Era la mañana siguiente. No necesitaban dormir, de modo que la noche se les había hecho larga, especialmente dado que estaban escasos de conversación, ahora que se había establecido entre ellos un cierto grado de armonía. El Viejo había creado algún dinero de bolsillo para Míster Smith, que este estaba colocando cuidadosamente en el suyo. Hubo un discreto golpe en la puerta.
—Pase —dijo el Viejo.
—Está cerrado —se oyó una voz.
—Un momento.
Cuando ambos concluyeron su maniobra financiera, el Viejo fue hasta la puerta y la abrió. Fuera estaba el conserje y cuatro policías, que irrumpieron con una urgencia del todo innecesaria.
—¿Qué es esto?
—Debo disculparme —dijo el conserje—. He de darle las gracias de nuevo por su excesiva generosidad, pero debo también, y lo siento, informarle de que los billetes son falsos.
—No es verdad —aseguró el Viejo—. Los hice yo mismo.
—¿Está dispuesto a firmar una declaración en ese sentido? —preguntó el policía que iba delante y que se llamaba Kaszpricki.
—¿Qué significa esto?
—No puede usted hacer dinero por su cuenta —dijo el agente O’Haggerty.
—No necesito ayuda —replicó altivamente el Viejo—. ¡Mire! Se metió la mano en el bolsillo y, al cabo de un momento de concentración, centenares de brillantes monedas cayeron en cascada a la alfombra, como de una máquina tragaperras.
Dos de los policías iban ya a arrodillarse cuando fueron llamados al orden por Kaszpricki. El conserje sí se arrodilló.
—De acuerdo. ¿Qué son? —inquirió Kaszpricki.
—Doblones, creo. De Felipe II de España.
—¿Se dedican a la numismática? ¿Es eso? —inquirió Kaszpricki—, pero eso no los autoriza a gastar bromas con los billetes. Es un delito federal, y tengo que encerrarlos.
—¿Esposas? —preguntó el agente Costellucci.
—Sí, podemos hacer esto con estilo —respondió Kaszpricki. A Míster Smith le acometió el pánico.
—¿Desaparecemos? ¿Usamos nuestros trucos?
—Alto ahí —cortó el agente Schmatterman, sacando su revólver y plantándose con él en ambas manos como si estuviese orinando a gran distancia.
—Mi querido Smith, hemos de someternos a estos pequeños inconvenientes si queremos descubrir cómo vive esta gente, y sobre todo cómo se tratan unos a otros. ¿No hemos venido a eso?
Les pusieron las esposas y el cortejo abandonó la habitación. El conserje iba el último, reiterando sus lamentaciones por el incidente, tanto en nombre propio como del hotel.
Una vez en la comisaría, los despojaron de sus ropas exteriores y el jefe Eckhardt, que los miraba fijamente sin pestañear desde debajo del pelo gris muy corto y una frente surcada por arrugas que le hacían parecer un papel pautado, los sometió a un severo interrogatorio. Llevaba gafas sin montura que daban a sus ojos el tamaño de pequeñas ostras.
—Bien. Me dicen que se llama usted Míster Smith. ¿Nombre de pila?
—John —dijo el Viejo.
—¿No puede Míster Smith hablar por sí mismo?
—No en… asuntos personales. Tuvo una mala caída, ¿sabe?
—¿Hace mucho tiempo?
—Antes de que usted naciese.
El jefe Eckhardt se les quedó mirando un rato.
—¿Está chiflado o están los dos locos de remate?
—Nunca hay excusa para la descortesía —le amonestó el Viejo.
—Bien. Entonces probaremos con usted. ¿Nombre?
—God… frey.
—Por un momento me figuré que íbamos a tener que soportar una blasfemia. ¿Qué encontraron en su equipaje?
—Nada —dijo uno de los dos policías que acababan de entrar.
—Y en la ropa tampoco —añadió el otro—, excepto cuarenta y seis mil ochocientos treinta dólares en el bolsillo interior de la derecha.
—¿Cuarenta y seis mil? —aulló el jefe Eckhardt—. ¿En el bolsillo de quién? ¿En qué bolsillo?
—En el del tipo moreno.
—¿Smith? Bien. Entonces, ¿quién hizo el dinero, usted o Míster Smith?
—El dinero lo hice yo —dijo el Viejo, con evidente hastío— y se lo di a Míster Smith.
—¿Para qué?
—Para gastarlo. Dinero de bolsillo.
—¿Cuarenta y seis mil pavos, dinero de bolsillo? ¿Qué considera usted dinero en serio, si puede saberse? —gritó Eckhardt.
—No he pensado mucho en ello. Como ya le expliqué al caballero en el hotel, no tengo idea del valor del dinero.
—Pues lo conoce lo suficiente como para falsificarlo.
—No lo falsifico. Tengo unos bolsillos como cornucopias, virtualmente sin fondo; bolsillos de la abundancia, si usted quiere. Sólo tengo que pensar en el dinero y mis bolsillos van llenándose con él. La única dificultad es que, al cabo de una historia bastante larga, a veces me resulta difícil recordar dónde estoy, y cuándo. Por ejemplo, no tengo ni idea de por qué derramé esta mañana tantos doblones españoles, o lo que fuesen, en el suelo del hotel. Inspirado por el mobiliario de nuestra habitación, debo de haber pensado por un momento en el pobre Felipe II, que tenía un modo muy tortuoso de expresar lo que imaginaba era su amor por mí, medio hundido en armiño apolillado y con el olor a alcanfor mezclándose con el del incienso en los helados corredores de El Escorial.
Míster Smith rio sin alegría.
—Mis polillas derrotaban al alcanfor por la simple fuerza del número.
—Ya basta —cortó el jefe Eckhardt—. Estamos apartándonos del asunto y no pienso consentirlo. Ustedes dos comparecerán ante el magistrado por la mañana, acusados de falsificación e intento de fraude. ¿Cómo piensan declararse? ¿Quieren un abogado?
—¿Y cómo iba a pagarle? —preguntó el Viejo—. No tendría más remedio que crear dinero.
—Pueden designarles uno de oficio.
—No, gracias; no me gusta hacer perder el tiempo a nadie. Pero dígame una cosa, a fin de que Míster Smith y yo tengamos al menos una pequeña oportunidad a nuestro favor al defendernos nosotros mismos. ¿Cómo puede usted saber que mi dinero es falsificado?
El jefe Eckhardt sonrió satisfecho. Se sentía más feliz cuando el asunto que tenía entre manos era prosaico, claro como el agua y apoyado en hechos irrefutables, y en consecuencia debidamente ilustrativo de la superioridad técnica de los Estados Unidos de América.
—Tenemos un montón de maneras, todas ellas resultado del más avanzado know-how tecnológico, y están siempre cambiando, haciéndose más refinadas. No voy a revelarles cuáles son esos métodos, porque en cierto sentido somos del mismo oficio, ustedes tratando de salirse con la suya y yo de pararlos. Pero permítanme decirles algo. Este país es un lugar idóneo para la iniciativa privada, pero han de saber que la falsificación no forma parte de ella. Yo me ocuparé de que sea así. Yo y otros guardianes de la ley.
El Viejo se revistió de su aire más desarmante.
—Dígame una cosa, como cortesía antes de entregarnos a las impersonales manos de esa ley. ¿Qué tal resulta mi dinero comparado con el auténtico?
El jefe Eckhardt era un hombre justo. Justo y despiadado, reflejo de un mundo en el que incluso la justicia estaba sujeta a plazos marcados, y en el que una decisión apresurada era mejor que el embarazo de la duda, que siempre huele a incompetencia. Cogió un billete y lo contempló con estudiada negligencia.
—En una escala de cero a cien, yo le daría un treinta. Filigrana descuidada, cierta imprecisión en la técnica, firma legible… No debería serlo. Como falsificación, deja mucho que desear.
El Viejo y Míster Smith se miraron con cierta alarma. Las cosas no iban a ser tan fáciles como esperaban.
El jefe Eckhardt los puso en la misma celda, por compasión. Resultó ser la celda número 6, por otro motivo muy diferente.
—¿Cuánto tiempo vamos a seguir aquí? —preguntó Míster Smith.
—No mucho —respondió el Viejo.
—Esto es muy desagradable.
—Lo es.
—No siento más que hostilidad a mi alrededor. Por alguna razón, no inspiro confianza. Y encima no quieres que hable. Eso empeora las cosas. La verdad es que tuve una mala caída. Fue una broma de pésimo gusto.
—Nadie sabe que es una broma.
—Lo sabes tú, y yo también. ¿No basta con eso?
El Viejo sonrió mientras se tumbaba en el camastro de hierro, medio de lado, con las manos cruzadas sobre el estómago.
—Cómo han cambiado las cosas —musitó—. A menos de veinticuatro horas de nuestra reunión aquí en la Tierra, estamos ya en la cárcel. ¿Quién iba a suponer que ocurriría tan pronto? ¿Y quién podía haber previsto lo que iba a perdernos?
—Tú podías, pero no lo hiciste.
—No, no lo hice. Nunca he sido muy rápido en notar, y no digamos en prever, el cambio. Recuerdo la época de nuestra adolescencia, antes de que fuésemos confirmados en nuestra divinidad, cuando los mortales creían todavía que vivíamos en lo alto del monte Olimpo. Nos veían como un mero reflejo de sus propias vidas, una especie de interminable comedia doméstica vista desde la planta del servicio, con todo tipo de finales, felices y desgraciados, hijos de la superstición, la fantasía y la insinuación. Ninfas que se convertían en árboles, en novillas y en tristes arroyuelos. Toda clase de tonterías, conmigo alternativamente de toro, mosca o un viento procedente de las flatulentas entrañas de la Tierra. Aquellos fueron buenos tiempos, en cierto modo. Cada deidad tenía su puñado de templos, su ración de adoradores. Estábamos demasiado ocupados para estar siempre celosos unos de otros; de hecho, sólo lo estábamos cuando esos celos hacían avanzar la trama. La vida era una aventura, o quizá algo a lo que he oído referirse como un serial. La religión era una extensión de la vida en un plano más alto, pero no necesariamente mejor. La culpa aún no había sido concebida como un veneno en el vino sacramental. La humanidad no estaba todavía torturada por los imponderables y los inventos de ciertos intermediarios.
Míster Smith rio de pronto, divertido.
—¿Recuerdas el pánico que cundió cuando el primer montañero helénico llegó a la cumbre del Olimpo y no encontró nada?
El Viejo se contuvo para no reír también.
—Sí; pero el pánico fue solo nuestro, no de ellos. Aquel hombre estaba demasiado ofuscado para contar lo del pináculo vacío cuando volvió, por miedo a ser despedazado por los creyentes. Por miedo a hacer la primera, hizo la segunda cosa más estúpida que podía hacer: confesó a un sacerdote lo que ocurría. Este, probablemente un nombramiento político, le dijo que la noticia no debía salir de allí. El pobre hombre juró no contárselo a nadie; «¿Cómo puedo creerte, si me lo has contado a mí?», le dijo el sacerdote. El hombre no supo qué responder, y murió en circunstancias misteriosas aquella misma noche. Pero, como suelen decir, el gato estaba ya fuera del talego. La gente había visto a un arriesgado montañero ascender, y otros le habían visto bajar, serio y silencioso. Poco a poco, a medida que mejoraba la calidad de las sandalias, la gente empezó a subir a la cima a merendar, y el sitio ganó en basura lo que perdió en misterio divino.
—Y poco a poco la sede de los dioses fue ascendiendo a zonas de niebla y arco iris, tanto físicamente como en la imaginación. El simbolismo levantó la cabeza, y entramos en la era de la disolución de las verdades originales en la opaca salsa de los galimatías. La sencilla melodía se vio sometida a toda una tropa de orquestadores.
El Viejo estaba conmovido.
—¿Cómo puedes hablar con tal emoción de cosas que ya no te conciernen? —dijo.
—¿He de perder mi interés por tu Cielo sólo porque me echaras de allí a patadas? Recuerda que los criminales vuelven al escenario de sus crímenes, y los niños visitan de mayores el colegio donde estudiaron. Tengo ciertos intereses como exángel. Además, el Infierno ha cambiado mucho menos que el Cielo a lo largo del tiempo. No es un sitio que anime al cambio, mientras que tú has tenido que adaptarte a cada nuevo perfeccionamiento moral, a cada nueva moda teológica.
—No lo creo así. No estoy de acuerdo.
—En mis tiempos insistías en la fastidiosa idea de la perfección como principio conductor. Pero la perfección es la antítesis de la personalidad: éramos todos idénticos, y perfectos. No me extraña que yo tuviese ramalazos de rebeldía, como Gabriel, y probablemente incluso los demás. Era como vivir en una galería de espejos; a donde quiera que mirases, te veías a ti mismo. Sí, lo admito: cuando me diste el empujón, tuve una inmensa sensación de alivio, incluso mientras caía hacia una incierta eternidad. Ahora soy yo mismo, y sólo pensaba, mientras a mi alrededor el aire iba haciéndose más caliente y agitado: ¡He escapado! Más tarde me aferré a la idea de un amargo resentimiento, que alimenté como se abona una planta, para el caso de que alguna vez volviésemos a encontrarnos. Pero ahora que esa reunión es una realidad, encuentro preferible decir la verdad. A menudo el mal me aburre, por razones obvias; también la virtud es una pesadez; pero en toda tu Creación no hay nada tan estéril, tan falto de vida, tan abrumadoramente negativo como la perfección. ¡Atrévete a contradecirme!
—No —dijo el Viejo, aunque con un asomo de tristeza—. Estoy de acuerdo con mucho de lo que dices a modo de consuelo. La perfección es uno de esos conceptos que parecen infalibles en teoría, hasta que la práctica los convierte en un bostezo contagioso. No tardamos en abandonarla.
—¿Alguna vez la has abandonado… del todo?
—Sí, creo que sí. Quizá exista todavía como ambición en algunas mentes particularmente serviles, las de los que son tan piadosos que creen que el aburrimiento es sólo la larga pausa que precede a la manifestación de una verdad eterna, y se pasan la vida esperando con empalagosas sonrisitas de inminente omnisciencia. Para la mayoría de nosotros, incluso para los ángeles, que están tan emancipados que ahora apenas los veo, es cosa sabida que la insistencia en el bien y el mal absolutos es una idea arcaica. No me gusta hablar de mí, simplemente porque a ti puedo verte con mayor claridad de la que puedo prodigar sobre mí; y, sin querer halagarte, y mucho menos insultarte, debo decir, por lo que llevamos de reencuentro, que eres demasiado inteligente para ser malo del todo.
Una pulsación de ironía pareció extenderse por los escarpados rasgos de Míster Smith, como el cabrilleo del sol en el agua.
—Fui ángel —dijo, y en lo hondo de sus negros ojos hubo un asomo de ternura. Después, expulsada la calidez, sus rasgos volvieron a endurecerse—. A lo largo de la historia hay toda una legión de casos de grandes figuras de la maldad que han sido educadas para sacerdotes. Stalin, por ejemplo.
—¿Quién? —se extrañó el Viejo.
—No importa. Era solamente el ejemplo de un seminarista que se convirtió en dictador de un país consagrado al ateísmo.
—Ah, Rusia.
—Rusia, no. La Unión Soviética.
El Viejo arrugó la frente mientras trataba de resolver aquello, en tanto que Míster Smith reflexionaba que saberlo todo no significa necesariamente estar muy alerta en seleccionar lo necesario del vasto inventario del que uno dispone.
—En cualquier caso —continuó Míster Smith, cuando calculó que el Viejo había tenido tiempo suficiente para poner un poco de orden en la computadora celestial alojada en su mente—, tendremos ocasiones sobradas para nuevas disquisiciones éticas en todas las cárceles que nos esperan mientras estemos en la Tierra. Lo que ahora me preocupa cada vez más es cómo escapar de esta.
—Usa tus poderes; pero, por el amor de mí, no te vayas muy lejos. Me sentiría perdido si ahora me quedo sin ti.
—Sólo quiero ver si todavía funcionan mis poderes.
—Pues claro que funcionan. Ten fe. Sabes cómo hacerlo. Además, tienen que haber funcionado para que nos encontrásemos con precisión milimétrica en una acera de Washington al cabo de milenios de ausencia.
—Está bien, funcionan; pero ¿por cuánto tiempo? Tengo la preocupante sensación de que, en cierto modo, están racionados.
—Sé a qué te refieres. De pronto parece haber un límite para nuestras posibilidades, aunque pueda ser sólo una ilusión hija de la longevidad. No creo que sea cierto.
—Me sentiría castrado si un día me veo sin trucos.
El Viejo se irritó por un instante.
—Me gustaría que no te refirieses a ellos como «trucos». Son milagros.
Míster Smith le dedicó una de sus espantosas sonrisas.
—Los tuyos pueden ser milagros —dijo—. Los míos son trucos.
Hubo un silencio.
El jefe Eckhardt, reunido en una habitación del sótano a prueba de ruidos con varios miembros de su equipo, levantó la vista. Su cara expresaba todo el desconcierto de un policía corriente frente a lo oscuro. La celda número 6 tenía, naturalmente, micrófonos, y habían estado escuchando la conversación de los dos viejos, con la frente arrugada como la de los escolares en un examen y la mandíbula hecha la viva imagen de la determinación en su forma más pura y sin sentido.
—¿Qué saca usted en limpio, jefe? —aventuró Kaszpricki.
—No mucho, y no confiaría en un tipo que me dijese que sabía de qué diablos están hablando esos dos. Mira, O’Haggerty, ve arriba a la celda a ver qué pasa. No me gusta este silencio y toda esa charla sobre trucos y largarse.
O’Haggerty abandonó la sala de escucha y subió a la celda número 6. En seguida advirtió que el Viejo estaba solo.
—Eh, ¿dónde está su amigo? —preguntó.
El Viejo pareció sorprendido de verse solo.
—Debe de haber salido un momento.
—¡La puerta está cerrada con triple cerrojo!
—No puedo decir más.
Esto sí lo entendieron Eckhardt y el resto de los fisgones.
—Kaszpricki, sube a ver. No; pensándolo mejor, subiré yo mismo. Schmatterman, sigue con la grabación. Quiero que quede todo registrado. Los demás, venid conmigo.
Cuando Eckhardt llegó a la celda número 6, encontró dentro al patrullero O’Haggerty con los dos viejos.
—¿Qué ha estado pasando aquí? —preguntó con brusquedad.
—Cuando subí, este tipo estaba solo en la celda —jadeó O’Haggerty.
—Eso es lo que entendí —dijo Eckhardt, que después miró a Míster Smith—. ¿Dónde estaba?
—No salí de la celda. Estuve aquí todo el tiempo.
—¡Eso es mentira! —exclamó O’Haggerty—. Volvió segundos antes de llegar usted, jefe.
—¿Qué quiere decir que volvió, O’Haggerty? ¿Qué entró en la celda por la puerta?
—No, no. Creo que se materializó.
—¿Qué se materializó? —dijo muy despacio Eckhardt, como si se viese ante un nuevo caso de chaladura—. ¿Y qué haces tú aquí dentro?
—Entré para ver si podía salir.
—¿Y puedes?
—No, no puedo; de modo que no veo cómo lo hizo Míster Smith.
—Quizá no lo hiciese. Tal vez estuvo aquí todo el tiempo.
—Exactamente —terció Míster Smith.
—No necesitamos su ayuda. Hágame un favor; cierre la boca —replicó Eckhardt.
—No puedo admitir todas esas mentiras —dijo el Viejo.
Míster Smith se contuvo a duras penas.
—Lo digo en serio —continuó el Viejo—. Como ya le expliqué a su delegado, Míster Smith salió un momento.
—No pudo salir —dijo muy serio Eckhardt—. Esos cerrojos son el último modelo a prueba de ganzúas. No hay quien pueda salir sin usar la dinamita.
El Viejo sonrió. Pensaba que había llegado el momento.
—¿Quiere que se lo demuestre?
—Bien, demuéstremelo —dijo Eckhardt arrastrando las palabras, mientras su diestra iba al encuentro del revólver que llevaba en una funda abierta.
—Muy bien; pero, antes de irme, permítame darle las gracias por su encantadora hospitalidad.
Y, con una simpática sonrisa todavía en los labios, el Viejo se desvaneció en el aire. Una fracción de segundo más tarde, Eckhardt disparó dos veces al sitio donde había estado.
La impresión que esto produjo fue ahogada al instante por un grito de Míster Smith, tan horripilante como el de un aviario de aves migratorias; un chillido desolado y discordante.
—¡Dispare, ¿quiere?! ¿Cree que puede mejorar nuestros trucos con los suyos? ¡Haga lo que quiera! ¡Me marcho! ¡Trate de detenerme!
Eckhardt disparó por tercera vez. A Míster Smith la risa se le convirtió en algo entre dolor físico y sorpresa, pero desapareció antes de que ninguno de ellos pudiese sacar conclusiones.
Eckhardt se apresuró a disculparse.
—Quería darle en el pie.
—Déjeme salir de aquí —imploró O’Haggerty.
En la acera, Míster Smith se materializó al lado del Viejo, rebosantes ambos de alivio y placer ante su doble éxito. Mientras se alejaban, Míster Smith se detuvo junto a un cubo de basura, para momentáneo disgusto del Viejo. Rebuscó entre los desperdicios, sacó un periódico sucio y se lo guardó en el bolsillo. Después se fueron.
En la comisaría, la mente de Eckhardt se había aclarado, aunque en sus oídos resonase todavía el estampido de los disparos.
—Bien, Schmatterman. Puedes parar la cinta —gritó hacia el techo—. Empaquétalas, márcalas y archívalas. Y entretanto, guárdalas con tu vida.
—¿Qué va a hacer, jefe? —preguntó Kaszpricki, prototipo del hombre de confianza, forzando la de su jefe para obligarle a tomar decisiones enérgicas.
—Esto es demasiado grande para nosotros —masculló Eckhardt, pero de forma que todos pudiesen oírlo—. Voy a hacer lo único responsable. Voy a acudir a la más alta autoridad posible.
—La archidiócesis —sugirió O’Haggerty, que era católico. Eckhardt lo miró con desdén.
—¿El presidente?
Costellucci era republicano.
—El Federal Bureau of Investigation —dijo Eckhardt, con penosa lentitud—. El FBI. ¿Habéis oído hablar de él?
Ni esperaba respuesta, ni la hubo.