El Mulberry Tower no era la clase de hotel donde se empeñan en que las personas de cualquier sexo no emparentadas tengan habitaciones separadas. En consecuencia, Míster Smith y el Viejo compartieron un cuartucho bastante abominable en el que la débil iluminación era reforzada por los brillantes y neuróticos letreros de neón de la calle; eso sin hablar de la sombra de la escalera de incendios metálica, proyectada sobre las húmedas paredes en toda una variedad de formas geométricas. El hecho de que tuviera lugar un amanecer de aspecto enfermizo sólo servía para aumentar la disonancia.
—Por favor, trata de calmarte —dijo el Viejo a Míster Smith, que había empezado otra vez a lloriquear, como un niño a quien castigan severamente—. Recuerda: nosotros, que no necesitamos dormir, tenemos que soportar las noches a fin de que hombres y mujeres puedan recuperarse de los ardores del día. Para nosotros es una tribulación este paso nocturno de la luz a la oscuridad, y después de nuevo a la luz, pero hemos de aceptarlo. Formaba parte del proyecto original, y no podemos hacer nada sin afectar al equilibrio ecológico. Hemos de ser pacientes.
—¡Oh, Dios! —gruñó Míster Smith—. Hablas como uno de tus obispos, tópicos y más tópicos, una generalidad tras otra. ¿Crees que respetan la noche todos esos pederastas que pasan las horas de oscuridad chapoteando en el Oscar’s Wilde Life? Durante el día se arropan unos a otros, descuelgan el teléfono y duermen cuanto pueden, con antifaces y tapones para los oídos, y chismes electrónicos que imitan el ruido de una cascada. No hay normas que gobiernen el comportamiento humano como las había en la Edad Media, cuando la única alternativa a la luz diurna eran las velas y la de la noche las cortinas. Ahora la gente puede pecar las veinticuatro horas, cuando y dondequiera que su estrés les permita hacerlo. Los he visto enchufar aparatos eléctricos para hacerlos funcionar. Pues lo mismo hacen con ciertas partes de su cuerpo; enchufan una en otra para conseguir momentos de éxtasis, y después, satisfechos, eructan y se tiran pedos, con unas cuantas palabras, una botella de bebida espumosa y un cigarrillo mentolado «bajo en alquitrán».
—Hay quienes tratan el acto de la procreación con la reverencia que merece —le amonestó el Viejo.
—Hay quienes, hay quienes… ¡Siempre hay «quienes»! —exclamó Míster Smith—. Pero están los otros, la innumerable multitud. Sigues hablando como si tuvieses delante el plan, el gran proyecto. La realidad es lo que queda de ese plan, y ellos saben cómo funciona; ya no necesitan leer las instrucciones de la caja. ¡La han tirado! ¿No fue por eso por lo que volvimos, en una gira de indagación? ¿No querías recordar cómo se ha adaptado la humanidad a la supervivencia en este planeta? ¿No era esa la idea, renovar nuestras relaciones, en la suerte y en la desgracia?
El Viejo sonreía.
—Desde luego. Tu pregunta es meramente retórica. En realidad no esperas que yo la conteste. —Frunció las cejas—. Ten un poco de paciencia. Trata de caer menos en los dimes y diretes y en la facilidad. Hay veces en que uno debe resistirse a la tentación de ser divertido, pues la diversión nos desvía con demasiada facilidad del curso de una indagación.
El Viejo hizo una pausa. Después continuó, en tono lento y reflexivo.
—Existir como una atmósfera que lo impregna todo, como un espíritu sin forma, dotando a un paisaje de sus repentinos claros de sol o sus tristes cortinas de lluvia, poniendo en escena los desastres naturales con el fino toque de magia macabra que me han enseñado los siglos, está muy bien, pero me di cuenta de que tenía que volver a las limitaciones de una forma humana si deseaba ayudar a mi memoria a reconstruir la vida tal como un día la habíamos imaginado. Necesitaba sentir todas esas restricciones mortales, la incapacidad de volar sin un avión, de recorrer distancias sin un automóvil, de cambiar rápidamente de altitud sin un ascensor, de llegar con la palabra a los confines de la Tierra sin un teléfono. Todas esas son cosas que el hombre ha inventado para darse a sí mismo la ilusión de ser un dios. Y son invenciones brillantes, si tenemos en cuenta que no les dejé la menor clave de cómo había que hacerlas. La última vez que vi al hombre estaba todavía tratando de volar lanzándose desde lugares altos y agitando los brazos. Tantos cuerpos destrozados no bastaron para disuadirlo de sus esfuerzos. Durante siglos trabajó como un negro tratando de encontrar un sustituto del caballo menos caprichoso. Fue poco a poco sometiendo los metales y los aceites minerales a su voluntad, hasta ser hoy capaz de emularnos en muchos de nuestros poderes, sólo con tenacidad y ese elíseo privado y personal al que llaman inteligencia, la capacidad de unir incluso abstracciones en una forma nueva, a la que da firmeza la astuta lógica de la existencia. Admiro lo que el infante al que vi por vez primera tratando de alcanzar los objetos borrosos que había en su línea de visión ha conseguido. Puede hablar en segundos de un extremo a otro de la Tierra. Si lo que dice no ha mejorado mucho desde la época en que sólo podía ser oído hasta donde alcanzase su voz… bueno, no nos decepcionemos demasiado pronto. La sabiduría madura mucho más despacio que el saber científico.
—Tú siempre ves el lado positivo —gruñó Míster Smith—. Supongo que es normal. La virtud va unida al optimismo. Su marca registrada es la beatitud vocacional de los sacerdotes, y es algo que me pone histérico. Pero en todo eso, ¿no hay sitio para pensar en cómo se ha degradado el vicio, en lo mecánico y frío que se ha vuelto? Nunca olvidaré a aquella puta bulbosa con su vulgar catálogo de placeres, ofreciendo un surtido de deleites preseleccionados para gente embotada. ¿Para qué sirve la sensualidad si no es el resultado de una especie de ardiente locura, algo incontrolable y sin embargo, en ese acto, controlado? Si has de azotar, hazlo como el divino marqués de Sade, hasta las puertas de la muerte. Si se trata de sufrir, sufre como un mártir. Y si lo que se quiere es joder, jode como Casanova…
—Ese sólo escribió acerca de ello.
—Entonces he elegido mal el ejemplo. Ya sabes a qué me refiero. La pasión no tiene más precio que el don de uno mismo. Sólo las ilusiones marchitas pueden estar a la venta, y esas están tan lejos de la verdad que son tan falsas como tu dinero; sin embargo, el comercio del cuerpo es moneda de curso legal.
—Siempre que sea pagado con dólares legítimos —añadió el Viejo con un guiño. Después prosiguió, en otro tono—: Hemos descubierto tan poco hasta ahora que no vale la pena cambiar impresiones. Admito que sabes más que yo, dado lo asiduamente que sigues leyendo tus sucios periódicos. Pero ha de haber un modo más rápido de tomar el pulso a la gente.
—Lo hay —dijo Míster Smith, señalando un pequeño cubo.
—¿Eso? ¿Qué es?
—Un televisor. Vi a un niño manejar uno en el aeropuerto. El padre estaba empeñado en ver no sé qué juego de pelota, y el chiquillo hacía girar continuamente el botón para ver otros canales. No sé quién ganó. Tuve que salir corriendo para no perder el avión.
—¿Cómo funciona?
A Míster Smith, a pesar de sus alegatos en favor de la pasión, se le daban bien las cosas técnicas; mucho mejor que al Viejo, cuyo plano era más elevado y ajeno a la realidad. En un abrir y cerrar de ojos, el televisor estaba encendido y apareció un grupo de hombres de mediana edad con el pelo largo y un curioso tocado que disparaban indiscriminadamente en un supermercado con todo tipo de armas de fuego. A una compradora le voló literalmente la cabeza el fuego de una metralleta. Un hombre cargado con provisiones fue acribillado, y aparecieron agujeros rojos en su espalda y otros chamuscados en los víveres. Todo el ejercicio se desarrollaba a cámara lenta, en una horrible coreografía de muerte, de sangre salpicada como leche en una salvaje exageración de las posibilidades reales, mientras en la banda de sonido los obligados gritos de pánico se mezclaban con una exasperante musiquilla interpretada por una reducida banda de jazz, con un piano tan calculadamente desafinado como los acontecimientos que ilustraba.
Cuando acabó la carnicería y el personal y los clientes yacían desparramados por los pasillos como juguetes rotos, los intrusos empezaron a cargar mercancías en los carros del supermercado, y descubrieron con fastidio evidente, entre ráfagas de palabras sucias, gritos salvajes y diálogos incomprensibles, que era una tarea muy dura hacer pasar los carros llenos por encima de los cadáveres.
El Viejo y Míster Smith contemplaron aquel horror sin mover una ceja hasta el final, o más bien casi hasta el final, pues cuando acabó, Míster Smith se había ya dormido.
Al parecer, la película se titulaba Regreso del búnker, y la guía que el hotel había dejado sobre el televisor la presentaba como un serio drama sobre los hombres de regreso de la pesadilla de Vietnam y enfrentados con un recibimiento hostil y unos supermercados abarrotados de golosinas. Decía, vaya usted a saber por qué: «Se trata de una película que ningún norteamericano que piense y sienta puede permitirse dejar de ver».
El Viejo dio un codazo a Míster Smith, que se despertó sobresaltado.
—¿Cómo terminó? —preguntó, pero en seguida cambió de parecer—. No, no me lo digas; me importa un rábano.
—Tu lenguaje está influido por lo que oíste.
—Podría ser, y me disculpo por ello. Por nada me gustaría menos estar influido que por esa película.
—¿Era eso, una película?
—Sí, y consiguió dormirme. ¡Dos veces en doce horas! Es una desgracia.
—Yo no la entendí, aunque estuve despierto; de modo que tranquilízate, no te has perdido nada. En este librito dice que está clasificada como PG, y después, en una nota explicatoria, aclara que PG significa Parental Guidance, que el niño pueda verla si así les parece a los padres. ¿Te imaginas un padre que merezca ese nombre aconsejando a su hijo ver semejante carnicería estúpida?
—Para mantener a esos pequeños bastardos donde no puedan hacer daño, algunos padres recurren a cualquier solución.
—¿Incluso ver eso?
—Escucha —dijo Míster Smith—. En algunas partes menos desarrolladas de este mundo, el ver a los padres copulando lo consideran una diversión infantil, y hay mucha más razón para etiquetar esa actividad como PG, dado que, en un sentido muy real, es algo educativo.
Al Viejo le entristeció esa revelación y anduvo desconsoladamente con los mandos. Apareció un momento el alcalde de Albany para explicar por qué los cubos de basura eran a veces recogidos por trabajadores no sindicados, y a continuación una sala llena de mujeres que intercambiaban información confidencial sobre las carencias sexuales de los maridos alcohólicos. En otro de los innumerables canales, tres rabinos discutían en qué consistía ser judío. Por supuesto, no estaban de acuerdo, ni tampoco dispuestos a llegar al menor compromiso. Un hombre vendía coches usados con ayuda de un viejo perro ovejero inglés, entrenado para saltar al capó de los coches y ladrar. Una mujer explicaba el último desastre natural —una inundación en Utah— a la comunidad portuguesa. Y al final otra película, en la que cinco policías, reconocibles como tales aunque anduviesen con el vacilante paso de los robots o tuviesen todos los miembros artificiales, iban por una calle ocupando toda la acera. Tenían los ojos vidriosos y la cara rígida; sólo los dedos engarabitados en torno al gatillo parecían tener la sensibilidad que requiere una vida plena.
Delante de ellos, un puñado de gangsters tropezaban entre sí tratando de escapar. Aparecía el inevitable negro con boina escocesa de punto y gafas oscuras, que expresaba su miedo con chillidos de alta coloratura. El jefe, con el pelo sujeto con una cinta blanca, gafitas siglo XVIII y un cigarrillo con boquilla, parecía menos dispuesto a huir que los otros, y se limitaba a retirarse gruñendo. Un error, porque a una señal del zombi que estaba en un coche blindado se armó el tiroteo.
Los policías empezaron a disparar en medio de una salvaje cacofonía, con los ojos todavía más vidriosos que antes. Parecía que tiraban muy mal, dado que sólo resultó mortalmente herido uno de los gangsters, que saltó por el aire, pasó por encima de un pretil y fue a aterrizar en una mezcladora de cemento que había en el cráter de una obra, unos cuarenta pies por debajo del nivel de la calle.
—Vuelvan a cargar —ordenó el zombi del coche de mando, mientras su cara expresaba una especie de vacua satisfacción. Los títeres uniformados hicieron lo que les decían, mecánicamente.
Era ya hora de que los gangsters contestasen al fuego. Hubo algunos chamuscones en los uniformes, pero era evidente que la policía estaba a prueba de balas.
—¡Fuego! —dijo el zombi, y la policía volvió a soltar una andanada cegadora y ensordecedora, sin conseguir matar más que a otro gángster, que atravesó el cristal de un escaparate para acabar muerto en brazos de una maniquí en traje de noche.
Como los bandidos eran más de una docena, y al parecer la policía sólo conseguía matar a uno por cada cinco cargadores, la carnicería duró un buen rato, y sólo terminó cuando el jefe, que por supuesto era perseguido por las terrazas al ir acercándose el final de la película, para poder caer desde más alto, reía como un loco ante la ironía del destino. El ruido llamaba la atención de uno de los policías mecánicos que alzaba los ojos, a diferencia de los otros, que seguían esperando instrucciones. Una contracción nerviosa indicaba un sutil regreso a un cierto grado de humanidad. Su mirada cambiaba de vidriosa a una expresión que sugería que estaba reviviendo los horrores de lo ocurrido. Con un tremendo esfuerzo de concentración, apuntaba su pistola y, gritando «¡Esto por mis camaradas muertos!», disparaba contra el jefe a una distancia de cuatrocientos metros.
El jefe se tambaleaba y acababa por lanzarse motu proprio al vacío, para ir a caer junto a la bomba de una estación de gasolina. La expresión de su cara era beatífica, teniendo en cuenta la altura de la caída, y para que este milagro hiciese juego con otro todavía más impresionante, el cigarrillo de la boquilla seguía encendido, sujeto entre sus apretadas mandíbulas.
Las últimas ascuas caían en un charco de petróleo, y la pantalla estallaba en una coda muy adecuada para semejante historia, una llamarada lo bastante enorme para devorar las preguntas y las respuestas, los detalles y las grandes líneas del argumento, la credibilidad, todo.
—¿De qué trataba? —preguntó Míster Smith.
El Viejo lo consultó en el folleto.
—Se llama «Distrito fantasma», y es la historia de unos policías muertos a los que resucita un sargento también muerto que ha encontrado el modo de devolverlos a todos, él incluido, a una especie de semivida. Existen como autómatas, empeñados nada más que en la venganza. El sargento, por serlo, tiene una semivida superior a la de sus hombres, y es capaz de tomar ciertas iniciativas. Al final, el policía O’Mara asciende a la categoría de sargento semi póstumo al sacudirse las cadenas de la obediencia ciega. Vuelve a tener una conciencia más plena cuando grita: «¡Esto por mis camaradas muertos!», mientras derriba al villano de la terraza de un solo disparo, una hazaña que dice mucho del riguroso entrenamiento de la Academia de Policía. Una vez más, termina afirmando que ninguna familia norteamericana puede permitirse dejar de ver esta estimulante historia de valor y negativa a aceptar la muerte como última respuesta. Y no necesito decirte cómo está clasificada.
—¿PG?
—PG.
Estuvieron viendo películas monótonamente desde las cinco y media de la mañana hasta las tres y media de la tarde. Poco más o menos cada hora, una irritante camarera golpeaba la puerta con las llaves y decía con un sonsonete: «Sólo es para saber si están»; pero aparte de esto no hubo interrupción al torrente de senadores lunáticos y jefes de laboratorios secretos del gobierno dispuestos a hacerse con el poder en nombre del patriotismo, la democracia y todo eso, para ver sus planes desbaratados justo a tiempo gracias a la iniciativa, la visión y las especiales facultades de un individuo.
—Lo más evidente en todo esto es un deseo de inmortalidad que resulta preocupante —dijo el Viejo, mientras estaba echado en la cama, agotado por diez horas de fuego cruzado sin prácticamente nada en que hincar el diente mental—. Supón que realmente encuentran la manera de no morirse. Al principio será demasiado caro para la mayoría de la gente, de modo que sólo los idiotas con fortuna heredada o los delincuentes que han hecho dinero sobrevivirán para dar sus normas a ese mundo inmortal. ¡Pobres locos! ¿No se dan cuenta de que es la condición mortal lo que dota al mundo de una vara para medir la calidad?
»Si Beethoven hubiera sido inmortal, habría escrito centenares de sinfonías, repetitivas hasta el infinito y que llegarían a ser indistinguibles unas de otras, ni siquiera por su grado de mediocridad. En semejante mundo, la senilidad sería tan contagiosa como el catarro común, y los nacimientos, cada vez más raros, acabarían por ser celebrados como una fiesta nacional, mientras la civilización, todo lo que el hombre ha construido penosamente para sí y a lo que solía llamar progreso, se sumiría en las crecientes tinieblas de la incapacidad, en tanto que las sonrisas desdentadas, los hilillos de saliva en las comisuras de la boca y los mocos cayendo como lava helada de las narices atascadas serían las últimas señales de vida de lo que fue mi sueño más feliz.
Los ojos del Viejo estaban húmedos por las lágrimas.
Míster Smith habló compasivo, pero aun así con una pizca de ironía de la que no quiso excluirse.
—Sobra la elocuencia, querido —dijo—. Como argumento contra la inmortalidad, ¿no bastamos tú y yo?
El Viejo asió la mano extendida de Míster Smith y la apretó con fuerza, mientras cerraba los ojos y adoptaba un aire de majestuosa gravedad.
Al cabo de un momento, Míster Smith quiso recuperar su mano, pero no se le ocurría el modo de conseguirlo.
—No entiendo cómo es posible que algo de lo que hemos visto puede ser comercial —dijo, tratando de cambiar de tema. El Viejo no respondió, de modo que continuó—. ¿Paga la gente por sentirse asustada, ensordecida hasta la total anulación, deslumbrada, intimidada y sometida a fuerza de golpes? ¿Todo eso es diversión?
El Viejo abrió los ojos sin soltarle la mano.
—Recuerda los viejos argumentos de los jesuitas. Sí, César Borgia y la Santa Inquisición fueron momentos reprobables de una historia sublime, pero ¿qué decir de una religión capaz de sobrevivir a tales momentos y salir de ellos aún más fuerte? Norteamérica se ve como una sociedad tan indomablemente poderosa que es capaz de aguantar cualquier desafío a lo que se imagina es su supremacía moral y aun así salir victoriosa. Todas las películas que hemos visto expresan el mismo optimismo absurdo, en el que los dados están cargados en favor de los buenos, mientras dan la impresión hasta el final de estarlo en favor de los corruptos. En cualquier caso, hay algo con lo que puedes contar: que los dados están cargados. Y la postura moral es inflexible, aunque el vicio aparezca triunfante y fraudulentamente recompensado. Pero hay siempre una foto-finish. Siempre. Y ahí, supongo, es donde entra la diversión. Aunque el bien debe acabar venciendo (es lo establecido), hay que hacer que el riesgo parezca enorme, contrario incluso a la ley de los promedios, tremendamente injusto. Tanto mayor será la gloria final.
—Es extraño oír hablar del optimismo como absurdo. Así he llamado a veces al tuyo. Y todavía más extraño oír que te refieres a los herederos de fortunas antiguas como idiotas y a los creadores de una nueva riqueza como delincuentes. Esas son exageraciones dignas de mí. Es raro ver cómo me quitas las palabras de la boca.
—Creo que en este país la corrupción general que dan por supuesta en las películas que hemos visto es una añadidura necesaria, y desde luego halagadora, a su inmensa riqueza. Sin esta, sin tantas oportunidades de hacerse rico, no habría razón para la corrupción, ni para la pobreza, ni para que prácticamente todo el mundo vaya armado. ¿Te fijaste que en las películas, cuando se acercaba el peligro, en varias ocasiones hubo una mano que abrió un cajón para asegurarse de que seguía allí la pistola? En casi todas las que hemos visto ocurría al menos una vez. En cambio no vimos nada de la pobreza que pudimos advertir por el rabillo del ojo mientras andábamos por la ciudad; los marginados dormidos, borrachos, drogados o muertos en la acera, las viviendas con cristales rotos en muchas ventanas, las calles como campo de juego. Sospecho que hay una razón para todo esto.
Entornó los ojos mientras buscaba las palabras justas.
—He leído y oído mucho acerca del Sueño Americano. Nadie lo define, nadie se atreve. Está instalado como una presencia ectoplásmica, tan reacia a cristalizar como esa oscura invención tuya, el Espíritu Santo, en el altar de la conciencia norteamericana. Es, por definición, inalcanzable, y sin embargo no hay que ahorrar esfuerzos para conseguir lo imposible. En su aspecto más tangible, es una extensión de las esperanzas y plegarias de los Padres Fundadores, adaptadas mediante interminables enmiendas a las condiciones continuamente cambiantes del mundo moderno. En el más irritante, es un resplandor que siluetea sombras góticas y vibra con voces que cantan al unísono. Pero yo creo que ese sueño o compendio de sueños existe ya, en una forma a la vez inicua y profundamente dañina.
—¿Sí? ¿Dónde? —preguntó el Viejo, algo nervioso.
—Aquí —replicó Míster Smith, dando una afectuosa palmadita al televisor, como si fuese la cabeza de un niño.
—¿La televisión? La televisión es un medio, no un fin. Como el teléfono o el avión. ¡No puedes echar la culpa a los pobres instrumentos del uso que de ellos han hecho los hombres!
—El fin es servido por esos medios. Es eso lo que afirmo. El Sueño Americano es una fantasía en marcha, como ellos dirían; un desfile interminable de ideas demasiado adelantadas para que se les ocurran a otros, pero con soluciones lo bastante simples para que los demás las apoyen. Los sueños están contenidos en segmentos de media hora, una hora, dos horas a veces. Su mensaje es que las balas solucionan las discusiones; que la fe es, más que sencilla, ingenua, y que aunque los hombres sean libres, deben someterse a la dictadura de la rectitud tal como la enseña la Biblia. No sólo la diversión tiene que obedecer a esas piadosas y estrictas normas; también la política es una rama de lo que llaman el show business. Y, sin querer escandalizarte, otro tanto ocurre con la religión.
—Pues me escandalizas, por supuesto. Pero qué alivio es y qué ánimo da tener una conversación seria contigo. Diría incluso que se puede aprender mucho aun estando en desacuerdo —dijo cariñosamente el Viejo.
Míster Smith puso en marcha el televisor.
—¡Ah no! ¡No quiero ver más televisión; todavía no! —exclamó el Viejo.
—No me crees. Hay más de cuarenta canales; debe de haber algún programa religioso en alguno de ellos.
Fue cambiando de uno a otro con creciente impaciencia. De pronto, la pantalla se llenó con la cara de un hombre que parecía estar en los últimos momentos de la agonía, pues las lágrimas se le mezclaban con el sudor y vibraban en sus mejillas y en su frente como tapioca.
—Esto huele a religión —murmuró Míster Smith.
—Puede ser delírium trémens —sugirió tímidamente el Viejo. Justo en ese momento, el hombre recobró la voz, un pobre órgano cascado obligado a ir más allá de su capacidad normal por el solo impulso de la voluntad.
—¡He sido tentado para pecar! —gritó, ahogando un sollozo.
—Eso está mejor —apuntó Míster Smith. La pausa que hizo aquí el predicador fue inmensa, improcedente. Hubo conjeturas entre la concurrencia, cabezas ovaladas con gafas sin montura; mujeres de cara arrugada que mantenían las manos cerca de la cara, listas para cualquier emergencia; jóvenes abiertos como libros, pero con trazas de escepticismo por doquier.
—¡He sido tentado para pecar! —repitió el predicador, ya en tono normal, como recapitulando un dictado para sus alumnos. Un hombre gritó:
—¡Sí!
—¡Dios sea loado! —le hizo eco otro.
La pausa continuó mientras el predicador parecía poner a prueba y recorrer todas las miradas presentes. Al cabo susurró:
—¡He sido tentado para pecar!
—¡Sigue ya! —exclamó Míster Smith.
El predicador volvió a gritar, apuntando con un dedo tembloroso al vacío.
—¡He tenido al Diablo en mi sala de estar!
—¡Mentiroso! —aulló Míster Smith, arrancando su mano de la presa del Viejo.
—Se me apareció cuando la señora Henchman se disponía a acostarse, tras un duro día ayudándome en mi ministerio. Charlene Henchman es un maravilloso ser humano.
Gritos de «¡Sí!», «¡Amén!», «¡Aleluya!» y «¡No la hay mejor!».
—Yo le dije: «Vete a tu cuarto, querida; yo tengo aquí por compañía al viejo Satanás, y he de encontrar el modo de ponerlo en la puerta». —Una pausa dramática—. La señora Henchman subió a su cuarto, sin tan siquiera una pregunta —dijo suavemente. Después, con emoción creciente—: Yo me volví a Satanás… me volví a aquella criatura, le miré a los ojos y grité, y cito: «Saca a Linda Carpucci de mi vida, Satanás… Tengo una esposa… No necesito a Linda Carpucci para llenar mis momentos de ocio con pensamientos pecaminosos y los deseos de la carne. La señora Henchman me ha dado seis hijos maravillosos, desde Joey Henchman júnior hasta La Verne, nuestro benjamín. Tienes que estar loco si crees que voy a sacrificar todas las bondades que Dios Todopoderoso ha derramado sobre mi indigna cabeza sólo porque ese viejo rufián, Satanás, puso a Linda Carpucci en mi camino una noche, cuando mi preciosa Charlene se había quedado trabajando hasta muy tarde, cerrando sobres para que nuestro gran mensaje pudiera llegar a los más de cien países extranjeros en los que operamos». —Su voz volvió a alzarse, y sollozó—: Parafraseé las palabras de Nuestro Señor a Satanás y grité: «¡vade retro, Satán, y llévate a Linda Carpucci!».
Hubo una gran salva de aplausos y gritos de aprobación en la sala, mientras Míster Smith era presa de un ataque de rabia.
—¡Mentiroso! ¡Sucio falsario! ¡No te he visto en mi vida! ¿Y quién diablos es Linda Carpucci?
En la pantalla, el reverendo Henchman, agradecido, se dirigía a su público como el presentador de un programa, murmurando «muchas gracias» y «muchísimas gracias».
—¡Tengo que ir allí! ¡Ahora! ¡Esto es una provocación intolerable! ¡Me voy!
—No tenemos dinero.
—Al infierno el dinero.
—No podemos pagar el hotel.
—Al infierno el hotel.
En la pantalla, la gran sala se oscureció y una voz dijo:
—Volveremos con el reverendo John Henchman, en directo desde la Iglesia de las Vidrieras Multicolores, Universidad del Alma, Henchman City, Arkansas, después de unas palabras de nuestro patrocinador, la masa para tartas Whistler’s Mother.
—Esa es la dirección —dijo Míster Smith—. ¿Vas a moverte o tengo que ir solo?
—Recapacita. Probablemente ha sido sólo uno de tantos arrebatos…
—Pues me ha dado en pleno entrecejo. He sido difamado, calumniado. Soy impulsivo y no puedo tolerarlo. ¡No y no! ¡Es demasiado injusto!
Alargó la mano y su compañero la tomó.
Antes de que se desvaneciesen en el aire, el Viejo tuvo tiempo de preguntar, con una pizca de malicia:
—¿Qué se siente formando parte del Sueño Americano? Una parte negativa, pero ¡ah, cuán importante! ¿Eh, vieja criatura?
—Es sólo para saber si están —llamó la doncella detrás de la puerta; y, al no oír voces humanas ni la televisión, entró.
—El equipaje sigue aquí —murmuró—. Es curioso, no los he visto salir.
Puso la radio de la mesilla. Música ligera, sin la cual era incapaz de hacer una cama.
—Qué raro —dijo en voz alta—. Nunca dormían en las camas. Ya dicen que hay de todo en la viña del Señor…
Puso además la televisión, para pasarlo bien a modo. Después se sentó en una de las camas y encendió un cigarrillo.