Capítulo 8

Sentados en la oscuridad, hablando en tono ahogado, al Viejo y a Míster Smith les llegaba de abajo el ruido de voces. Las paredes eran evidentemente muy delgadas.

—Estoy harto de huir. Después de todo, si hay más personas como Tom, nuestra visita puede convertirse aún en algo beneficioso —dijo el Viejo.

—Créeme, ese es único. Sí, en potencia puede haber otros como él, sólo con que confiasen en su inteligencia natural más que en lo que les dicen, e incluso les ordenan. No, créeme; los habitantes del Oscar’s Wilde Life superan con mucho en número a los Tom de este mundo, aunque a su modo sean igualmente inconformistas. La mayor parte de los hombres y de las mujeres, la inmensa mayoría, se imitan unos a otros, copian las opiniones, los peinados, el corte de traje y el modo de hablar de los demás. Para esas personas, la originalidad es un obstáculo en el trato social.

—Si eso es cierto, resulta deprimente —reflexionó el Viejo—. Sé que algo en mi interior desea abandonar la lucha, ir a la cárcel, seguir hasta el final la lógica humana. De otro modo no creo que cumplamos totalmente con la obligación que nos impusimos.

—Parece como si aquella horrible muerte quisiera volver a levantar cabeza.

—Tal vez sea así.

El ácido volvió a impregnar las cuerdas vocales de Míster Smith.

—Resígnate, mi pobre viejo y farisaico camarada —dijo—. No has hecho nada que merezca la pena de muerte. Sólo has falsificado unos catorce mil ochocientos sesenta y cuatro dólares.

—¿Cómo sabes la cantidad exacta? Ni siquiera yo la sé.

—El FBI sí. Lo leí en aquel horrible hospital de Washington. Se me da muy bien leer al revés; soy un verdadero especialista. De modo que la suma queda bastante por debajo de los quince mil pavos. Y es tu primer delito. Todavía no han dado con lo de los cinco millones de yens y todos los demás extras de nuestro equipo de supervivencia, y con un poco de suerte nunca lo sabrán. En vista de nuestra avanzada edad, probablemente te soltarán a prueba, y tendrás que presentarte una vez por semana a un tonto a quien no consiguieron encontrar un empleo mejor. Semejante perspectiva apenas merece el supremo sacrificio; y en cualquier caso, como tú tan poco complacientemente me señalaste cuando estaba a punto de ser mordido por un perro rabioso, no nos puede pasar nada. De modo que olvídalo.

—Tienes siempre preparados jarros de agua fría para acabar con cualquier entusiasmo transitorio que yo pueda tener. Es una lástima.

Abajo, en el salón, Tom se enfrentaba a Guy Klevenaar, Doc Dockerty y Luis Cabestano, todos del FBI.

Klevenaar estaba examinando la mesa por el procedimiento de dar vueltas a su alrededor mirándola desde todos los ángulos.

—Os garantizo que aquí no se ha comido —dijo—; pero las sillas están desplazadas de un modo que sugiere que han sido ocupadas recientemente.

—¿Qué están tratando de probar, amigos? —preguntó Tom, con sus claros ojos echando chispas—. ¿Qué escondo a delincuentes o que estoy conchabado de ellos?

Doc Dockerty se echó hacia adelante, muy serio.

—Me pregunto si se da usted cuenta de lo peligrosos que son esos hombres. No creo traicionar ningún secreto si le digo que a varios altos cerebros de la Administración se les ha pasado por la cabeza que pueden estar trabajando para el otro lado. Para empezar, entraron ilegalmente en Estados Unidos, posiblemente desembarcados por un submarino. Fueron sorprendidos en Washington cuando intentaban pasar cerca de un millón de dólares falsos como moneda de curso legal. Desaparecieron de los calabozos de la policía, y después de un hospital psiquiátrico. Volvimos a dar con ellos en el programa de Joey Henchman, quizá lo haya leído, y allí intentaron provocar un incendio. Volvieron a escaparse, y ahora se rumorea que están en esta zona. Y son «muy peligrosos».

—¡No me diga! ¿Y cómo es que se escapan continuamente? Yo creía que ustedes eran expertos en asegurar a los detenidos.

Los hombres del FBI se intercambiaron miradas que hablaban con elocuencia de su perplejidad. Fue Luis Cabestano el que, con un fuerte acento hispano, dijo:

—Eso es material reservado. No tenemos siquiera derecho a pensar en ello.

—Así es —confirmó Klevenaar.

—Aun así —dijo con su acento sureño Doc Dockerty—, nadie puede impedir a un tipo especular, y por lo que se rumorea en Washington, tiene una nueva técnica para desaparecer. Ahora bien, si son capaces de hacer eso, sólo puede significar una cosa: poseen algo que nosotros no tenemos. ¿Y quién puede tener algo que nosotros no tenemos? ¿Una persona? ¡Qué insensatez! ¿Una organización? ¡Anda que te miren la cabeza! ¿Otra nación? ¡Eso es hablar! Una cosa así necesitaba los plenos recursos de toda una nación. Un know-how de esa categoría no aparece de la noche a la mañana. ¿Estamos empezando a ver la luz? ¡Exacto! ¿Se da cuenta ahora de por qué algunos de los jefazos piensan que están al servicio de… el otro lado?

—¿El otro lado?

—No hace falta ser demasiado inteligente para saber que me refiero a los ruskis; sólo que no se nos permite decirlo por si anda cerca algún topo, teniendo en cuenta lo bien que nos llevamos con ellos ahora que estamos destruyendo nuestras armas obsoletas y todo eso. ¡Mierda, no debo decírselo!

—¿Adónde lleva esa escalera? —preguntó Klevenaar, con el pie en el primer escalón.

—¿Adónde suelen llevar las escaleras? —replicó Tom—. Arriba. Sólo les diré una cosa, amigos. Esa puerta da afuera, y es ahí donde me gustaría que explorasen. No nos gusta ver helicópteros por aquí. Perturban a los animales, sobre todo por las noches, y contaminan. Y por la presente les ordeno salir de la zona del Parque Nacional, porque están ustedes quebrantando algunas de las normas básicas por las que se rige este lugar.

—¿Y si se tratase de una emergencia? —exclamó Doc—. ¿Y si se ha roto usted una pierna, o a su esposa se le ha reventado el apéndice?

—Eso es diferente. Ahora no hay una emergencia.

—¿Qué no? —aulló Doc—. ¿Con dos peligrosos enemigos de Estados Unidos sueltos… probablemente al servicio del maldito… otro lado? Adelante, chicos; registrad.

—¡Mi mujer está en su habitación y los niños durmiendo! —gritó Tom, con un feroz susurro.

—Estoy seguro de que el Tío Sam tendrá mucho gusto en disculparse con ellos —replicó Doc con otro susurro, no menos feroz.

En ese momento, Guy Klevenaar, que estaba ya a media escalera, lanzó un grito y empezó a sacudir la mano.

—¿Qué pasa? —gritó Doc, disponiéndose a sacar su arma.

—Me ha picado no sé qué maldita cosa.

—A ver.

Doc se acercó de un salto.

—¡Aquí, en el dorso de la muñeca!

—¿Estás seguro de que no es una cerbatana? —dijo en voz baja Doc—. Recuerda aquella conferencia que nos dieron sobre las cerbatanas y sus usos. —Y añadió—: ¡Mierda! —mientras se echaba atrás, agarrándose el cuello.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz soñolienta Luis Cabestano.

—¡También a mí me ha picado!

—¿A los dos? Vaya coincidencia. Echemos una mirada.

Doc dejó que le examinase el cuello.

—Eso es de una avispa.

—¿Una avispa?

—Sí. ¡Oh, oh!

—¿Qué pasa? ¿También a ti?

—Sí. Pero me lo tomo con más calma. Me pican casi a diario en el jardín.

—¿Dónde ha sido?

—Aquí, en el tobillo —dijo Cabestano, levantando la pernera del pantalón.

—A los tres —gruñó Guy—. A más de diez mil pies, por encima de la línea de las nieves y de noche, picados por una avispa.

—No tiene el menor sentido.

Se miraron con una creciente impresión de lo absurdo del trance.

Doc frunció el entrecejo, y su tono fue tan suave como siniestro.

—¿Creéis que esto podría ser algo más que ellos tienen… y nosotros no?

Tom notó un cosquilleo en el dorso de la mano. Miró, sin levantarla. Posadas en ella había dos avispones, uno de ellos oscuro, el otro blanco como la nieve.

—Jesús, ¿un avispón albino? —se dijo, y de pronto se dio cuenta de lo que había ocurrido. Un milagro.

Sin mover la mano, abrió la puerta con la otra y se asomó. Los avispones despegaron en formación, y a Tom le pareció que agitaban las alas en un saludo.

—¿Qué está haciendo ahí? —le interpeló Doc, siempre suspicaz.

—Aquí dentro se asfixia uno, ¿no le parece?

—Yo iba a comentar el frío que hace —replicó Guy.

—Es cierto —corroboró Cabestano.

Tom cerró la puerta.

—Pueden subir, amigos. Cualquier cosa que yo pueda hacer para ayudar al FBI a cumplir con su deber…

—Pero, vamos a ver: ¿qué hay ahí arriba, es decir, aparte de las escaleras? —preguntó Guy, de nuevo a medio camino.

—Los avispones deben de haber hecho un nido debajo del alero, como el año pasado. Tuve que echarlos a fuerza de humo.

—¿Avispones? ¡Eso es peor que las avispas!

—Sí. Cuatro picaduras de avispón bastan para matar a un hombre. Tres, si es débil.

—Eh, ¿sabéis una cosa? Este dolor no mejora —dijo Doc, llevándose la mano al cuello.

Guy volvió a bajar poco a poco la escalera.

—Creo que estamos dispuestos a creer que no esconde a nadie.

—Ya les di mi palabra —dijo Tom, hecho un perfecto norteamericano, sano y honrado— de que no he dado abrigo aquí a ningún ser humano desde la última ventisca del invierno.

En ese momento, el viejo perro, al que habían despertado de un sueño inquieto, esmaltado de visiones de monstruos babosos notó presencias extrañas y empezó a ladrar.

—¿Tiene aquí un perro?

—Sí… No me gusta dejarlo fuera.

—¿De qué raza?

—Un cruce de Dobermann y Rottweiler.

—¿Cómo se llama?

—Satanás.

—Bueno… creo que si vosotros estáis satisfechos, yo también. Necesito que me curen esta picadura —dijo Doc.

—Por mí de acuerdo —replicó Guy—. No voy a pegar ojo si este dolor empeora.

—Bueno, yo estaba dispuesto a dar esto por terminado antes de que nos picasen —asintió Cabestano.

—Gracias por su ayuda —dijo Doc cuando ya salían; y, pensándolo mejor, volvió para añadir—: Escuche, si aparecen esos sospechosos después de irnos, sólo tiene que llamar a Phoenix 792143 o 44. Aquí tiene mi tarjeta. Y no diga que hemos estado aquí. No queremos que sepan que andamos tras ellos, ¿comprende? Si tiene que mentir, recuerde que lo hace por su país. Dígales sólo: «No, no hubo aquí tres seres humanos buscándolos». Llámenos. Y entreténgalos charlando. Nosotros haremos lo demás.

—De acuerdo, Doc.

Tras una vacilación inicial a causa del frío, los flácidos rotores se tensaron y el helicóptero despegó y se perdió de vista, y al poco tiempo también de oído.

Tom volvió a abrir la puerta y llamó:

—Ya pueden volver…

Esperó un rato, hasta que se dio cuenta de que se habían ido para siempre, dejando tras de sí mucho que pensar para un hombre de fe sencilla.