—¿God[1]? Con dos des, supongo —dijo el conserje sin levantar la vista.
—Con una sola —se disculpó el Viejo.
—No es corriente.
—¿Qué no es corriente? Es único.
El Viejo se rio suavemente de lo que acababa de decir.
—¿Apellido?
—No tengo.
—Con las iniciales bastará.
—Es evidente que, si no tengo apellido, tampoco tengo iniciales.
El conserje clavó la vista en el Viejo, y por primera vez este se impacientó, deseoso de acabar con aquella situación.
—¿Va a decirme que esto tampoco es corriente? —sugirió, y en seguida continuó, tranquilizándolo—: Hay un motivo perfectamente normal para ello que debería bastarle: no tengo padres.
—Todo el mundo tiene padres —afirmó arriesgadamente el conserje.
—Yo no —replicó el Viejo, acalorándose.
Hubo una breve pausa mientras ambos protagonistas se observaban. Fue el conserje quien reanudó el contacto verbal en un tono de forzada tranquilidad.
—¿Y por cuánto tiempo va a ser?
—No lo sé. Soy antojadizo.
—Antojadizo —le hizo eco el conserje—. ¿Y de qué forma va a pagar cuando se vaya?
—No tengo la menor idea. —El Viejo parecía hastiado—. Yo había pensado que en un hotel de esta clase…
—Por supuesto —le atajó el conserje, a la defensiva—. Pero incluso un hotel de la máxima categoría debe hacerse preguntas cuando el posible cliente dice ser un tal míster God, con una sola de, y ni siquiera tiene iniciales, para no hablar del equipaje.
—Ya le he dicho que mi equipaje está en camino.
—¿Con su amigo?
—Sí. Nos hemos dado cuenta de que sin equipaje es prácticamente imposible conseguir habitación en un hotel.
—Ah, ¿ya lo han intentado otras veces?
—Oh, sí.
—¿Y entonces…, si me permite la pregunta?
—Entonces, él ha comprado algo de equipaje.
—¿Sólo el equipaje, sin nada dentro?
—¡Qué curioso es usted!
—Perdóneme. Pero aun así me gustaría saber cuál va a ser la forma de pago. Yo no soy especialmente curioso, compréndalo, pero mis jefes…
—Me han pedido cosas mucho más gordas; salud, paz, victoria, salvación… Cosas importantes, en las que a menudo están implicadas naciones, o al menos pueblos. He de decir que suelo rechazar tales demandas por imprecisas, por demasiado vagas. Por eso me pregunto por qué me irrita tanto su pregunta, tan racional. Debe de ser la vejez… Tenga. ¿Le sirve esto de algo?
Y extrajo de las cavernosas profundidades de su bolsillo un puñado de monedas que derramó sobre el cristal que cubría el mostrador. Algunas cayeron al suelo y se fueron rodando, aunque no lejos, porque había pocas completamente redondas.
—¡Chasseur! —llamó el conserje, y un muchachito de uniforme se tiró al suelo y empezó a recoger las monedas. El conserje examinó las que habían quedado sobre el mostrador.
—Supongo que no pensará pagar con esto.
—¿Qué tienen de malo? —preguntó el Viejo.
—Parecen griegas, y además antiguas.
—¡Cómo vuela el tiempo! —suspiró el Viejo—. Lo intentaré otra vez.
El conserje inició con su lápiz un golpeteo rítmico sobre el cristal del mostrador mientras el Viejo buscaba en sus bolsillos algo más viable. Hubo un momento en el que pareció estar haciendo un gran esfuerzo físico, como si su actividad fuese más misteriosa y complicada de lo que dejaba entrever. Después sacó billetes verdes como si fuesen hojas que iba arrancando de una lechuga.
—¿Servirá esto? —preguntó, jadeante.
El conserje examinó los billetes, que se iban abriendo como flores, como si tuviesen vida propia.
—A primera vista…
—¿Cuánto tiempo podremos estar con esto?
—¿Podremos? Ah, sí, su amigo… A primera vista, aproximadamente un mes; pero, naturalmente, depende del servicio de habitaciones, el camarero, el minibar, todo eso…
—Un mes… No creo que podamos quedarnos tanto tiempo. Tenemos demasiadas cosas que ver.
—¿Están haciendo turismo, aquí en Washington? —preguntó el conserje, tratando de ser agradable para disipar cualquier posible vestigio de fricción.
—Vemos cosas nuevas adondequiera que vamos. Para nosotros todo es nuevo.
El conserje no sabía cómo tratar a aquella inocencia exultante, tan extrañamente segura de sí misma y no muy dada a comunicarse. Siguió tenazmente tomando la iniciativa. Como hombre con fama en el oficio, tenía que ser capaz de reconocer un matiz cuando lo tenía delante y de ignorarlo si así convenía a sus fines profesionales.
—Hay tours excelentes organizados por los de la Yankee Heritage —dijo, sacando un puñado de folletos—. Le permiten visitar la National Gallery, la Smithsonian…
—La Casa Blanca —sugirió el Viejo, consultando un papel.
—Eso es más difícil —dijo sonriente el conserje—. Ya no admiten grupos, por razones de seguridad.
—No voy a ir en grupo. Cuando vaya será solo, o quizá con mi amigo.
—Para eso tiene que tener invitación.
El Viejo adoptó un sorprendente aire de autoridad.
—No he tenido una invitación en toda mi vida y no pienso empezar ahora.
—¿Qué no tuvo «nunca» una invitación?
—No. He tenido oraciones, intercesiones, incluso sacrificios y quema de ofrendas en los viejos tiempos, pero nunca una invitación.
En ese momento, otro viejo atrajo la atención al intentar entrar por la puerta giratoria con dos repelentes maletas de plástico. Tenía el pelo negro y húmedo que le colgaba en torno a la cara como la expresión física de la desesperación. Su rostro ofrecía un marcado contraste con el mofletudo y como de porcelana del Viejo; era un objeto arrugado y terrible, picado de viruelas, metido como con palanca y a porrazos en una máscara de melancolía; sus negros ojos parecían haber observado cuanto hay de horrible, inundados de lágrimas trémulas, que de vez en cuando se desprendían para ir a perderse en las grietas del pergamino de sus mejillas:
—¡Mon Dieu! —exclamó el conserje, observando sus esfuerzos—: Parece más viejo que Dios.
—No; tenemos aproximadamente la misma edad —corrigió el Viejo.
—¡Bertolini! ¡Anwar[2]! —ordenó el conserje.
Los dos empleados del hotel estaban demasiado fascinados para moverse sin que alguien los llamase al orden. Se precipitaron hacia allí y ayudaron al recién llegado, cuyo equipaje parecía de una sospechosa levedad.
El hombre fue vacilante hacia el mostrador.
—¡Al fin! —dijo el Viejo, mordaz.
—¿Qué quieres decir con eso? —gruñó el recién llegado.
—He estado de cháchara mientras te esperaba, y ya sabes lo cansado que me resulta eso. ¿Dónde conseguiste las maletas?
—Las robé. ¿No esperarías que yo las comprase? Además, no tenía dinero.
—¿Y su apellido es…? —preguntó el conserje, haciendo como que no oía el resto.
Antes de que el recién llegado tuviese tiempo de responder, se le adelantó el Viejo.
—Smith.
El conserje no levantó los ojos del registro.
—En los hoteles, Míster Smith va siempre acompañado por Mistress Smith —dijo.
El Viejo pareció tan desconcertado como el recién llegado parecía contrariado.
—En este caso no hay Mistress Smith —farfulló aquel—. El matrimonio tomaba demasiado tiempo, suponía muchas ataduras, excesivas obligaciones.
—¡Fue culpa tuya! ¡Todo fue por tu culpa! —chilló Míster Smith, mientras saltaban al aire sus lágrimas como la humedad de los ollares de un caballo—. ¡Pude haberme casado y llevar una vida hogareña, llena de alegría y dulzura, de no haber sido por ti!
—¡Ya basta! —tronó el Viejo, con una vehemencia tan asombrosa y tal volumen que las pocas personas que pasaban por el vestíbulo corrieron a ponerse a cubierto, presas del pánico.
—¡Habitaciones quinientos diecisiete y quinientos dieciocho! —gritó el conserje a todo pulmón, lo que resultó atrozmente débil después del sonido majestuoso que lo había precedido. No importaba; en el negocio hotelero uno tenía que hacer lo que podía. Era esencial ver sólo la mitad de lo que ocurría, a condición de adivinar más de la mitad de lo que no.
—Recoja su dinero, por favor.
—Guárdemelo.
—Preferiría que lo guardase usted —dijo el conserje armándose de valor.
El Viejo cogió un puñado y dejó otro en el mostrador.
—Eso es para usted. Por las molestias.
—¿Qué esto es para mí? —preguntó el conserje sin inmutarse.
—Sí. Sólo por curiosidad; ¿cuánto es?
El conserje le echó una mirada.
—Entre cuatro y cinco mil dólares.
—¡Ah! ¿Le parece bien? No tengo la menor idea del valor del dinero.
—Lo creo, señor. Y, en respuesta a su otra pregunta, no me parece ni bien ni mal. Trabajo en hostelería. Si cambia de opinión…
Demasiado tarde. Las ornadas puertas del ascensor estaban ya cerrándose tras los dos ancianos caballeros, Bertolini, Anwar y las horrendas maletas.
Una vez en sus habitaciones, consiguieron con gran dificultad abrir la puerta de comunicación. El Viejo, distraído, había dado unas cuantas monedas griegas como propina a Bertolini y Anwar, que no sabían hasta qué punto estarles agradecidos. Cuando los dos ancianos caballeros se vieron solos, iniciaron una conversación en la habitación de Míster Smith. Este abrió su maleta, que descansaba sobre la plataforma plegable.
—¿Qué estás buscando? —preguntó el Viejo.
—Nada. Me he limitado a abrir mi maleta. ¿No es lo normal?
—No si no se tiene nada dentro. Ciérrala en seguida. Y tenla cerrada hasta que nos marchemos.
—Sigues siendo el mismo tirano de siempre —gruñó Míster Smith, haciendo lo que le decían.
—Hay una razón para todo lo que hago —pontificó el Viejo.
—Por eso resulta tan irritante.
—La única posibilidad de tener éxito en nuestra misión es parecer lo más normales posible.
—Valientes posibilidades las nuestras, con estas maletas y esta ropa tan rara.
—Quizá tengamos que cambiar también eso antes de poder decir que hemos hecho lo que vinimos a hacer. Me doy cuenta de que la gente ya no viste como nosotros. Algunos siguen llevando el pelo largo, como pide la naturaleza, pero se tiñen mechas, se lo cortan para que imite el aspecto de los animales o lo engrasan para poder formar tiesas estalagmitas en la cabeza, como negras y grasientas crestas de gallo.
—¿Negras? Dirás amarillas, azules, rojas o de un verde rabioso. Supongo que no esperarás que nosotros…
—¡No, no, no! —El Viejo estaba irritado por la continua oposición a cuanto decía, aquella continua controversia—. Sólo es que no quiero que nos convirtamos en el blanco de la curiosidad de las camareras; se fijan en cosas como las maletas vacías y se lo dicen a sus colegas, y la noticia corre como la pólvora.
—Al de recepción le dijiste bien claro que estaban vacías, cuando me preguntaste dónde me había hecho con ellas.
—Lo sé; y tú, con un tacto ejemplar, dijiste que las habías robado.
—Así es. ¿Acaso ese hombre es más digno de confianza que los otros criados?
—¡Sí!
Hubo una pausa mientras los ecos de la voz del Viejo iban apagándose.
—¿Por qué? —preguntó Míster Smith, en un tono como de serpiente de cascabel.
—Porque le di cinco mil dólares de propina. Por eso. ¡He comprado su silencio!
El Viejo recalcó su respuesta para darle mayor peso.
—Sólo te falta dejarles unos cuantos miles de dólares a las camareras —murmuró Míster Smith.
—¿Crees que soy la clase de persona que anda tirando su dinero por ahí? Eso ni pensarlo, cuando es mucho más sencillo cerrar con llave tu maleta.
—De todos modos, no es tu dinero.
Hubo una pausa mientras Míster Smith hacía girar la llave en los candados.
—Cuando hayas acabado, bajaremos a cenar.
—Nosotros no necesitamos comer.
—No hace falta que lo sepa nadie.
—Siempre disimulando…
—Sí; recuerda que estamos en la Tierra.
Cuando iban hacia la puerta, Míster Smith recobró de pronto su energía. Lanzando un grito como de cuervo ultrajado, se paró en seco.
—¿Por qué dijiste que me llamaba Smith?
El Viejo cerró los ojos un segundo. Esperaba aquel reproche; en realidad, le sorprendía que no hubiese llegado antes.
—Escucha —dijo—, ya he tenido bastantes dificultades para decir quién era yo. No iba a pasar por todo eso otra vez.
—¿Qué nombre diste?
—Fui tan idiota como para dar el auténtico.
—Ah, la sinceridad es una de tus prerrogativas.
—Bueno, ¿no ha sido la insinceridad la tuya a lo largo de la historia?
—Gracias a ti, sí.
—Supongo que no iremos a empezar otra vez. Debo recordarte que el restaurante cierra dentro de poco.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo supongo. Y, como de costumbre, acertadamente.
Míster Smith se sentó, enfurruñado.
El Viejo le exhortó:
—¿De verdad piensas que va a ayudarnos en nuestras investigaciones que se divulgue por ahí que no sólo no necesitamos ropa limpia, sino que ni siquiera nos hace falta alimentarnos? Lo dejo a tu sentido del fair play.
Míster Smith se levantó, con un cacareo siniestro.
—Fue una tontería decir eso. Tanto, que ha apelado a mi agudo sentido del ridículo. Está bien, bajaremos; pero no te garantizo que no vuelva a sacar a relucir el tema, tan profunda es mi herida, tan candente el dolor.
Había algo en las últimas palabras de Míster Smith, dichas lentamente y con la mayor simplicidad, que provocó un escalofrío donde debería haber estado la espina dorsal del Viejo.
—Y con ello puedo sugerirles un Christian Brothers Cabernet o un Montlavi Sauvignon, buenos vinos ambos, o, si prefieren algo más viejo, aunque no necesariamente mejor, tenemos el Forts-de-la-Tour 1972, un burdeos, a dos mil ochenta dólares la botella, La Táche 1959, un borgoña, y, entre esos dos, numerosos buenos vinos de mesa —recitó el sumiller sin tomar aliento.
—Para nosotros todos los vinos son jóvenes —dijo sonriente el Viejo.
—Un chiste oportuno —apostilló el sumiller.
—No es un chiste —le espetó Míster Smith.
—Touché —dijo el sumiller, por decir algo.
—Tráiganos una botella del primer vino que encuentre.
—¿Tinto o blanco?
El Viejo miró a Míster Smith.
—¿No hay término medio?
—Rosado.
—Buena idea.
Míster Smith aprobó cortésmente con la cabeza, y el sumiller se fue.
—La gente nos mira —masculló Míster Smith—. Hicimos mal en venir.
—Al contrario, son ellos los que hacen mal en mirarnos.
Y el Viejo fue clavando la vista en los demás comensales, uno por uno, y uno por uno volvieron a ocuparse de su plato.
La cena no fue precisamente un éxito. Ninguno de los dos llevaba el suficiente tiempo comiendo como para haberle cogido el gusto, y la espera entre platos se les hacía interminable. Había poco más que hacer que charlar, y cada vez que aquellos dos hablaban llamaban la atención. Aunque los demás comensales se habían visto cohibidos, tanto por la penetrante mirada del Viejo como por el ambiente lúgubre que había caído sobre el comedor —y que afectaba incluso al de ordinario insensible pianista, que dio varias notas discordantes en su versión de Granada y acabó por marcharse del comedor enjugándose la frente—, ahora dirigían miradas furtivas a los dos ancianos, aquellas dos pequeñas tiendas de campaña, una negra, blanca la otra, armadas bajo el gesto asqueado de un tritón que, en una hornacina, escupía agua en una taza de mármol.
—Habla de una vez —murmuró discretamente el Viejo—. Contra lo que suele ocurrir, tu último reproche cuando salíamos de nuestras habitaciones fue tan sentido que me conmovió. No quiero que sufras, aunque puedas creer lo contrario.
La risa de Míster Smith fue más desagradable que irónica. Después se puso serio, y pareció tener cierta dificultad para expresarse.
—Fueron tus motivos lo que siempre vi muy claro, y lo que me hería —consiguió decir al fin.
—¿Eso es nuevo o me lo has dicho ya?
—¿Cómo voy a acordarme? ¡Hace siglos que no nos vemos! Puedo haber aludido alguna vez a ello, pero creo que se trata de un reproche muy antiguo y que nunca he mencionado. —El Viejo trató de ayudarle.
—Recuerdo aquel alarido tuyo cuando caíste de las alturas. Fue un grito que iba a obsesionarme durante muchos años —concedió.
—Años… —le hizo eco Míster Smith—. Sí… sí… fue muy cruel. Yo estaba de espaldas a ti, echando una ojeada desde el borde de un cúmulo, cuando de repente, sin previo aviso, aquel empujón en frío y la caída. En términos humanos, fue un asesinato.
—Sigues estando aquí.
—He dicho en términos humanos.
—Te presento mis disculpas —dijo el Viejo, esperando sin duda que aquello pusiese punto final al asunto.
—¿Tus disculpas? —repitió asombrado Míster Smith.
—¿Acaso he tenido ocasión antes?
—Qué importa eso. No se trata de mi expulsión. Es algo con lo que he tenido que vivir, y probablemente me habría ido por mi cuenta antes o después. ¡Lo peor fue el motivo! Tenías que rectificar un terrible descuido que tuviste en la Creación, por lo demás un trabajo muy competente.
—¿Un descuido? —inquirió el Viejo, dejando entrever algo que podría equivaler a nerviosismo.
—Sí. Con todos blancos, ¿cómo podrían reconocerte como lo que eres?
—¿Qué estás diciendo?
El Viejo se humedeció los labios.
—Lo blanco necesita lo negro para ser reconocido como lo que es —dijo Míster Smith con terrible precisión y sin los líos de costumbre—. Cuando todo es blanco, no hay blanco. Tenías que empujarme para que pudiesen reconocerte. El motivo fue… la vanidad.
—¡No! —protestó el Viejo; y como una idea tardía, añadió—: ¡Espero que no!
—Tienes conmigo una deuda de gratitud que no hay contrición que pueda saldar. Hasta mi expulsión, nadie, ni siquiera los ángeles, te comprendía ni sentía la calidez de tu resplandor. Conmigo a manera de fondo oscuro, de contraste, te hiciste visible como lo que eras, y que aún sigues siendo.
—Para averiguar si lo soy todavía, si los dos lo somos, es para lo que estamos en la Tierra.
—¡Sin mi sacrificio, sin mí, eres invisible!
—Estoy dispuesto a creer que hay algo de verdad en eso —dijo el Viejo, recobrada su compostura—; pero no pretendas que no disfrutaste de tu experiencia, al menos al principio. Tú mismo dijiste amablemente, y con certeza, hace un momento, que si no hubieras sido empujado, probablemente te hubieses marchado por tu cuenta antes o después. Eso quiere decir que la semilla estaba allí. Empujé al ángel que debía.
—No lo discuto. Los colegas que creaste para mí no tenían la menor personalidad, quizá con excepción de Gabriel, que siempre se presentaba voluntario para las misiones difíciles, dispuesto a llevar mensajes complicados a largas distancias. ¿Y sabes por qué? Se aburría. Se aburría tanto como yo.
—Nunca lo demostró.
—Tú no reconocerías el aburrimiento aunque lo vieses.
—Ahora sí. Pero admito que entonces, cuando el mundo aún olía a ropa recién oreada…
—Y esos espantosos serafines y querubines, con sus voces impolutas, chillando su coro de vísperas a un unísono insoportable, sin una agradable disonancia, sin una armonía engatusadora o un sutil cambio de énfasis entre el millón o más de ellos, horribles estatuillas de jardín hechas de mazapán; demasiado prístinos, demasiado delicados para necesitar siquiera un pañal o un orinal…
Para entonces el Viejo se balanceaba a impulsos de una risa tan generosa como silente. Alargó la mano y Míster Smith la tomó, sorprendido.
—Esos serafines y querubines no fueron un acierto —dijo ahogando la risa—. Tienes razón. La tienes a menudo, y sobre todo eres un conversador nato. Describes las cosas de un modo que da gusto, aunque a veces tu mezcla de metáforas amenace con oscurecer algunas de tus perlas más oscuras. Me alegra haber tomado al fin la iniciativa que condujo a esta reunión…
—Lo hago sin malicia. Lo que sucede es que veo las cosas con claridad.
—Demasiada.
—Son muchos siglos de engaño, de resentimiento enconado.
—Lo comprendo.
El Viejo miró a Míster Smith a los ojos y le rodeó las manos heladas con las suyas calientes.
—Si es verdad que sin ti soy irreconocible, no lo es menos que tú sin mí no existes. Ninguno de los dos somos necesarios sin el otro. Juntos formamos una gama, una paleta, un universo. Nunca osaremos ser amigos, y mucho menos aliados; pero no podemos evitar ser al menos conocidos, de esos que se saludan con un movimiento de cabeza. Saquemos el mejor partido de una situación difícil conservando nuestra mutua cortesía mientras averiguamos si somos todavía necesarios y no sólo un lujo, incluso superfluo. En el éxito o en el fracaso somos, para lo bueno y para lo malo, inseparables.
—No tengo nada en contra de lo que dices, excepto…
Míster Smith parecía dispuesto a volver a las andadas.
—Ten cuidado —le advirtió el Viejo—. He conseguido restablecer entre nosotros una especie de equilibrio. He hecho concesiones. Te ruego que no lo estropees.
—No hay nada que estropear. No soy tonto. Comprendo nuestra posición, lo que es posible y lo que no. No estoy aquí para apuntarme tantos que, al cabo del tiempo, no merece la pena apuntarse. Simplemente pienso…
—¿Sí? —le interrumpió el Viejo, esperando obligar a Míster Smith a pensárselo dos veces.
—Me parece irónico que, para otorgarme una nueva función, tuvieses que jugarme una mala pasada, digna de mí, pero no de ti.
El Viejo se puso inmensamente triste.
—Es verdad —dijo con una voz que de pronto descubría su edad—. Para crear al Diablo tuve que hacer algo diabólico, darte un empujón por la espalda cuando más desprevenido estabas.
—Era eso lo que quería decir.
El Viejo sonrió con amargura.
—¿Quieres más sopa? ¿Bizcocho? ¿Venado? ¿Trucha? ¿Perdiz? ¿Té con menta?
Míster Smith lo rechazó todo con un gesto.
—Fue inevitable —dijo—. Y gracias por la invitación.
Ninguno de los dos había notado, en el ir y venir de la conversación, que las luces iban haciéndose cada vez más tenues; la acostumbrada y sutil insinuación de que la cocina está irrevocablemente cerrada y los clientes rezagados infringiendo los acuerdos entre el hotel y los sindicatos. Los demás comensales habían ido saliendo furtivamente, aunque algunos habían tenido ciertas dificultades para que les trajesen la cuenta. En el punto culminante de la discusión, la mayor parte de la cual resultó claramente audible, a los camareros les ponía nerviosos volver a entrar en el restaurante, en tanto que los comensales que quedaban estaban como clavados en su sitio.
—Vámonos —dijo el Viejo—. Podemos pagar mañana.
—Dame algo de dinero ahora que estás en ello; de lo contrario tendré que robarlo.
—Claro, claro.
Nadie había reparado en que el pianista estaba de nuevo sentado ante el piano, probablemente con la esperanza de al menos una muestra de gratitud. Rompió a cantar mientras los dos viejos iban por entre las mesas hacia la salida: «Peniques caídos del Cielo…».