Capítulo 11

Míster Smith se materializó en la zona de la British Airways del aeropuerto Dulles, pero de modo tal que el hombre que estaba detrás de él, un negociante inglés descarado y colérico, quedó convencido de que le habían birlado su sitio en la cola.

—Un momento —dijo en tono agresivo—. ¡Usted no estaba aquí, y de nada va a servirle hacer como que estaba!

—¿De qué está acusándome? —preguntó Míster Smith, con la cara arrugada como un hueso de ciruela.

—De quitarme el sitio. ¿Va usted en primera?

—No tengo billete todavía.

—Entonces no tiene nada que hacer en esta cola. ¿Dónde está su equipaje?

—No lo he comprado aún.

El inglés rio de buena gana, e intentó hacer partícipes a otros viajeros de lo absurdo de la situación.

—Sin equipaje, sin billete y se cuela. ¿Maravilloso, no? Apuesto a que es usted uno de esos chiflados religiosos contra los que nos previenen. Ahora están por todas partes.

—¿Un chiflado religioso? ¿Yo?

Míster Smith estalló en una risa que vibró desagradablemente en los tímpanos del inglés.

—Vamos, fuera de aquí o llamaré a un guardia. Si necesita billete, puede comprarlo abajo. Es en lo único que puedo ayudarle —dijo el inglés, retrocediendo a cada carcajada de Míster Smith.

Este hizo ademán de irse, pero volvió.

—A propósito de chiflados religiosos, ¿no habrá visto a un viejo con melena y barba, blanca por supuesto, las mejillas rosadas, algo gordo y con túnica?

—Vi unos quince cuando llegué de Columbus, Ohio, hace un rato. Se reúnen sobre todo en las terminales norteamericanas porque ahí es donde está el dinero, ya me entiende.

—¿Dinero? ¿Unos chiflados religiosos?

—Bueno, para eso están, ¿no? Es evidente. La religión es una gran industria por aquí, la única con la que los japoneses no han podido competir. Y ahora váyase.

El inglés avanzó hacia el mostrador, llevando por delante su equipaje con el pie. Como despedida, señaló con un vago gesto un aviso que había en la pared.

—Encontrará ahí todo lo que hay que saber de esos chalados. Han puesto avisos diciendo que es legal y no se puede hacer nada. Una vergüenza, lo llamo yo. Ni más ni menos que una licencia para fastidiar. Eso es llevar la libertad demasiado lejos. En chirona es donde deberían estar, o en el ejército; al menos allí les cortan el pelo gratis.

Míster Smith se acercó pensativo hasta el aviso de la pared y lo leyó. Parecía ser una disculpa por la posible presencia en el aeropuerto de miembros de grupos religiosos que repartían panfletos o abordaban a los viajeros pretendiendo convertirlos. Según la constitución, con su insistencia en la libertad de creencias religiosas, las autoridades no podían hacer nada, salvo confiar en que aquello no llegase a convertirse en una molestia.

A Míster Smith le parecieron buenas noticias. El Viejo y él, con su melena de pelo grasiento, podían vagar impunemente por el aeropuerto sin llamar demasiado la atención, aceptados como miembros militantes de oscuras sectas religiosas. Pero ¿dónde estaba el Viejo? No veía ni rastro de él. Confiaba en que no hubiera vuelto a ser presa de la distracción. Eso sería una desgracia, e incluso motivo de pánico. ¿Acaso no era el Viejo la fuente de los yens? Sin su magia, la tarea iba a resultar mucho más difícil. A pesar de toda su concentración, Míster Smith nunca había sido capaz de hacer aparecer más de unas cuantas monedas torcidas o estropeadas que incluso las cabinas de teléfonos rechazaban.

Buscó por todas partes, pero sin resultado. Su angustia creciente fue convirtiéndose en irritación, y al final en rabia. Si había algo que odiase era la ineficiencia. La idea de estar varado y solo en el aeropuerto Dulles, sin otro sitio a donde ir que el Infierno, lo llenaba de rencor. Después recordó cómo había encontrado al Viejo en una sórdida acera de la calle 42 con un par de maletas en las manos, esperando pacientemente a que la aventura siguiera su curso, y reflexionó. ¿Habría puesto el Viejo aquel recuerdo en su mente como una petición de comprensión? ¿Estaría allí, aunque todavía invisible? ¿Habría algún motivo para aquella demora?

La actitud de Míster Smith se hizo menos pasiva. No podían perder tiempo si querían abandonar el país antes de que el FBI volviese a dar con ellos. Los pasaportes no se podían comprar, luego había que robarlos. Sería mejor hacerlo en otra terminal. Para empezar, el alboroto quedaría localizado allí, y sólo más tarde iría extendiéndose. Por otro lado, los billetes habría que robarlos en la terminal de la British, puesto que iban a Londres. El equipaje podría robarlo en cualquier parte. Viajar sin él en una línea como aquella les restaría credibilidad.

Salió del edificio de la British Airways y anduvo hasta que encontró el letrero que indicaba que allí estaban las Saudi Arabian Airlines.

El vestíbulo estaba casi vacío, lo que daba a entender que no había salidas inmediatas. Una empleada de tez oscura luchaba con un ordenador defectuoso y gritaba, enfadada, en árabe. En varios asientos, y en el suelo, toda una tribu parecía posar en actitudes soñolientas, mientras un par de chiquillos gritaban jugando a algo de su cosecha con un desportillado termo azul. Daba la impresión de que no iba a haber salidas de aviones durante un par de días. En el panel de información no figuraba nada. Sólo el chorro helado de un acondicionador de aire sugería que aquello era Nueva York y no un puesto fronterizo en el Yemen, sólo visitado por los pájaros metálicos en semanas alternas.

Míster Smith buscó con la mirada algún pasaporte dejado descuidadamente sin custodia, pero todo parecía bien empaquetado, en bultos deformes. En ese momento la empleada acabó de perder la paciencia con su interlocutor invisible y salió de la sala hacia las oficinas que había detrás, mascullando algo. Míster Smith se acercó al mostrador desatendido y divisó un gran fajo de pasaportes, sujeto con una banda de goma y con un breve mensaje en árabe, garabateado en un trozo de papel, unido a ellos mediante un clip. Apenas podía creer en tanta suerte. Echó una ojeada a su alrededor, mientras los ojos le brillaban con el placer del riesgo. La mujer había reanudado su diatriba lejos de allí, y podía oírsela intercambiar insultos con alguien a lo lejos.

Míster Smith, moviéndose con la velocidad del rayo, extrajo un par de pasaportes del montón. Un de ellos lo volvió a dejar, pues descubrió la fotografía de una mujer velada, por supuesto totalmente irreconocible. Fue el velo lo que le hizo ver que no iba a servirles. Eligió dos de hombre, y dejó los demás como los había encontrado. A tiempo, pues oyó el golpeteo de los tacones de la empleada que volvía.

Míster Smith se alejó sin demostrar prisa.

—¿Va usted en el SV 028 a Riad? —oyó preguntar en árabe a la mujer.

—Buscaba un folleto —respondió, también en árabe.

—¿Un folleto? ¿De qué?

—Aún no lo he decidido, pero gracias por anticipado.

—No tiene importancia. ¿Es usted peregrino?

—No. Soy un chiflado religioso.

—Ah… Sólo lo mencioné porque hay un retraso de doce horas.

—Esa información me es muy útil.

—Ellos ya lo saben —dijo, señalando a los durmientes.

Marjaba.

Ajlin wa Sajlin.

Y Míster Smith volvió a la zona de la British Airways. Había menos gente, pero más actividad. Las chicas del mostrador estaban tan exasperadas como su colega árabe, porque evidentemente también allí les ocurría algo a los ordenadores.

Míster Smith fue derecho al mostrador, sin hacer caso de los viajeros que esperaban.

—¿Qué ocurre? —preguntó en brooklynés del Cercano Oriente.

—¿Es usted de mantenimiento? —dijo una de las chicas.

—Sí. Alí Bushiri, mantenimiento.

—¿Tiene algún documento? —preguntó otra, más precavida.

—Mierda, no. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí, chicas?

—¿Qué tiene eso que ver?

—Todos conocen a Alí Bushiri. No necesita identificarse, lo que demuestra lo mucho que se averían esas máquinas. ¿Qué se ha estropeado esta vez?

Su lánguida seguridad en sí mismo bastó para convencer a las muchachas de su autenticidad. Era muy propio de los jefazos emplear a una horrible criatura de edad indefinida, melena grasienta y una camiseta sucia que llevaba escrito un mensaje frívolo para arreglar el complicado hardware. Probablemente se habría graduado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts.

—Bueno, ¿qué es lo que funciona mal?

—No me escribe —le explicó la chica cuyo ordenador estaba ya investigando—. Tengo que hacerlo todo a mano.

Míster Smith quitó la funda de la máquina.

—No es sólo una avería; lo confunde todo. Mire esto. Por London sale LDNOON.

—Es un poco de dislexia estacional —opinó Míster Smith—. Vayamos por partes: ¿cuándo salen ustedes?

—Dentro de unos diez minutos, gracias a Dios.

—¿Y entra otro turno?

—Sí. Llevamos aquí desde las cinco de la mañana. Que se ocupen las otras de este lío.

Hubo un coro de aprobación.

—¿Cuántos vuelos tienen hoy a Londres?

—Uno a las trece, el BA188, y otro a las veinte cuarenta y cinco, el BA216. Están los dos prácticamente vendidos, lo que significa matarse a trabajar si los ordenadores no funcionan.

—¿Casi vendidos? —frunció el entrecejo Míster Smith—. ¿Incluso en primera?

—Sobre todo en primera. Es un signo de los tiempos, se lo digo siempre a mi marido. Él solía votar a los laboristas hasta que vinimos a vivir aquí. Ahora ya no vota, y me dice que es la primera vez que aprecia lo que vale la democracia. Dentro de menos de una hora sale el Concorde, pero es carísimo.

—¿Va lleno?

—Suelen quedar unos cuantos asientos. ¿Por qué?

—Simple curiosidad. El Concorde, ¿tiene tarjetas de embarque especiales?

—Sí, son aquellas de allí. ¿Satisfecho?

Míster Smith sonrió y fingió estar ocupándose de alguna anomalía tremendamente delicada allí dentro.

—Creo que ya está. Voy a probar con una de estas.

Deslizó una tarjeta de embarque del Concorde en una ranura.

—¿Qué número tiene este vuelo?

—BA188.

Míster Smith tecleó unas cuantas cifras y la máquina empezó a tartamudear servicialmente. Salió una tarjeta de embarque, asiento 24, no fumadores, a nombre de Alí Bushiri.

—¡Eureka! —gritó la muchacha—. ¡Ya funciona!

—No; creo que puedo hacerlo mejor.

Míster Smith consultó brevemente el otro pasaporte de Arabia Saudí, destinado al Viejo.

—¿Qué está mirando? —preguntó la chica, curiosa.

—El Libro de Instrucciones —dijo Míster Smith, tecleando de nuevo.

Salió una tarjeta de embarque, asiento 25, no fumadores, a nombre de Emir El Hejjazi.

—Parece que esto marcha. Para lo de las palabras confundidas voy a tener que ir a la computadora central, arriba, en el control. Hasta la vista, chicas.

Las muchachas, que estaban preparándose para irse, le hicieron eco.

—Hasta la vista, Alí.

Míster Smith estaba satisfecho con lo conseguido; pero de nuevo, cuando tanto había logrado, volvía a preocuparle la ausencia del Viejo. El Concorde iba a salir antes de una hora. Tenían pasaportes y tarjetas de embarque, pero no equipaje, por el momento, ni fotos para el pasaporte, y sobre todo, faltaba el otro viajero. Miró en todos los locales del vestíbulo, pero no encontró ni el menor indicio de su compañero.

Después, en una sala dedicada a varias aerolíneas menores, reparó de pronto en un fotomatón con la cortina echada y gente impaciente alrededor. Un extraño instinto le hizo ir hacia la pequeña cabina.

—¿Cuánto tiempo piensa seguir ahí dentro? —gritó una mujer.

Las reacciones de la gente tenían la urgencia sombría de quienes esperan a que queden libres unos servicios de lo más necesarios. Los ojos de Míster Smith se posaron en la bandeja de metal en la que eran escupidas las fotos de vez en cuando. Una nueva serie de cuatro siguió a las veinte o más que ya había. Eran todas del Viejo, y expresaban las múltiples variedades de la emoción con la severidad de las ilustraciones de un libro Victoriano de técnica de la interpretación. La Avaricia, la Codicia, la Vanagloria, la Obstinación, estaban representadas por otras tantas muecas, eso sin hablar del Terror, el Asombro, la Inocencia y el Orgullo.

—¿Qué haces ahí dentro?

La voz de Míster Smith crepitó, llena de recelo. Al instante se descorrió la cortina y el Viejo le miró con auténtico placer.

—¡Ah, por fin estás ahí!

—¿Por fin?

—Llevo horas aquí. Pero me temo que fue que este nuevo chisme me fascinó.

La pequeña multitud inició el avance, pero Míster Smith se coló dentro del cubículo con un aparte confidencial, algo sobre un peligroso loco homicida, y un murmullo sobre que era su guardián, dispuesto a volver a capturarlo después de una escapada.

—¿No habrá amenazado a ninguno de ustedes, verdad?

Los que esperaban se sintieron halagados por la confidencia, y negaron que hubiese habido amenazas, aunque dos o tres empezaron a aludir a las sospechas que habían tenido durante todo el tiempo. Míster Smith les dijo por lo bajo que él se ocuparía de aquello y desapareció dentro del cubículo, ni remotamente calculado para dos personas.

—¿Qué les has dicho? —preguntó afectuosamente el Viejo. Míster Smith se sentó en sus rodillas.

—Que eras un maníaco homicida.

—¿Cómo? —El Viejo parecía escandalizado—. ¿Y te creyeron?

—Es evidente; de lo contrario no me hubiesen dejado entrar. Pero escucha con atención. No tenemos ni un momento que perder. Has hecho unas veinte fotografías tuyas; ahora me toca a mí. Las necesitamos para nuestros pasaportes, ¿comprendes?

—¿Nuestros qué?

—No importa. Vas a tener que confiar en mí, ya que estás decidido a que nos vayamos sin echar mano de la magia.

—¿Cómo puedo confiar en alguien que hace correr rumores de que soy peligroso?

—Dame una moneda.

—He utilizado todo lo suelto que tenía.

—Hay que ver lo egoísta que puede llegar a ser una persona…

—Yo no soy una persona.

—¡Una persona que se hace pasar por persona! —Míster Smith estaba empezando a perder la paciencia—. Las monedas que usaste, ¿eran auténticas o falsas?

—Falsas —dijo el Viejo con voz casi inaudible.

—Entonces bien puedes crearme una.

El Viejo rebuscó en su bolsillo y sacó una moneda, demasiado nueva para parecer auténtica.

—Vas aprendiendo —dijo Míster Smith—. ¡Ahora, no te muevas! Tienes unas rodillas de lo más inhóspito. Estate un momento sin moverte o saldré movido y tendrás que seguir dándome monedas hasta que lo consigamos. ¡Uno, dos, tres!

Míster Smith sonreía de un modo que él creía atractivo. Hubo un relámpago de una bombilla roja y el aparato entero pareció tragar algo.

—Bien. —Míster Smith se levantó, exagerando lo incómodo que estaba—. Ahora forcejea conmigo mientras nos vamos.

—No tengo la menor intención de forcejear contigo.

Míster Smith se sintió ofendido.

—Después de todo lo que he hecho por ti —gimió—, ¿no puedes consentir siquiera en una pequeña simulación para hacer creíble mi historia?

—No, no puedo —dijo el Viejo, y su voz sonó como un sollozo—. No es tanto simular como mentir. Desde que me revestí de la condición mortal se han ido acumulando las pequeñas falsedades, y no puedo soportarlo. Es algo indigno de mí.

Míster Smith fue penosamente explícito.

—Querido, eso es lo que significa ser hombre. ¡Y has tenido que esperar a estar confinado en un fotomatón, inmortalizando tus muecas, para descubrirlo!

—¿De verdad crees que ser hombre conlleva decir mentiras?

—¿Has conocido la tentación, no? Por primera vez en tu carrera trascendental.

—Nunca había visto una foto mía, compréndelo. En un plano cósmico no hacen falta esas pequeñas confirmaciones de la propia existencia. Mira.

Y el Viejo sacó de sus amplios ropajes otra tira de fotos. En cada una de las cuatro expresaba una emoción diferente.

—¿Saliste de la cabina a recogerla? —se sorprendió Míster Smith.

—Cuando no había nadie esperando. Tengo lo menos otra docena. Llevo aquí casi todo el tiempo desde que nos fuimos de la… desde que dejamos al presidente.

—Y mientras te buscan en Estados Unidos por falsificación, ¿tú has seguido tranquilamente creando miserables cuartos de dólar?

—Cualquier cosa que entrase por la ranura.

—¡Qué vergüenza!

Fuera, el jaleo aumentaba de volumen.

—¡En marcha!

Míster Smith retorció el brazo del Viejo y se preparó para salir.

—Me haces daño —exclamó el «loco furioso».

—¡No mientas!

—Está bien. Me harías daño si pudiese sentirlo.

Una vez fuera, Míster Smith exageró la dificultad de sujetar al Viejo.

—Déme esas fotografías, ¿quiere? —pidió al primero de la cola. El hombre contempló las fotos del Viejo y se las dio a Míster Smith, murmurando:

—Tiene usted razón. Está como una cabra. Míster Smith se dio por enterado del comentario levantando los ojos. Lo que tenía uno que aguantar.

Una vez en la calle, Míster Smith se apoyó en la esquina de la pared de cemento del complejo.

—Ponte delante de mí —ordenó al Viejo.

—¿Qué?

—Como si me estuviese desnudando en la playa.

El Viejo hizo lo que le decía.

En un abrir y cerrar de ojos, Míster Smith se transformó en un árabe, con túnica y albornoz blancos.

—¿Quién eres ahora? —preguntó el Viejo, desconcertado.

—Alí Bushiri, y tú el emir El Hejjazi.

—¿Y qué tengo que hacer?

—Nada.

Míster Smith hizo aparecer un tocado y lo colocó sobre la flotante cabellera del Viejo.

—Por suerte, tu ropa podría pasar por una chilaba. Lo único que necesitas es esto. Y quizá unas gafas de sol.

Las gafas fueron creadas con un simple ademán, y en un dos por tres ambos adquirieron un aspecto pasablemente auténtico.

—Dime otra vez mi nombre.

—Emir El Hejjazi.

—¿De dónde lo sacaste?

—Figuraba en el pasaporte que robé. ¡De prisa! ¿Cuál de estas horribles fotografías cosquillea más tu vanidad?

—Me gustan todas —admitió el Viejo—. Claro que no tengo nada con qué compararlas. Elige por mí.

—Esta, y una de las mías. ¿Puedes ayudarme a pegarlas sobre las auténticas?

—¿Así?

—Y ahora vámonos. Cogeremos el avión por los pelos, si tenemos suerte.

—¿Y el equipaje?

—Déjamelo a mí.

Entraron en el edificio de la British Airways y fueron apresuradamente hasta el mostrador del Concorde.

—Tenemos ya nuestras tarjetas de embarque —explicó Míster Smith—. Tuvimos que salir para hacer una llamada urgente.

La chica pertenecía al nuevo turno. Frunció el entrecejo.

—Es extraño; los asientos veinticuatro y veinticinco están ya asignados, a nombre de Friedenfeld. ¿Cuándo facturaron ustedes?

—No hará ni diez minutos —dijo Míster Smith—. Se han llevado ya nuestro equipaje.

—¿Era una chica rubia, algo gordita?

—¿Gordita? Gorda, diría yo.

—Bárbara —se lamentó la nueva—. Nunca falla, ¿verdad? —dijo a su vecina, y sonrió tímidamente a Míster Smith—. Se prometió la semana pasada; quizá sea eso.

—Quizá.

—¿Les importa si les doy el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro de la segunda cabina?

—Siempre que el destino sea Londres…

—Creo que lo es, por el bien de todos.

Al poco rato, Míster Smith y el Viejo estaban sentados en el Concorde y elevándose casi verticalmente en medio de un silencio casi total.

—¿Cuánto se tarda a Londres? —preguntó el Viejo.

—Me dijeron que tres horas y media.

—Qué lento es esto, ¿no?

—Para nosotros, desde luego.

El Viejo miró por la ventanilla, no muy bien situada para un hombre de su corpulencia.

—Aquí arriba estoy realmente en mi elemento —dijo; y añadió, con un suspiro—: Casi estoy por salir y abandonar toda esta aventura tan decepcionante.

—La que ibas a armar entre los demás viajeros si lo intentases.

—Por supuesto, no se me ocurriría. Salir de aquí sería tanto como admitir la derrota.

—¿Y no estás dispuesto a admitirla?

El Viejo no respondió inmediatamente, y Míster Smith dejó que el silencio continuase durante largo rato, con lo que en seguida adquirió una elocuencia propia.

—¿Lamentas haber venido? —preguntó al fin el Viejo.

Míster Smith se echó a reír.

—¿Puede uno lamentar una experiencia así? Yo sólo puedo deplorar la total decadencia en que ha caído el vicio. Es presentado ya sin el menor vestigio de hipocresía. Es como si los prolegómenos hubieran sido descartados como una pérdida de tiempo, en vez de lo que son, la medida del tiempo, la vara de medir del tiempo.

—Sólo hablas de tu asignatura, del vicio.

—No. Me parece que, como de costumbre, lo aplicable al vicio es de hecho aplicable a todo. Sin un vicio saludable no puede haber una virtud sana. Son tan complementarios como nosotros, y ninguno de los dos se beneficia de un momentáneo déficit del otro. Por el contrario, ambos se levantan y caen juntos; son indivisibles. Si puedo hacerlo sin faltar al buen gusto, diré que son las dos caras de una misma moneda.

El Viejo entendió la alusión, pero decidió no aceptar el reto. Se contentó con una sonrisa interior y contempló las nubes, que parecían pasar como arrastrándose.

—De modo que nos vamos de Estados Unidos sin el menor truco mágico. ¿Estás satisfecho? ¿Merezco un rápido voto de gracias?

—No —replicó el Viejo—. Admito que no hubo trucos, pero sí subterfugios a escala considerable. Como consecuencia, ahora soy El Hejjazi. ¿Y qué será del verdadero El Hejjazi, que se ve de pronto sin papeles en un país fácilmente hostil para con los privados de identidad? ¿Y quién pagó los billetes de avión?

Míster Smith estaba fuera de sí.

—¡Qué tontería! —exclamó en un tono tan antiárabe que varios árabes auténticos, vestidos discretamente con carísimos trajes occidentales, se volvieron con evidente desagrado hacia aquella extraña representación de su cultura y sus tradiciones.

El Viejo incluso le dio un codazo, pero no era necesario. Cuando estimó que todos los pasajeros que podían oírlos estaban concentrados en otros asuntos, Míster Smith habló de manera muy sosegada y oportuna, con su apática mirada tan inexpresiva como la de un ventrílocuo.

—Si uno tiene el poder de hacer trucos, es estúpido no utilizarlo. No prueba absolutamente nada intentar vivir y trabajar con arreglo a las normas de los hombres, cosa que hemos demostrado que es imposible sin la falsificación, el robo y una mendacidad total. Si algo hemos aprendido hasta ahora ha sido únicamente porque de vez en cuando han descubierto nuestra verdadera identidad. El guarda y su esposa te alabaron solamente como lo que eres, y en modo alguno porque los engañase tu ridículo incógnito. Aquel pobre psiquiatra, ahora sin pacientes, escribe mensajes incomprensibles en su pancarta porque es su manera de reconocer nuestra presencia en el mundo sin provocar excesiva hostilidad. Así lo tratan con la relativa tolerancia que se concede a un loco inofensivo y no con el odio reservado para quienes deberían saber que eso no se hace. Los demás han sido todos modelos de estupidez farisaica. Cuanto más alta la escala social, más se les ha visto el plumero.

El Viejo declinó responder, en buena parte porque no se le ocurría ningún argumento para refutar lo dicho por su amigo, pero también para fingir que dormía, un pasatiempo en el que quienes podían permitirse viajar en el Concorde parecían muy dispuestos a incurrir.

Míster Smith gruñó por lo bajo. Comprendía los motivos y las perplejidades del Viejo y no quería agravar las cosas. Miró el periódico británico que reposaba en sus rodillas desde el despegue, una atención de la línea aérea. «Su lechero podría ser Dios», proclamaba el titular. Siguió leyendo con interés, abriéndose camino por entre las ilustraciones. La principal, que ocupaba gran parte de la primera página, era la foto de un prelado que, con la boca abierta y el pelo románticamente despeinado, señalaba a un lechero de sonrisa palurda claramente superpuesto. Cuando Míster Smith acabó la lectura, dio con el codo al Viejo.

—¿Por qué me despiertas?

—Porque no estabas dormido.

La cosa no admitía discusión.

—Escucha —continuó Míster Smith—, he aquí un sitio que debemos visitar durante nuestra estancia en Londres. Parece fantástico como diversión.

—¿Y dónde está?

—Es el Sínodo de la Iglesia de Inglaterra, en Church House, Westminster.

—¿A qué se dedican?

—Uno de ellos, un obispo, el doctor Buddle, ha dicho que la gente debería estar siempre alerta, pues hasta el lechero de la familia podría resultar ser Dios.

El Viejo se incorporó, reavivado su interés.

—La cosa tiene miga. Pero ¿cómo reaccionaron los demás?

—Muy mal. Claro que al parecer el doctor Buddle tiene fama de maverick.

—¿De qué?

—Es un término norteamericano, creo; significa algo así como rebelde o lobo solitario.

—Y ¿cuál fue el resultado?

—Hubo alboroto. El primado de la Iglesia Anglicana, también conocido por sus opiniones nada conformistas, se vio enfrentado a una prensa divertida pero inquisitorial.

—¿Divertida? ¿Por qué divertida?

—La perplejidad de los clérigos, enfangados en la ciénaga de la metafísica y el misticismo, divertirá siempre a una prensa en buena parte agnóstica, aunque siempre dispuesta a adoptar actitudes pías si fuera necesario.

—Comprendo. ¿Y qué dijo el primado?

—Que el doctor Buddle tiene derecho a dar su opinión como hijo de Dios, aunque como miembro de alto rango de la Iglesia debería quizá haber sido algo más circunspecto al elegir ejemplos. Nunca pretendió que se entendiese que el lechero es Dios. En cualquier caso, Dios sólo hay uno y lecheros muchos. Sólo pretendía decir que existe la posibilidad de que el lechero en cuestión pueda, en circunstancias imposibles de prever, resultar que es Dios. Sin duda debería haber aclarado para los legos que la posibilidad de que el lechero sea Dios es altamente improbable, aunque no imposible.

—Digno de un jesuita. No me extraña que un tipo así sea primado.

—¿Debemos hacerles una visita? —preguntó Míster Smith, rebosante de ganas de hacer de las suyas. El Viejo lo pensó un momento.

—Creo que no —dijo con algo de tristeza—. Sólo serviría para acabar con una discusión que está deleitando al país con sus absurdos. Después de todo, nuestra presencia en Church House ¿qué probaría? El doctor Buddle pensará que su instinto no le engañaba y le acometerán espejismos de infalibilidad cuyas consecuencias podrían ser de lo más desastroso, en tanto que la oposición contraatacará, apoyándose en la pobre premisa de que yo no soy un lechero, para demostrar que el doctor Buddle es un irresponsable y un terco. Para entonces el sentido que pretendió tener la aseveración del doctor Buddle, que era simplemente decir que Dios puede aparecer en cualquier momento y bajo cualquier aspecto, habrá sido deliberadamente olvidado por ambos bandos.

—¿Y si vas de lechero? —sugirió Míster Smith.

—Es lo último que se me ocurriría hacer. ¿Para qué instalar en la mente del doctor Buddle los microbios de la megalomanía? ¿Y para qué humillar al primado y a los Tomases que dudan? El mundo de las ideas no tiene mayor enemigo que el hecho ineludible, lo mismo que el de la fe nada tan ruinoso como la apariencia física de Dios. Los judíos lo han comprendido así. Esperan al Mesías con reverencia, en la clarividente seguridad de que nunca aparecerá.

—Entonces ¿qué demonios hacemos aquí?

—Estamos aquí por nosotros, no por ellos —afirmó el Viejo con un vigor sorprendente.

Míster Smith entornó los ojos.

—Ocurra lo que ocurra, hemos de estar siempre en contacto físico. Debemos ser capaces en todo momento de cogernos de la mano. No permitas que nos separen.

—¿Por qué lo dices?

—El hecho de que estemos aquí por voluntad propia no va a hacerlo más fácil. Tengo la sensación de que vamos a ser cada vez menos dueños de nuestro tiempo, de nuestros deseos.

—¿Y quién va a influir en nuestras decisiones? ¿El FBI?

Míster Smith no se sentía con ganas de confirmar o negar sus sospechas.