Llevaban volando una noche y un día cuando el avispón más oscuro aterrizó sobre un terraplén del ferrocarril, en algún lugar del Medio Oeste. El blanco describió solícito un círculo en torno a él, hasta que observó que su compañero se iba transformando de un modo lento y muy vacilante en Míster Smith. Entonces también él se posó y se transformó rápida y graciosamente en el Viejo.
Míster Smith sacudió su cabeza alborotada como si con eso fuese a desenredársele el pelo. Jadeó, gimió, resopló e hizo una profunda inhalación.
—¿Tuviste bastante? —preguntó con indulgencia el Viejo.
—No podía soportarlo ni un momento más. Creo que picar a aquellos tres idiotas me produjo un gran agotamiento, más de lo que hubiera creído.
—Fue una acción un tanto vengativa.
—Se lo tenían bien merecido. De haber tenido tiempo, hubiese incluido también al perro. Es una verdadera pesadilla estar confinado en un espacio tan reducido como el cuerpo de un avispón, ¡y no digamos verse con tan corta esperanza de vida! Sentía que me iba haciendo más viejo y gruñón a cada metro que volaba, sin nada en mi olfato más que el polvoriento olor a polen, sin más interés en la vida que esa industria de tan escasas perspectivas, sin otro objeto que saltar de flor en flor. ¡Te aseguro que me fue difícil recordarme a mí mismo quién era durante el vuelo!
—Querido amigo, eres demasiado impresionable. Yo no tuve la menor dificultad en recordar quién soy.
—Por supuesto. ¿Quién ha oído hablar de un avispón blanco? Incluso como insecto, tenías que dejar bien sentada tu identidad. Resultaba violento volar junto a ti. Menos mal que no encontramos por el camino a nadie que pudiese reconocernos.
—¿Adónde iremos ahora?
—A algún sitio donde no tengamos que andar siempre huyendo. A alguna parte donde no tengamos antecedentes.
—Pasaré por alto la alusión.
Míster Smith reaccionó con energía.
—Es cierto. Gracias a mis pesquisas aquí y allá, a los editoriales de los periódicos viejos y las frases que he podido escuchar, sé que en este país cada fechoría, por inocua que sea, cualquier mínima infracción de la ley, toda anomalía que señala a unas opiniones mantenidas en privado como no habituales, es registrada en una computadora dotada de memoria, y cada vez que alguien se mete en un lío esos sórdidos detalles son sacados de nuevo a relucir como si fuesen de ayer. Eso refuerza la igualdad de oportunidades para todos… «Todos» empiezan con una desventaja.
—¿Una computadora? —se aventuró a preguntar el Viejo.
—Una imitación artificial de la mente humana.
—¿Lo han conseguido?
El Viejo fue presa de una agitación repentina.
—Hay dos diferencias principales. No tiene ni puede tener imaginación, por la sencilla razón de que si llegase alguna vez a adquirirla por emulación de los seres humanos empezaría a ser tan inepta como ellos, y en consecuencia de un uso limitado. La segunda diferencia es que, en tanto que los hombres tienden a olvidar con el tiempo, la computadora nunca olvida. En los casos a que me he referido, es como una lavadora que en vez de lavar devuelve la misma ropa sucia década tras década, sin que el paso del tiempo sirva más que para hacer que la suciedad parezca mayor que al principio.
—¿Por qué sé tan poco sobre esto? Resulta realmente descorazonador —suspiró el Viejo.
—Confía en mí para los detalles. Tu campo natural es el curso de la historia, el tapiz del tiempo, las cumbres y los panoramas gigantescos… por no hablar del canto coral en tono mayor. Lo mío son el chismorreo, la maledicencia, el rumor y la mala intención que hacen insoportable la comunicación humana. Posiblemente tú no puedas sumar dos y dos; es demasiado fácil; pero si te preguntan la raíz cuadrada de nueve millones cuatrocientos seis mil doscientos sesenta y ocho y tres cuartos, contestas distraído, mientras parece que pienses en otra cosa.
El Viejo estaba radiante.
—Es una manera muy atractiva de decir que somos complementarios.
Míster Smith suspiró.
—Sabías lo que hacías cuando me diste la patada. Eres el poeta del infinito, y yo sólo el periodista del día a día, el hora a hora, el minuto a minuto.
—También ellos son complementarios. Si llego a venir solo a esta expedición no hubiese aprendido absolutamente nada. Mirando al horizonte, hubiese tropezado con todos los pedruscos.
—¡Ya está bien de coba! Es antinatural.
—¿Qué vamos a hacer? No creo que podamos quedarnos aquí mucho más tiempo. Si el FBO nos ha seguido hasta lo alto de una montaña en una máquina voladora, es que son capaces de todo menos de capturarnos.
Míster Smith pasó por alto el error. Ya estaba harto de parecer que siempre tenía razón.
—Hemos explorado los valles —dijo el Viejo—. No podemos irnos sin visitar la cumbre.
—¿La cumbre?
—Al presidente, que vive en el Cottage Blanco, en Washington. ¿Estoy en lo cierto?
—Casi. No es un cottage, sino una casa. Pero antes de ir debemos decidir dónde encontrarnos después. Estoy seguro de que no vamos a poder salir de allí con dignidad. Hay demasiados guardias.
—Bien pensado. Sugiero el aeropuerto. Al menos así podríamos abandonar con dignidad el país.
—Lo dudo. Eso supondría comprar los billetes, preferiblemente de primera; más yens que cambiar, más disfraces de japonés… Y en cualquier caso, ¿adónde iríamos?
—A Gran Bretaña —dijo muy decidido el Viejo—. Han poseído más mundo del que tenían derecho, y creían que les era debido. Me fascina un pueblo que puede engañarse a sí mismo hasta ese extremo y no obstante salir del trance con un tranquilo fariseísmo y la convicción de que, si no hubieran hecho lo que hicieron, otro lo habría hecho; refiriéndose, como es costumbre en ellos, a los franceses.
—Pareces conocerlos sorprendentemente bien.
—Fueron ellos quienes solicitaron mi atención a lo largo de los siglos, como hicieron otros muchos pueblos en vísperas de una guerra. Tenían la cariñosa costumbre de celebrar multitudinarias misas para inducirme a bendecir las armas de uno u otro bando antes de la ruptura de hostilidades, como si yo pudiera hacer semejante cosa; y con aquel conjuro creían que era suficiente. Nunca hubo tal, como puedes imaginarte, pero eso les daba ánimos para la lucha. Sólo los alemanes sobrepasaron el límite de la decencia hace unos años al proclamar que yo estaba de su lado. Gott mit uns, si no recuerdo mal. Me negué a hacer caso de semejante tontería, pero por desgracia dio igual. Se comportaron como si hubiese respaldado su belicosidad. Claro que al final perdieron; ese fue su castigo.
—¿Nunca tomaste partido?
—Nunca. Tenía mejores cosas que hacer. Te lo dejaba a ti. Las únicas guerras que yo realmente odiaba eran las religiosas, las cruzadas y cosas así. Se desencadenan de tal modo las pasiones… Nunca he tolerado ser la manzana de la discordia, el hueso que se disputan los perros de la guerra. Pero últimamente se acabaron las misas. Funerales, sí; pero ya nadie quiere bendiciones. Las guerras se han hecho subrepticias, rápidas y secretas. Nadie en su sano juicio las relaciona ya con la moral. Son blasfemias contra toda la Creación.
—¿Qué esperas que diga yo? ¿Qué estoy de acuerdo contigo? De hecho, en muchos sentidos lo estoy. Ha pasado demasiado tiempo desde la Creación para que me complazcan los conflictos. Después de todo, el mal está para ser disfrutado, y ¿cómo puede uno disfrutar de unas guerras en las que el planeta entero se convierte en una especie de discoteca lunática? No; de ese modo el mal está disperso, diluido, y lo que es peor, se malgasta en grandes recepciones. El mal es para cenas íntimas; ha de ser saboreado, no consumido.
Meditaron un rato en silencio, mientras descansaban sobre la pendiente cubierta de hierba, saturada de rocío.
—Nunca me había oído hablar así —dijo el Viejo, con creciente desconcierto.
—Bueno, nunca has tenido a nadie con quien hablar. Me sacaste de mis profundidades para tenerme de oyente.
—Tal vez. Pero no fue solo eso. Necesitaba un contradictor.
—¿Una caja de resonancia?
—No, no; un contradictor. Alguien que reavivase las moribundas brasas de mi opinión oponiéndose a ellas, aguzando mi sensibilidad embotada para acabar, al menos por unos momentos, con la terrible hibernación que he soportado.
—Lo blanco pide lo negro como una mujer pide un espejo.
—Sí, es cierto. Mi visión de las cosas puede haber cambiado temporalmente porque, al haber adoptado las limitaciones de una forma humana, mi pensamiento está influido por esas mismas limitaciones. Lo veo todo como puede verlo un hombre, sin la menor huella de ese despego postolímpico que me ha capacitado para flotar entre los firmamentos, sin ser turbado por otro sentimiento que por un aburrimiento insensibilizador, y de vez en cuando por una sensación de carencia, de existir sin gusto y sin nervios, sin tan siquiera ser capaz de agotamiento o de dolor. En este sentido, mi misión aquí lleva camino de cumplirse. Voy redescubriendo poco a poco lo que es ser un hombre. Tengo una fugaz sensación de fragilidad física y confusión intelectual. —Al Viejo se le escapó de pronto una risa ahogada—. No lo creerás, pero no me importaría ser mortal. No creo que pudiera soportar la fatiga nerviosa, la simple tensión de tener que juzgar cada movimiento a la luz de sus peligros y de sus posibilidades de fracaso. Pero, a pesar de ello, estoy un tanto envidioso de mis creaciones.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuando están cansados, pueden dormir.
—¿Eso es todo?
—Y si están muy cansados, pueden morirse.
Los dos inmortales estaban tan enfrascados en sus pensamientos que estuvieron a punto de no oír al mercancías que atravesó ruidosamente la noche y pasó junto a sus cabezas con un lúgubre gemido. Una furiosa ráfaga les borró la visión por un momento, y un tipo despeinado y con pinta de borracho rodó por la ladera, precedido por una peste a alcohol y un tufo de ropas malolientes.
—Hola, tíos —dijo, mientras venía a tumbarse a su lado. Estaba ileso, y era evidente que había desarrollado una técnica para lanzarse sin daño de los trenes cuando iban despacio.
—¿De dónde sales? —preguntó el Viejo.
—De ese tren —gritó el recién llegado.
—¿Adónde ibas?
—A San Luis, en Missouri. Eso fue hasta que os vi aquí tumbados. Me dije: esos dos tipos deben de haberse lanzado del de las tres y cuarenta y dos, de Lincoln, en Nebraska, a Terre Haute, en Indiana, que llega aquí a eso de las cinco. Es posible que tengan algo de comer. Aún no he cenado, ¿comprendéis?
—Nosotros no comemos —dijo muy serio el Viejo.
—¿Cómo? ¿Qué no coméis? ¿Vosotros, unos tipos que están vivos?
Y el vagabundo soltó una carcajada sonora y excesiva.
—No tenemos hambre.
—Nunca la tenemos —añadió sin necesidad Míster Smith, en el mismo tono moralizante.
—Bueno… Sólo hay una explicación. Será que tomáis drogas, como yo.
—¿Drogas? —inquirió Míster Smith.
—Claro. Qué hace que un tipo se eche a las drogas, me preguntaréis. Pues os lo voy a decir. Amo este mundo con pasión, ¿comprendéis?, sólo que me gusta desnudo, como una virgen. Me gusta lo que el Señor nos dio…
—Eres muy amable —le interrumpió el Viejo.
—… pero odio lo que nosotros hicimos con ello. Sé que es difícil de creer, pero nací rico. Hijo único. De joven tuve todo lo que quería: un Packard Roadster, jacas de polo… Fui a la escuela Militar y a la Universidad de Princeton. Me casé con la hija de E. Cincinatus Browdaker, que en esa época era dueño de medio Oeste, incluidos los Ferrocarriles de las Rocosas y el Pacífico, los Estudios Pinnacle, de Hollywood, el Reno Daily Prophet, el Banco del Distrito del Valle de la Muerte y lo que queráis. Fue la boda más sonada de Denver en lo que va de siglo. Se consumieron siete mil botellas de champán y se quemaron cuatrocientos mil dólares en fuegos artificiales. ¿Cómo podía un matrimonio sobrevivir a eso?
Hubo un silencio, roto sólo por el discreto silbar del viento en los hilos del telégrafo y el suave murmullo que hacía al peinar la hierba.
—¿Hasta ahora no hay preguntas? —inquirió el vagabundo, de un modo un tanto raro.
—No —dijo el Viejo—. Lo que acabas de decir suena a moraleja bíblica.
—Es curioso que digas eso. Mi padre hizo su fortuna fabricando cisternas para los cuartos de baño. La Cisterna Silenciosa Lamington. Iba regularmente a la iglesia. En su intimidad, se aferraba a las Sagradas Escrituras y no estaba dispuesto a renunciar a ellas por muy rico que llegara a ser. La parábola del camello y el ojo de la aguja siempre le había preocupado. De modo que cuando al fin se hizo lo bastante rico para que no le importase realmente saber cuánto tenía, mandó fundir una aguja en Wilkes-Barre, en Pensilvania. Recuerdo el día en que llegó, sobre quince camiones, y cómo soldaron las piezas… en el césped, bajo el balcón de la suite de papá. Después compró un par de camellos en Egipto y todas las mañanas llevaban a uno de ellos a pasar por el ojo de la aguja; papá levantaba los ojos al cielo y decía: «Espero que estés mirando, Señor. Supongo que sabes por qué he llegado a este extremo». Y reía por lo bajo devotamente y le decía, como a un socio: «Que esto no salga de entre nosotros, ¿quieres?». No tengo ni idea de dónde está ahora.
—¿Ha muerto? —preguntó el Viejo.
—Bueno, lo seguro es que no sigue vivo —dijo riéndose el vagabundo—. De lo contrario yo no habría heredado. —Lanzó un hondo suspiro—. No se fiaba de mí, así que me puso difícil el echar mano a más de mil millones de dólares antes de cumplir los cincuenta.
—Qué molesto —dijo Míster Smith—. ¿Cómo te las arreglaste?
—Os diré cómo. Cuando me aseguré de que mis tres hijos iban bien en el colegio y mi mujer tenía una emocionante aventura con mi psiquiatra, simplemente desaparecí en el paisaje, y aquí estoy. Por suerte, de niño yo estaba loco por los trenes. Eran la única parte de la civilización con la que verdaderamente me identificaba. Solía tener un pequeño cuaderno con los números de las locomotoras, sus horarios e itinerarios, y he conservado esa información hasta hoy. De modo que viajo de acá para allá, a lo largo y a lo ancho de este gran país nuestro, evitando las ciudades, subiendo a los trenes en marcha y rodando por los terraplenes gracias a una técnica que desarrollé yo mismo.
—¿Este gran país nuestro? —se extrañó el Viejo—. Es la segunda persona que nos hemos encontrado que lo llama así, sólo que el otro estaba en circunstancias muy diferentes a las tuyas.
—¿Mejores o peores? —rio el vagabundo, dando un oreo a sus dientes podridos—. Bueno, eso se debe a que «este gran país nuestro» es una especie de estribillo que a menudo utilizan militares acusados de actos criminales o presidentes obligados a tomar medidas impopulares; pero sí, es grande. Mira eso. Va clareando; sólo unas cuantas hebras púrpura y un toque naranja en el cielo, como si la orquesta del día estuviese afinando. Hay tal sensación de fuerza en el horizonte, tal rumor de riqueza escondida en el suelo, se le siente tan seguro… Nunca me canso de deleitar mis ojos en él, y mis oídos, y lo que queda de mi condenada mollera.
—Si eres tan exultante por naturaleza, no veo para qué necesitas las drogas —observó Míster Smith.
El vagabundo volvió a reír por lo bajo.
—¿Por qué supones que mi exultancia, si existe esa palabra, no es debida a las drogas?
—Las drogas son sólo una manera cara de empeorar un mal asunto.
—Eso es lo que tú crees. ¿Cuántos años tienes? —preguntó el vagabundo, empezando a mostrar el lado feo de su carácter.
—Soy algo mayor que tú —dijo con mucha calma Míster Smith.
—Apuesto a que no.
—Yo apuesto a que sí.
—¡No lo eres! —gritó el vagabundo, con ganas de pelea.
—Vamos, vamos —intervino el Viejo—. ¿Cómo puedes ensalzar así las maravillas de la naturaleza, en un elogio del que varios de sus pasajes me han encantado, y al momento lanzarte a una disputa totalmente inútil?
—¡Porque tengo sesenta y ocho jodidos años! ¡Por eso!
—Para nosotros no eres más que un chiquillo. Sólo los niños utilizan lo que ellos imaginan que son palabras fuertes.
—Entonces, ¿cuántos años tienes tú? —preguntó el vagabundo, de pronto suspicaz.
—Tantos que no te lo creerías.
—Sí, y somos aproximadamente de la misma edad —añadió Míster Smith, en un elevado todo moralizante que esa información difícilmente justificaba.
—¿Cómo es que a vosotros no os ha molestado mi olor? —preguntó sombríamente el vagabundo.
—¿Por qué nos iba a molestar?
Fue Míster Smith el que se tomó el trabajo de continuar la conversación, mientras el Viejo parecía desconectarse de ella.
—Adondequiera que voy, cuando me acerco a la gente, como ahora con vosotros, me dicen que apesto. A veces me enzarzo en peleas. Siempre gano. Los otros pueden ser más fuertes y más jóvenes, pero yo tengo este olor como el de una mofeta, que los deja fuera de combate. Y siempre me salgo con la mía. —Los miro desafiante—. Vosotros no habéis protestado. ¿Por qué?
—Ninguno de los dos tenemos sentido del olfato. Pero imaginación sí; y, ahora que lo dices, me imagino cómo hueles sin la menor duda. Debería darte vergüenza.
—Ya está bien. ¿Quieres pelear?
—Estamos descansando. ¿Es que no lo ves?
—En mis tiempos maté a seis hombres. A seis y una mujer.
—Feliz tú que puedes contarlos.
—¿Insinúas que tú mataste más?
—Yo no mato; hago que maten otros. A menudo por negligencia, pero no puedo estar en todas partes a la vez.
El vagabundo interrumpió la charla y se dispuso a administrarse una dosis preparando los avíos portátiles que llevaba en su voluminosa chaqueta. No hubo conversación durante un rato, mientras Míster Smith miraba a lo lejos, como ofendido. Fue el Viejo quien restableció el contacto.
—¿Qué haces?
—Me dispongo a concentrar mi mente —replicó el vagabundo con salvajismo reprimido—. Las vuestras están ya concentradas, y me siento como dejado al margen.
—¿Concentradas?
—Sí. Sois un par de cochinos viejos mentirosos. Usáis drogas lo mismo que yo, pues de lo contrario no hablaríais como lo hacéis. Voy a aplicarme una dosis para que podamos seguir una conversación normal. Y permitidme que os diga algo: hay una camaradería entre los miembros de lo que me gusta llamar la comunidad del camino de hierro, una especie de espíritu de pertenecer y compartir, del que vosotros dos, viejos bastardos, no sabéis ni una palabra. Todos nosotros compartimos cuanto tenemos: comida, bebida, marihuana, droga dura… Todos para uno y uno para todos. Nadie debe nada a nadie. El dinero, ese sucio cáncer de la sociedad, simplemente no existe. Somos como libros abiertos. Y eso es algo que tenéis que aprender si vais a viajar en los mercancías. De lo contrario llegará un día en que todos os conoceremos, en que os habremos calado, y no hay nada tan fácil como empujar a un hombre fuera de un tren en un lugar donde no haya terraplén por el que rodar; lo mejor es un puente, o un túnel, o quizá cuando pase otro tren.
—¿Qué tienes contra nosotros? —preguntó el Viejo.
—Estáis mintiendo. Tenéis secretos y no soltáis prenda. No seríais capaces de mirarme a los ojos. Sois taimados. Tomáis las cosas a escondidas. Probablemente sois una pareja de viejos maricas y yo os he interrumpido la cita, o como diablos lo llaméis. ¡Estáis intentando mantenerme fuera de vuestras vidas!
—¡Deja ya de blasfemar! —exclamó Míster Smith, con una estridencia que cortó los tímpanos del vagabundo como un bisturí.
—¿Blasfemar? —se encrespó el vagabundo, que estaba justamente en el trance de aplicarse la dosis—. ¿Quién os creéis que sois? ¿Dios Todopoderoso?
—No podemos ser ambos Dios Todopoderoso, y desde luego yo no lo soy.
—Vaya, ahora sí que te has pasado —dijo el vagabundo, recostándose mientras esperaba que le hiciese efecto la droga.
El Viejo decidió actuar como influencia tranquilizadora.
—Tienes por naturaleza una imaginación tan rica, incluso febril, sin duda dotada con creces para ser millonario, que no veo para qué necesitas más estímulos.
El vagabundo tenía los ojos cerrados, y en su frente había aparecido una fina capa de sudor.
—¡Diablos! Sois muy ignorantes… os contentáis con tan poco… reducidos a la prisión de vuestro cuerpo… resignados a las ventanas con barrotes y a la oscuridad que hay más allá, cortando de raíz cualquier fantasía… ¡Dios! Un hombre necesita ayuda para luchar por salirse del marco que la vida le impone… Las veinticuatro horas del día, un metro ochenta de estatura, ochenta y cinco kilos de peso, presión sanguínea de 198 y 80, número 5 guión 28641BH de la Seguridad Social, etcétera, etcétera… todo exactamente preciso… clavado como una mariposa en su caja… sin vida, sin alma, sólo vuestros colores exactos… Oh, hermanos míos, cuánta magia en la masa de las arterias, los corpúsculos, las células y los poros que forman el metabolismo humano… Pero ¿de qué sirven si el cerebro es como un fósil en el desierto? En cambio… —Inició un discreto temblor, todavía controlado— …añadid un poco de polvo, de un blanco inocente, o un pinchazo en la vena, y un hombre atado a la tierra puede volar por encima del paisaje; recorrer el mundo, como Puck, en media hora; dar bandazos por entre las galaxias descansando a ratos en la estratosfera a velocidades inmóviles superiores a la de la luz. —Empezó a declamar, mientras trataba de despegar del suelo—. ¡Es una mezcla pasmosa, deslomante, de esquiar, bucear y joder! —El Viejo se incorporó sin esfuerzo.
—No lo soporto —dijo muy serio—. Estoy aquí haciendo toda clase de esfuerzos por confinarme, e inevitablemente confinar mi pensamiento, dentro de los límites de la condición mortal, y ahí tienes a ese más que miserable mortal, incoherente a fuerza de vino y estimulantes, que lucha por romper sus ataduras y ser un dios. Debería bastarme para no volver ni a intentar siquiera recurrir a este tipo de subterfugios. Me voy. Estoy asqueado.
El vagabundo empezó a retorcerse en el suelo como llevado al orgasmo por una compañía invisible.
—No me dejes solo con él —dijo Míster Smith—. Es suficiente para apartarle a uno del vicio para siempre.
—Ahora me imagino incluso que puedo olerlo —dijo el Viejo, deprimido, con la mirada yendo de un lado a otro, las ventanas de la nariz muy abiertas y en el labio una mueca de repugnancia—. ¿Qué hora es?
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Tú lo sabes todo.
Míster Smith miró al cielo.
—Yo diría que entre las cinco y las seis.
—¿Y en Washington?
—Si la información que nos ha dado ese hombre sobre nuestro paradero es exacta, diría que entre las siete y las ocho.
—Cógete de mi mano.
—Sería mejor que dijésemos adiós.
Ambos miraron al vagabundo, que parecía presa de una malaria terminal.
—No queremos molestarle, pero tenemos que irnos —dijo el Viejo.
—Adiós y buena suerte —añadió Míster Smith. Y desaparecieron. Al vagabundo no le sorprendió.
—Eh… ¿qué clase… de droga… tomáis? —gritó—. Estaré ahí arriba… con vosotros… Dadme tiempo… —Su cabeza captó la palabra como un trapecio que volara sobre el serrín de la pista y se agarró a ella como a un salvavidas, gritando con una voz que fue perdiéndose en la ronquera, en el gimoteo, en el silencio—: Tiempo… tiempo… tiempo…
Después, el vagabundo no fue ya más que un bulto, sólo acreditable como vivo por breves movimientos convulsivos y una espuma blanca que brotaba de sus labios contraídos y se le escurría por la barbilla.
Un nuevo tren traqueteó lentamente a lo largo de las vías, quejándose de su soledad al sordo paisaje.
Mientras pasaba, una silueta borrosa rodó por el terraplén. Al parecer aquel era un lugar de encuentro acreditado para los sin hogar.
El recién llegado, un tipo pequeño y arrugado con barba y patillas, comprendió en seguida lo que convenía. Descorchó una vieja cantimplora militar y, reclinando la cabeza del vagabundo sobre su brazo izquierdo, se la aplicó a la boca, que eructaba sin ruido.