a la astucia.

—Soy el único Bushiri que conozco —dijo con una sinceridad demasiado evidente para ser cierta—. ¿Qué le hace pensar que el otro Bushiri no es un impostor?

—Por eso les pregunté si habían mirado bien los pasaportes antes de utilizarlos. Aquí dice que tiene usted veintiséis años.

Míster Smith quedó al fin sorprendido.

—¿Y la bolsa?

—Es mía —proclamó generosamente el Viejo. Le pareció que Míster Smith necesitaba ayuda.

Rahman abrió la cremallera.

—¿Algo de interés? —preguntó Goatley.

—Seis raquetas de tenis, señor.

—¿Seis?

—Todas envueltas en celofán. Y una colección de camisas de esport y cintas sudaderas.

—¿De dónde viene esa bolsa?

—De Lima.

—Comprendo —dijo Goatley—. Su pasaporte dice que tiene usted sesenta y siete años, señor El Hejjazi, lo que probablemente no se aleja mucho de la verdad. Presumo por tanto que juega usted el campeonato sénior de Wimbledon y que ha jugado recientemente en Lima. ¿Sale a la pista tal como va ahora? ¿No resulta algo embarazoso, sobre todo en los singles?

Mientras hablaba, había estado raspando las fotografías con unas tijeras.

—Como pensaba —continuó—, debajo están las fotos originales. Un tipo joven y con barba… y alguien vestido como usted, pero ahí termina el parecido. Bien. ¿Qué debemos hacer con ustedes? ¿Les importaría confesármelo todo?

Hubo una larga pausa mientras el Viejo y Míster Smith cambiaban incómodos el peso del cuerpo de un pie a otro, como niños cogidos in fraganti en algún pasatiempo poco honesto.

Al fin el Viejo murmuró:

—Tiene usted toda la razón. Fue un subterfugio estúpido para el que no estamos ni física ni moralmente preparados.

—¡Habla por ti! —saltó Míster Smith, con un asomo de llama en torno a la lengua que por un momento hizo fruncir el entrecejo a los funcionarios de la aduana antes de descartarlo como una ilusión ocular—. ¡Sigo sosteniendo que soy Alí Bushiri, y que el otro Alí Bushiri es un impostor!

Goatley sonrió, y su bigote hizo un giro.

—Estoy grabando lo que alegan para una posible investigación. Espero que no les importe.

—Ahora que ya hemos confesado, como nos pedía, ¿podemos irnos? —preguntó el Viejo, con una fe conmovedora en la inocencia humana.

—Me temo que no es tan sencillo. Resulta, caballeros, que sé quiénes son ustedes.

—¿Cómo?

—Sí —insistió Goatley con tacto—. Usted, señor, es Dios Padre, mientras que su compañero, que asegura ser Alí Bushiri, no es otro que nuestro viejo amigo Satanás.

El Viejo se quedó un instante sin habla; tan encantado estaba.

—¡Al fin la sencilla bienvenida por la que tanto he esperado! Nada de alboroto, ni de fanfarrias. ¡Sólo una sonrisa de cortesía a modo de saludo! Gracias, señor; nunca olvidaré su reacción ante nuestra presencia. Eso demuestra que el Viejo Mundo es todavía capaz de una cierta objetividad, destruida en el Nuevo por el precipitado avance de la técnica, del… ¿cómo lo llaman?… del «saber cómo». Usted, señor, conserva todavía el precioso «saber cómo no», y le felicitamos por ello. Y ahora, ¿podemos irnos? Tenemos mucho que hacer.

—Me temo que no —razonó Goatley—. Ahora que sabemos quiénes son, no queremos dejarlos marchar tan rápidamente.

—Supongo que eso resulta halagador —dijo el Viejo—, pero un tanto inoportuno. ¿Le resulta difícil imaginar que Dios tenga cosas que hacer?

—Sobre todo en compañía del Diablo —dijo Goatley, no sin sarcasmo—. ¿Puedo preguntarle qué es lo que pueden tener ustedes en común? Me refiero a qué tareas los han reconciliado. ¿Corregir los exámenes de ingreso al Cielo y al Infierno?

—¿Qué qué tenemos en común? —preguntó asombrado el Viejo—. Únicamente la Creación, la existencia, la vida, la materia, el comportamiento…

—Yo no tengo nada que ver con la Creación. Me niego a que me echen la culpa de eso —intervino con energía Míster Smith, para adoptar en seguida un tono más amargo, más íntimo—. Estoy harto de tus ingeniosidades… Te hace tan feliz que te reconozcan que la melena se te ha rizado formando cúmulos y tu barba tiene destellos plateados, como envuelta en adornos de Navidad. Rebosas gratitud sólo porque alguien de este vasto mundo que no es ni un lunático ni un guarda forestal te ha llamado por tu nombre. Los otros cayeron de rodillas. ¿Por qué no hace lo mismo este caballero?

—Quizá sea ateo. Tiene perfecto derecho a ello. A mí me sería difícil creer en mí si no estuviese seguro de que existo.

—¿No te das cuenta de que todo esto tiene otro motivo que la simple reverencia? ¿Qué en realidad se está burlando de nosotros?

—¿Burlando? No lo había notado.

—Muy bien; entonces, digamos divirtiéndose de tan locos como le parecemos.

Goatley se dio cuenta del peligro.

—Nada de locos, en absoluto —dijo, vacilante—. Simplemente un tanto excéntricos.

—¿Excéntricos?

El Viejo estaba desconcertado.

—¡Puedo ver las fotos que tiene boca abajo sobre la mesa —exclamó Míster Smith—; fotos nuestras en aquella iglesia de Norteamérica, la primera vez que creíste ser reconocido como lo que eres!

Goatley pulsó un botón que había en su mesa.

—Toca usted un botón. ¿Y ahora qué? ¡Cógete de mi mano! —gritó Míster Smith con una voz como de percal rasgado.

Se abrió la puerta y entraron dos hombres en la diminuta oficina.

—Les presento al detective inspector Pewter, de la rama especial de Scotland Yard, y al teniente de la CIA Burruff de la embajada de Estados Unidos en Londres, que actúa por cuenta del FBI —dijo Goatley, ya en plan práctico.

—¿El FBI? —preguntó el Viejo—. ¿No es eso…?

—Lo es —corroboró brevemente Míster Smith.

—Tenemos una orden internacional de detención emitida por la Interpol —dijo Pewter—. Van a ser esposados y devueltos, para comparecer ante juicio en Washington, en el primer avión disponible.

—Aunque supongo que conocen los cargos, voy a proceder a leérselos —añadió el hombre de la embajada—. Supongo que conocen sus derechos, pero debo prevenirlos de que cualquier cosa que digan puede ser utilizada como prueba.

—Sólo un momento. Antes de que nos someta a la angustia de sus galimatías oficiales, díganos: ¿estamos siendo detenidos por las autoridades británicas o por las norteamericanas? —preguntó Míster Smith.

—Técnicamente, por las autoridades británicas a petición de las norteamericanas —dijo el detective británico—. Serán devueltos por una línea aérea norteamericana. En el momento en que pongan pie a bordo pasarán a ser responsabilidad de las autoridades de Estados Unidos. Hasta entonces están bajo nuestra jurisdicción.

—Las acusaciones son norteamericanas, y sin embargo las aplican ustedes. ¿Tan sometidos están ya?

—Es así como trabaja la Interpol —dijo Pewter—. Hay una orden para detenerlos en la mayoría de los países desarrollados. Un delincuente británico puede ser capturado del mismo modo dentro de Estados Unidos.

—Y eso no excluye que algunos cargos británicos sean añadidos a los norteamericanos ya existentes —afirmó Goatley—. Por ejemplo, falsificación de documentos, falsificación de billetes, robo de equipajes… Y sin duda habrá más.

—Permítanme poner esto en claro, en un lenguaje que yo pueda soportar —exclamó Míster Smith con voz de vendaval—. ¿Nos van a devolver bajo custodia para hacer frente a la acusación original de falsificación?

—Falsificación para el otro caballero; para usted sólo complicidad —dijo el hombre de la CIA.

—¿Y van a pedirnos que les demos nuestra palabra de honor de no desaparecer? —gritó Míster Smith, ya frenético.

—¡Eso viene ahora! —gritó a su vez el hombre de la CIA, apoyándose sobre los documentos que había en la mesa y que el viento amenazaba llevarse.

—¡Demasiado tarde! —aulló Míster Smith, cogiendo de la mano al Viejo mientras la tempestad giraba en torno a la habitación, golpeando el calendario de la pared y la foto coloreada de la reina que había al lado. Todos los documentos que no estaban sujetos alzaron el vuelo como hojas otoñales. A Goatley le pareció que las fuerzas de los elementos aporreaban sus párpados, y de pronto se le hizo difícil respirar. El hombre de la CIA, a la altura de la nueva situación y haciendo honor al entrenamiento recibido, empezó a declamar los cargos de un modo incomprensible y uno a uno.

La grabadora estalló y quedó envuelta en llamas, y otro tanto ocurrió con todos los accesorios eléctricos de la habitación. Comenzó a levantarse humo de los dos pasaportes. La bolsa que contenía las raquetas de tenis empezó a crujir.

La tormenta se desvaneció de repente, y con ella Míster Smith y el Viejo.

—Adiós la prueba —dijo Burruff, dejando caer asqueado el acta de acusación.

—Esto es realmente de lo más irregular —gruñó Goatley—. Y precisamente cuando estábamos llegando al punto culminante.

—Supongo que será mejor que prevenga a la compañía aérea de que no van a viajar —dijo Rahman.

—A decir verdad, prefiero que esto haya ocurrido en tierra que en el aire —añadió Goatley, ya recobrada a medias su compostura.