El Viejo, sentado sobre una peña al rico sol del atardecer, gozaba de la increíble belleza de las cimas de un rojo dorado y las lejanías malva. El aire era puro y tibio, una vez que el calor del día había ido cediendo. Detrás estaba Míster Smith tumbado en el suelo agotado por la rapidez del viaje. Observaba fascinado el avance de las hormigas. Era su hora punta, y se tambaleaban montando unas sobre otras en la desesperación por llegar a su destino. Era evidente que a pesar de su inteligencia aún no habían alcanzado un grado de cohesión que hiciese a cada hilera de hormigas atenerse a su lado del sendero.
—Esto tiene sentido —dijo de pronto el Viejo.
—¿Qué es lo que tiene sentido?
—Me recuerda tantas cosas, estar sentado en lo alto, fuera del alcance de cualquier tipo de influencia. La época de nuestra adolescencia, ¿recuerdas? El Olimpo.
—El Olimpo era frío, siempre envuelto en nubes, miserablemente incómodo. No se parecía nada a esto.
—Bueno, pues a mí me lo recuerda. Tal vez no en mi memoria celestial, pero sí en la mortal que asumí a fin de poder evaluar el estado de los humanos. Y me recuerda también a Moisés, a Moisés y sus Tablas de la Ley. Fue en un lugar alto.
—Yo no estaba allí.
—Me llamó la atención. Por eso lo recuerdo.
Hubo un silencio mientras cada uno proseguía con sus pensamientos.
—¿Dónde vamos a pasar la noche? —preguntó Míster Smith.
—Aquí.
—Está lleno de bichos.
—Levita —dijo el Viejo, como si se tratase de la cosa más natural del mundo.
—La levitación requiere energía, y estoy totalmente agotado con estos viajes tan rápidos y tan seguidos.
—Te dejaré mi túnica para que te eches en ella. Nada te tocará. Incluso puedes intentar dormir un poco.
—No —gruñó Míster Smith—. Sólo dos cosas parecen darme sueño, el sexo y la televisión. Y ahora que lo pienso, es lo que echo de menos aquí arriba. ¿No podemos ir a descansar en algún sitio con televisión?
—¡No! —le espetó el Viejo, con un mal humor sorprendente.
—¿Por qué no? —gruñó Míster Smith, testarudo como un niño. Había encontrado la longitud de onda de los pensamientos del Viejo y estaba hurgando en ellos con la perversidad egoísta de un niño malvado—. ¿Por qué no? —repitió; y al cabo de un rato, en voz más alta y arrastrada—: ¿Por qué no-o-o? —Y de pronto estalló—: ¡¿Por qué no?! —gritó pataleando de un modo irracional y golpeando el suelo con los puños.
El Viejo cerró los ojos como haciendo esfuerzos por no perder la paciencia.
—Verdaderamente eres el colmo —dijo—. Después de todo lo que hemos emprendido juntos, de tantos momentos en los que hemos sido amables y considerados el uno con el otro, has encontrado el modo de interrumpir mis reflexiones cósmicas. ¿Qué estás haciendo ahí detrás?
El Viejo advirtió un rápido movimiento defensivo de Míster Smith, que se volvió como un escolar que trata de sustraer su trabajo a los ojos de un vecino copión.
—¡Quita el brazo! —ordenó el Viejo.
A regañadientes, Míster Smith hizo lo que le decía, y dejó al descubierto un anillo de llamitas en torno a un escorpión que mantenía su cola en alto, como disponiéndose a lanzar una jabalina. Los cadáveres de otros alacranes yacían alrededor como gambas devoradas.
—Uf uf… Eso es tan sucio como andarte en la nariz —dijo el Viejo—. Me sorprendes. Pobrecillos.
—¡Pobrecillos escorpiones, claro! —exclamó Míster Smith—. Ni que fuese un asesinato. ¡Pues no lo es, me apresuro a decir! Es un suicidio.
—¿Un suicidio? ¿Te atreves a hacer uso de un tecnicismo en tu defensa?
—Echo de menos mi televisión.
—Creía que la odiabas.
—Odiaba muchas cosas la primera vez que las probé: el camembert, las ostras, los cigarrillos mentolados, la marihuana… Me hago fácilmente adicto a cosas que me resultaron repelentes al primer contacto. Tienes ante ti a un teleadicto que necesita con urgencia una dosis.
—¿Qué es lo que encuentras fascinante en ella?
—No lo sé; no lo he analizado. Quizá que matan a miles de personas sin que nadie resulte herido. Estos pequeños escorpiones que maté para pasar el tiempo sí están realmente muertos. Ya no volverán a amenazar un pie descalzo o al imprudente que toma baños de sol. ¿Y sabes por qué están muertos? Porque no era en televisión.
El Viejo sonrió torvamente.
—¿Desde cuándo te preocupa si la muerte es real o fingida?
—Desde que empecé a viajar contigo, oh, Señor.
—Hipócrita.
—¡Ah, sí! ¡Qué halago! —Y soltó una breve risita loca. Después se puso serio—. Estaría faltando a mis deberes si de pronto empezase a distinguir entre muerte real y muerte falsa, entre el auténtico y el falso sufrimiento, entre la verdad y la ficción.
—Me alivia mucho ver que lo admites.
—De eso no hay peligro —dijo sombríamente Míster Smith—; pero espero que te des cuenta de que debería haber ido en ayuda del reverendo Henchman y no de ti. Él es mi hombre.
—Si hubieses acudido en su ayuda y expuesto tus razones con la moderación que hace falta para ser convincente en la política norteamericana, habrías acabado con él de un solo golpe. Lo habrías desenmascarado, con o sin Carpucci. Pero eres demasiado nervioso para una estrategia tan complicada. Perdiste la cabeza, olvidaste tu primera intención, te entró el pánico y empezaste a prender fuego a las cosas.
Hubo un largo silencio.
—¿Por qué no respondes? —preguntó el Viejo.
—¿Me interesa realmente acabar con él? Es mi hombre, como ya te dije; no el tuyo. Piensa en esos pobres inválidos que estaban empezando a hacer cola cuando nos fugamos; en lo que perdieron, sus esperanzas, sus ilusiones de mejora, su sensación psicosomática de repentino bienestar. Todo es cosa mía. Sólo su optimismo sobre su estado procede de ti. La irrefutable realidad es mía. Y quizá es por eso por lo que de pronto encuentro la televisión tan de mi gusto. En ella no hay nada íntimo ni discreto; es un mercado vulgar en el que todo está a la venta, donde se ofrecen toda clase de malos ejemplos para emularlos sin perder el tiempo en reflexionar. Todo es acción, ¡hala, hala, hala!
Chascó los dedos e inventó un rápido estribillo que olía a exuberancia y abandono.
—Vimos parte de un programa sobre los ritos nupciales de los pingüinos, hecho, en mi opinión, con un gusto excelente, pero tú te empeñaste en cambiar a otro canal, ¿recuerdas? No toda la televisión es del tipo que a ti te gusta. De hecho, incluso diría que si siguiéramos… algún tiempo, tendríamos que tener un televisor para cada uno.
Hubo otra pausa, mientras iba oscureciendo a ojos vistas. Un sol de un fuerte color anaranjado iba perdiendo intensidad detrás de voluptuosas nubes que albergaban toda clase de reflejos en sus pliegues, como si fuesen paráfrasis abstractas del cuerpo humano. Al menos así las veía Míster Smith, con una especie de fruición triste. Para el Viejo eran como la explanación de grandes verdades, demasiado oscuras para soportar la traducción al tosco vehículo del lenguaje.
—Creo —dijo de sopetón— que hasta ahora nuestra aventura por necesaria que sea para nuestro bienestar, no ha tenido pleno éxito.
—Te lo concedo.
—Me la había imaginado mucho más sencilla. No tenía la menor idea de que la sociedad hubiese evolucionado hasta resultar prácticamente impenetrable para un par de viejos excéntricos de safari.
—¿Puedo hacer una pequeña crítica?
—¿He tratado alguna vez de amordazarte?
—No importa; no vamos a entrar ahora en eso. ¿No crees que nos equivocamos al iniciar este experimento por el extremo más sofisticado de la escala? Después de todo, hasta ahora sólo hemos cometido un error grave, y eso durante nuestro primer día completo en la Tierra. Echaste a volar puñados de dólares que resultaron ser falsos. Era el único error que necesitábamos cometer. Desde entonces nuestra vida se ha hecho cada vez más precaria, con hombres groseros que empuñan revólveres, nos dicen que no nos movamos de dondequiera que estemos y tratan de hacernos prometer que no vamos a desaparecer antes de que tengan ocasión de castigarnos. No quiero volver a sentir esas esposas frías como el hielo, ni a estar entre rejas, ni a someterme a un reconocimiento médico.
El Viejo sonreía.
—Admito que ha habido momentos tan embarazosos como desagradables, pero hemos aprendido más de lo que creemos. Si hubiésemos llevado a cabo nuestro aterrizaje en la selva africana o en la jungla de la India nos hubiésemos dicho que nada había cambiado apenas, y probablemente nos hubiéramos equivocado incluso allí. Aunque, por alguna razón, no creo que la autenticidad del dinero fuese tan importante en un sitio desprovisto de él; auténtico o falso, hubiera sido recibido con el mismo contento y gratitud.
—Entonces, ¿por qué empezamos por Norteamérica?
—Es, sin duda, nuestro obstáculo más difícil, y creo que antes de volver a nuestra existencia acostumbrada, tal vez incluso mucho antes, tendremos que irnos de Estados Unidos.
—¿Tienen los otros países tanta televisión?
—Qué pregunta tan curiosa. Te tiene realmente atrapado.
—Bueno, ayer tuve en ella mi momento de gloria, a pesar de las grandes probabilidades en contra. Estoy seguro de que hoy me reconocerían casi en todas partes, si no hubiésemos venido a un sitio donde no hay un solo televidente.
—Por eso tendremos probablemente que abandonar Estados Unidos, por culpa de tu afán de publicidad. Pero, recuerda, están tan sumidos en su escepticismo que nunca serás reconocido como Satanás, sino sólo como el tipo que se cree Satanás.
—Bueno, al menos he cambiado de aspecto para evitar ser descubierto. En cambio tú no te esfuerzas lo más mínimo. ¿Has visto a alguien ni siquiera remotamente parecido a ti en nuestros viajes? Si hubiésemos ido a África o la India con esa lacha, ¿cómo hubieras explicado el hecho de que eres de un blanco que da asco? No sólo es blanca tu piel; lo son también tu pelo y tu barba, y la túnica. Incluso llevas en los pies una especie de zapatos de tenis. ¿Por qué? ¿Tanto miedo tienes a la menor mancha? No te limitas a llevar tu perfección por dentro; vas empapado en ella. ¡Diablos, si cada vez que te miro me acuerdo del Cielo!
—¡Ya basta! —exclamó el Viejo con algo parecido a la estridencia, e instantáneamente se volvió negro.
Míster Smith empezó a farfullar y atragantarse mientras le acometía una risa irrefrenable.
El Viejo pestañeó irritado. No se le daba demasiado bien ser negro, dado que nunca había practicado en serio y carecía del olfato de Míster Smith para el arte del disfraz. Tampoco el ser blanco, todo hay que decirlo, pues de cualquier otro con aquel color se pensaría no sólo que estaba a las puertas de la muerte, sino que ya las había traspasado. El Viejo aparecía tan total y exageradamente negro que le faltaba autenticidad, y recordaba más a un artista de club nocturno de los años veinte con la cara tiznada que a un verdadero negro.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó malhumorado, mientras su compañero parecía al fin capaz de dominar la risa.
Míster Smith lo miraba con ojos agradecidos, desde los que un desfile de lágrimas había rodado hasta los pliegues de su cara, entre los semiocultos lunares y espinillas, para desaparecer en diminutas nubecillas de vapor al compás de breves ruidos sibilantes.
—No somos nosotros mismos, ¿verdad?, cuando nos metemos a la fuerza en las estrecheces de la forma humana. No estamos hechos para ser tangibles —dijo, de pronto serio y razonable.
—¿Cómo podemos embarcarnos en una descubierta así sin hacer el necesario sacrificio temporal de asumir la forma y, si es posible, el espíritu de nuestras creaciones?
A Míster Smith volvió a sacudirle la risa, más débil y penosa que antes.
—Por favor, no te lances a una conversación seria con esa facha. La otra es igual de absurda, pero por lo menos ya me he acostumbrado a ella.
En un abrir y cerrar de ojos, el Viejo volvió a su anterior aspecto marfileño, pero no estaba ni mucho menos complacido.
—Eres realmente el colmo —dijo, y echó a andar a grandes zancadas.
—¿Adónde vas?
Su compañero no se dignó responder.
—¡Lo siento! ¡Perdona!
El Viejo se detuvo, y Míster Smith se quedó indeciso a media cuesta.
—¿Adónde vamos? —preguntó—. Creía que íbamos a pasar la noche aquí. Incluso me aconsejaste que levitase.
—Me diste lástima. Soy incapaz de disfrutar el éxtasis de los lugares altos cuando noto que tú eres desgraciado.
—¿El éxtasis de los lugares altos? Ahora estás llevándome incluso más arriba, por encima del límite de las nieves. Mira, ahí la tienes. Puedes verla frente a nosotros. ¡Nieve!
—¿Dónde? —preguntó Míster Smith, incrédulo, torciendo con esfuerzo la cara para ver lo invisible.
—Confía en mí. Puede que incluso tengan televisión.
—Bah, olvídalo. Puedo vivir sin ella. ¿Qué he hecho durante millones de años? Sólo pensé que sería agradable; eso es todo.
Siguieron caminando en silencio, en medio de un ambiente cargado de cosas no dichas que habían ido acumulándose a lo largo de los siglos.
De pronto el Viejo se detuvo.
—¿De dónde sacaste aquellos escorpiones?
—Los encontré —dijo Míster Smith, y pareció que tragaba saliva.
—Tonterías. Hace demasiado frío para que haya escorpiones aquí arriba, a no ser un par de horas en torno al mediodía, y eso en pleno verano. Si me pongo a ello, puedo recordar hasta el último detalle de la vida de los escorpiones.
—Bueno, si te empeñas, te diré que los traje conmigo en una caja de cartón, por si me quedaba sin diversiones.
—¿Diversiones?
—Tú prefieres llenarte los bolsillos de dinero falsificado. Es una cuestión de gusto. Yo prefiero ver cómo mueren los escorpiones, y arrancarles las patas a las ranas, y ahogar insectos en platillos con agua. Deportes sangrientos, ¿comprendes?
El Viejo se abstuvo de responder y se limitó a seguir andando, echando chispas. Míster Smith se hizo el irritado, como si sus derechos democráticos estuvieran siendo infringidos gratuitamente.
Llegaron en silencio ante la puerta de la casa. El Viejo pulsó el timbre, y al momento se oyó ladrar a un perro entrado en años, con la voz llena de incertidumbre y de la sensación de que había recordado de pronto cuál era su deber.
—Si fuésemos perros, sonaríamos así —dijo Míster Smith.
—No pienso reírme —replicó el Viejo, ahogando con dificultad la sonrisa.
Abrió la puerta un hombre de uniforme. Detrás estaba su mujer. Apenas lo vieron, ambos cayeron de rodillas.
—Pero si todavía no he dicho quién soy —se extrañó el Viejo.
—¡Tienen televisión! —exclamó encantado Míster Smith.
Al fondo cenaban dos chiquillos que, confundidos al ver a sus padres de rodillas, empezaron a golpear sus platos con las cucharas.
—Silencio, niños —dijo la madre, en el mismo tono que usaba en la iglesia.
—Bienvenido, Señor, a nuestra humilde morada —entonó el padre.
—Por favor, levántese —les rogó el Viejo.
—No parece decoroso —dijo el padre, buscando las palabras adecuadas.
—¡Ah, por amor del Cielo! —exclamó el Viejo—. No estamos en la Biblia, y mucho menos en el siglo XVII. ¿Puedo preguntarle su nombre?
—Thomas K. Peace, Señor.
—Es un bonito nombre, incluso si insiste usted en seguir de rodillas. ¿Por qué lo hace?
—Le vimos en el programa de Joey Henchman, Señor.
—Me temo que no tuve un gran éxito. Fue algo ingenuo por mi parte; pero pareció notar mi presencia en la sala y sus palabras me engañaron. Creí que era sincero.
—Yo podía haberle hablado de Joey Henchman, Señor. Es una de las cosas que van mal en este gran país nuestro.
—Hay que levantarse, Tom. El Señor va a cabrearse contigo si sigues ahí abajo —dijo nerviosa la mujer, mientras buscaba la confirmación del Viejo.
—¿Cabrearme? —preguntó el Viejo, un tanto alarmado.
—Enfadarse —explicó la esposa.
—Ah; me temo que no estoy familiarizado con las últimas novedades lingüísticas. No, la verdad es que nunca me enfadaría. Hay fanáticos religiosos y ha habido peregrinos que se pasaban la mayor parte de la vida de rodillas. Muchos sólo entienden la religión como una forma de tortura física, y por desgracia esa tendencia domina sobre todo entre quienes dedican su vida entera a ella. Lo lamento.
Apenas hubo oído esto, Tom Peace se puso en pie de un salto.
—No he querido meterle prisa —dijo el Viejo.
—Serví en el cuerpo de Marines, Señor.
—¿Y eso explica los movimientos bruscos?
—Lo hacíamos todo mecánicamente a fin de que se convirtiera en una segunda naturaleza en caso de emergencia. Señor.
—El cuerpo de Marines. ¿Es una organización militar?
—Por supuesto, Señor.
—Estábamos cenando, Señor, con nuestros hijos, Tom júnior y Alice Jayne. No tenemos mucho que ofrecer, pero nos gustaría mucho que usted… usted y su amigo… partiesen el pan con nosotros —dijo la esposa.
—Con mucho gusto. Ya saben que nosotros no comemos. No, no es una cuestión de principios: sólo que la comida no figura entre nuestras necesidades. Pero nos sentaremos con ustedes, sin más ceremonia.
El Viejo y Míster Smith se sentaron, cohibidos, en pequeñas sillas de madera.
—Queremos hacerlo todo como es debido, ¿comprende, Señor? —dijo Tom—. ¿Quiere que le lavemos los pies?
—¡No, por favor!
—A mí no me importaría, si está comprendido en el servicio —dijo Míster Smith.
—¡No! —cortó bruscamente el Viejo.
El perro que había ladrado antes empezó ahora a gañir y a arañar la puerta.
—No le molestan los animales, ¿verdad, Señor? —preguntó Tom.
El Viejo se echó a reír.
—¿Cómo van a molestarme?
—Nadie me ha consultado todavía a mí —dijo Míster Smith, en tono un tanto ácido.
—Mi pregunta era en general —le explicó con mucho tacto Tom.
—Mi amigo y yo no solemos ser destinatarios de las preguntas generales.
El Viejo interrumpió.
—Antes de que conozcamos al perro, se me ocurre que hemos conocido ya a todos menos a su esposa.
—Perdón, Señor. Le presento a la señora Peace.
—Hasta ahí lo sabía.
—Nancy —apuntó la mujer sin dejar de dar de comer a los niños.
—Y mi amigo es… Míster Smith.
—Voy a ocuparme de «Satanás», cariño.
—¿Satanás?
Míster Smith se irguió en su asiento como si le hubiesen pinchado.
—Sin intención de ofenderle, señor.
Tom se detuvo vacilante cuando ya iba a soltar al animal.
—¿Se llama así el perro? —preguntó el Viejo, divertido.
—Sí, Señor.
—¿Por qué? —preguntó Míster Smith, en un tono que hizo que los niños se echasen a llorar a la vez.
—Tal vez porque es negro.
Míster Smith, tras un instante de rabia inminente, se contuvo y pasó a un enfurruñamiento de lo más barroco.
—¿Tiene buen carácter? —preguntó el Viejo, siempre deseoso de mostrarse conciliador.
—Asusta al verlo, pero tiene un corazón de oro.
—Entonces le va bien el nombre.
—Creo que uno de los motivos por los que asusta a la gente es que es ciego.
—¿Ciego? —preguntó Míster Smith, como viendo acercarse un insulto.
—Bueno; tiene diecisiete años.
—¡Diecisiete años! —chilló Míster Smith—. ¡Apenas un cachorro!
El Viejo estaba visiblemente agradecido de que Míster Smith se hubiese tranquilizado.
Tom abrió la puerta y apareció «Satanás», que fue a dar contra una mesita. Sus ojos amarillos parecían verlo todo demasiado bien, aunque estuviesen totalmente desenfocados. Se quedó muy quieto, como tratando de hacerse cargo de una nueva situación mediante sensibilidades ocultas. De repente empezó a menear la cola y, con la cabeza gacha, se acercó cautelosamente al Viejo.
—Vaya, «Satanás», esto es una sorpresa —dijo este alargando la mano y acariciando la noble cabeza. De pronto, un determinado olor distrajo la atención del perro, que, volviéndose hacia Míster Smith, inició un gruñido tan profundo que apenas resultaba audible.
Míster Smith se apresuró a levantarse.
—¡Lo sabía! —gritó—. Odio a los perros y ellos me odian a mí. Nadie me ha consultado. ¡Sabía que iba a ocurrir esto! ¡Lo sabía!
Tom y el Viejo intentaron distraer a «Satanás» y tranquilizarlo, pero sin resultado. El olor a azufre en el aire, el hedor de la corrupción original, el aire que entraba por los ojos de antiguas cerraduras podía estar oculto para los hombres, pero no para los perros. Empezó a asomar el blanco de aquellos ojos amarillos mientras la cabeza se inclinaba a un lado, amartillada como un arma, y el gruñido pasaba del registro más bajo al de tenor.
—Tranquilo, muchacho, vamos —se apresuró a decir en voz baja Tom, mientras los niños observaban con los ojos muy abiertos, mascando maquinalmente sus galletas.
Una espuma peligrosa empezó a formarse en torno a la boca de Satanás.
—Quiere matarme —bisbiseo Míster Smith.
—No puede. ¡Nadie puede! —trató de tranquilizarlo el Viejo.
—No permitiré que ocurra. Si nadie quiere protegerme…
El perro parecía dispuesto a abandonar la oscuridad en que vegetaba e irrumpir en una salvaje claridad.
A Míster Smith los ojos se le dilataron horriblemente; y en el momento en que Satanás estaba a punto de saltar, a pesar de Tom, que trataba de sujetarlo por el collar, se transformó en un enorme y baboseante oso gris de ojillos porcinos y patas provistas de garras amarillentas.
—¡Deja eso inmediatamente! —le amonestó el Viejo—. ¡El perro es inofensivo!
Bastó el tamaño del oso para asustar al más pequeño de los niños, que empezó a gritar. El mayor se limitó a señalarlo, como si los demás pudiesen no haber reparado en él.
Satanás se acobardó de pronto, al notar una nueva situación que no podía ser evaluada a la ligera.
—Llévese el perro a donde estaba, si no le importa, señor Peace. De lo contrarío nunca convenceremos a Míster Smith para que vuelva en sí —dijo el Viejo.
—Hágase tu voluntad —entonó Tom, y después—: Vamos, amigo; tranquilo.
Apenas se cerró la puerta tras de Tom y el perro, que no dejaba de gañir, Míster Smith recobró su forma habitual.
—Para ti es muy fácil regañarme y decir que el perro es inofensivo —escupió tan pronto como hubo tenido lugar la transformación—. A ti te deja que lo acaricies; a mí iba a atacarme como si hubiera sido yo quien le había robado la identidad, y no al contrario.
—Cálmate, y limpia todo eso. Has llenado la mesa de babas.
—Aquí hay servilletas de papel —dijo la siempre servicial Nancy.
El chiquillo que lloraba estaba ahora estudiando a Míster Smith, con un ligero frunce en su cara bañada en lágrimas. El otro disfrutaba con los rápidos cambios, y parecía pedir más agitando en el aire una cuchara que de vez en cuando dejaba caer al suelo.
Mientras Míster Smith limpiaba de la mesa la saliva de oso, reapareció Tom.
—Ya no nos dará más la lata. El pobre sigue impresionado.
Míster Smith quiso adelantarse a una posible observación del Viejo.
—Debo disculparme por cualquier precipitado cambio de aspecto que haya podido experimentar. No era mi intención causarles a ustedes ni a sus hijos ninguna molestia. Ha sido en legítima defensa —dijo, en tono un tanto abogadesco.
—Nunca había visto así a «Satanás» —dijo Tom—. Viviendo y aprendiendo, Señor. Quizá sea la edad.
—¿Le importaría referirse a él simplemente como «el perro» en nuestra conversación futura? —le pidió con dulzura Míster Smith.
—Claro, claro. Nancy, cariño, creo que ya ha habido demasiadas emociones esta noche para los pequeños de la familia —dijo Tom.
—Entendido —respondió Nancy, y dio una palmada—. ¡A la cama!
Los niños miraron a Míster Smith por última vez.
—¡A la cama! —repitió este, dando también una palmada en el mejor estilo parvulario.
Los chiquillos rompieron otra vez a llorar.
—Están agotados —dijo con tacto Nancy, bajándolos de las sillas.
—Yo los llevaré, cariño. Si me perdona un momento, Señor.
—Desde luego.
Tan pronto como el Viejo y Míster Smith se quedaron solos, se miraron con disgusto.
—Un oso, hay que ver… —masculló el Viejo.
—Tenía que pensar rápidamente, una vez que habías decidido no venir en mi ayuda.
—¿En tu ayuda?
—Podías haberlo dormido acariciándolo, o haberlo sumido en una euforia de bienestar canino. Hace tiempo te vi…
—Te he dicho una y mil veces que deseo ser parco en el uso de mis poderes mientras esté en la Tierra.
—Sí, pero espero que no sea a mi costa. ¿He de recordarte que estoy aquí a invitación tuya? De hecho, técnicamente hablando soy tu huésped. ¡Eres el responsable de mi seguridad!
—¡El perro no podría haberte hecho daño si lo hubiera intentado, ni siquiera con vista en los dos ojos!
—Me sentía más seguro como oso, eso es todo. Pude haberme convertido en cocodrilo; pero los cocodrilos no se pueden sentar a la mesa, y además hubiese corrido el riesgo de morder a un pobre ciego. Imagínate lo que me estarías diciendo ahora. Podía haberme convertido en cualquier cosa. Una jirafa no hubiera cabido en la habitación, y además es totalmente inofensiva. Un elefante habría hundido el suelo, y hubiese dejado muchas más babas sobre la mesa. No, no; creo que ambiental y funcionalmente hice lo apropiado. Aunque si el perro recuperase sus instintos agresivos y reapareciese, probablemente me iría al extremo contrario, y entonces nadie estaría seguro.
—¿En qué te convertirías?
—En una avispa.
Volvió Tom.
—Va a ser un problema conseguir que esas criaturas se duerman —dijo.
El Viejo le hizo una seña.
—Dígame, Tom, o mejor, díganos. ¿Por qué se sorprendieron tan poco al vernos?
—Como ya les dije, vimos el programa de Joey Henchman.
—Sí; pero ¿por qué lo vieron, si nos ha dicho que ese hombre es una de las cosas malas que hay en este gran país de ustedes?
—Sospecho que teníamos el presentimiento de que, si iba a haber alguna vez una segunda venida, y estábamos los dos muy seguros, Nancy y yo, de que iba a haberla más pronto o más tarde, tal como van las cosas, lo más probable era que tuviese lugar en un programa como el de Joey Henchman. Hay unos cuantos: el reverendo Obadiah Hicks, la Hora de los Susurros de Brian Fulbertsen… ¡Pero Joey Henchman ha conseguido ser el peor del lote!
—Sin embargo, reconocernos tan rápidamente…
—Seré sincero, Señor. A… ¿Míster Smith es?, no lo reconocimos así al pronto; sólo casi al final. Creo que es porque, al hablar de una segunda venida, siempre pensamos en usted, Señor, o en personas de su familia. Él… Míster Smith, nos figuramos que está siempre aquí. —Rio por lo bajo—. Y quizá sea propio de la naturaleza humana pensar en el mal como continuo y en el bien como algo por lo que hay que esperar. Sea como sea, en el momento en que usted apareció en la pantalla tanto Nancy como yo caímos de rodillas. Aún la recuerdo gritando «¡Aleluya!».
—Es extraordinario. ¿Y no tuvieron ni un momento de duda en cuanto a nuestra… es decir, a mi autenticidad?
—Ninguna, Señor.
—¿Y si hubiera sido yo el que se convirtiera en oso en vez de mi colega?
—Habría pensado que tenía que haber una buena razón para que el Señor hiciera ese milagro, y que algún día, con suerte, y con fe, esa razón nos sería revelada.
El Viejo se recreó unos momentos en su asombro.
—Su devoción parece tan natural, tan libre de complejos…
—Soy un tipo sencillo, Señor. Fui soldado, cómo no, y serví a mi país. Me mandaron a Vietnam, a luchar contra el comunismo. ¿Sabe lo que es eso, Señor?
—No soy totalmente ignorante —dijo sonriente el Viejo.
—Sólo es que no quiero meterlo en terrenos donde hacen falta demasiadas explicaciones para que la cosa tenga sentido.
—Estoy al tanto del comunismo, aunque no sepa gran cosa de los cambios que allí suceden a diario. ¿Sigue en activo Stalin?
—Murió allá por mil novecientos cincuenta y tres, con gran sentimiento por mi parte —dijo burlón Míster Smith.
—Ahora que lo mencionas, me parece recordar haber tomado nota mental de eso. Por favor, continúe.
—Pues Vietnam fue una guerra loca, muy diferente a cuanto nos habían enseñado. Creo que si hubiéramos estado defendiendo nuestro país hubiésemos perdido la cabeza algunas veces y hecho cosas repugnantes a los que nos invadían, me doy cuenta ahora. Pero entonces… no nos dijeron que los invasores éramos nosotros. Dejaron que lo descubriésemos más tarde por nuestra cuenta. Nos decían que éramos los orgullosos portadores del modo de vida americano, del Sueño Americano. Dejaron que fuéramos nosotros quienes descubriésemos que era una pesadilla, del modo en que nos ordenaban interpretarlo: niños mutilados, bosques arrasados, bebida y drogas…
—Bueno, los mutilados fuimos nosotros, señor. Algunos se volvieron locos sin que se les notase, que es la peor clase de locura. Otros buscaron refugio en el odio, lo que no es mejor. Y hubo quienes se quedaron al borde del camino. Todo ello supuso para nosotros una tensión demasiado grande, ¿comprende? Si algún soldado del mundo fuera capaz de aguantar una cosa así, seríamos nosotros, pero… tampoco pudimos, esa es la cuestión. Se equivocaron al esperarlo de nosotros, y se equivocaron al no recibirnos mejor cuando regresamos los que pudimos soportarlo.
—Pero usted dijo que su país es grande —le recordó el Viejo.
—Y lo es, Señor, gracias a ti. Lo que pasa es que quizá creció demasiado de prisa. Cuando sólo había trece estados, como al principio, sabíamos de qué se trataba. Éramos como niños recién nacidos, todavía libres de pecado. Sabíamos con toda claridad cuál era nuestro deber: consistía en sobrevivir. Éramos lo que ustedes llamarían hoy una nación del Tercer Mundo. Después empezamos a crecer, ¿comprende?, lo mismo que un niño al crecer, aprendimos a andar, a fuerza de golpes; nos llevamos a la boca cosas que no debíamos; nos endurecimos superando enfermedades. Llegó la infancia, los días de escuela, la herencia de una gran riqueza a una edad demasiado temprana, petróleo, trigo, todos los tesoros de tu gran Tierra, Señor. Se hicieron fortunas colosales, mientras la pobreza era alimentada por la inmigración. Crecimos y crecimos, empezamos a flexionar nuestros músculos, disfrutábamos con nuestra fuerza física, pero nuestros ideales seguían siendo los mismos que cuando nacimos, una nación nueva con un sueño posible. Quiero decir que, cuando no hay nada escrito en la pizarra, todos los sueños son posibles. ¿Tengo razón? Bueno, no quiero aburriros con esto. Señor.
—Siga, siga.
—Ahora somos adolescentes. Nos gusta bajar las cuestas en nuestros monopatines, cabalgar sobre las olas en nuestras tablas de surf, probar sensaciones nuevas, exponernos y exponer a otros al peligro, haciendo todas las cosas irresponsables con las que disfruta un adolescente; pero nuestro sueño sigue donde siempre estuvo, en la cuna; el sueño de apertura, de libertad, de buena voluntad para todos. Todos nosotros, incluso los peores asesinos, y el holgazán, el vagabundo, el marginado, llevamos con nosotros fragmentos de ese sueño; es nuestra tradición. Pero eso otro a lo que nos despertamos cada mañana es la realidad. Necesitamos ganar, tener éxito, entrar en la rebatiña, correr, evitar la muerte, vivir aparentando, tratarnos la úlcera, ver la televisión y, al final de la jornada, ya a punto de dormirnos, darnos cuenta de que no ha habido mucho tiempo para soñar… ni para el amor. Nuestro último pensamiento es que mañana será diferente.
—Asombroso —murmuró el Viejo—. A veces pienso que no me queda nada que aprender, pero siempre sufro una desilusión. ¿Cuándo pensó usted todo eso?
—Tuve tiempo de sobra. En Vietnam, durante las pausas en la lucha. Al cabo de algún tiempo, me figuraba que no había ido allí para combatir, como me habían dicho, sino para aprender, algo que no me habían dicho nunca.
—¿Todavía es militar?
—No.
Una gran sonrisa de bienestar se extendió por la cara de Tom.
—Pero sigue llevando uniforme.
—Sí… Bueno, sospecho que volví a la cuna y reuní los trozos de aquel sueño roto como si fueran las piezas de un rompecabezas. Este uniforme no es militar. Ahora soy guarda, aquí arriba, en el parque nacional de El Cimitero. Mi trabajo consiste en proteger la naturaleza. No puedo hacerlo con la del mundo entero; me falta personalidad, o convicción. Sólo un loco podría tenerla, y yo no estoy loco. De modo que, como no puedo hacerlo por todo el mundo, lo haré por unas cuantas hectáreas. Al menos esas son cosa mía. Protegeré mi palmo de Cielo con mi vida.
—Asombroso.
—Sí, asombroso, debo confesarlo —añadió Míster Smith—. Y es suficiente para apartarme de lo sinuoso y lo amplio. ¡Tantos pensamientos, tantas meditaciones condensadas en unas cuantas gotas de clarividencia! ¡Es para desilusionar a cualquiera!
En ese momento, un ruido, como un gran batir de alas, empezó a crecer con una intensidad amenazadora.
—Qué curioso —dijo Tom—, un helicóptero. No los dejamos acercarse por aquí, y menos de noche.
Un intenso haz de luz cayó sobre la casa y empezó a moverse de acá para allá sobre ella.
—Tengo la desagradable sensación de que puede ser el FBO —dijo el Viejo.
—El FBI —le corrigió Míster Smith.
—Sea lo que sea, si se cree obligado a entregarnos, lo comprendemos.
—¡Habla por ti! Yo no tengo la menor gana de pasar la noche en chirona porque tú falsificases un poco de dinero.
—Suban al cuarto de invitados —ordenó Tom—. Es el segundo de la izquierda, en lo alto de la escalera. Y no enciendan la luz.
—¿No hay perros allá arriba? —preguntó Míster Smith.
—No. Hablen en voz baja y no se muevan demasiado. Busquen donde sentarse y no se acerquen a las ventanas.
El Viejo y Míster Smith empezaron a obedecer aquellas órdenes bruscas y precisas, mientras Tom, iluminado por el haz de luz, inmóvil, se preparaba para hacer frente a los visitantes. El batir de las enormes alas empezó a descender, acompañado por un chirrido metálico.