Capítulo 6

Con una ráfaga de viento cálido, que se llevó más de un sombrero, el Viejo y Míster Smith aterrizaron en el pasillo central de la Iglesia de las Vidrieras Multicolores, un edificio sorprendente, hecho enteramente de escenas bíblicas translúcidas unidas por una moderna estructura en forma de tienda de campaña, en la que el fiero sol sureño hacía resaltar azules, rojos y ocres amarillos con toda su primitiva intensidad.

Un grupo de hombres con esmoquin verde y mujeres que lucían anticuados vestidos de fiesta color rosa formaban un coro que cantaba el himno o anuncio religioso con una armonía sincopada, haciendo sonar los dedos y flexionando las rodillas al compás.

El sudoroso predicador, el reverendo Henchman, estaba en el escenario exactamente igual que antes de la pausa publicitaria, pero resultaba de una pequeñez casi patética después de haberlo visto aumentado por la pantalla del televisor. Sólo en los monitores, colgados por todas partes, podía vérsele hasta la última gota de sudor.

—Haré una pausa en el sermón para permitir a nuestro estupendo coro cantar el himno que escribí con mis propias manos, inspirado por… ya sabéis quién… —Un rugido de confirmación. Se trataba evidentemente de un reflejo condicionado, de una señal para los ¡Aleluyas!, los ¡Bien!, y los ¡Más os vale creerlo!, acompañados en la cara de Henchman por un guiño de confirmación, que desalojó gotas de sudor de su frente como un vuelo de insectos asustados.

—… Con ocasión… con ocasión del nacimiento de nuestro segundo hijo… de la venida de Lionel Henchman, aquí mismo, en el campus… La música… la música fue compuesta por Charlene Henchman…

Otro rugido, a la vez que una mujerona de pecho plano, con un teclado de grandes dientes y un peinado montado que parecía algodón de azúcar petrificado, mascullaba en el monitor «Alabad al Señor», mientras sus gafas aerodinámicas, decoradas con mariposas estilizadas, reflejaban los focos multicolores.

—… Ella dictó la melodía desde el lecho donde daba a luz… murmurándola al oído de nuestro maravilloso orquestador y organista titular, Digby Stattles. Saluda, Digby…

Y apareció un órgano quién sabe de dónde, alzándose hasta hacerse visible, y junto a él un hombre vestido con un bolero blanco, adornado con lentejuelas, que se sentó al teclado y tocó un solo dulzón para girar en seguida en su asiento a agradecer por anticipado los aplausos. Después, las notas empezaron a temblar como jalea, mientras los tubos del órgano para principiantes, hechos de algo que parecía plexiglás, y que contenían tubos fluorescentes doblados en forma de símbolos religiosos, tales como cruces, estrellas y manos estilizadas en postura de bendecir, con dos dedos alzados, así como coronas de espinas y halos, cambiaban interminablemente de color en una orgía computarizada de tonos pastel.

—El himno será interpretado por el coro mixto de nuestra Iglesia Multicolor… Sí, echadles todos una mano… —voceó Henchman cuando el órgano llegó al pleno volumen—. Yo no soy partidario del silencio… ¿A qué… a qué va unido con frecuencia el silencio…?

—A la tumba…

—¡Exacto!… Yo soy partidario del entusiasmo. ¡De la vida! ¡Sí, del buen humor! —Y rio jadeante—. ¡Soy un ministro del buen humor! ¡Dios tiene sentido del humor! ¡Debe tenerlo, caramba! Juzgad por algunas de las criaturas con las que adornó su verde Tierra… El hipopótamo… ¿Lo habéis visto alguna vez?

—«¡Sí!».

—A quien se le ocurrió el hipopótamo tiene que tener sentido del humor. ¿Sabéis a qué me refiero?… —Al llegar aquí, Henchman lanzó una mirada a Charlene, que había ido perdiendo su sonrisa—. Pero estoy divagando —dijo con gravedad—. Bien, amigos… ¡El himno de Charlene! —Que había vuelto a sonreír—. «Venid a unir vuestras manecitas en oración», y quiero que todos hagáis el coro, que es «Manecitas en oración, Manecitas en oración, Manecitas en oración», repetido sólo tres veces. ¿Entendido? Adelante, Digby.

Al comenzar el himno, algunos miembros de la congregación, imbuidos del espíritu de participación, se apretaron para hacer sitio a Míster Smith y al Viejo. Míster Smith se apresuró a sentarse encima del periódico que su vecino había dejado allí. El Viejo se instaló en el extremo con cierta dificultad, dado que el sitio que le dejaba Míster Smith era apenas suficiente para su gran humanidad. Míster Smith se levantó un poco para sacar el periódico que tenía debajo, y un titular llamó en seguida su atención: «El evangelista Henchman condenado a pagar seis millones de dólares en un proceso de reclamación de paternidad por una ex artista de striptease».

Al parecer, Linda Carpucci había cantado en el coro hacía un año, tras haber llamado supuestamente la atención del reverendo Henchman en un club nocturno de Baton Rouge, donde su principal actividad consistía en hacer girar las borlas con que adornaba sus pezones. Llevaba a cabo esta tarea con tal aplicación y diligencia que el reverendo, con una misteriosa percepción, se dio cuenta de que estaba ante lo que necesitaba la sección musical de su iglesia. Linda fue después iniciada, según el periódico, y encontró a un tiempo a Jesús y al reverendo Henchman. Y el periodista subrayaba, no sin malicia, un hecho curioso: a los nueve meses, día por día, de haber así renacido, la señorita Carpucci pasó en su conocimiento de tales maravillas a una hijita rizosa llamada Josie. Pesaba dos kilogramos y medio, tenía los ojos azules y, como señas particulares, tenía tendencia a sudar excesivamente y una gran afición a gritar. A partir de estos datos, fue casi automático que un gran abogado, Sharkey Fulse, que andaba siempre removiendo los cubos de basura de la gente acomodada en busca de lo que él llamaba «aspectos», hablase de seis millones como una cantidad prudencial para reclamarla en un proceso por paternidad.

—No pregunte nunca si es justo o injusto —dijo por teléfono desde su despacho de Portland, en Oregón—. Pregunte sólo si ese tipo puede permitírselo. Y si resulta que el dinero sale de los bolsillos de los renacidos, qué se le va a hacer. Gracias a mí, en adelante tendrán más cabeza.

Míster Smith dio con el codo al Viejo, que se resistía a coger el periódico. Estaba más bien absorbido por la simplona musiquilla y contribuía con un diapasón estentóreo cada vez que llegaba el «Manecitas en oración». En lo que hace a la música de iglesia, Bach asustaba un tanto al Viejo con su lógica feroz y su extraordinaria inventiva, que exigían, dentro de la mayor serenidad, un sometimiento devoto. Haendel le parecía más rimbombante, más teatral, con su sugerencia de que un amasijo de notas graciosas culmina inevitablemente en un estado de gracia. En cuanto a aquella especie de canción infantil, tan elemental como un postre de leche, no ofendía más que a alguna que otra inteligencia, y daba tiempo al reverendo para enjugarse la frente con un par de toallas de baño.

Cuando los jóvenes adultos hubieron terminado su peán a la piedad infantil con un agrio acorde final, el reverendo, ya seco y compuesto, se adelantó desde su rincón para el siguiente asalto del Combate por el Bien, mientras sus segundos se hacían a un lado con peines, cepillos y toallas.

—He acabado con Satanás —dijo jovialmente.

Movimientos de entusiasmo en la iglesia.

—Por mí, ¿sabéis adónde puede irse Satanás? A donde eligió poner casa. No hay nada malo en la palabra que voy a utilizar; se limita a describir un estado de ánimo. ¡Satanás puede irse al infierno!

Gran excitación, mientras Smith trataba de ponerse en pie. El Viejo se lo impidió con una fuerza sobrehumana.

—¡No seas estúpido! —cuchicheó—. Tiene que haber mejores ocasiones que esta si estás decidido a perder la compostura.

Míster Smith agitó el periódico ante la cara del Viejo, y este comprendió que hojearlo era el precio que debía pagar por el buen comportamiento de su compañero.

En ese momento cedió la tensión. El reverendo Henchman se tranquilizó, y su público empezó a charlotear.

—Muy bien, amigos. Relajaos. ¡Estamos en una pausa publicitaria! —gritó el director de escena.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el Viejo, mientras trataba de leer el periódico.

Míster Smith rio ahogadamente.

—Este Sueño Americano ha sido interrumpido temporalmente por un mensaje del patrocinador.

—¿Quieres decir que interrumpen los servicios eclesiásticos para dar anuncios?

—Sí; cada pocos minutos dejan que los mercaderes vuelvan a entrar en el templo.

—No es una costumbre que yo pueda aprobar. Y esta información es asombrosa. El reverendo Henchman parece tremendamente vulnerable a la belleza femenina.

—Bueno, ya has visto a su mujer. Se comprende.

—No me gusta ser cruel, pero la verdad es que parecía más bien una de las tías de la naturaleza.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No debería haberlo dicho, como no debería haber dicho la mayoría de las cosas que he dicho desde que nos volvimos a encontrar.

Había una evidente cordialidad entre ambos.

—¡Preparados! —gritó el director—. La emisión se reanuda dentro de treinta segundos. Ahora viene un ambiente de devoción. Es la última parte antes de las curaciones milagrosas. Todos los enfermos que os habéis apuntado antes del programa, conmigo o con alguno de mis ayudantes, estad listos para poneros en cola en el lugar indicado. Diez segundos. Va a ser un gran espectáculo, amigos; no regateéis los aplausos. ¡Adelante!

Henchman volvió al estilo llano, a los valles de su paisaje emocional.

—Amigos… Algunos de vosotros podéis pensar que he tratado al Diablo de un modo excesivamente arrogante…

—¡Sí, yo lo pienso! —gritó Míster Smith con su voz más chirriante.

Henchman pareció sorprendido al pronto.

—Lamento sinceramente oír eso, señor —dijo, y amplió el número de destinatarios de sus palabras para que todos los presentes fuesen testigos—. Aquí hay un caballero que piensa que he tratado al Diablo con excesiva arrogancia.

Hubo un mar de fondo: «De ningún modo», «Al infierno Satanás», «Vade retro», y así sucesivamente.

El reverendo alzó indulgentemente la mano, pidiendo silencio.

—Hay una razón para que yo no quiera perder más tiempo con esa vieja criatura. Puede muy bien ocurrir que esté aquí, en la iglesia, aunque tengo que decir que lo vi claramente la otra noche y hoy no hay nadie aquí que responda a su descripción. Pero… —y su voz se alzó y se hizo trémula— …sí hay aquí una presencia que no necesitáis identificar, tan sólo sentirla en vuestro corazón de pecadores… Amigos míos, Dios está aquí esta noche…

—¿Has oído eso? —susurró el Viejo.

—Está hablando de Dios; no se refiere a ti —le explicó maliciosamente Míster Smith.

—Dios está aquí esta noche. Esta es su casa; las vidrieras que nos rodean son como sus películas caseras, y nosotros sus hijos pecadores… Vive aquí, con nosotros, en nuestros corazones y en nuestras mentes; y permitidme que os diga una cosa, amigos: si decidiese materializarse aquí hoy, presentarse bajo cualquier apariencia que Él, en su infinita sabiduría, eligiese, yo lo reconocería al instante, y le diría en vuestro nombre: «Oh, Señor, te saludamos con toda sencillez, sobrecogidos ante tu majestad, envueltos en los pañales de tu amor, acariciados por el calor de tu afecto; y en nombre de la congregación de esta consagrada Iglesia Multicolor del Campus de la Universidad del Alma, de Henchman City, Arkansas, conectada por radio y televisión con más de un centenar de países, sólo te decimos las palabras más entrañables en nuestra lengua: “Señor, bienvenido a casa…”».

Hubo una ovación tumultuosa, y el reverendo volvió a llorar, conmovido por sus propios sentimientos y la belleza de sus palabras.

El Viejo se levantó y se dispuso a subir al escenario. Un guardia de seguridad lo detuvo.

—No puede subir ahí, amigo. Las curaciones son más tarde.

—Me han reconocido —le explicó el Viejo.

—¿Qué ocurre, Jerry? —preguntó Henchman. No podía creer que un tipo con aquella facha pudiera ser una amenaza o llegar a interrumpir el programa. Por el contrario, tuvo la sensación de que un viejo con aire de franqueza infantil podría incluso contribuir al ambiente de santidad que iba extendiéndose.

—Me ha reconocido usted —le interpeló el Viejo, con inmensa fuerza— y estoy profundamente conmovido.

Allá en su casa de West Virginia, Gontrand B. Harrison, director adjunto del FBI, que era un fan del reverendo Henchman, volcó su vaso cuando apareció el Viejo en la pantalla.

—¡Es ese hijo de perra! —gritó a la sobresaltada señora Harrison.

—¿Quién?

—Pon el vídeo, ¿quieres, cariño? Un cinta nueva. Voy a telefonear a Gonella. ¿Recuerdas la foto que te enseñé?

—¿Dios?

—Exacto. Pues es él. Arkansas. ¿Señora Gonella? ¿Está Carmine en casa? Es urgente.

Allá en la iglesia, Henchman, obediente a sus intuiciones de estrella de la televisión, pidió al Viejo que subiese al escenario.

—No tenga miedo —le animó, pensando que un anciano como aquel podía con todo derecho ser tímido.

—¿Por qué iba a asustarme después de la acogida que me ha dispensado? —dijo el Viejo, con una voz que llenó la iglesia e incluso produjo algún eco.

—Dadle un micrófono —dijo el reverendo.

—No lo necesita —replicó el del sonido, acobardado.

—¿Qué yo le he dispensado…? ¿Quién es usted?

—Llevo pocos días en la Tierra. Es usted la primera persona que descubre mi identidad en lugar público y le felicito por ello. Soy Dios.

El reverendo pareció desesperado. Había calculado mal. Si el Viejo hubiera dicho que se llamaba Ellsworth W. Tidmarsh, que venía de Boulder City y tenía noventa y cinco años, la sala se hubiera venido abajo; pero Dios era el último tipo de competidor que necesitaba. Y a Dios no era fácil preguntarle si solía ver siempre la «Hora de Joey Henchman».

—¿Se da cuenta de que es usted reo de blasfemia?

—Por favor, no lo estropee ahora —dijo el Viejo, apenado—. Lo estaba haciendo muy bien…

—¿Debo decirle cómo sé que no es usted Dios?

—Usted no puede saber eso —exclamó el Viejo—. Usted mismo ha dicho que bajo cualquier aspecto que yo decidiese aparecer…

—En efecto, tiene usted razón; dije eso, con las mismas palabras. Que daría la bienvenida a Dios cualquiera que fuese la apariencia que decidiese tomar. Después de todo, a diferencia de Satanás, a Dios nunca lo he visto. Podría aparecer aquí en cualquier forma y, aunque hubiese reconocido su sagrado espíritu, físicamente no podría reconocerlo.

—Podría incluso aparecer con mi aspecto —dijo el Viejo.

—Sin duda. Es una posibilidad. Aunque espero que tenga mejor gusto…

El público rio sus palabras, mientras Henchman, que no quería dar la impresión de reírse de un lunático inofensivo, añadía:

—En materia de vestuario, se entiende.

Después su voz se alzó y procedió a una agresión en toda regla.

—Pero hay algo que está usted haciendo y que Dios no haría jamás. Esta es una empresa de millones de dólares que sirve a Dios y su mensaje en más de cien países. Sabiendo lo que cuesta hoy el minuto de emisión, porque Dios lo sabe todo, es omnisciente, Él no habría nunca, jamás, derrochado ese precioso tiempo en que estamos en el aire ocupándolo y arrebatándoselo a su legítimo propietario, a quien lo ha comprado, el reverendo Joey Henchman, que está día y noche, a sus expensas, difundiendo la sagrada palabra. Dios estaría mejor informado, más al corriente. ¿Tengo razón?

Hubo un gran aullido de aprobación, acompañado de los gritos usuales de «¡Amén!», «¡Siéntate!» y «¡Vuélvete por dónde has venido!». Ni siquiera el Viejo, a pesar de todas sus capacidades en el campo de la acústica, conseguía hacerse oír frente a la creciente marea de justa indignación. Se limitaba a estar allí impotente, mientras un par de miembros del servicio de seguridad trataban de arrancarlo del escenario. Los bien entrenados cámaras lo evitaban, y se limitaban a reflejar la satisfacción de Joey Henchman por haber dejado sentada una verdad religiosa tan sucintamente y tan bien, o el malhumor de la congregación, que parecía a punto de perder el dominio de sí misma.

Hacía falta algo teatral para recuperar la iniciativa. Como un relámpago, Míster Smith se puso en pie y subió corriendo al escenario. Los de seguridad estaban demasiado ocupados con el Viejo para reaccionar todo lo rápidamente que era necesario. Míster Smith gritó y gesticuló salvajemente, pero no le fue más fácil que al Viejo hacerse oír entre la barrera del ruido. En vista de ello, por un momento estalló en llamas.

Hubo un chillido de horror, seguido de un silencio de pasmo, mientras la gente se preguntaba si había visto realmente lo que creía haber visto o era sólo una jugarreta de la imaginación colectiva.

—Joey Henchman, es usted un fullero y un mentiroso, y puedo probarlo.

El reverendo estaba otra vez cubierto de sudor, pero no a causa de sus esfuerzos.

—Adelante, pruébelo —dijo imprudentemente, pasándose la lengua por los labios.

—¿Me recuerda? —gritó Míster Smith—. ¿De frente? —se volvió—, ¿de perfil?

—En absoluto —dijo con firmeza Henchman.

—Y sin embargo ha asegurado que me conocía muy bien. Estaba mintiendo. Me ha relacionado con Linda Carpucci. Nunca he tenido el gusto de conocer a esa joven. Otra mentira. Ha dicho que recordaba mi presencia física, y que yo no estaba en la iglesia, cuando estaba sentado en primera fila, justo enfrente de usted. Tercera mentira.

—Está bien, está bien. No me lo diga. Deje que lo adivine. Usted es Satanás —dijo Henchman, totalmente impávido, incluso burlón.

Antes de que Míster Smith hubiese podido confirmar tan educada conjetura, Henchman se volvió a la congregación, su gran aliado.

—¿No es grande esto? —inquirió retóricamente—. El Diablo acude en ayuda de Dios. ¿Estaremos ante un guión de película? ¡Los dos en el mismo bando, tratando de burlarse de Joey Henchman y de una empresa de millones de dólares, dedicada a la Palabra de Dios Todopoderoso! —Estalló una carcajada, que acabó en aclamación—. Eso es todo, amigos. De nuevo llega un mensaje de nuestro patrocinador, y creo haberos demostrado cómo tratamos aquí a los falsos profetas y a quienes tergiversan las Sagradas Escrituras para sus oscuros y sombríos propósitos.

Hubo un gran aplauso, y Joey Henchman y su sistema de amplificación electrónica se alzaron vencedores.

Míster Smith y el Viejo, amenazados por todas partes, se cogieron de la mano. Míster Smith agitó desesperadamente la que le quedaba libre, y en el edificio brotaron llamas.

—¡No seas loco! —gritó el Viejo, apagando la llamarada. Hubo otro grito colectivo, seguido de un silencio.

—¡No tolero que nadie me llame falsario! —aulló Míster Smith, y estalló un incendio a espaldas de la congregación.

—¡Te lo prohíbo! —gritó el Viejo, volviendo a apagarlo.

—Déjame en paz —gimió Míster Smith, prendiéndose fuego a sí mismo.

El Viejo sopló y las llamas se extinguieron.

—¡Yo soy dueño de mí! —chilló Míster Smith—. Permíteme destruir lo que merece ser destruido, ¡el templo de Mammón!

—Me niego a permitirte hacer mi trabajo en mis propias narices —le regañó el Viejo—. A espaldas mías puedes hacer lo que quieras; incluso rezar, si te domina la nostalgia.

—¡Alto ahí!

Otra voz entró en la discusión. En la entrada había un hombre tocado con un panamá, que sostenía una tarjeta en una mano y una pistola en la otra.

—¡Smith y Godfrey! —gritó.

El Viejo y Míster Smith pestañearon, pero se abstuvieron de responder.

—Gardner Green, del FBI de Little Rock, Arkansas. Quedan detenidos por falsificación. Arrojen cuantas armas puedan tener al suelo, frente a ustedes.

Míster Smith temblaba.

—¿Qué hacemos ahora?

—Coge mi mano y limpia tu mente.

—¿De qué?

—De todo.

—¡No hablen! —dijo el agente del FBI, avanzando por el pasillo central—. Y no traten de desaparecer.

—¿Adónde vamos? —gritó Míster Smith.

—A la cima de una montaña de Arizona, libre de hombres.

Y desaparecieron.

Hubo un grito de asombro, pero empezaron los anuncios y a quienes veían la televisión les fueron ahorradas las desapariciones en directo. El hombre del FBI giró en redondo para dar frente a la congregación. Un ayudante se precipitó hacia él con un micrófono.

—Está bien, no quiero que haya pánico. Lo que acaban ustedes de experimentar es perfectamente normal, y bien conocido para cualquier estudioso de la percepción extrasensorial y otros fenómenos psíquicos. Esos tipos, de origen incierto, empezaron sus escapatorias cuando estaban detenidos en Washington, hace sólo unos cuantos días. Están clasificados como pequeños delincuentes en espera de juicio y no tienen antecedentes de violencia física. Y ahora, que lo pasen bien. Y dejen el resto al FBI, una de las instituciones que hacen grande a este país.

Hubo aplausos, y el hombre del FBI salió de escena y volvió a meter su pistola en la funda.

Las curaciones tuvieron lugar como de costumbre. La incontinencia, el asma, la ceguera, las almorranas y el sida figuraron entre las plagas tratadas con un desparpajo digno del Viejo Testamento por el reverendo Henchman. Al último caso, el del sida, le dedicó los treinta segundos que quedaban del programa, y la víctima aseguró sentirse mucho mejor tras ser golpeada en la cabeza con unas cuantas palabras insultantes dirigidas a Satanás.

Una vez concluido el programa, y mientras al reverendo Henchman le estaban quitando el maquillaje, el pleno impacto de lo sucedido empezó a calar. Gardner Green, el agente del FBI de Little Rock, estaba sentado en un taburete y daba sorbos a un martini seco con un toque de limón, como a él le gustaba, preparado por el propio Joey Henchman. El reverendo necesitaba aliados, alguien con quien hablar. Había estado extremadamente valiente y profesional en momentos de gran dificultad, pero ahora las cosas se le habían ido quizá un poco de las manos. El teléfono no dejaba de sonar. Muchos de los que llamaban alababan al reverendo Henchman, pero había quienes decían: ¿Y si realmente era Dios, si realmente era el Diablo? ¿Cómo podían ellos estar seguros de que no eran quienes decían ser? Otros habían notado vibraciones positivas cuando habló el Viejo, y negativas cuando Míster Smith estalló en llamas. Los periódicos probablemente harían comentarios por su cuenta. Las más importantes compañías de televisión pensaban comprar los derechos para emitir la grabación en sus noticiarios de la noche.

A Gardner Green le alivió mucho que la noticia se hubiese —fueron sus palabras— hecho pública.

—Es una dura prueba —musitó, mientras agitaba su bebida y observaba cómo la aceituna daba vueltas en el vaso—. Esos tipos le han cogido el tranquillo a eso de desaparecer y volver a aparecer en cualquier parte en cuestión de minutos… Y por cualquier parte me refiero a mil o dos mil kilómetros más allá. Según el director de un hotel de Manhattan, la camarera oyó su televisor a las cuatro y media, cuando hacía la ronda. A las cinco en punto, las diecisiete, volvió a pasar. Era su última oportunidad de hacer la habitación antes de irse a su casa, y la encontró vacía. Dos maletas sin abrir, las dos vacías, y en las camas no habían dormido la noche anterior. Pero lo más interesante era que cuando pasó a las cuatro y media, es decir, a las dieciséis treinta, oyó claramente sus voces. Estaban viendo el programa.

—Sí, es cierto; serían las catorce treinta, hora de la montaña[4]. Estábamos en el aire precisamente entonces. Llevaríamos un minuto de emisión.

—Bien. Pues algo debió de haber en su programa que les hizo salir en algún momento entre las cuatro y media y las cinco. ¿Se imagina qué es lo que puede haberlos excitado lo suficiente para hacerles recorrer la distancia de Nueva York a Henchman City en un par de segundos?

Joey Henchman se echó a reír, mientras una atractiva maquilladora le aplicaba en la cara un bálsamo calmante.

—Bueno, ante todo debo hacer constar que nada en el mundo me haría viajar tan de prisa.

—Debido a que usted no podría aunque lo intentase.

—De acuerdo, de acuerdo. No; respondiendo a su pregunta, no sé lo que pudo haber provocado su decisión. Hoy tocaba mi pequeño sermón… Lo predico una vez a la semana. Los demás días salgo por las noches. La Hora Multicolor de Joey Henchman…

—Eso ya lo sé —dijo Green.

—¿La ve usted? —preguntó el reverendo, radiante.

—No, si hay cualquier otra cosa.

Henchman se sintió momentáneamente herido en lo vivo por aquella inesperada nota de hostilidad, pero hizo como si Green hubiera dicho que sí.

—Inicié el sermoncillo pasando brevemente revista a mi experiencia cuando me visitó Satanás, y me referí de pasada a todos esos rumores sobre… ya sabe… Linda Carpucci. No es nada para que alguien salga corriendo… a no ser por esa… esa chusma…

—¿Qué chusma?

—La maldita prensa. «La hora feliz de Henchman City», «Alegres jugueteos en el Palacio del Topless», «Joey hace sus deberes a espaldas del profesor»… Ya ha visto los titulares.

—No.

Joey Henchman no podía creerlo.

—Tiene que haberlos visto.

—No.

—¿Por qué no?

—Creo que simplemente porque no me interesaban. ¿Le basta con eso?

Henchman volvió valientemente al ataque.

—Esa Carpucci es una mala chica, se lo aseguro. Sólo una cosa le interesa: el dinero, y es capaz de dar cualquier cosa por él, el cuerpo, el alma, lo que sea.

—Parece su compañera ideal. Deben de haberse entendido sin necesidad de palabras. Estaban demasiado ocupados para hablar.

Joey Henchman empujó a la maquilladora a un lado y se sentó muy tieso en el sillón, furioso.

—¿De qué parte está usted?

—¿Yo? Trabajo para el FBI. Creo que estoy del lado de la justicia, cuando hay suerte. Pero le digo una cosa: mi patrón, Gontrand B. Harrison, el viejo Gonner Harrison, es un admirador suyo. Nunca se pierde el programa de Joey Henchman; a menos, claro, que esté de servicio. Vio su enfrentamiento con ese viejo, ya sabe, con Godfrey, y tuvo la presencia de ánimo de llamar a la oficina de Little Rock. Yo estaba en mi coche, no lejos de aquí, y pude acudir y conseguir por el camino más información por el teléfono del coche.

—Bueno, una cosa tengo que reconocerle al FBI. Desde luego, trabajaron deprisa. ¿Cómo sabían en qué hotel encontrarlo?

—Nos telefonearon. Habíamos tenido en circulación durante casi una semana un retrato robot del tipo viejo y gordo; lo habíamos mandado a todos los hoteles, y los de este los reconocieron cuando desaparecieron.

—Magnifico. Pero dígame… —Hechman se tornó confidencial dando a la vez la impresión de ser digno de confianza—. Dígame ¿son sólo falsificadores aficionados, no es verdad?

—Lo de aficionados no lo sé, pero desde luego la orden de busca es por falsificación.

—¿Por qué no hay retrato robot del más delgado?

—No hace más que cambiar de identidad, de viejo artista a industrial japonés, y ahora de gay del Village. Es más difícil describirlo.

—Pero… ¿quiénes cree usted que son?

—¿Yo? Yo no cuento. Soy sólo un eslabón de una cadena de mando. Mi única obligación era venir aquí, tratar de detenerlos con la información de que disponía y evitar el pánico. Durante el final del programa, la parte de las curaciones milagrosas, pude llamar a nuestra gente de Phoenix. Van a ir a todas las cumbres de Arizona en jeep, en helicóptero y a pie, para tratar de tener éxito donde yo fracasé.

—Pero es muy importante que yo lo sepa… por razones obvias. ¿Quiénes cree el FBI que puedan ser?

Green tomó un sorbo de su martini, lo saboreó y lo tragó con un suspiro de satisfacción.

—En este momento hay dos teorías —dijo—. Más tarde seguramente surgirán otras, porque esas están ya desacreditadas. La primera, debida al jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, general Anzeiger, cree más en los extraterrestres que en la Unión Soviética. Piensa que son una patrulla del espacio exterior venida para comprobar nuestras defensas. Esto le parece un tanto romántico a un tipo realista como el consejero de seguridad del presidente, Pat Gonzales; civil, por supuesto. Él cree algo más en la Unión Soviética que en unos diminutos hombres de mazapán procedentes del planeta Subnormal. Cree que son los soviéticos y no los extraterrestres los que están probando algo nuevo, designado ya por la palabra en clave ISLE, que suena como otra fútil «organización del tratado», la «Individual Supersonic Location Exchange». Personalmente, considero que son el tipo de teorías juveniles que emanan constantemente de funcionarios que ocupan altos puestos y no quieren arriesgarse a ser tenidos por anticuados.

—¿Qué cree usted que es? Aún no me ha dicho nada, aparte de que no le corresponde tener teorías.

—Así es.

—¡Cielos! ¿Por qué tanta humildad? En ninguna parte de la Biblia se dice que haya que poner la otra mejilla antes de que le hayan atizado a uno en la primera. Somos una democracia, amigo. Incluso un borracho del Bowery puede tener su teoría.

Green sonreía.

—Está bien, ya que insiste —dijo—. Pues bien, la mía es que esos viejos pueden ser precisamente quienes dicen ser, Dios y Satanás.

—¡Lo que quiere es ponerme nervioso! —exclamó Henchman—. ¡Váyase de aquí!

—Como quiera. Pero, como dijo mi patrón, sea cual sea la verdad, desde luego este asunto ha desviado la atención de su cana al aire con la señorita Carpucci.

Henchman olvidó su rabia y consideró aquello por un momento.

—¿Lo cree así?

—Claro, seguro. ¿Quién va a ocuparse por una reclamación de paternidad cuando el FBI anda detrás de dos tipos que dicen ser Dios y el Diablo, y que pueden viajar más de prisa que el reactor más rápido y escapar cuando van a ser detenidos desvaneciéndose en el aire?

—Eh, en eso quizá tenga razón. Espere a que se lo diga a Charlene…

—Puede estar seguro.

La sonrisa desapareció repentinamente de la cara de alivio de Joey Henchman.

—Green, ¿usted reza?

—No.

—¿Es usted cristiano?

—No.

—¿Está dispuesto a volver a nacer?

—No, señor.

Un sollozo quebró la voz de Joey Henchman, que cerró los ojos.

—Rezaré por usted.

—Se me ocurren mejores maneras de perder el tiempo.

Joey volvió a abrir los ojos, sorprendido, no acostumbrado a aquel despego.

—Es usted agnóstico —acusó.

—Lo soy.

—Sin embargo, ¿está dispuesto a creer que un par de charlatanes son realmente lo que dicen ser, Dios Todopoderoso y Satanás?

—Sí, señor. ¿No se le ha ocurrido que puedo lamentar no creer?

—Podría creer, si quisiera.

Henchman avanzó y trató de coger entre las suyas las manos de Green. Este evitó la maniobra retrocediendo mientras le tendía su copa de martini vacía, lo que Joey tomó por un reflejo.

—No, señor. Nunca podría creer, ni deseo hacerlo en las condiciones actuales. Mi trabajo me ha enseñado que entre los peores gangsters de este país figuran quienes comercian con su fe.

—¿Comercian con su fe? —repitió Henchman, incrédulo.

—Sí. En más de cien países. ¿No es esa la fórmula? Bueno; aunque no pueda renacer, gracias por el martini. Estaba… ¿divino?