Al Viejo le habían dado un tranquilizante, y simulaba dormir a fin de evitar la conversación con la bonita enfermera negra que le había administrado el comprimido. Simplemente no estaba para charlas; había mucho en que pensar.
Cuando se fue la chica, vio por entre sus párpados semientornados a un caballero oriental en ropas de hospital que se acercaba por entre las camas a media luz de última hora de la tarde.
El Viejo abrió los ojos.
—¿Qué haces aquí, Smith? —preguntó con severidad.
—¡Chist! —imploró el caballero oriental—. Estoy probando el disfraz. Soy Toshiro Hawamatsu. Hasta ahora todo va bien. Voy a marcharme en seguida, me acompañes o no.
—¿Adónde?
—A Nueva York. Washington es cosa tuya. Grandes problemas morales, grupos de presión, corrupción en las altas esferas, todo eso. Nueva York es lo mío. Incluso lo llaman la Gran Manzana. ¿Te acuerdas de la pequeña, en aquel jardín de cuyo nombre nunca consigo acordarme, aquel en el que tuve que aprender a andar arrastrándome? En Nueva York es todo cosa física. Drogas, prostitución, acompañadas de elevadas actitudes morales. Me viene como un guante.
—¿Qué vas a hacer con lo del dinero?
Millones de yens empezaron a materializarse entre las sábanas y la manta de la cama del Viejo.
—Gracias o, mejor dicho, domo aregato gozaimas —dijo el agradecido Míster Smith, mientras metía el dinero en sus flacos bolsillos—. Ya había robado un poco. No hay nada más fácil en el hospital. Abajo hay habitaciones donde tienen a los pacientes de pago. Lo único que necesito ahora son unas cuantas prendas de vestir y unas gafas. ¡Ah!
Acababa de ver unas gafas para leer en la mesilla de noche cercana a la del Viejo, pertenecientes a un inválido que en ese momento dormía. Míster Smith las extrajo diestramente de un libro abierto, cuyas páginas cerró luego muy lentamente.
—¿Por qué has hecho eso? —le reprendió el Viejo—. Ni siquiera necesitas gafas. Ninguno de los dos las necesitamos, y ese pobre hombre sí.
—Si quieres resultar convincente como japonés, tienes que llevar gafas, las necesites o no.
—¿Y qué hago si se despierta y me pregunta si sé dónde están sus gafas?
—Si se despierta, tú te duermes. Así de sencillo.
—¿Y qué hay de mis dólares legales?
—Ven conmigo. Voy a bajar a la sala de rayos X para hacerme con algo de ropa. Tiene que haber dinero en los bolsillos. El suficiente para ayudarnos a salir de apuros. Después cogemos lo que aquí llaman un autobús Greyhound, a las siete y media. Nos pondrá en Nueva York a eso de la medianoche o poco más tarde.
—Vete tú. Yo te seguiré.
—¿Y si pierdes el autobús?
—Ya te encontraré en algún antro de iniquidad.
—Me alegra decir que en Nueva York hay muchos. He oído hablar de una casa de baños y sauna gay llamada Oscar’s Wilde Life[3], en la calle Cuarenta y Dos.
—Me da miedo pensar lo que debe de ser una casa de baños gay. ¿Orgías acuáticas?
—No. Más bien trapicheo homosexual.
—¿De veras? ¿Existen tales cosas?
—Siempre me olvido de lo ingenuo que eres.
—¿Para qué iba a ir allí un hombre de negocios japonés?
—Cuando llegue ya no seré japonés. Habré cambiado mis yens por dólares y podré volver a ser yo mismo, o mejor, una versión de mí mismo aceptable para los norteamericanos. Voy a ir a los baños, no tanto para iniciar la inspección de las depravaciones de la Tierra como para hacerme con algún atuendo de fantasía de los que hayan dejado los bañistas en el vestuario.
—¡Válgame…! No puedes hacerte con un guardarropa robando; no pienso permitirlo. Al menos mientras estés conmigo.
—No voy a robar indiscriminadamente. Dejaré allí la ropa que robe aquí. El intercambio no es un robo.
—No lo es el intercambio justo. ¿Qué tienen de malo las prendas que esperas robar aquí?
—No puedo imaginarme vestido con lo que robe aquí. ¿Has visto qué gente viene a hacerse radiografías?
Miró al techo para ilustrar la incurable insipidez de esas personas, y en consecuencia de sus ropas. Entraron en la sala dos hombres del FBI, con tan poca consideración para con los durmientes como si se tratase de coches aparcados.
Míster Smith se apresuró a desaparecer.
—Smith ha vuelto a largarse —dijo uno de ellos.
—¿Quién era ese que estaba junto a su cama ahora mismo? —preguntó el otro.
—Nadie.
El Viejo se puso colorado mientras las circunstancias le obligaban una vez más a mentir.
—Juraría que le he visto rasgos orientales, coreanos o vietnamitas.
—Yo no he visto a nadie. Miren, caballeros, Míster Smith es un personaje gregario. Puede estar en cualquier parte de este gran hospital, haciendo amigos y cotilleando. ¿Han probado en la cafetería?
—Está bien. Al, en marcha. Tenemos que encontrarlo. Debe de estar en alguna parte.
—¿En la maternidad? —apuntó con sarcasmo el segundo hombre del FBI.
—Es lo que le faltaba —rio el otro.
Apenas se fueron, Míster Smith se materializó.
—Me voy a ir —dijo.
El Viejo se sobresaltó.
—Me has dado un susto. Creía que te habías marchado.
Míster Smith, ofendido, desapareció otra vez.
Al enfermo de la cama de al lado lo habían despertado los del FBI, y había buscado consuelo en la novela de intriga que tenía en la mesilla.
—¿Ha visto usted mis gafas? —preguntó.
El Viejo estaba a punto de responder que no, cuando reflexionó que lo de decir mentiras veniales corría peligro de convertirse en un hábito, en una costumbre peligrosa que podría socavar la base de su moralidad.
—Sí —respondió con firmeza—. Se las robó Smith.
—Smith… —se hizo eco el enfermo—. Qué lástima. No veo nada sin ellas.
—Esos que acaban de estar aquí eran del FBI —dijo el Viejo para animarlo—. Están buscando a Smith.
Al enfermo se le iluminaron los ojos.
—¿Porque me ha robado las gafas?
—Sí —se rindió el Viejo. A veces la verdad era un maldito fastidio y prolongaba indefinidamente conversaciones sin ningún interés.
La reunión en el despacho del doctor Kleingeld resultó difícil. El doctor estaba en ese momento sentado a su mesa, en una silla giratoria que utilizaba a cada paso para entrar en la conversación o desentenderse de ella. Daba la espalda a los demás. Gonella iba nervioso de acá para allá, mientras los demás hombres del FBI estaban sentados en los brazos de los sillones o apoyados contra el resto del mobiliario. Asistían el jefe Eckhardt, del distrito 16, y el director adjunto del FBI, Gontrand B. Harrison, a quien Gonella había pedido con urgencia estar presente, ambos arrellanados en sendos sillones.
—¿Adónde nos lleva esto? —preguntó el director adjunto.
—Será mejor recapitular los pasos dados —sugirió Gonella.
—Eso es pensar constructivamente —aprobó Harrison. Gonella leyó sus notas.
—«Jefe Eckhardt, a usted lo llamaron, según tengo entendido, cuando el cajero del hotel Waxman Cherokee, Doble K. Ruck, llevó una serie de billetes que Godfrey le había dado al conserje principal del hotel, René Leclou, al banco Pilgrim Consolidated para su comprobación. Al cabo de un minuto o minuto y medio el director de la sucursal de la calle K, Lester Kniff, aseguró que los billetes eran falsos…».
El doctor Kleingeld giró en su silla para dar frente a los reunidos y habló con la voz de cuando no estaba en la consulta, alta, clara y discordante.
—Ya hemos hablado de eso antes, y varias veces, caballeros. Aún no estamos en un juicio, sino tan sólo ante un fenómeno psíquico. La reiteración de detalles insignificantes no va a sernos de ayuda. Y niego que eso sea pensar constructivamente, señor Harrison. Es sólo una liosa pérdida de tiempo burocrática, que es el tipo de pérdida de tiempo favorito de las altas esferas.
—Lo que dice me ofende —se alborotó Harrison.
—Lo cierto es que ya no estoy dispuesto a confirmar o negar que esos dos hombres no sean lo que dicen ser.
—¿Está usted en sus cabales? —gruñó Harrison.
—También eso lo dudo.
Pregunté a Dios Cuatro lo que quería que hiciese, y me respondió:
—«Decir la verdad». «¿Quiere que me tomen por loco?», —recuerdo que le dije. Sabía de sobra cuál iba a ser la reacción natural a mi postura, y sin embargo no veo otra alternativa.
—Doctor —intervino Gonella—, somos cuatro hombres que ocupamos cargos importantes. ¿Podemos permitirnos que quede constancia de que hemos dicho que un par de viejos que dominan un cierto repertorio de trucos de salón pueden ser Dios y el Diablo? ¡Vamos! Se reirían de nosotros hasta las piedras. Y… Bueno, hay suficientes personas ahí fuera esperando ocupar nuestros puestos. Pero este es un tema en el que ni siquiera voy a entrar.
—Veámoslo, por un momento, de otro modo —dijo el doctor Kleingeld recobrando su compostura, y con ella la mayor parte de su autoridad, un tanto en entredicho—. Vamos a separar este incidente de la religión. La religión, a la que se supone el gran consuelo, la gran inspiradora, lo que en realidad hace es poner a la gente nerviosa.
—Eso me ofende —dijo Harrison.
—Pero no obstante es verdad, según mi experiencia. Tratemos lo ocurrido como ficción científica. A juzgar por la televisión, la invasión de este planeta por una jalea temblona, o por sabios y pequeños entrometidos asexuados de enorme cabeza y cuerpo de niño hambriento es de lo más racional, y los representantes de la ley combaten a esos invasores, llegando a implicar en ello a las fuerzas armadas de la nación y al dulzón sentimentalismo de la humanidad, ayudado por todos los violines que Hollywood puede reunir. Millones de personas siguen tales historias y resultan profundamente afectadas por ellas. Son totalmente creíbles como el siguiente paso para probar al máximo nuestra capacidad militar, o bien como himnos a la paz universal, al amor extendido sobre el alma del hombre como miel sobre una tostada. ¿Recuerdan, en los tiempos de la radio, cómo Orson Welles llenó de pánico al público norteamericano al transmitir gráficamente, paso a paso, la invasión del mundo por los marcianos? Nadie ha hecho nunca sentir pánico a la gente sugiriendo que Dios y Satanás han venido de visita.
—Es lo que está pidiéndonos que hagamos —dijo Gonella.
—Estoy diciendo que no se puede hacer. ¿Y qué nos pasa para que no se pueda? Todo candidato presidencial tiene que fingir ser profundamente afecto a la oración, aunque sólo mueva los labios por temor de las apariencias. Las oraciones en casa, en ocasiones solemnes, forman parte de la tradición norteamericana, y sin embargo la aparición física del objeto de nuestras plegarias se considera algo imposible, blasfemo incluso. Es más fácil creer en una jalea amenazadora o en un dinosaurio que ha sobrevivido de la época de la Creación.
—¿Usted reza? —preguntó Harrison.
—No —dijo el doctor Kleingeld.
—Lo suponía. Yo lo hago de vez en cuando. Por eso me ofende tanto lo que está diciendo. Permítame añadir que esto no es una clase universitaria, sino una emergencia muy concreta y real. Mañana por la mañana, Godfrey y Smith van a comparecer ante un juez acusados de falsificación y robo. En vista de su edad, esperamos que pueda usted sugerir algún tipo de circunstancia atenuante de carácter mental que pueda jugar a su favor ante un juez que sólo dispone de un tiempo limitado y no tiene ocasión de descubrir ni siquiera lo que yo he descubierto acerca del caso. Pero parece obvio que es pedirle demasiado.
—Ustedes quieren que haga trampas como las hacen todos a diario, pequeñas trampas, engaños sin importancia. Quieren que diga que esos viejos no son plenamente responsables de sus actos, que necesitan estar en libertad vigilada para proteger a la sociedad, como delincuentes en su segunda adolescencia; que hay que ayudarlos, algo que suena tan generoso, pero es el primero de los muy pocos pasos que bastan para pasarse la vida en la cárcel. Sólo quiero decirles que las palabras que utilizó Dios Cuatro para calmar a Dios Tres demostraron una enorme autoridad, una absoluta integridad intelectual y una envidiable economía de medios, que a todos nos vendría bien imitar.
—¿Es su última palabra?
—Oh, no. No sé cuál será mi última palabra. Sólo puedo decirles que mientras ustedes hablaban, he rezado por primera vez en mi vida… como experimento.
—Vamos, caballeros —dijo Harrison, levantándose—. No voy a insistir en mi decepción. Jefe Eckhardt, tendrá que seguir con los cargos, y tratar esto como un caso normal. En cuanto a los aspectos anormales del caso, será mejor olvidarlos y no sacarlos a relucir.
—Sí, señor, de acuerdo —dijo Eckhardt; y añadió, pensativo—. ¿Y sí desaparecen en plena vista?
—El FBI hará cuanto esté en sus manos para evitar que eso suceda.
—Es fácil decirlo. Usted no ha visto cómo ocurre.
—También nosotros tenemos toda una panoplia de trucos en la manga, jefe.
—Sí, señor. Me alegra saberlo.
Gonella resumió.
—Déjenme poner esto en claro para que todos lo entendamos. Vamos a acusar a esos viejos de delincuentes comunes, y a tratar de evitar cualquier referencia al lugar de donde salió el dinero, es decir, de un bolsillo. No habrá la menor mención de las monedas españolas y griegas. Sólo hechos patentes en lo que concierne a los billetes falsos y nada más.
—Eso es —dijo Harrison lanzando una rápida mirada al doctor Kleingeld, que estaba sentado, con una sonrisa en los labios, los ojos cerrados y los dedos en forma de tienda de campaña ante su cara—. Los detalles técnicos ya los discutiremos en mi despacho, o en el distrito dieciséis. Son asuntos internos, vámonos.
Se abrió la puerta antes de que pudiesen llegar a ella. Eran los dos hombres del FBI.
—Se han ido —dijo el primero, jadeante.
—¿Ido? ¿Los dos? —exclamó Gonella.
—Sí. El más viejo, el que dice llamarse Godfrey, estaba en su cama, veamos… a las cuatro cuarenta y tres, y dijo que creía que el otro tipo, Smith, podía haber ido a la cafetería, al ver que no estaba en la suya en ese momento. No pudimos encontrarlo, de modo que volvimos para hablar con Godfrey, pero se había marchado. El señor Courland, el de la cama de al lado, dice que tan pronto estaba allí como ya no estaba.
—¡Eso es, eso es! —gimió Eckhardt, reconociendo los síntomas.
—Dice también que Smith le robó las gafas.
—Cada cosa a su tiempo —le reprendió Harrison. Era partidario de la claridad.
—Smith, o Godfrey, o alguna otra persona, le robó la ropa a un tal… Xyliadis, mientras estaba abajo, en rayos X.
Apareció un hombre moreno, calvo, fornido, vestido con ropa interior a rayas y encima una bata prestada. Estaba furioso.
—¡Es una desgracia! —gritó—. Vine aquí para mi reconocimiento semestral, como un reloj. Llevo haciéndolo cada seis meses desde hace diez años, menos el año pasado que estaba en Salónica, y dejé la ropa en el cuarto que hay para eso, como hago siempre…
—Que alguien tome nota de los detalles —gritó Harrison.
—Bien. Yo me ocuparé —dijo el jefe Eckhardt.
—Los demás, escúchenme. Voy a llevar este asunto tan arriba como sea necesario, al presidente si hace falta.
—¿Al presidente? —dijo Gonella, incrédulo—. ¿No es algo prematuro?
—No, señor —bufó Harrison por entre los dientes, apretados con determinación—. ¿Se dan cuenta de que puede tratarse de una avanzadilla de otro planeta, o de algo que esos condenados soviéticos están probando antes de utilizarlo? Es demasiado importante para que nos ocupemos nosotros, y el tiempo puede resultar esencial. Vámonos.
Los detuvo en su marcha la jubilosa carcajada de un doctor Kleingeld insólitamente sereno.
—¿Una avanzadilla de otro planeta? ¿Qué les dije? ¿Nos es más fácil admitir eso y ponerlo sobre la mesa del presidente que una visita divina?
—¿Es todo lo que tiene que decir? —preguntó Harrison, que odiaba malgastar incluso los segundos.
—No. Acabo de tener una experiencia de lo más estimulante para alguien que ha pasado más de sesenta años sin rezar. La primera vez que pruebo, he sido oído.
—¿Qué pidió? —preguntó Gonella, burlándose por anticipado.
—Pedí que esos dos viejos desapareciesen. Suerte para el juez por la mañana. ¡Nunca sabrá lo que se ha perdido! ¡Y suerte para nosotros!
—Vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo —ordenó Harrison, y los policías desfilaron de vuelta a sus cubiertas chirriantes, sus frenos estridentes y sus gimientes sirenas, que son la sintonía y la música de fondo de las valkirias del orden público.
Sólo el jefe Eckhardt se quedó atrás, anotando la tediosa declaración del señor Xyliadis, que había dado ya cuatro versiones diferentes de lo que tenía en los bolsillos.
Una vez fuera, Míster Smith se movió con una energía y una decisión que le resultaban imposibles en compañía del gordo Viejo, cuyo ritmo natural era moderado, por no decir pesado.
Llamó a un taxi, y se enteró por el taxista que podía llegar más de prisa a Nueva York por el puente aéreo que con el autobús Greyhound, y también que en el aeropuerto había una oficina de cambio. Esta solución era también mejor para el taxista, según él mismo le indicó, dado que la tarifa al aeropuerto era más elevada que a la terminal del autobús.
—De modo que todos felices —dijo riéndose mientras rodaban en el atardecer.
Las ropas del señor Xyliadis colgaban en pliegues de la flaca armazón de Míster Smith. No había tenido mucho donde elegir. La única persona que había en rayos X a esas horas de la tarde era una niña de ocho años. Como resultado, Míster Smith tenía un aspecto tan peculiar como el de una mujer no embarazada vestida con la ropa de cuando lo estaba. De hecho, una mujerona lo paró cuando iba hacia la taquilla para preguntarle si seguía la dieta Westwood Wideworld, y en tal caso, en qué semana estaba. Míster Smith replicó que semejante dieta era desconocida en el Japón. La dama elefantina reaccionó como si no fuese muy cortés por parte de un visitante oriental negar que estaba siguiendo una dieta californiana cuando era tan obvio que la seguía.
Míster Smith cambió los yens sin la menor dificultad, y compró el billete para el puente aéreo. Voló sin bultos, pero salió del aeropuerto neoyorkino de La Guardia con un elegante maletín que robó, sin pensárselo mucho, de una cinta transportadora que llevaba equipaje recién llegado de Cleveland. Después tomó un taxi hasta el Oscar’s Wilde Life. El taxista era un haitiano charlatán, que preguntó a Míster Smith si en el Japón había muchos gays.
—Tenga la bondad de mirar hacia adelante —fue todo lo que dijo Smith. La razón de esta resistencia a hablar era que estaba, como salamandra en primavera, abandonando un disfraz por otro y eso exigía concentración.
La conducción del haitiano se fue haciendo más errática a medida que iba notando cambios en los rasgos de su cliente en el espejo retrovisor. De hecho, pareció totalmente petrificado cuando el pasajero emergió en la calle 42 ya no oriental, sino vagamente anglosajón, con rojos rizos flotantes y un montón de pecas en una cara tan preocupante como siempre, la máscara de siglos de vicios no compartidos.
—¿No he exagerado, verdad? Me refiero a las pecas —le preguntó al taxista después de apearse y mientras se disponía a pagar. El haitiano, siguiendo un impulso, aceleró y se fue sin esperar el dinero.
Míster Smith estaba encantado, al darse cuenta de que se había ahorrado una suma importante en dólares auténticos. Se daba cuenta de que era el primero de sus trucos que, en cierto modo, había comercializado.
Anduvo por la calle, que estaba todavía muy animada, a pesar —o más bien a causa— de lo avanzado de la hora. Los rótulos luminosos tartamudeaban sus nada sutiles promesas de excitación, ya que no de vicio. El vicio quedaba para las vagas siluetas de la acera, que parecían estar todas a la espera de que ocurriese algo o, como arañas al acecho de que moscas desprevenidas se enredasen en sus telas invisibles, permanecían lo más quietas posible.
Junto a la entrada del Oscar’s Wilde Life había una muchacha de nobles proporciones, las piernas visibles hasta las caderas, con medias de malla rotas por algunos sitios. Llevaba unos tacones de aguja que, cuando se movía un poco, daban la impresión de que iba sobre zancos. Su minifalda parecía haber encogido al lavarla, y sus pechos eran como perros nadando, ansiosos por mantener el hocico fuera del agua. Su cara era joven, pero ajada. Las miradas de ambos se encontraron un momento, y durante un segundo se hubiera dicho que se habían reconocido.
—¿Vienes conmigo? Lo pasarás bien.
—Quizá más tarde —dijo Míster Smith, y pasó rozando su nube de perfume floral.
—Puede no haber más tarde…
La ignoró y penetró en la entrada brillantemente iluminada del Oscar’s Wilde Life. Detrás de una cortina volvía a estar oscuro. Un bruto afeminado vestido como Popeye el Marino lo detuvo. Se le unió un hombre mayor con el pelo blanco peinado sobre los ojos, vestido también de un modo que olía a club náutico.
—Tendré que ver qué hay en ese maletín, cariño —dijo el bruto—. Por seguridad. Hemos tenido ya dos avisos de bomba de organizaciones heterosexuales fascistas.
Míster Smith abrió el maletín. Contenía un estuche de maquillaje, una camisola de seda, bragas de seda, un sostén y un par de pijamas rosa salmón.
—Pasa —dijo el más viejo—. Yo soy Oscar. Bienvenido al club. Vamos, te lo enseñaré. ¿Cómo te llamas?
—Smith.
—Aquí todos nos llamamos por el nombre.
—El mío es Smith.
—Está bien. Ven por aquí, querido Smith.
Míster Smith siguió a Oscar por entre una espesura de plantas exóticas, que de pronto se abrieron a lo que parecía ser un claro en la selva. En medio, como por un milagro, había una piscina de mármol, con motivos neorromanos y cierto erotismo visual de brocha gorda digno de Pompeya. El agua que caía en la piscina salía de un miembro masculino dorado, tan de pacotilla —con todo su brillo— como una pieza de bisutería. Sus dos colgantes, también de un cegador acabado dorado, producían olas y traidoras corrientes a voluntad. El agua, de un verde nefasto, estaba llena de hombres desnudos que gritaban y hacían gala de sus dotes para la exageración. Al lado de la piscina estaban de pie dos negros desnudos, con las orejas adornadas con piedras falsas. Uno llevaba sartas de perlas de Mallorca alrededor del cuello.
—Son mis porteros nativos —dijo Oscar con una risita—. Chicos, dad la bienvenida a Smith.
—Jambo, jambo, buana —gritaron los negros con un canturreo rítmico que terminó en una danza altamente sincronizada y acompañada de batir de palmas.
Los de la piscina les dieron una ovación.
—Chicos y chicas —gritó Oscar con un sugestivo movimiento de ojos. (Aplausos)—. Os presento a Smith (Abucheos). —Oscar dio unas palmadas como reprimenda y continuó, zalamero, cuando se hubo restablecido el silencio—: Smith es de toda confianza. Oscar le ha mirado el maletín. —Todo ello en un seductor cantabile—. Ahora vete, deshazte de esos horribles vestidos en nuestros desvestuarios barrocos y ¡muéstrate en todo tu esplendor!
Hubo un arrebato de entusiasmo. Mientras Oscar se llevaba a Smith, uno de los bañistas exclamó:
—Me vuelven loca las pecas —lo que le valió un mordisco de su amante, que no tenía ni una sola en la cara.
—Te dejaré aquí solo. Pero no por mucho tiempo. ¡Arréglate ese pelo!
Míster Smith miró a su alrededor en aquel vestuario, mezcla de peluche rojo y color hueso, con estatuas de jóvenes romanos en poses vacías. Descorrió las cortinas de los nichos donde se colgaba la ropa, y sus ojos cayeron sobre unos pantalones vaqueros, pintados a mano con pavos reales y aves del paraíso. Notó el cosquilleo de un entusiasmo que no había experimentado durante años. Se los probó. Le quedaban bien. Nada de lo demás que habían dejado allí los bañistas iba demasiado bien con los pantalones, pero se enfundó una camiseta amplia y descolorida, de un suave tono violeta y con un «Llámame madame» impreso en el pecho. Se miró a un espejo y encontró divertido lo que veía.
Agarró su maletín, tras haber colgado el serio atuendo del señor Xyliadis en las perchas de las que había robado sus nuevas ropas; pasó corriendo junto a Oscar, echándolo a un lado, lo mismo que hizo con el musculoso Popeye de la entrada, y alcanzó la calle. La prostituta seguía donde la había dejado. La cogió de la mano al pasar y murmuró:
—¡Rápido! ¿Adónde vamos?
La chica corrió a su lado sobre los tacones de aguja, que resonaban como los cascos de una potrilla.
—¡Cien pavos! ¡No admito menos! —dijo jadeante.
—¡Está bien, está bien!
Lo llevó a un oscuro portal donde había un hombre sentado, atareado en no levantar la vista.
—Soy yo, Dolores.
—Ciento dieciséis —dijo el tipo, dándole una llave de la que colgaba una etiqueta.
La chica cogió la llave y subió por una estrecha escalera hasta el primer piso. Cuando encontró la puerta, la abrió, dio la luz e invitó a Míster Smith a compartir la miseria espartana de aquel nicho dedicado al vicio durante unos pocos momentos preciosos.
Cerró la puerta tras entrar Míster Smith, echó la llave y corrió el cerrojo. Después lo invitó a sentarse en la cama. A continuación accionó un interruptor cercano a la puerta y la cegadora luz blanca fue reemplazada por un rojo deplorable. Encendió un cigarrillo y ofreció otro a Míster Smith, que lo rechazó.
—Dolores —dijo.
—¿Sí?
—Es un bonito nombre.
Pero la chica no estaba allí para perder el tiempo.
—¿Qué te va a ti? —preguntó.
—¿Qué me va? No entiendo la pregunta.
—Tú no estás aquí para hacerlo por las buenas, ¿verdad? No tienes pinta de eso.
—No sé.
La chica dio una chupada al cigarrillo, llena de irritación.
—Bien. Entonces voy a darte la tarifa —dijo—. Los precios pueden parecerte caros, pero soy una experta en todas las variantes, desde el normal hasta lo más raro. Lo básico son cien pavos, como ya te dije. Después, normal son veinte pavos cada diez minutos.
—¿Normal? —preguntó Míster Smith, torciendo el gesto.
—Claro. Normal, sólo joder, sin ningún adorno. Después, si quieres ser azotado como un colegial, eso son cincuenta pavos cada diez minutos más y sobre el básico de cien pavos. Si quieres, subo al guardarropa, oye, y me visto de maestra de escuela; o si no, si quieres ser esclavo, eso son veinticinco cada cinco minutos, y me visto de dueña o de diosa, como se te antoje. Si quieres azotarme, eso te va a costar más de cien pavos cada quince minutos, y no admito golpes fuertes. Tengo equipos de doncella francesa, de colegiala, esposas de cuero claveteadas, cuellos, grilletes de madera para los tobillos, agarratetillas, vibradores, consoladores… ¿Qué va a ser?
—¿Dónde está la pasión? —exclamó Míster Smith con una voz que era un acorde de órgano.
—¿La qué? —preguntó asustada Dolores.
—La pasión —tronó Míster Smith—. No puede haber vicio sin pasión. Un viaje precipitado a los extremos mismos de la posibilidad humana, un delirio lo más cerca posible de la muerte, un caleidoscopio de los sentidos, algo que desafía cualquier descripción. La pasión. No tiene precio.
—¡Entonces fuera de aquí! —gritó Dolores, envalentonada por el terror que sentía—. No tengo nada que dar si no es por un precio.
—Ahí van mil dólares —dijo Míster Smith, de pronto razonable—. Haz lo que creas que merezco.
—¡Mil dólares! —Dolores no salía de su asombro—. ¿Quieres atarme?
—No quiero hacer el menor esfuerzo. Estoy muy cansado.
—¿Cómo quieres que me vista?
—Pago por un cuerpo, no por ropa.
—Entonces desnúdate.
—Eso es también pedirme un esfuerzo.
Dolores estaba momentáneamente perdida.
—¿Te gusta el griego?
—¿El griego?
—¿Cuerpo a cuerpo?
—No sé de qué me hablas.
—Hermano, ¿dónde has estado todos estos siglos?
—Bien puedes preguntarlo…
Dolores encontró música de rock en la vieja radio de la mesilla de noche y empezó a contonearse al compás, lo que para ella fue como volver a la cordura. Moviendo las caderas de un modo que creía sensual, respondió al monótono compás y a la letra incomprensible, que consistía en una única frase en ninguna lengua conocida, repetida una y otra vez.
Míster Smith la observaba con los ojos entornados. Mientras ella iniciaba una rutina que consideraba la entrada al sexo, por su rítmica insistencia, a Míster Smith le pareció haber emprendido un viaje a los abismos del hastío.
Sin dejar de moverse, la chica soltó los corchetes de su minifalda, que se deslizó obedientemente al suelo. Trató de quitársela de los pies saliendo de ella sin perder el ritmo, pero se le enganchó en uno de los tacones y estuvo a punto de caerse. Una fracción de segundo de diversión amenazó con romper la rendición de su cliente al tedio, pero la chica se recobró y Míster Smith se vio de nuevo envuelto en su sopor. Dolores se soltó el sostén al ritmo de la música y liberó sus pechos, que cayeron a su posición natural y empezaron a bambolearse a compás como dotados de vida propia.
Míster Smith advirtió las señales de la prenda en la carne. Una vez enrolladas las medias hacia abajo, les siguieron las bragas, haciendo al cuerpo pasar por toda una serie de poses sin gracia, y de nuevo, mientras Dolores se hacía visible por vez primera en toda su arrogante desnudez, lo último que vio Míster Smith antes de que se apoderase de él el olvido fueron las marcas del elástico, que iban como las huellas de un ciempiés en torno a la cintura y en diagonal sobre las nalgas.
Cuando Míster Smith se despertó, la radio había quedado reducida a un chisporroteo desagradable. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que una mujer desnuda había conseguido lo que siglos de existencia habían sido incapaces de hacer: dormirlo. Se echó mano al bolsillo. Su dinero había desaparecido. Furioso, se precipitó hacia la puerta y continuó escalera abajo. El hombre de la vista baja ya no estaba allí. La luz de encima del mostrador estaba apagada.
Míster Smith salió. Empezaba a amanecer, y la calle estaba relativamente vacía. Volvió corriendo por la acera hasta la entrada al Oscar’s Wilde Life. Ni rastro de Dolores. En cambio, el Viejo estaba donde la había encontrado a ella, con su pelo y su barba blanca cayendo en cascada sobre sus ropas, como antes. A su lado había dos pequeñas maletas.
—¿Cómo lo supiste? —tartamudeó Míster Smith.
—Me diste la dirección, ¿recuerdas? Estamos en un hotel para transeúntes que hay a la vuelta de la esquina, el Mulberry Tower. No es de lo mejor, pero no hemos venido a la Tierra para disfrutar de lo mejor.
—Y que lo digas —musitó Míster Smith, resentido; y añadió—: ¿Preguntaste por mí en el Oscar’s Wilde Life?
—No. Me pareció más prudente no hacerlo.
—Eres asombroso.
—Sólo creo conocerte; eso es todo.
—¿Qué haces con dos maletas?
—Una es para ti. Pensé que a estas alturas ya habrías perdido la tuya.
Míster Smith estalló de pronto en lágrimas, de un modo de lo más embarazoso.
—¿Qué sucede ahora? —suspiró el Viejo.
—No es lo único que he perdido —sollozó Míster Smith—. ¡Me he quedado sin dinero! ¡Me han robado!
El Viejo suspiró profundamente. Se buscó en los bolsillos y sacó unos cientos de yens.
—¡Oh, no; otra vez no! —suplicó lloroso Míster Smith—. No soporto ser japonés. Lo hago muy mal…
El Viejo empezaba a perder la paciencia. Se concentró un momento, ferozmente, y extrajo un puñado de billetes.
—¿Prefieres estos?
Míster Smith se apresuró a cogerlos.
—¡Francos suizos! Eres todo un caballero. ¿Podrás perdonarme alguna vez?
Volvían las lágrimas.
—No lo sé, pero ya encontraré el modo. A lo único que me niego es a volver a llevar tu equipaje. Haz el favor de cogerlo y sígueme.