Capítulo 10

El Viejo y Míster Smith se materializaron, todavía cogidos de la mano, en una antesala de lo que resultó ser la Casa Blanca. Por una puerta entreabierta podía oírse a un hombre tararear —y en parte cantar— para sí y de un modo no muy musical, «It Ain’t Necessarily So», de Porgy and Bess, de Gershwin.

—¿Dónde estamos? —preguntó Míster Smith con un ronco susurro.

—¡Chist! En la Mansión Blanca —susurró a su vez el Viejo, y continuó—: No hay tiempo que perder. Si va todo mal, nos reuniremos en el aeropuerto.

—¿En qué lugar del aeropuerto? Aquello es muy grande.

—¿Tanto que no podamos vernos?

—Pues sí. ¿Recuerdas la catedral de Henchman? Pues es como quince o veinte de esas, todas separadas.

—Sí, eso es muy grande. Y a propósito, ¿cómo se llama?

—Aeropuerto Internacional Dulles.

—¿Quieres decir que es propiedad de un solo hombre? Eso es Norteamérica para ti.

Míster Smith cerró un momento los ojos para armarse de paciencia.

—Fue un secretario de Estado. Ese es uno de los escasos tributos a su memoria.

—Gracias. ¿Qué haría yo sin ti? Sin ti y tu extraordinaria cultura general.

Míster Smith se encogió modestamente de hombros.

—Forma parte de mi trabajo. ¿Cómo podría inducir a la gente a la tentación si sólo supiese a qué los estoy llevando y no de qué los estoy apartando?

—Sí, pero eso es sólo en la tentación…

—Todo es tentación, si vamos a ello. La misma ambición es una tentación. Las drogas para sentirse el amo del mundo durante un miserable cuarto de hora, la vida tranquila por encima del límite de las nieves, unos breves momentos con la señorita Carpucci a espaldas del altar, todo ese dinero austríaco sin valor, cayendo como las hojas de otoño…

—Me basta tu palabra. Este no es momento para un tratado filosófico, y mucho menos a base de susurros. Ya habrá tiempo sobrado para eso en la máquina voladora. ¡Escucha! El tipo ha dejado de cantar. De prisa. ¿Podemos volar en una máquina británica?

—¿Por qué?

—Habrá probablemente menos vigilancia de esos tipos norteamericanos de las iniciales.

—¿El FBI?

—Exactamente. Ya no me atrevo a decirlo por miedo a equivocarme.

—La Oficina Federal de Investigación.

—Ah, ¿era eso? Es mucho más fácil de recordar que las iniciales. Además, imagino que la parte británica será algo más pequeña, y nos resultará más fácil encontrarnos entre la gente.

—Bien pensado. Entonces, en el mostrador de la British Airways del aeropuerto Dulles.

—¡Cuidado!

Un hombre, atlético para su edad, con una sonrisa profesional en sus rasgos un tanto angulosos pero no agresivos, entró en la habitación en paños menores. Tenía la ropa preparada. Llevaba unas gafas sin montura en la mano y se las puso. Pareció complacido por la camisa elegida y la cogió de la percha. Se volvió para ponérsela, y se llevó el gran susto.

—¿Cómo han entrado? —tartamudeó.

—Los detalles no importan —trató de cortarle el Viejo.

—¿Cómo entraron? —Esta vez le sonó mejor la voz.

—Tenemos esa aptitud…

—Es imposible entrar. Diablos, si cuando estoy fuera ni siquiera yo puedo entrar sin un montón de controles y comprobaciones. ¡Ustedes no pueden entrar aquí! —insistió casi llorando.

—¿No quiere saber quiénes somos?

—Diablos, no. ¡Quiero saber cómo han entrado! —De repente se detuvo en seco—. Yo los conozco —dijo—. Ustedes son esos dos locos… esos dos hombres a los que el FBI ha detenido en varias ocasiones. Tengo el informe completo sobre mi mesa, aunque me temo que apenas he tenido tiempo de echarle una ojeada. Lo había elegido como lectura ligera para Camp David el próximo fin de semana.

—¿Lectura ligera? —preguntó con inquietud el Viejo.

—Deberían ver algo de lo que tengo que leer —dijo el presidente, casi para sí—. Hay días en que me pregunto si todo ese esfuerzo…

Se perdió en una momentánea ensoñación, y se puso la camisa sin darse cuenta. Después sonrió con simpatía.

—Bueno, es evidente que no están aquí para matarme. Lo habrían hecho tan pronto como salí del cuarto de baño.

—No se fíe —dijo Míster Smith, con un aire realmente siniestro.

El presidente dejó de abotonarse la camisa.

—¿Lo dice en serio? —preguntó palideciendo.

—No; pero no juzgue nunca una ejecución por la velocidad con que se lleva a cabo. Hay sádicos a quienes les gusta prolongar esos momentos hasta el infinito.

—Por supuesto no estamos aquí para hacerle daño, ni siquiera para preocuparlo —dijo el Viejo, fastidiado con Míster Smith y su afición a los rodeos—. Sería inútil que le dijese quiénes somos porque no iba a creerlo.

—Dicen que usted se cree Dios, y su amigo el… Bueno, es algo absurdo en sí mismo, porque Dios no iba a perder el tiempo con el Diablo. Seguramente no los sorprenderían viajando juntos.

—Eso es lo que usted se cree —le regañó el Viejo—. Es evidente que tiene usted más fe en los valores políticos que en los humanos. Puede ser que no deban vernos juntos; eso puede parecer incluso colusión, o soborno; pero, al contrario que usted, no nos presentamos a un cargo, no estamos en competición, no tenemos que justificar nuestra existencia ni que pedir apoyo; simplemente somos. Y dado que somos, y hemos sido, y seremos siempre, también podemos llevarnos bien. Después de todo, somos los únicos seres que conocemos.

La mirada del presidente fue rápidamente de uno a otro.

—¿Por qué me dice todo eso? Sólo tengo que pulsar un botón con el pie y los muchachos de seguridad estarán aquí en menos de veinte segundos.

Míster Smith silbó con burlona admiración.

—¿Dónde está el botón?

—Tengo uno en el dormitorio y dos en el despacho oval; aunque aquí… Tiene que haber uno, pero nunca pensé en un intento en la zona del cuarto de baño.

—Olvídelo —dijo el Viejo—. Nosotros ni siquiera necesitamos un botón. Si notamos que estamos de más, desaparecemos.

—Eso he leído. Hay quienes, como el senador Sam Stuttenberger, de Ohio, y el representante Newt Cacciacozze, de Arkansas, juran que ustedes dos son enviados por los soviéticos; que son científicos que están probando sobre nosotros nuevas técnicas de espionaje. Según dijo el senador en una reunión a puerta cerrada del Comité de Fuerzas Armadas del Senado, ustedes son el motivo de que los soviéticos puedan permitirse hacer gestos unilaterales en materia de misiles de corto alcance. Si es cierto, van a negarlo, como es obvio; pero ahora estamos en muy buenas relaciones con los soviéticos y los descubriremos tarde o temprano, sea lo que sea lo que ustedes nos digan.

—¿Por qué será —dijo el Viejo en un tono no exento de regocijo— que hemos tenido conversaciones lúcidas con un guardabosques, un psiquiatra y un marginado social, que al menos suplía con cinismo la falta de claridad, pero que para encontrar la idiotez en estado puro hay que remontarse a la cumbre del poder? Desde luego, nosotros tenemos mucho más que hacer que los espías, pero también tenemos mejores cosas que hacer que espiar. Estaríamos malgastando nuestro tiempo si emulásemos una actividad tan despreciable.

El presidente sonrió torvamente.

—¿Quieren decirme que las sospechas del senador Stuttenberger y el congresista Cacciacozze les parecen idiotas? También yo lo pienso a veces, pero por desgracia no puedo nunca expresarme con «tanta» franqueza.

—¿Usted cree que somos espías? —preguntó Míster Smith.

—A primera vista, tengo mis dudas. No puedo imaginar qué podrían estar buscando unos espías en mi cuarto de baño, y vestidos de un modo calculado para llamar la atención.

—No estamos vestidos para producir ningún efecto en particular —dijo el Viejo—. Sólo es que nos hemos quedado un poco anticuados.

—¿Una camiseta con un eslogan? ¿Es eso anticuado?

—No vine con ella —dijo Míster Smith—. La robé en una sauna gay de la calle Cuarenta y Dos.

—¿Qué la robó —repitió el presidente a velocidad de dictado— en una sauna gay?

—Sí. Desde que volvimos a la Tierra, he tenido continuamente la sensación de ser una rareza. Me molesta que me miren. Al fin y al cabo, la mayor parte de mi trabajo es subversivo, a diferencia del Viejo, aquí presente.

—¡Lo admite! —exclamó el presidente.

—¡En tanto que Diablo! ¡Ah, me ponen furioso con su cerrazón! ¡El Diablo no es ruso por definición, sea lo que sea lo que le hayan contado! —gruñó Míster Smith, sibilante como un pozo lleno de pitones.

Alarmado por aquel amenazador efecto de sonido tridimensional, el presidente levantó ambas manos en un gesto pacificador que era en su lenguaje corporal la señal de vuelta a empezar.

—Está bien, está bien. Permítanme preguntarles sólo esto: ¿qué quieren de mí?

—Llevamos ya algún tiempo aquí —dijo el Viejo.

—¿En este gran país nuestro?

—Precisamente. Hemos estado entre rejas; en un enorme hospital, una especie de ciudad dedicada a la enfermedad, y en hoteles a la vez lujosos y pobres; hemos viajado por diversos medios; nos hemos sentido a la vez fascinados y arrullados hasta la indiferencia por la cruda violencia de la televisión; hemos sido ultrajados y reducidos a diversión inofensiva por el mensaje pastoral de un charlatán religioso que aseguraba conocernos personalmente; nos ha conmovido e impresionado el extraordinario poder de la fe de un hombre sencillo, y por último nos ha asqueado y repelido la capacidad de las drogas para hacer a un hombre coherente consigo mismo durante unos momentos preciosos e incoherente para quienes lo observan. Estas son sólo unas cuantas piezas sueltas de un vasto mosaico que nunca tendremos tiempo de examinar en toda su indudable majestad y sus pasmosas contradicciones. Sólo voy a preguntarle una cosa: ¿qué le parece a usted desde su privilegiado punto de observación?

El presidente adoptó un aire razonable, como hacía siempre que se enfrentaba a un problema insoluble.

—¿Qué cómo veo a mi país desde mi mesa de despacho?

—A su gran país —corrigió con tacto el Viejo.

Por la cara del presidente pasó el fantasma de una sonrisa al reconocer la frase.

—Lo primero de lo que cualquiera tiene que darse cuenta es de que nadie lo sabe todo acerca del país. Ocurren demasiadas cosas en cuatro husos horarios simultáneamente. La gente duerme y se levanta a horas diferentes. Y luego, que nada sigue igual. No hay tiempo para que la tradición arraigue en muchas de nuestras ciudades. En este momento la era industrial, llena de contaminación y de humos, mala para la salud, está dando paso a la de la información, esterilizada, automatizada, robotizada. El norte industrial está siendo abandonado, las grandes fábricas quedan como dientes rotos y sin nervio en el horizonte, mientras tanto jóvenes como viejos afluyen hacia el sol, mientras las horas de ocio aumentan. Lo que ocurra después puede imaginárselo cada uno, pero no creo que este incesante movimiento de la gente vaya a calmarse nunca.

—Qué interesante y qué conciso.

El presidente sonrió.

—Son citas del discurso sobre el Estado de la Unión que pronuncié ayer. Después están las drogas. Son el número uno en nuestra lista de prioridades. No me pregunten por qué es así, pero el deseo de esos dañinos estimulantes artificiales crece sin parar. Y es una vergüenza. Este gran país tiene mucho que ofrecer a los que están dispuestos a aceptar el desafío… No obstante, nuestra tarea inmediata, a la luz de lo que ocurre en los guetos urbanos, es evitar por todos los medios que tengo en mi mano que esa vergüenza se convierta en desastre. Cuando hayamos llevado a cabo esta tarea, no será el momento de cesar en nuestros esfuerzos. Por el contrario, contraatacaremos a los traficantes de droga y a los extranjeros que se aprovechan y barreremos esa vergüenza de nuestro país.

Parecía estar dirigiéndose a un auditorio mucho mayor que aquellos dos hombres venerables.

—Le hemos hecho una pregunta bastante simple —dijo Míster Smith— y usted nos contesta con retórica. ¿Puedo hacerle otra pregunta, del modo más íntimo?

El presidente lanzó una mirada ansiosa al reloj de pared.

—Dispare.

—¿Perdón?

—Le escucho.

—Ah. ¿Eran suyas esas palabras?

El presidente se echó a reír.

—Diablos, no. Nadie que esté en sus cabales escribe él mismo lo que dice, al menos si está en un puesto como el mío. No hay tiempo. Eran palabras de Arnold Starovic, mi segundo redactor de discursos. Desgraciadamente el número uno, Odin Tarbusch, está con amigdalitis. Arnie es un buen escritor, de eso no hay duda, pero demasiado intelectual para la imagen que trato de dar.

—¿Imagen?

El presidente echó una nueva ojeada al reloj y pareció satisfecho. Sonrió.

—Hoy día todos tenemos que trabajarnos nuestra imagen. Las relaciones públicas están por todas partes, en la política, en la religión… Por cierto, si me permiten darles un consejo, en ese aspecto tienen ustedes que ponerse de acuerdo. Usted ha adoptado una imagen equivocada. El pueblo norteamericano no espera que Dios sea… gordo. Puede ser viejo, de acuerdo; teniendo en cuenta su experiencia y su longevidad, eso se comprende. Pero ha de tener un rostro agraciado e ir bien vestido, con ropas de diseño, ¿me comprende? Manos finas, dedos esbeltos y, a ser posible, algo de luz difusa detrás de la cabeza. Lo que todos recordamos de nuestras biblias ilustradas.

—¿Se refiere a esto?

El Viejo se concentró y fue cambiando lentamente a una criatura de una belleza imponente, como la figura de una vidriera fin de siglo, con dos dedos alzados bendiciendo y una cara de muñeco totalmente falta de expresión, aparte de una solemnidad rutinaria. Sus ropas se volvieron de un azul cerúleo, con adornos dorados, violeta y de un verde venenoso. Detrás de la cabeza, una luz oculta daba en los blancos rizos y los volvía luminosos.

El presidente tartamudeó para preguntarle:

—¿Quién es usted?

El Viejo recobró su aspecto corpulento.

—Es inútil. No puedo hacerlo durante mucho tiempo. Simplemente ese no soy yo.

El presidente enrojeció y se pasó una mano levemente febril por la frente.

—No he visto bien lo que acaba de hacer. ¿Es un truco, no? Pura ilusión. —Sonreía sin alegría—. ¿Cómo lo hace? ¿O es un secreto? Claro; si yo pudiese hacer trucos como ese, lo mantendría en secreto.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó Míster Smith—. ¿No va a decirme lo que tiene de malo mi imagen?

—Bueno, con usted sólo puedo hacer suposiciones —río suavemente el presidente, mostrando sus tensiones internas—. En nuestra fantasía popular se supone que el Diablo está en todas partes, sin una imagen clara; es un espíritu del mal permanente que tiene su morada en la parte más oscura de nuestros corazones. En nuestra imaginación sólo ha sido inmortalizado Dios Padre.

—Por algunos de los mejores y los peores pintores de la historia —suspiró el Viejo.

—Así es —rio el presidente.

—Es el precio que hay que pagar por la universalidad.

—Estábamos hablando de mí —observó con retintín Míster Smith; y sin previo aviso se transformó en el clásico Mefistófeles de un teatro de ópera de tercera categoría, con mallas negras arrugadas, zapatillas negras con las puntas torcidas hacia arriba, capucha negra con un pico en la frente, bigotes finos como un lápiz y perilla. Adoptó la postura de un bajo de ópera de la era victoriana. La aparición sirvió para aliviar la tensión, y el presidente se vio liberado de sus inhibiciones y se echó a reír con el buen humor que le caracterizaba antes de creer necesario pensar en su imagen.

Míster Smith aprovechó el momento para sonreír también, mientras el Viejo se reía por lo bajo celebrando el sentido del absurdo de su colega.

Poco a poco, Míster Smith volvió a adoptar su forma usual.

—¿Le ha parecido divertido? —preguntó, ya formal.

—¿Divertido? Me pone histérico —dijo el presidente, secándose los ojos con un pañuelito de papel que sacó de un receptáculo de plata con un águila en la tapa. Inmediatamente se puso serio, de un modo discreto. Sus consejeros le habían dicho que, aunque una broma de vez en cuando no venía mal, la frivolidad era inadmisible.

—Les aseguro, amigos —dijo, con el aire de clarividencia atormentada que un 64 por ciento del electorado encontraba atractivo (sólo un 19,5 por ciento de los preguntados no supieron qué opinar)—, que no tengo la menor idea de cómo lo hacen. Por supuesto es un truco, tiene que serlo. Pero hay trucos buenos y malos, y los suyos son buenos. Tienen una serie de ellos increíble. Pero hay un par de consejos que me gustaría darles, y que quizá tengan ocasión de recordar hoy mismo. El primero es este: supriman de su número cualquier alusión a Dios. Es una simple cuestión de buen gusto. Dios no es divertido. Además, muchos de mis compatriotas tienen ideas muy diferentes de Él, con E mayúscula. Algunos de nuestros aborígenes todavía tocan tambores en los claros del bosque y bailan alrededor de un tótem. Tienen derecho a hacerlo. Otros ciudadanos son musulmanes, o judíos, o budistas, o qué sé yo, y algunos son muy sensibles en cuanto a la verdad de sus tradiciones y la falsedad de las ajenas. Todo esto unido nos da una regla de oro: Dios es un fracaso en el negocio del espectáculo. Es tabú. TABÚ. Y el segundo consejo que me gustaría darles es que ordenen su número; así de sencillo. Orden. ORDEN. ¿De acuerdo? Quiero decir que todo número debe tener un principio, un medio y un fin. Exposición, nudo y desenlace. No lo olviden, y con su talento no pueden fallar. Incluso si piensan que pueden haber dejado para un poco tarde lo de debutar, no lo crean. Nunca es demasiado tarde cuando hay calidad. Consíganse un buen agente y más tarde, cuando lo necesiten, un buen mánager. No lo lamentarán. Y vayan pensando un buen nombre para su número, un nombre normal. Voy a hacer lo posible por ver su número cuando lo hayan trabajado, cuando lo hayan limpiado y limado. ¿Comprenden lo que les digo?

El Viejo miró a Míster Smith, que le devolvió la mirada. Ambos le sonrieron con afecto.

—¿Qué pone en sus billetes de dólar?

—Un dólar.

—No, no. Un sentimiento noble.

—Ah. «Confiamos en Dios».

—Qué pensamiento tan agradable —reflexionó el Viejo—. Ojalá…

Se abrió de golpe la puerta.

—No hay respuesta… ¿Qué diablos…? —exclamó el recién llegado.

—Estamos muy tranquilos y nos estamos comportando muy bien —murmuró el presidente, con ambas manos extendidas en su gesto emoliente.

—Eh, aguarde un momento. ¿No son estos los dos que…?

—Precisamente —dijo el presidente, sonriendo—. No puedo presentarlos en forma porque aún no han tenido tiempo de elegir un nombre artístico apropiado; pero este señor es el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Glover Teesdale.

Teesdale, que notó que el presidente estaba procurando quitar hierro a una situación potencialmente peligrosa, hizo una leve inclinación de cabeza a los dos viejos y fue lo más rápidamente que pudo, sin demostrar pánico, hasta el gran espejo con un soporte de caoba, donde jugueteó discretamente con los adornos metálicos.

—Glover —preguntó el presidente, tratando visiblemente de dominar sus nervios—. ¿Qué diablos está haciendo?

—El maldito botón rojo —dijo en voz baja Teesdale—. Creí que los había aprendido todos.

—¿Dónde está?

—Detrás del espejo, no sé dónde.

—¿Podemos ayudarlos? —inquirió solícito el Viejo.

—No, no —se apresuró a replicar el presidente, tratando de no parecer apresurado.

—¡Lo encontré!

—¡No lo pulse! —masculló el presidente—. ¡No queremos que entren todos aquí pistola en mano!

—Demasiado tarde. Acabo de hacerlo.

—¡Dios mío!

—Creo que tenemos unos veinte segundos de plazo —dijo Míster Smith.

—Siéntense, por favor —sugirió el presidente—. Me sentaré yo también. ¿Glover?

Se sentaron todos.

—Espero que no nos tomen por patos sentados.

Míster Smith era irreprimible en circunstancias como aquella.

Llegaron de fuera vibraciones ahogadas, como si la caballería norteamericana galopase sobre una alfombra de pelo.

La maniobra había sido ensayada en muchas ocasiones, cuando estaba fuera el presidente, ese o cualquier otro.

Eran seis en total, y adoptaron todos la misma postura levemente obscena, como a lomos de motocicletas imaginarias. Sostenían frente a sí armas como dedos acusadores.

—¡Venga, vosotros dos! ¡Levantaos y poneos cara a la pared, con las manos sobre la cabeza e inclinados hacia adelante! —gritó el que evidentemente era el jefe.

—Guarden esas armas —dijo cansadamente el presidente.

—¡Hay un procedimiento establecido!

—¿No me ha oído, Crumwell?

—Con el debido respeto, déjeme llevar esto a mi manera, señor.

—¿Quién soy yo, Crumwell?

—Mi presidente, y yo el responsable ante toda la nación de su seguridad, señor.

—Soy también su comandante en jefe, Crumwell, y les ordeno que guarden sus armas.

Crumwell parecía a punto de amotinarse. Después se calmó de un modo melodramático, que hizo penosamente evidente lo que pensaba del asunto.

—Está bien, muchachos. Ya lo habéis oído —gruñó.

—Ya lo ve, Glover. Ojalá no hubiera pulsado ese maldito botón —se desahogó el presidente, y después dedicó su atención a los intrusos—. No me interpreten mal, muchachos. Aprecio que entrasen aquí tan rápidamente. Pero estos son sólo un par de viejos payasos que van a lanzar un gran número de variedades si encuentran quien los ayude.

—Al entrar no los reconocí, pero ahora sí. Payasos o no, siguen en la lista de los más buscados por el FBI.

—¿De veras?

El presidente estaba realmente sorprendido.

—Han estado haciendo su número de la desaparición por todo el país. Cada vez que nuestros agentes dan con ellos, desaparecen. Eso, en mi opinión, constituye un delito grave.

—¿Un delito grave?

—Resistencia a la detención, ni más ni menos, señor.

—¿Por qué iban a tener que resistirse a ser detenidos? Lo siento; todavía no he podido leer el informe.

—Por falsificación.

—¿Falsificación?

—E intento de incendio, y algunas otras cosas de menos calibre. Irse sin pagar del hotel, pequeños robos y faltas menores.

El presidente se volvió a Glover.

—¿Se da cuenta de hasta qué punto puede una persona equivocarse? Hubiese apostado un millón de pavos a que eran sólo un par de viejos idiotas inofensivos. En realidad, yo sólo estaba ganando tiempo, manteniéndolos tranquilos hasta que entrase alguien. Pensé que lo mejor era seguirles la corriente. Y ahora ustedes me dicen…

—La verdad es que no hemos falsificado nada en absoluto —dijo el Viejo—. Sólo que busqué en mis bolsillos, y salió aquello.

—Hazles una demostración —le urgió Míster Smith—. Vean esto; es el mejor truco de todos.

—No —le regañó el Viejo—. Es evidente que está mal visto. No quiero ponerlos más aún en contra nuestra.

—Si en realidad son inocentes —dijo el presidente—, ¿por qué no confían en que un tribunal los absolverá? Este país se rige por el derecho y nadie, ni siquiera el presidente, está por encima de la ley. Entréguense. No pueden pasarse el resto de sus días huyendo, desapareciendo. Eso no es ninguna hazaña. No hay nada positivo en desaparecer. Eso es tergiversar la ley, situarse por encima de ella.

—Quizá tenga razón —sugirió con tristeza el Viejo.

—No te lo creas —replicó Míster Smith, agresivo—. Está hablando como la televisión. ¡Me va a hacer vomitar!

—¿La televisión? ¡Explíquese!

—Recuerdo lo suficiente de la orgía visual que tuvimos en aquel hotel para reconocer un común denominador en toda esa seductora basura a la que asistimos. Había allí todos los elementos calculados para proporcionarme placer: violencia, perversión, crueldad, insensibilidad, maldad, tortura, violación, derramamiento de sangre, cinismo. Y, para estropearlo todo en los momentos en que la acción decaía, el invariable y horroroso gesto dulzón hacia el espectador, alguna empalagosa tontería acerca de la ley o, lo que todavía es más pretencioso y gratuito, de la justicia, como si los simples mortales tuviesen más que una vaga idea de lo que es eso.

—No seas demasiado descarado en tus acusaciones. Al fin y al cabo, no estamos aquí para demostrar nuestra superioridad —le rogó el Viejo.

—Tampoco estamos aquí para aguantar sentados mansamente que nos den consejos absurdos —vociferó Míster Smith, a quien se veía claramente enfadado—. ¡Payasos! ¡Al infierno con la otra mejilla! ¡Puedo soportar tanto teatro y tantos juegos de niños, pero cuando acaba la música hay algo en mí que cruje!

—No fue mi intención herir sus sentimientos —exclamó el presidente, extendiendo suplicante las manos.

—¡Pues lo hizo! ¡Tengo mi orgullo! —gritó Míster Smith.

El presidente lanzó una mirada a Crumwell. En cualquier investigación posterior, Crumwell podría atestiguar que interpretó el guiño del presidente como una petición de ayuda. Dadas las circunstancias, le creerían.

—Operación Jessie James —gritó de pronto.

Las seis pistolas reaparecieron como por arte de magia, y las posturas levemente obscenas fueron adoptadas en un abrir y cerrar de ojos.

—¡No me amenacen con esos juguetes! —aulló Míster Smith.

—¡Quieto! —le advirtió Crumwell.

—¿Y qué pasa si no me estoy quieto? —rugió Míster Smith, tan furioso como la vez que más lo hubiese estado desde su caída en desgracia.

—Va a ganarse una bala. Es el último aviso. Vuelva a su sitio y siéntese con las manos sobre la cabeza.

Míster Smith avanzó lentamente hacia Crumwell, que empezó a retroceder.

—¡Es su última oportunidad!

—¡No hagas alardes! —exclamó el Viejo, levantándose. Por un momento pareció que su análisis de la actitud de su compañero había hecho efecto. Míster Smith tuvo una momentánea vacilación.

—¿Alardes? —preguntó, como pidiendo una aclaración—. Sé que puedes hacer cosas inteligentes; los dos podemos. Pero no hay gran mérito en demostrárselo a los demás. Pienso en el papel de la pared. Tú puedes sobrevivir a una bala; la pared no.

—¡En un momento así piensas en el papel de la pared! —masculló rabiosamente Míster Smith, demostrando que su furia no había disminuido lo más mínimo—. En nombre del papel de la pared, que no puede hablar, permíteme que te agradezca tu solicitud.

Después volvió a prestar atención a Crumwell, y avanzó lentamente sobre él como dispuesto a arrancarle el arma.

—¡Esto puede ser negociado! —dijo el presidente—. Tengo la intuición de que puede serlo.

Crumwell disparó una vez, dos veces.

Míster Smith le miró, sorprendido. Se llevó la mano al pecho y le pareció ver sangre en ella. Después, sin cambiar de expresión, se tambaleó un momento y se desplomó. El Viejo hizo un gesto de irritación y se sentó.

—¿Por qué ha hecho eso? —inquirió el presidente—. No se puede negociar con un loco.

—Glover, esto no debe llegar a la prensa —advirtió el alto mandatario, que conocía sus prioridades—. No debe filtrarse ni una palabra de lo ocurrido. ¿Cuento con ustedes? —Hubo un desigual coro de asentimiento—. Quizá sea mejor que les explique por qué este pequeño incidente justifica una cobertura inocente. Las noticias de un tiroteo dentro de la Casa Blanca dirían inevitablemente muy poco a favor de nuestro sistema de seguridad. Eso se reflejaría en el FBI, y puede incluso complacer a la CIA.

Hubo una breve risa contenida. Los muchachos apreciaban realmente la objetividad del presidente.

—De acuerdo. La operación Jessie James ha terminado, amigos.

Volvieron a enfundar sus armas.

—Espero que comprenderán la necesidad de esta pequeña estrategia, y que estarán dispuestos a darme su promesa de no hablar de lo ocurrido hoy aquí.

El presidente hablaba para el Viejo. Este se volvió lentamente hacia su interlocutor.

—¿A quién iba yo a decírselo? ¿Y quién iba a creerme? Le digo quién soy y usted no me cree. ¿Quién iba a creer siquiera que he estado en la Casa Blanca? ¿Tengo el aspecto de alguien a quien usted invitaría?

—No, eso es cierto —dijo el presidente, muy razonable; y en seguida adoptó un aspecto más vulnerable, el que solía reservar para las viudas—. Lo siento mucho por su amigo. Toda la culpa no es de los muchachos de seguridad.

El Viejo contempló a su compañero, tendido boca abajo.

—Ah, no se preocupe por él. Siempre hace esas tonterías.

—Y ¿pueden hacerlas ustedes muy a menudo?

—Infinidad de veces, créame —dijo el Viejo, sintiendo de pronto sobre él el peso de los siglos—. No le gustó que nos tratase de payasos. En cuanto a mí, me importa muy poco lo que nos llame; pero también me ofendió en otro momento muy diferente…

—¿Qué le ofendí? Le ruego que crea que fue sin la menor intención.

—Dijo usted que Dios no es divertido.

—¿Y qué? ¿Lo es?

—¿Puede contemplar la Creación y atreverse a decir que Dios no es divertido? Ni siquiera Henchman cometería un error así. ¿Y el pez con los dos ojos en el mismo lado de la cabeza? ¿Y los lemúridos, los ualabíes, los monos? ¿Y ver a un hipopótamo enamorado, o a las langostas en la época del celo, como dos tumbonas rotas tratando de encontrar las zonas erógenas; o, a los ojos de ellos, los seres humanos? ¿No es eso divertido?

—Quise decir que Dios no es divertido para nosotros.

—Nunca ha dicho nada tan ofensivo ni tan profundamente falso. ¿Para qué iba a crear esa dimensión única que es la risa, exclusiva del hombre, si no hubiera querido que mis bromas fuesen apreciadas? La risa es una terapia, un bálsamo, un deflactor de todo lo solemne y pomposo. Es mi invento más sutil, mi descubrimiento más sublime y refinado, al que sólo supera el amor.

Míster Smith iba incorporándose lentamente, pero de manera tan imperceptible que los agentes no lo notaron en seguida. Cuando iban a echar mano de las armas, habló tranquilamente.

—La primera vez no resultó. ¿Por qué creen que va a resultar la segunda?

—¿Quiere decir que ni siquiera está herido? —estalló Crumwell.

—¿Sorprendido? ¡Con qué vanidad dieron ustedes por supuesto en seguida que yo estaba muerto!

—Yo no —dijo el Viejo.

—No hablaba de ti.

—¿Dónde aprendió a morirse así?

—En televisión. ¿Dónde si no? Y me dejaron ahí tirado, era de suponer que desangrándome hasta morir, mientras hacían planes para correr un tupido velo sobre este pequeño incidente, para no perjudicar las relaciones públicas. ¡Qué atractivo sonaba desde mi observatorio todo lo que decían! Pero se han olvidado de un aspecto, del cual les invito a ocuparse antes de que llegue el personal a limpiar las habitaciones.

—¿De qué se trata? —preguntó el presidente, consternado.

—Precisamente de lo que preveía mi amigo: los agujeros de bala. Ya saben con qué rapidez se extienden los rumores en una sociedad libre.

Los hombres se precipitaron hacia la pared, sin conseguir encontrar el menor rastro. Míster Smith se puso en pie de un salto y depositó dos balas en un cenicero, con un ruido tintineante.

—Como de costumbre, he pensado en todo. Les doy mi palabra de que, en lo que a mí concierne, este asunto no va a trascender.

—Muchísimas gracias —dijo, escarmentado, el presidente; y añadió—: ¡Crumwell, no dejes esas balas en el cenicero!

—Ahora tenemos que irnos —dijo el Viejo.

—Eh, no tan de prisa —intervino Crumwell, mientras se echaba las balas al bolsillo—. Tienen que responder a unas acusaciones.

—¿Van a insistir en ellas incluso ahora, cuando ya les hemos demostrado que no les va a servir de nada? —preguntó Míster Smith.

—Tiene razón.

—No apele a mí —se encogió de hombros el presidente—. La ley es más grande que todos nosotros, como he tratado de explicarle.

—Exacto —añadió Crumwell—, y tienen suerte de que sólo haya cargos menores contra ustedes. Es mejor resolverlo tranquilamente ahora que esperar a que los cargos se acumulen, como va a ocurrir.

—Vámonos —dijo el Viejo—. Reconozcamos las acusaciones y acabemos con esto.

El presidente resplandecía de confianza en el sistema norteamericano.

—Así me gusta —dijo—. No hay desdoro en ello. En este momento hay tantos escándalos en marcha que este pasará totalmente inadvertido. Tenemos un magistrado del Tribunal Supremo acusado de estar unido sentimentalmente a un puto, un senador que al parecer lavaba dinero de la droga para la Mafia, un miembro del gabinete que aceptó sobornos de un fabricante de bujías, y un general que engañaba a su mujer con una azafata nicaragüense, por citar sólo unos cuantos. Lo que ustedes han hecho, en comparación, es sólo una minucia; y lo peor es que mientras están en la cárcel escriben libros sobre sus infortunios, con lo que implican a otro montón de personas a las que hasta entonces todos creíamos inocentes. Prométanme que ustedes no van a escribir ningún libro.

—¿Nos vamos? —preguntó el Viejo.

—No —fue la tajante réplica de Míster Smith.

—¿Qué importa que desaparezcamos ahora o más tarde?

—Es una pérdida de tiempo, un tiempo valioso.

Su mirada recorrió a los presentes.

—Si vuelven a desaparecer, será otro delito —advirtió Crumwell.

—¿Por qué se empeña en ser tan desagradable? —preguntó Míster Smith—. Cuantos delitos se dice que hemos cometido son resultado de nuestra inexperiencia. En realidad, nunca hemos hecho daño a nadie.

—Eso es lo que estamos tratando de averiguar en este momento.

—¿Qué quiere decir?

—El doctor Kleingeld, ¿les dice algo?

—No.

—Sí —corrigió el Viejo—. Fue el psiquiatra que me entrevistó en aquel hospital.

—Exacto. Era un acreditado psiquiatra del FBI. No sé lo que ocurrió en aquella entrevista, pero su vida ha cambiado totalmente desde entonces. Ha perdido su clientela, y el puesto en el FBI. Fundó un movimiento llamado Psiquiatras por Dios y Satanás. Por lo que sabemos, en este momento es su único miembro, y se pasa la mayor parte del día frente a la Casa Blanca con un mensaje en una pancarta.

—¿Qué mensaje?

—«Dios y el Diablo son dabuten».

—¿Qué significa eso?

Crumwell vaciló, y al fin sonrió sin alegría.

—Es el único miembro de su movimiento. Supongo que ahí tiene la respuesta. —Su tono se endureció—. Está bien, vámonos.

—Vamos. Acabemos ya con esto —dijo el Viejo, con un suspiro de resignación.

La actitud de Míster Smith había cambiado por completo. De pronto estaba afable, aunque extraordinariamente seguro de sí mismo. Sonreía de un modo casi atractivo.

—¿Ustedes nunca piensan las cosas hasta llegar a una conclusión que sea medio lógica, verdad? Están tan encantados con su maldito orgullo de ser tan íntegros que no ven las consecuencias de sus actos hasta que es demasiado tarde —dijo.

Al presidente le iba invadiendo la irritación. Aquel episodio había afectado a sus nervios demasiado temprano, y estaba deseando ponerle fin. Sonrió mecánicamente.

—¿Por qué no se limita a seguir a su compañero y esperar el veredicto de la justicia?

—Le diré por qué no —dijo suavemente Míster Smith—. Usted desea mantener en secreto lo ocurrido hoy aquí. Ya le he ayudado materialmente no muriéndome y parando las balas con mi cuerpo. Ahora permítame enterarle del resto del guión. Nos sacan de aquí, cada uno de nosotros esposado a un agente del FBI. Vamos por pasillos, tomamos ascensores, atravesamos puertas. ¿Puede garantizar que no vamos a encontrarnos con nadie, mujeres de la limpieza, ayudantes, tal vez miembros de la prensa? ¿Y qué pensarán al ver que agentes ceñudos sacan de la suite presidencial a dos viejos esposados, uno en camisón, el otro con una camiseta atrevida? ¿No está provocando usted mismo lo que tiene tantas ganas de evitar, y todo por respeto a su sagrada ley?

El presidente frunció el ceño. Decisiones, decisiones.

—Desde luego, tiene razón.

—¿Qué hacemos?

El presidente hizo caso omiso de la pregunta de Crumwell y habló con Míster Smith.

—¿Qué solución ve usted?

—Que se conceda el dudoso privilegio de permitirnos desaparecer aquí… con su aprobación. No; mejor con su aliento.

El trajín de las mandíbulas del presidente revelaba su angustia.

—Está bien —dijo.

—Y el hecho de que hayamos desaparecido con su bendición significa que este incidente no figurará entre las acusaciones que puedan hacernos si vuelven a tenernos a su alcance.

—De acuerdo.

—¿Tengo su palabra? —dijo Míster Smith, tendiéndole la mano.

—La tiene —respondió el presidente, estrechándosela, y dio un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó Míster Smith, divertido.

—Su mano, está muy fría… o muy caliente, no sabría decirlo. Ahora ¡salgan de aquí!

—Pero, señor… —imploró Crumwell.

El presidente se volvió furioso hacia él.

—Diablos, Crumwell, esta es una nación de pactos. Nosotros inventamos el arreglo entre fiscal y defensor. Hay un tiempo y un lugar para todo, para los sentimientos elevados y para el pragmatismo. Esa mezcla ha aportado a la vez integridad y oportunismo a la ética de los negocios. Quiero que se detenga a estos tipos, de acuerdo: ¡pero me es más urgente verlos fuera de aquí! ¡Es una cuestión de prioridades!

Hubo ruido de actividad en el pasillo.

—Eres asombroso —concedió el Viejo, mientras contemplaba lleno de admiración a Míster Smith—. Me dejas sin habla a cada paso. Tú primero.

—No, primero tú. Quiero estar seguro de que desapareces.

—Permítame darle las gracias… —empezó el Viejo, dirigiéndose al presidente.

—Váyase. ¡Vamos, lárguese!

Ofendido por el tono que había adoptado el presidente, el Viejo desapareció.

—¡Ahora usted! —apremió el presidente, mientras aumentaban los ruidos en el pasillo.

Míster Smith sonrió.

—Estoy realmente intrigado por saber quién va a aparecer por esa puerta —dijo con calma.

—¡No, no, no!

El presidente se dobló por la cintura, apretando los puños y dando pataditas en el suelo.

En el mismo momento en que dos altos jefes militares entraban en la habitación, Míster Smith se desvaneció en el aire.

—¿Qué está pasando aquí, señor presidente? —preguntó uno de ellos.

—Nada. Nada en absoluto, coronel Godrich.

—Lamentamos irrumpir antes de que haya acabado de vestirse, señor —dijo el otro—, aunque hay quien parece habérsenos adelantado. Oímos sonar la alarma roja, y poco después escuchamos dos disparos procedentes de esta zona, y pensamos que sería mejor investigar.

Fue Glover Teesdale quien habló.

—El presidente quiso probar los sistemas de seguridad sin advertir previamente a los responsables.

—Así es —añadió el presidente, que había recobrado su despego olímpico—. Cualquier ejercicio de seguridad que es anunciado para una hora concreta, como las maniobras de salvamento a bordo de un barco, no es una prueba concluyente de nuestras defensas, general Borrows.

—Bien pensado, señor; aunque, al elevar el estatus de simulación al plano de la realidad, alguien puede resultar afectado. ¿Adónde han ido a parar esas balas?

—Por la ventana, a petición del comandante en jefe —dijo Crumwell, haciendo girar el tambor de su revólver para mostrar los dos alvéolos vacíos.

—¿Ha habido daños en las cosas?

—No, señor.

El general miró a su alrededor y se retiró diciendo:

—Está bien; volvamos a nuestras tareas. Lee. La próxima vez quizá el que esté de servicio en nuestra oficina pueda ser informado, por simple cortesía.

—General Borrows, la seguridad total no admite medidas a medias —replicó el presidente, en palabras dignas de ser citadas. Borrows y Godrich salieron en silencio, escarmentados.

—El incidente está cerrado, señor Crumwell, en todos los sentidos, y quiero dar las gracias a sus muchachos por su colaboración.

—Vamos a agarrar a esos hijos de perra antes de que esto acabe —anunció el frustrado Crumwell, casi llorando.

El presidente le hizo señas apremiantes de que bajara la voz.

—No lo he dudado ni por un momento —dijo, susurrando. Los hombres del FBI desfilaron en silencio.

—Vuelta a empezar —murmuró el presidente a Glover Teesdale; y en seguida, recuperándose con su acostumbrada elasticidad, añadió—: ¡Ah, Glover! Antes de ponerme los pantalones, dígame dónde diablos está ese maldito botón rojo.