Capítulo 3

Cuando Míster Smith hubo sacado su tercer periódico maloliente de la basura que esperaba en la acera para ser retirada fue cuando el Viejo protestó por primera vez.

—¿Es necesario robar periódicos viejos de la basura? —preguntó mientras iban a lo largo de una de las muchas avenidas arboladas de Washington.

—No puede llamarse robar a cogerlo de cosas que por definición son desechadas por sus dueños, pues de lo contrario no estarían en esas bolsas negras al borde de la acera. ¿Quieres que se los coja a los vendedores de periódicos? Eso sí sería robar —replicó Míster Smith, mientras los ojos recorrían las grasientas páginas, todavía con algunas mondas de manzana pegadas.

—¿Qué estás leyendo?

—¿Hay mejor manera de comprender la mentalidad de los que han hecho hasta ahora tan desagradable nuestra vida en la Tierra que leer por obligación lo que ellos leen por placer?

—¿Y qué has descubierto? —pregunto el Viejo, obviamente escéptico.

—He ojeado tres o cuatro editoriales mientras andábamos, y creo que empiezo a comprender que esta gente está muy bien informada y es incluso extremadamente eficiente en todo lo que le concierne, pero ignora casi totalmente lo demás. Falsificar moneda, por ejemplo, les afecta, dado que explota su prosperidad de un modo que es una burla para su agudo sentido de la legalidad. Por eso han desarrollado métodos muy refinados para descubrir cuándo el dinero, aunque sea de origen divino, no ha sido fabricado en una casa de la moneda autorizada.

—¿Legalidad? ¿Quieres decir que son respetuosos con las leyes?

—No. Lo que digo es que les horroriza utilizar moneda falsa en operaciones corruptas. Piensan que, para que la corrupción cuente, las transacciones deshonestas deben ser hechas en moneda de curso legal.

El Viejo frunció el entrecejo.

—Ya veo que tu mente ha estado concentrada mientras la mía vagaba de acá para allá. ¿Por qué dices que no se interesan por lo que no los afecta?

—Hay un par de editoriales sobre los cambios en el gobierno austríaco, los puntos muertos en el gabinete israelí, la visita del papa a Papúa, etcétera, que parecen escritos por personas muy bien informadas, muy engreídas, y a la vez muy ignorantes por su forma de utilizar la información de que disponen. Aquí dicen que están sindicados. No tengo la menor idea de lo que significa eso. Es una palabra nueva.

—Parece —dijo el Viejo, un tanto deprimido— que has aguantado el paso de los siglos mejor que yo. No tenía la menor idea de que Austria tuviese un gobierno, e Israel un gabinete, ni de que… ¿dónde has dicho que está el papa?

—En Papúa, y mañana en Fiji, y al día siguiente en Okinawa y Guam. Y el martes en Roma.

—No te rías de mí. ¿Dónde está Papúa?

—En Nueva Guinea, al nordeste de Australia.

—¿Y para qué, por el amor de mí, necesita Israel un gabinete?

—Todo el mundo lo tiene. Ellos también necesitan uno.

—¿No les basta con ser los elegidos?

—Quieren ir sobre seguro. También ellos se han elegido a sí mismos. Y para eso, naturalmente, necesitan un gabinete.

—Tengo mucho que aprender. —Una nube pasó lentamente sobre el rostro pensativo del Viejo. De pronto se animó—. ¿Y tienes alguna solución práctica para nuestra situación, a fuerza de leer periódicos sucios?

—Sí.

—¿Qué?

—Somos demasiado fáciles de identificar. Recuerda; podemos disfrutar deambulando por calles frondosas entre casas neogeorgianas, puede ser un pasatiempo civilizado cuando hace buen tiempo; pero nosotros somos delincuentes huidos.

Las cejas del Viejo se alzaron.

—¿Delincuentes?

—Por supuesto. Fuimos detenidos por falsificadores y huimos de la justicia.

—Continúa.

—Pero tengo un plan, basado en mi atenta lectura de las páginas financieras.

—Ah, ¿era eso lo que hacías? Nunca te he visto tan poco comunicativo como durante este paseo, ni siquiera en los viejos tiempos.

—Es porque no hay un minuto que perder. Mi plan es el siguiente: voy a disfrazarme de oriental…

—¿Para qué?

—Es evidente que lo que más ansiosos tiene a los norteamericanos es el inmenso auge de la competencia oriental. Una vez que me haya transformado, tú te concentrarás y producirás una gran cantidad de sus billetes de banco, que llaman Yens.

—Eso sigue siendo falsificar.

—¿Y qué otro modo hay, aparte de robar? No podemos ganarlo. ¿O crees que yo tengo futuro como baby-sitter?

La risita de Míster Smith sonó como un carillón de campanas rajadas.

—Cuéntame tu plan —dijo el Viejo, con una mueca de dolor.

—Conocen hasta el último detalle de su propio dinero —le explicó Míster Smith, recobrándose de su arrebato—, pero poco o nada de los billetes japoneses, que tienen una caligrafía para ellos indescifrable. El que yo parezca japonés será para cualquier empleado de banco norteamericano la garantía de que los billetes son auténticos.

—¿Y qué piensas hacer con esos billetes si consigo crearlos?

A Míster Smith le dolió un tanto que el Viejo no hubiese comprendido todavía.

—Los cambiaré en el banco.

—¿Por qué?

—Por dólares auténticos.

El Viejo se detuvo.

—Inteligente —dijo—. Nada honrado, pero muy inteligente. En ese momento, un coche con una luz en el techo dobló chirriando la esquina delante de ellos, rozó y golpeó a varios coches allí estacionados y giró derrapando para bloquear la tranquila calle residencial. Instintivamente, el Viejo y Míster Smith dieron media vuelta para irse en sentido contrario. Un policía en motocicleta subía a la acera, seguido por otro. En la calzada, otro coche de la policía se detuvo con tanto escándalo como el primero. Se apearon unos hombres, que iban vestidos de paisano. Algunos de los de más edad llevaban sombrero. Todos empuñaban pistolas, y condujeron al Viejo y a Míster Smith hasta uno de los coches. Allí les obligaron a poner las manos sobre el techo del vehículo mientras los recién llegados registraban sus amplias túnicas.

—¿Qué te dije? —murmuró Míster Smith—. Debemos cambiar de aspecto, ahora o más tarde.

—¿Qué ha dicho? —rugió el mayor de los agentes que los cacheaban.

—Más tarde —dijo el Viejo.

Los metieron en los coches y los llevaron a un enorme edificio en las afueras de la ciudad.

—¿Qué es esto? ¿La sede de la policía? —preguntó el Viejo.

—Un hospital —respondió el oficial del FBI que iba al mando, el capitán Gonella.

—Un hospital —le hizo eco el Viejo.

—Según el informe, es usted un anciano muy enfermo —musitó Gonella—. De hecho, los dos lo son. Vamos a tratar de demostrar que no sabían lo que hacían cuando fabricaron todo ese dinero, que lo hicieron mientras el equilibrio de su cerebro estaba perturbado, ¿me entienden? Vamos a darles todas las oportunidades. Pero tienen que ayudarnos. Quiero que respondan a todas las preguntas que les haga el médico. No estoy dictándoles lo que deben decir, ¿comprenden?; únicamente quiero que no se salgan de las reglas, no hablen si no les preguntan… Cuidado con lo que dicen. Tómenselo con calma. Háganse los locos todo lo que quieran, es lo que ellos esperan, pero no confundan a los médicos a fuerza de palabras… Diablos, no tengo que decirles lo que deben hacer… Ah, una última cosa. Nada de desaparecer, ¿entendido? Al FBI no le gusta. No sé cómo lo hacen, ni quiero saberlo. Sólo les digo que se abstengan. Eso es todo.

Estaban delante de una mujer aterradora, vestida como una especie de jefa de enfermeras o matrona y sentada ante un mostrador de recepción. De hecho, a la primera mirada, Míster Smith y la recepcionista se asustaron mutuamente, y con motivo. La mujer llevaba una tarjeta de plástico que proclamaba que se llamaba Hazel McGiddy. Miraba inquisitorialmente a los recién llegados con sus bulbosos ojos azules, tan transparentes que semejaban clara de huevo. Sus párpados parecían mantener a los ojos en sus órbitas con mucho esfuerzo, y la boca, una especie de herida roja en el centro de una cara apergaminada, inanimada, era el único rasgo con algún movimiento, dado que se crispaba de un modo casi imperceptible, como si estuviese continuamente tratando de sacarse de entre los dientes un resto del almuerzo del día anterior.

—Muy bien —ladró. Esas mujeres, y los sargentos de ambos sexos, inician siempre cualquier desagradable letanía militar con las mismas palabras—: ¿Cuál de los dos es Smith?

—Él —dijo el Viejo.

—¡Qué hable uno sólo!

—Yo —dijo Míster Smith.

—Eso está mejor, joven.

—No es mi verdadero nombre, ni soy joven.

—Figura usted como Smith en el informe de la policía, y no tiene derecho a cambiarlo. Si no quiere que le llamen Smith, debería haberlo pensado antes de entrar en la computadora. Ahora es Smith para toda la vida. ¿Religión?

Míster Smith empezó a mondarse de risa en silencio mientras su cuerpo larguirucho se estremecía con un ritmo reprimido y evidentemente doloroso.

—Estoy esperando, Smith.

—¡Católico! —chilló el aludido, posando como para el Greco.

—¡No voy a permitir que digas esas cosas! —tronó el Viejo.

—¡Uno sólo!

—No, no; esto es demasiado. ¿Por qué tiene usted que saber nuestra religión?

McGiddy cerró los ojos un momento, como pensando que estaba tan acostumbrada a tratar con idiotas que no serían dos pesos ligeros como aquellos los que iban a desanimarla.

—Lo hacemos —replicó, como dictando a niños de escuela— para, si a alguno de ustedes le parece apropiado pasar a mejor vida mientras está en nuestro hospital, saber en qué iglesia enterrarlo, o dónde enviar sus cenizas en caso de incineración.

—Llevamos siglos sin morirnos. ¿Por qué íbamos a coger ahora esa costumbre? —preguntó el Viejo.

Hazel McGiddy miró al capitán Gonella, que se encogió de hombros y respondió con una mirada significativa. La mujer asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Está bien —dijo al Viejo—, vamos a dar descanso a su amigo y ocuparnos de usted. Es usted míster Godfrey.

—No —respondió fríamente el Viejo.

—Es lo que dice aquí.

—Ya es bastante malo que nos veamos obligados, por circunstancias que escapan a nuestro control, a fabricar dinero; pero este continuo mentir está empezando a aburrirme. Me llamo God, pura y simplemente. God, con G mayúscula, si se siente inclinada a ser cortés.

Hazel McGiddy alzó una burlona ceja anaranjada.

—¿Espera que me sorprenda? —dijo—. Tenemos aquí tres internos bajo tratamiento que creen ser Dios. Tenemos que tenerlos separados para su seguridad.

—Yo no creo ser Dios —dijo el Viejo—. Yo lo soy.

—Es lo mismo que dicen los otros. Los llamamos Dios Uno, Dos y Tres. ¿Quiere usted ser Dios Cuatro?

—Yo soy todos los dioses, desde menos infinito hasta más infinito. ¡No hay más!

—Manténgalo alejado de los otros. Voy a llamar al doctor Kleingeld —informó la enfermera McGiddy al capitán Gonella. El Viejo miró al capitán, que sonrió.

—En Estados Unidos hay setecientos doce hombres y cuatro mujeres que creen ser Dios. Son cifras del FBI. Por supuesto, incluidos Guam y Puerto Rico. Tiene usted una gran competencia.

—¿Cuántos pretenden ser Satanás? —preguntó de pronto Míster Smith.

—Eso es nuevo para mí —replicó Gonella—. Nadie, que yo sepa.

—Es maravilloso sentirse exclusivo —dijo Míster Smith, con un leve pavoneo afectado, para evidente fastidio del Viejo.

—¿Ese es usted? ¿Satanás? —rio Gonella—. Qué bárbaro. Satanás Smith. Me gustaría haber estado en su bautizo. ¿Cómo fue, por inmersión total… en el fuego? Bien, señorita McGiddy; limítese a apuntar lo esencial que sabemos; firmaré yo también el formulario de ingreso. Tenemos que darnos prisa con…

—¿Lo esencial?

—Dios y Satanás. Es un gran día para nosotros. Debemos sentirnos orgullosos.

—Ya he puesto Godfrey y Smith, y así va a quedar.

—Bien, de acuerdo. De todos modos es mentira, por cualquier lado que lo mire.

—¿Qué hay del anticipo reglamentario?

—Nos ocuparemos de eso, a menos que esté dispuesta a admitir dinero del falso.

—¿Bromea?

Tras este glacial discreteo, los dos detenidos fueron llevados al reconocimiento anterior a su entrevista con el doctor Mort Kleingeld, el famoso psiquiatra, autor de El sí, el ello y el ego, así como del más popular y accesible Todo lo que usted necesita saber acerca de la locura.

Trataron de tomarle el pulso al Viejo, pero no consiguieron encontrárselo. Les hicieron radiografías, pero en las placas no aparecía nada. En palabras del doctor Benaziz, coordinador del equipo de reconocimiento, «no encontramos corazón, ni costillas, ni vértebras, ni venas, ni arterias, y, me es grato decirlo, tampoco indicio alguno de enfermedad».

Entre lo consignado en el informe figuraba la observación de que la piel del Viejo tenía en algunos momentos una consistencia «cerámica», y en otros «un tacto de goma totalmente diferente al de la carne humana». Parecía ser capaz de cambiar de textura a voluntad.

Míster Smith provocó una perplejidad aún mayor, debido al sorprendente calor que emanaba de él cuando estaba desnudo, incluidas pequeñas nubecillas de humo que brotaban casi imperceptiblemente de sus pequeños poros, llenando la sala de un vago y desagradable olor a azufre, y esto aun estando normalmente helado al tacto.

Trataron de tomarle la temperatura, pero el termómetro le estalló en la boca. El paciente masticó alegremente el cristal y se tragó el mercurio, como si se tratase de un sorbo de vino de una rara cosecha. Intentaron ponerle otro termómetro en el sobaco, pero de nuevo reventó. El último recurso fue un termómetro rectal, para lo que el sujeto se dio alegremente la vuelta en la cama, ya que era un exhibicionista vocacional. El medico se volvió a los demás con la alarmante noticia: «No tiene recto».

—¡Cómo! —exclamó Gonella—. Debe estar escondiéndolo en algún sitio.

—¿Tiene idea de dónde? —preguntó exasperado el doctor Benaziz.

—Hay personas que han sufrido operaciones y lo hacen por las caderas, ¿no es así?

—Eso es todavía más visible que un orificio en el sitio donde quiso la naturaleza.

—¡Maldición! —gritó Gonella, perdiendo al fin los estribos—. Vamos a llevarlos al psiquiatra. Para eso los hemos traído aquí. Sabemos que están vivos, y no parece que a las puertas de la muerte, porque en ese caso llevarían tanto tiempo así que no tiene importancia. Necesitamos la prueba del psiquiatra.

—No va a ser tan pronto —dijo Benaziz—. Kleingeld se toma su tiempo.

—El tiempo de todos —comentó otro médico.

—Y el dinero de todos —añadió un tercero.

—El tiempo de todos es el dinero de todos —sentenció el doctor Benaziz.

El doctor Kleingeld era un hombre de pequeña estatura y con una cabeza desproporcionadamente grande, que hablaba en susurros. Sin duda creía conveniente dominar a sus clientes bajando el volumen de su voz, obligándolos a esforzarse para oír, dándoles la sensación de que si se atrevían siquiera a respirar demasiado fuerte podían perderse algo. Estudió sus notas desde las profundidades de un gran butacón, con una sonrisa de confianza en sí mismo y sabiduría en los finos labios. El sillón estaba poco más derecho que el diván en el que estaba tendido el Viejo.

—¿Qué le parece mi diván? —susurró este al fin.

—No conozco la diferencia.

—¿La diferencia?

—Entre su diván y otros divanes.

—Comprendo. ¿Porque es usted Dios?

Al doctor Kleingeld le divertía la idea.

—Tal vez. Probablemente.

—Hace poco tuve aquí a uno que aseguraba ser Dios, y dijo que le gustaba muchísimo mi diván.

—Eso demuestra, si fuera necesaria demostración alguna, que no es Dios.

—¿Qué pruebas tiene de que usted sí lo es?

—No necesito pruebas. Esa es la cuestión.

Hubo una pausa mientras el doctor Kleingeld tomaba algunas notas.

—¿Se acuerda de la Creación?

El Viejo vaciló.

—Lo que yo recuerde no significaría nada para usted.

—Una observación interesante. Los otros suelen repetir largos pasajes del Génesis, como si recordasen lo sucedido. Lo único que recuerdan es el texto.

—¿A quiénes se refiere?

—A los pacientes que dicen ser Dios.

Kleingeld tomó unas cuantas notas más.

—¿Puedo preguntarle por qué volvió a la Tierra?

El Viejo reflexionó.

—La verdad es que no puedo explicarlo. Fue una repentina… una sorprendente soledad. Un deseo de ver por mí mismo las variaciones sobre un tema que creí tan espléndido hace tiempo. Después… Resulta demasiado difícil expresarlo… por ahora. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—Por supuesto, pero no tengo tantas respuestas como usted.

—¿Qué no…? Parece creer que soy… quien digo ser.

El doctor Kleingeld rio en silencio.

—Yo no iría tan lejos —dijo suavemente—. No me resulta fácil creer en nada.

—Eso prueba su inteligencia.

—Es usted muy amable al decirlo. No me asusta cambiar de opinión. En realidad, suelo animarme a hacerlo con frecuencia, a zarandear mi sentido de la verdad como un perro zarandea un hueso. Nada es constante; todo está siempre cambiando. Los humanos envejecen, y otro tanto ocurre con las ideas. Y con la fe. La vida erosiona todas las cosas; por eso no me resulta demasiado difícil hablarle como si fuese usted Dios sin saber realmente, ni importarme gran cosa, si lo es o no.

—¡Qué curioso! —dijo el Viejo, muy animado—. Nunca me había dado cuenta de lo embarazoso que iba a resultar ser creído. Es algo tan inesperado… Cuando dijo usted hace un momento que en realidad no le importa gran cosa si soy o no Dios, me supuso un alivio después de un momento de pánico. Aquí en la Tierra es mucho más fácil pretender ser Dios que serlo realmente.

—Es más fácil ser tomado por loco a que le echen a uno la culpa de todo lo que parece haber salido mal en el mundo.

—O que lo alaben como la omnipotencia personificada. No hay presión tan terrible como la de ser objeto de plegarias.

Kleingeld volvió a escribir.

—¿Puedo preguntarle quién es su compañero de viaje?

—¡Ah! —exclamó el Viejo—. Sabía que acabaría haciéndolo. Antes me preguntó por qué había bajado a la Tierra después de tanto tiempo. Le ruego que no se lo diga, pero he tenido siempre remordimientos por aquello. Fui yo quien lo expulsó, ¿sabe?

—¿De dónde?

—Quizá estoy pidiéndole que acepte demasiadas cosas a la vez, pero… del Cielo.

—¿Existe?

—Sí, claro; pero no es tan envidiable como siempre lo han pintado. Y la soledad resulta a veces muy agobiante.

—¿La soledad? Me sorprende usted. No creía que fuese propenso a esas debilidades humanas.

—Se supone que he creado al hombre a mi imagen y semejanza. Tengo que mantenerme en contacto, ¿no le parece? Debo tener mecanismos para dudar, e incluso la capacidad de alegrarme y angustiarme. Si creé al hombre, debo saber lo que creé.

—¿Significa eso que hay límites incluso para la imaginación de Dios?

—Nunca lo he pensado de ese modo, pero, por supuesto, debe haberlos.

—¿Por qué?

—Porque… porque sólo puedo crear lo que soy capaz de imaginar, y debe de haber cosas que no puedo imaginar.

—¿En el universo?

—El universo es mi laboratorio. Me volvería loco en la inmensidad del Cielo si no tuviese el universo para jugar con él. Eso me mantiene fresco y joven, hasta cierto punto; pero incluso el universo está en buena medida ahí para ser descubierto e interpretado por los humanos, ya que está hecho de materia conocida para el hombre. Es en el universo donde los límites de mi imaginación se hacen evidentes; pero, por supuesto, la inmortalidad necesita un marco, lo mismo que la condición mortal. Esta tiene el muy necesario marco de la muerte para dar a la vida su sentido. Los límites de la imaginación son igualmente necesarios para la inmortalidad, porque sin ellos no tardaría en ser un caos, por la pura fatiga de la eternidad.

—Eso es muy esclarecedor —murmuró el doctor Kleingeld—; pero, en medio de sus aclaraciones, ha olvidado decirme quién es su compañero. ¿Es Satanás?

—Creí que ya se lo había dicho.

—Lo hizo, en cierto modo; pero recuerde que no creo necesariamente todo lo que me dice. Su compañero, ¿ha trabajado alguna vez en el circo?

El Viejo lo miró un tanto perplejo.

—No tengo ni idea. Quizá lo haya hecho. Había perdido el contacto con él desde que… se marchó. ¿Un circo? ¿Por qué un circo?

—No lo sé. Parece capaz de hacer desaparecer las cosas, incluso parte de su cuerpo, y estar en muy buenas relaciones con el fuego. Los hay que tragan fuego y hacen trucos de magia. Suelen trabajar en el circo.

—¡Trucos! Él siempre los llama así. Es más extrovertido que yo, y le gusta sorprender, y presumir de sus poderes. Yo prefiero vivir como un hombre mientras esté en la Tierra; es decir, si tal cosa es posible. —Reflexionó—. Tenía ganas de volver a verlo, después de tanto tiempo. Le mandé un recado más bien furtivo y respondió como una bala. Nos encontramos anteayer, por vez primera desde la prehistoria, delante del Smithsonian Institute, aquí en Washington, a las veintitrés horas, por mutuo acuerdo. Fuimos en seguida a un hotel, pero no nos admitieron porque no teníamos equipaje. Pasamos toda una noche entre el Smithsonian y la National Gallery.

—Ambos están cerrados a esas horas.

—Las paredes no son problema, ni tampoco la altura. Lo que vimos me animó enormemente en cuanto a ciertos logros del hombre, y aburrió a Míster Smith hasta la locura.

—A la noche siguiente encontraron habitación y tuvo usted que crear dinero para pagar el hotel. ¿Es eso lo que debo entender?

—Exactamente.

El doctor Kleingeld lanzó al Viejo una mirada a la vez maliciosa y desafiante.

—El FBI los trajo aquí para una evaluación psiquiátrica de su sentido de la responsabilidad; de su cordura, si lo prefiere. En seguida llegaremos a la segunda parte del test. Pero antes, ¿puedo pedirle que me haga un poco de dinero?

—Me han dicho que es ilegal.

—No pienso utilizarlo. Es sólo para poder atestiguar, confidencialmente por supuesto, sobre su capacidad, o su carencia de ella.

—¿Cuánto necesita?

Hubo un brillo en los ojos del doctor Kleingeld.

—Si fuese usted un paciente normal —dijo—, mis honorarios andarían por los dos mil dólares por sesión, y, a juzgar por lo que me ha contado hasta ahora, usted necesitaría entre diez y veinte sesiones antes de poder decirle si necesitaba más. Como puede ver, en estas cuestiones es terriblemente difícil formarse una opinión. Digamos treinta mil dólares, que es un cálculo conservador.

El Viejo se concentró intensamente, y de repente el dinero fluyó de su bolsillo como una bandada de palomas. Los billetes revolotearon por toda la habitación, pero no eran verdes. El doctor Kleingeld cazó uno en el aire.

—No son dólares —exclamó, olvidando su papel—. ¡Es dinero austríaco! ¿Sabía usted que yo nací en Austria?

—No.

—No tiene el menor valor. Fue emitido durante la ocupación alemana de Austria, antes de la guerra.

—Ah —dijo el Viejo, con cierta satisfacción—. A lo mejor resulta que no soy un paciente normal. Es una lástima, porque en otras cosas es usted realmente muy perspicaz.

Pudo animarle a ello un deseo de venganza, o simplemente la implacable curiosidad de quienes se dedican a la investigación; pero, fuera por lo que fuese, el doctor Kleingeld sacó a Luther Basing de su confinamiento y lo llevó a su despacho. Basing, un joven extremadamente corpulento, con el pelo muy corto y la expresión peligrosamente somnolienta de un luchador de sumo, era conocido allí como Dios Tres, y tenía fama de ser el más peligroso de todos.

—Pensé que ustedes dos debían conocerse. Dios Tres, le presento a Dios Cuatro.

Luther Basing tembló levemente mientras miraba al Viejo, y parecía incluso al borde de las lágrimas. El doctor Kleingeld hizo un gesto apenas perceptible a los dos enfermeros que habían entrado con Dios Tres, y avanzaron rápida y silenciosamente para situarse detrás del médico.

Entretanto, el Viejo y Luther Basing se miraban, unidos en un abrazo ocular. Era imposible saber todavía cuál de ellos vencería en la prueba de fuerza.

—Asombroso —murmuró el doctor Kleingeld para los enfermeros—. Normalmente, Dios Tres se habría lanzado sobre el recién llegado y lo habría destrozado. Por eso les pedí que viniesen con él y permanecieran en mi despacho durante…

No había acabado de hablar cuando Luther Basing acercó su enorme humanidad al suelo y se arrodilló delante del Viejo.

Este avanzó lentamente y le tendió la mano. Luther Basing la rehusó, mirando al suelo, y volviendo sus pensamientos hacia su interior tan visiblemente como si estuviese doblando un mantel.

—Vamos, permítame ayudarle a levantarse. Con su gran peso, no puedo permitir que se arrodille.

Luther Basing alargó dócilmente una mano que parecía un manojo de plátanos atrofiados.

—La otra también. Necesito las dos.

Luther le tendió obedientemente la otra mano. El Viejo tomó ambas en la suya y, con un rápido giro de muñeca, levantó aquella mole muy por encima del suelo y la sostuvo allí.

Luther Basing gritó con una voz aguda, femenina, y pataleó con las cortas columnas de sus piernas, presa del pánico. Por razones obvias, su elemento era la tierra, y no podía soportar verse separado de ella.

El Viejo lo posó, discretamente, y abrió los brazos para consolar al quejica gigante, que reclinó la cabeza en su hombro y estuvo allí haciendo ruiditos, como un niño tratando de recobrarse de una pataleta.

—Con los dioses Uno y Dos se pone furioso —dijo el doctor Kleingeld—, y con usted es la mansedumbre en persona. ¿Por qué?

—En su fuero interno, a pesar de su arrogante pretensión de ser Dios, sabe que no lo es. Con los otros dos sabe que, aunque él no es Dios, tampoco ellos lo son. Lo secular de la situación hace que aflore la agresividad que hay en ellos. En mi caso, encontró algo que no era arrogancia, ni siquiera deseo de convencer. Yo no pretendo ser Dios; no lo necesito. —El Viejo miró al gigantón inmóvil, todavía reclinado en su hombro—. Se ha dormido.

—Lleva semanas sin dormir —dijo uno de los enfermeros.

—¿Pueden llevárselo sin despertarlo? —preguntó Kleingeld.

—Podemos intentarlo.

Los enfermeros trataron de hacerse cargo de Luther Basing, quien se despertó con un rugido y mandó a ambos por los aires. El doctor Kleingeld se levantó, aterrorizado.

El Viejo alargó la mano, tocó a Luther y le preguntó sin rodeos:

—¿Cómo me reconociste?

Los ojos de Luther desaparecieron en los pliegues de su cara mientras se esforzaba por recordar.

—Un coro celestial… Yo cantaba en uno… hasta que me cambió la voz… hace un millón de años… más.

—No puedes haber sido un querubín. Sus voces nunca cambian, por desgracia. Siguen tan chillonas como siempre, pero ellos desentonan más a menudo a causa de la rutina.

—No sé dónde era… pero te reconocí en seguida… al entrar aquí.

—No dejes que eso te preocupe. La imaginación es una misteriosa sustituta de la experiencia. Nada que haya vivido alguna vez ha muerto realmente; sólo ha cambiado. La naturaleza es una gran biblioteca, muy deteriorada, de todo lo que alguna vez ha sido. No hay modo de orientarse en ella, y sin embargo todo está ahí, en alguna parte. A menudo los humanos logran tener un vislumbre de esto o aquello cuando pasa cerca, en la longitud de onda de sus mentes. Un momento de comprensión, una chispa de luz, es cuanto hace falta para iluminar por un instante lugares antes insospechados de mundos desconocidos o épocas ya lejanas. Todo está a disposición de todos, a veces sólo fuera de la vista por unas pulgadas.

El gigantón sonrió.

—Ahora sé de dónde te conozco —dijo.

—¿De dónde?

Se golpeó la grotesca cabeza con un dedo rechoncho.

—De aquí.

El Viejo asintió con gravedad y dijo al doctor Kleingeld:

—Ya no les dará más molestias. Y de pasada le diré que no está loco. Es tan sólo un visionario, la forma más rara y más preciosa de cordura.

Luther Basing se volvió a los dos enfermeros.

—Bien, amigos; vámonos. Es hora de cenar.

Cogiéndolos uno debajo de cada brazo, salió, con ellos retorciéndose, de la habitación.

—Supongo que estará muy orgulloso de sí mismo —dijo, ofendido, el doctor Kleingeld.

—Yo nunca pienso en esos términos. No tengo a nadie con quien compararme.

—¿Qué puedo decir en mi informe?

—Diga la verdad.

—¿Quiere que me tomen por loco?