El muchacho murió.
Cuando Jane llegó, acalorada, polvorienta y extenuada a punto de desmayarse, ya hacía casi una hora que había muerto. El padre la esperaba en la entrada de la cueva, con expresión aturdida y de reproche. Al ver su postura resignada y sus mansos ojos pardos, Jane comprendió que todo había terminado. El hombre no dijo nada. Ella entró en la cueva y miró al muchacho. Demasiado cansada para enojarse, se sintió sobrecogida por la desilusión. Jean-Pierre estaba lejos y Zahara en pleno duelo, así que no tenía con quien compartir su pena.
Lloró más tarde, tendida en su cama en el techo de la casa del tendero, con Chantal en un colchoncito a su lado, murmurando de vez en cuando en medio de un sueño de feliz ignorancia. Jane lloraba tanto por el padre como por el muchacho muerto. Lo mismo que ella, el hombre sobrepasó todos los límites de la extenuación con tal de salvar a su hijo. ¡Cuánto mayor sería su tristeza! Las lágrimas que inundaban los ojos de Jane le empañaban la visión de las estrellas antes de que pudiera quedarse dormida.
Soñó que Mohammed se acercaba a su cama y le hacía el amor mientras todo el pueblo los miraba; luego él le contó que Jean-Pierre vivía una aventura con Simone, la esposa del gordo periodista Raoul Clermont, y que los amantes se encontraban en Cobak, donde se suponía que Jean-Pierre estaba atendiendo a los enfermos.
Al día siguiente le dolía todo el cuerpo a causa de haber corrido durante casi todo el trayecto hasta la cabaña de piedra. Mientras llevaba a cabo sus tareas de rutina, reflexionó que había sido una suerte que Jean-Pierre se detuviera, presumiblemente a descansar, pues le había proporcionado la posibilidad de alcanzarlo. Se sintió muy aliviada al ver a Maggie atada fuera y al encontrar a Jean—Pierre dentro de la cabaña con aquel extraño hombrecito uzbeko. Los dos se habían sobresaltado cuando la vieron entrar. Fue casi cómico. Era la primera vez en su vida que vio levantarse a un afgano al entrar una mujer.
Trepó hasta la cueva con su propio maletín médico e inició las consultas. Mientras atendía los casos habituales de mala nutrición, malaria, heridas infectadas y parásitos intestinales, recordó la crisis del día anterior. Hasta entonces nunca había oído hablar de shock alérgico. Sin duda, a la gente que debía aplicar inyecciones de penicilina se le enseñaba qué había que hacer en esos casos, pero su entrenamiento fue tan apresurado que muchas cosas quedaron en el tintero. En realidad, los detalles médicos fueron casi totalmente ignorados partiendo de la base de que Jean-Pierre era médico titulado y siempre estaría a su lado para indicarle lo que debía hacer.
Qué época de ansiedad fue ésa, sentada en las aulas, unas veces con enfermeras diplomadas, otras absolutamente sola, tratando de aprender las reglas y procedimientos de la medicina y de la educación sanitaria, y preguntándose lo que le esperaría en Afganistán. Algunas de las clases recibidas, en lugar de tranquilizarla, la hicieron temblar. Le indicaron que su primera tarea consistiría en fabricarse un retrete de tierra para uso personal. ¿Por qué? Porque la manera más rápida de mejorar la salud de la gente de los países subdesarrollados era conseguir que dejaran de usar los ríos y los arroyos como letrinas, y ante todo era darles el ejemplo. Su maestra, Stephanie, una mujer de imprescindible aspecto maternal, con gafas, de unos cuarenta años, también hizo hincapié en los peligros de prescribir medicamentos con demasiada generosidad. La mayoría de las enfermedades y heridas de menor importancia se mejoraban sin ayuda médica, pero la gente primitiva (y también la que no lo era tanto) reclamaba siempre píldoras y pomadas. Jane recordó que al llegar a la cabaña el hombrecillo uzbeko estaba pidiendo a Jean-Pierre alguna pomada para las ampollas. Sin duda había recorrido a pie largas distancias durante toda su vida; sin embargo, en cuanto se encontró con un médico le dijo que le dolían los pies. El problema de prescribir demasiados medicamentos —aparte del desperdicio que significaba— era que una droga administrada para combatir un mal menor podría provocar tolerancia en el paciente, de modo que cuando se encontrara seriamente enfermo, el tratamiento no le haría efecto. Stephanie también aconsejó a Jane que intentara trabajar, no en contra, sino junto a los curanderos tradicionales de la comunidad. Ella tuvo éxito con Rabia, la partera, pero no con Abdullah, el mullah.
Aprender el lenguaje fue lo más fácil. En París, antes de que se le ocurriera siquiera viajar a Afganistán, estudió farsi, el idioma de los Persas, para mejorar su tarea de intérprete. El farsi y el dari eran dialectos de una misma lengua. El otro idioma principal de Afganistán era el pashto. El Valle de los Cinco Leones se encontraba en territorio tadjik. Los pashto, la lengua de los pushtuns, pero los tadjiks hablaban en dari y pocos afganos que viajaban —los nómadas, por ejemplo— hablaban generalmente pashto y dari. Si conocían algún idioma europeo era el inglés o el francés. El hombrecito uzbeko, el de la cabaña de piedra, hablaba en francés con Jean-Pierre. Era la primera vez que Jane oía hablar francés con acento uzbeko. Sonaba lo mismo que el acento ruso.
Durante el día recordó muchas veces al uzbeko. De alguna manera ese individuo la perturbaba. Era una sensación parecida a la que tenía cuando sabía que debía hacer algo importante pero no recordaba de qué se trataba. Tal vez hubiera algo extraño en ese individuo.
A mediodía cerró la clínica, alimentó y cambió a Chantal y luego preparó el almuerzo consistente en arroz y salsa de carne y lo compartió con Fara. La muchacha se había convertido en una total admiradora de Jane. Estaba ansiosa por hacer cualquier cosa que le agradara, y por la noche se mostraba renuente a regresar a su casa. Jane intentaba tratarla de igual a igual, pero aparentemente eso sólo aumentaba la adoración de la muchacha.
A la hora de mayor calor, Jane dejó a Chantal al cuidado de Fara y bajó a su escondrijo secreto, la saliente plana y soleada, oculta por una piedra voladiza de la montaña. Allí realizaba sus ejercicios posnatales, decidida a recuperar su silueta. Mientras los hacía no podía dejar de visualizar al hombrecito uzbeko, poniéndose de pie en la cabaña de piedra, y la expresión de estupefacción que se pintó en su rostro oriental. Por algún motivo, Jane tuvo la sensación de que acechaba una tragedia.
Cuando se dio cuenta de la verdad, no fue en un repentino relámpago de comprensión, sino más bien como en una avalancha: empezó como algo pequeño pero fue creciendo inexorablemente, hasta que lo cubrió todo.
Ningún afgano se quejaría de ampollas en los pies, ni siquiera como excusa, porque no tenía la menor idea de la existencia de éstas, era algo tan poco probable como el hecho de que un granjero de Gloucestershire dijera que sufría de beri-beri. Además, ningún afgano, por sorprendido que estuviese, reaccionaría levantándose ante la entrada de una mujer. Y si ese individuo no era afgano, ¿qué sería? Su acento se lo decía, aunque muy pocos lo habrían reconocido, Sólo porque ella era lingüista y hablaba tanto el ruso como el francés pudo darse cuenta de que el hombre hablaba francés con acento ruso.
Así que Jean-Pierre se encontró con un ruso disfrazado de uzbeko en una cabaña de piedra en un sitio desierto.
¿Sería un encuentro casual? Era muy poco posible, pero al recordar la cara que puso su marido al verla entrar, percibió la expresión que en ese momento no había notado: una mirada culpable.
No, no se trataba de un encuentro casual, era una cita acordada con anterioridad. Y tal vez no fuese la primera. Jean-Pierre viajaba constantemente a otros pueblos para atender pacientes. En realidad se mostraba innecesariamente escrupuloso en mantener su agenda de visitas, una insistencia tonta en un país que carecía de calendarios y de diarios, pero no tan tonta si existía otra agenda, una serie clandestina de encuentros secretos.
¿Y por qué se encontraría con el ruso? Eso también era obvio, y las lágrimas inundaron los ojos de Jane cuando se dio cuenta de que el propósito de Jean-Pierre debía de ser necesariamente la traición. Les proporcionaba información, por supuesto. Les daba datos sobre las caravanas de los rebeldes. El siempre estaba al tanto de las rutas que seguirían, porque Mohammed utilizaba sus mapas. También conocía las fechas aproximadas, porque veía partir a los hombres, desde Banda y desde otros pueblos del Valle de los Cinco Leones. Obviamente proporcionaba esa información a los rusos, que por ese motivo durante el último año habían tenido tanto éxito en sus emboscadas. Y por ese mismo motivo, en ese momento el valle estaba lleno de viudas llorosas y huérfanos acongojados.
¿Qué me pasa? —pensó en un repentino ataque de autocompasión, mientras las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas—. Primero Ellis, después Jean-Pierre; ¿por qué será que elijo a esos cretinos? ¿Habrá algo que me atraiga en los hombres que llevan una doble vida? ¿Será el desafío que significa el romper sus defensas? ¿Estoy loca hasta ese punto?
Recordó que, Jean-Pierre había dicho que la invasión soviética a Afganistán estaba justificada. En algún momento cambió de idea y ella creyó que lo había convencido de que estaba equivocado. Obviamente ese cambio de idea fue falso. Cuando decidió viajar a Afganistán para convertirse en espía de los rusos, adoptó un punto de vista antisoviético como parte de su disfraz.
¿Sería también falso el amor que le profesaba?
La pregunta en sí misma ya le resultaba terriblemente dolorosa. Escondió la cabeza entre sus manos. Era casi increíble. Se había enamorado de él, se casó con él, besó a su madre, esa mujer de expresión amargada, se acostumbró a su manera de hacer el amor, sobrevivió a la primera pelea que tuvieron, luchó por conseguir que la sociedad matrimonial diera resultado y dio a luz a su hija entre temores y dolores, ¿Habría hecho todo eso por una simple ilusión, por un títere, por un hombre a quien ella no le importaba nada? Era lo mismo que caminar y correr tantos kilómetros para preguntar cómo curar a un muchacho de dieciocho años y después volver para encontrar que ya estaba muerto. Era peor que eso. Imaginó que sería lo mismo que sintió el padre del chico que, después de cargar a su hijo durante dos días, sólo lo vio morir.
Percibió una sensación de plenitud en sus pechos y se dio cuenta de que debía de ser hora de amamantar a Chantal. Se puso la ropa, se enjugó el rostro con la manga y empezó a subir la montaña. A medida que su dolor empezó a ceder y pudo pensar con más claridad, tuvo la sensación de que siempre se había sentido vagamente insatisfecha a lo largo de su año de casada y ahora le resultaba comprensible. De alguna manera, todo el tiempo había presentido el engaño de Jean-Pierre. Debido a esa barrera que se erigía entre ambos, nunca pudieron adquirir una intimidad total.
Cuando llegó a la cueva, Chantal se quejaba a voz en cuello, y Fara la mecía. Jane tomó a la pequeña y la sostuvo contra su pecho. Chantal empezó a mamar. Jane sintió la incomodidad inicial, como un calambre en el estómago, y después una sensación en el pecho agradable y bastante erótica.
Tenía ganas de estar sola. Le dijo a Fara que se fuera a dormir la siesta en la cueva de su madre.
Amamantar a Chantal le resultó tranquilizador. La traición de Jean-Pierre empezó a parecerle un cataclismo menos importante. Estaba segura de que el amor que le profesaba su marido no era simulado. ¿Qué sentido hubiera tenido? ¿Para qué llevarla hasta allí? Ella no le era de ninguna utilidad en su trabajo de espía. Necesariamente tenía que ser porque la amaba.
Y si la amaba, el resto de los problemas podría solucionarse. Tendría que dejar de trabajar para los rusos, por supuesto. Por el momento ella no conseguía imaginarse enfrentándose a él, ¿Qué le diría? ¿Me he dado cuenta de todo, por ejemplo? No. Pero ya se le ocurrirían las palabras necesarias cuando llegase el momento. Entonces, él tendría que llevarlas a ella y a Chantal de regreso a Europa…
Regresar a Europa. Cuando comprendió que tendrían que volver a su casa, la inundó una sensación de alivio. La tomó por sorpresa. Si alguien le hubiera preguntado si le gustaba Afganistán, ella habría contestado que le fascinaba lo que hacía, que era algo que valía la pena, y que se desenvolvía realmente muy bien y que hasta disfrutaba. Pero ahora que tenía frente a sí la perspectiva de regresar a la civilización, su resistencia se desmoronó y tuvo que admitir para sus adentros que el paisaje agreste, los inviernos gélidos, el pueblo extraño, los bombardeos y el interminable fluir de hombres y muchachos mutilados y heridos le habían puesto los nervios en tensión hasta un grado ya intolerable.
La verdad es que este lugar me resulta espantoso, pensó.
Chantal dejó de mamar y se quedó dormida. Jane la cambió y la acostó sobre su colchoncito, sin despertarla. El equilibrio psíquico de la pequeña era una bendición. Dormía en medio de cualquier crisis; con tal de estar cómoda y con el estómago lleno, ningún ruido o movimiento la despertaba. Sin embargo, era sensible a los estados de ánimo de Jane, y muchas veces despertaba cuando ella estaba angustiada, aunque no hubiese ruido alguno.
Jane se sentó con las piernas cruzadas sobre su colchón, observando a su hijita dormida y pensando en Jean-Pierre. Ojalá estuviera aquí para poder hablar inmediatamente con él. Se preguntó por qué no estaría más enojada, para no decir ultrajada, al descubrir que había estado traicionando a los guerrilleros con los rusos. ¿Sería porque se había reconciliado con la idea de que todos los hombres eran unos mentirosos? ¿Habría llegado a convencerse de que en esa guerra los únicos inocentes eran las madres, las esposas y las hijas de ambos bandos? ¿El hecho de ser esposa y madre habría alterado tanto su personalidad que una traición como la de su marido ya no resultaba ultrajante? ¿O sería simplemente porque amaba a Jean-Pierre? Lo ignoraba.
De todos modos, ése era el momento de pensar en el futuro, no en el pasado. Regresaría a París donde había carteros, librerías y agua corriente. Chantal tendría ropa bonita, un cochecito y pañales desechables. Vivirían en un pequeño apartamento de algún barrio interesante donde el único verdadero peligro podrían ser los conductores de taxis. Ella y su marido volverían a empezar y esta vez llegarían a conocerse a fondo. Trabajarían para convertir el mundo en un lugar mejor, utilizando medios graduales y legítimos en lugar de intrigas o traiciones. La experiencia adquirida en Afganistán los ayudaría a conseguir trabajo en el Tercer Mundo, tal vez en la Organización Mundial de la Salud. La vida de casada sería tal como ella la había imaginado, con ellos tres haciendo el bien, sintiéndose seguros y felices.
Entró Fara. Había terminado la hora de la siesta. Saludó a Jane respetuosamente, miró a Chantal y al ver que estaba dormida, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, esperando instrucciones. Era hija del hijo mayor de Rabia, Ismael Gul, que en ese momento formaba parte de la caravana…
Jane quedó sin aliento. Fara le dirigió una mirada inquisitiva. Jane hizo una seña con la mano, como quitándole importancia, y Fara desvió la mirada. Su padre forma parte de la caravana, pensó Jane.
Jean-Pierre había traicionado a esa caravana ante los rusos. El padre de Fara moriría en la emboscada, a menos que Jane pudiera hacer algo por impedirlo. Pero ¿qué? Podrían enviar un mensajero para encontrarse con la caravana en el paso de Khybcr e indicarles que tomaran una ruta distinta. Mohammed estaba en condiciones de arreglar eso. Pero Jane tendría que decirle cómo sabía que la caravana sufriría una emboscada, y entonces probablemente Mohammed mataría a Jean-Pierre, quizá con sus propias manos.
Si uno de ellos tiene que morir, que sea Ismael y no Jean-Pierre, pensó Jane.
Entonces se acordó de los otros treinta hombres del valle que integraban la caravana y sintió que se le clavaba un cuchillo en el corazón: ¿tendrán que morir todos para que se salve mi marido? Kahmir Khan, el de la barba ensortijada, y el viejo Shahazai Gul, y Yussuf Gul que canta tan maravillosamente; y Sher Kador, el pastorcito de las cabras; y Abdur Mohammed a quien le faltan los dientes delanteros; y Alí Ghanim que tiene catorce hijos?
Tenía que haber alguna manera de impedirlo.
Se dirigió a la entrada de la cueva y se quedó mirando hacia afuera. Ahora que la siesta había terminado, los chicos abandonaron las cuevas para reiniciar sus juegos entre las rocas y los arbustos espinosos. Allí estaba Mousa, de nueve años, el único hijo varón de Mohammed —más malcriado ahora que sólo le quedaba una mano—, jugando con el nuevo cuchillo que su padre le había regalado. Vio a la madre de Fara subiendo la ladera de la montaña con un haz de leña sobre la cabeza. Y allí estaba también la mujer del mullah, lavando la camisa de Abdullah. No vio a Mohammed, ni a Halima, su esposa. Pero sabía que él se encontraba en Banda, porque lo había visto esa mañana. Sin duda habría almorzado con su mujer y sus hijos en la cueva. Casi todas las familias tenían una cueva propia. Allí estaría él en ese momento, pero Jane no quería ir a buscarlo abiertamente, porque eso significaría provocar un escándalo en la comunidad y ella debía ser discreta.
¿Qué le diré?, pensó.
Consideró la posibilidad de hacerle una petición directa: Haz esto por mí, simplemente porque yo te lo pido. Habría dado resultado con cualquier hombre occidental que estuviera enamorado de ella, pero los musulmanes no parecían tener una concepción demasiado romántica del amor: lo que Mohammed sentía por ella misma mas bien se parecía a un sentimiento bastante tierno de lujuria. Y decididamente esto no lo ponía a él a su disposición. Y, de todos modos, ella ni siquiera estaba segura de que él siguiera sintiendo lo mismo. Entonces, ¿qué? El no le debía nada. Ella nunca lo había atendido a él ni a su esposa. Pero en cambio había atendido a Mousa: había salvado la vida del muchachito. Mohammed tenía con ella una deuda de honor.
Haz esto porque yo salvé a tu hijo. Tal vez diera resultado.
Pero Mohammed le preguntaría por qué.
Iban apareciendo más mujeres, que salían en busca de agua y barrían sus cuevas, atendían a sus animales y preparaban la comida. Jane sabía que en cualquier momento vería a Mohammed.
¿Qué le diría?
Los rusos conocen la ruta que seguirá la caravana.
¿Y cómo lo averiguaron?
No lo sé, Mohammed.
¿Entonces por qué estás tan segura?
No te lo puedo decir. Escuché una conversación. Recibí un mensaje del Servicio Secreto Británico. Tengo un presentimiento. Lo vi en las cartas. Lo soñé.
Esa era la solución: un sueño.
En ese momento lo vio. Salía de su cueva, alto y apuesto, con ropa de viaje: el redondo gorro chitralí, como el de Masud, del tipo que usaban casi todos los guerrilleros; el pattu de tono barroso que le servía de capa, toalla, manta y camuflaje; y las botas altas de cuero que le había quitado al cadáver de un oficial ruso. Cruzó el claro con el paso rápido de quien tiene que recorrer un largo camino antes de la puesta del sol. Tomó el sendero que bajaba hacia el pueblo desierto.
Jane observó desaparecer su alta figura. Ahora o nunca, se dijo; y lo siguió. Al principio caminó lentamente y con aire de indiferencia, para que no resultara evidente que lo seguía; después, al quedar fuera de la vista de las cuevas, empezó a correr. Resbalaba y tropezaba por el sendero polvoriento mientras pensaba: Qué consecuencias físicas me traerá esta carrera. Cuando vio a Mohammed delante de ella, lo llamó a gritos. El se detuvo, se volvió y esperó.
—Dios sea contigo, Mohammed Khan —dijo ella cuando pudo alcanzarlo.
—Y contigo, Jane Debout —contestó él amablemente.
Ella hizo una pausa, tratando de recobrar el aliento. El la observó con expresión de divertida tolerancia.
—¿Cómo está Mousa? —preguntó ella.
—Está bien y feliz, y aprendiendo a utilizar su mano izquierda. Algún día matará con ella.
Esa era una pequeña broma: tradicionalmente la mano izquierda se utilizaba para los trabajos sucios y la derecha para comer. Jane le sonrió, reconociendo su ingeniosa respuesta.
—Me alegro muchísimo de haber podido salvarle la vida —dijo Jane.
Si él pensó que la frase era una falta de buen gusto, no lo demostró.
—Tengo una deuda eterna contigo —contestó.
Eso era justamente lo que ella pretendía que dijera.
—Hay algo que podrías hacer por mí —confesó.
La expresión de Mohammed era indescifrable.
—Si está a mi alcance…
Ella miró a su alrededor, en busca de algún lugar donde sentarse. Estaban de pie cerca de una casa bombardeada. El sendero se hallaba cubierto de piedras y tierra desprendidos de la pared delantera y ellos podían ver el interior del edificio donde el único utensilio que quedaba era una olla rajada y como detalle incongruente, sobre una pared, se veía una fotografía en colores de un automóvil Cadillac. Jane se sentó sobre las piedras y, después de un instante de vacilación, Mohammed se sentó a su lado.
—Está dentro de tus posibilidades —aseguró ella—. Pero te provocará una pequeña molestia.
—¿De qué se trata?
—Es posible que lo consideres como el capricho de una mujer tonta.
—Tal vez.
—Te sentirás tentado de engañarme, aceptando mi petición y después olvidándote de llevarla a cabo.
—No.
—Lo único que te pido es que seas veraz conmigo, tanto si lo aceptas como si no.
—Lo seré.
Ya basta, pensó Jane.
—Quiero que envíes un mensajero al encuentro de la caravana y que les ordene modificar la ruta de regreso.
El quedó desconcertado, posiblemente esperaba una petición trivial, doméstica.
—¿Por qué? —preguntó.
—¿Tú crees en los sueños, Mohammed Khan?
Mohammed se encogió de hombros.
—Los sueños son sueños —dijo evasivamente.
Tal vez haya sido una manera equivocada de dirigirme a él —pensó Jane—. Tal vez hubiese sido mejor hablar de una visión.
—Mientras estaba tendida a solas en mi cueva, durante las horas de calor, me pareció ver una paloma blanca.
De repente él la escuchó con atención, y Jane supo que había pronunciado la frase justa: los afganos creían que a veces las palomas estaban habitadas por espíritus.
—Pero debo de haber estado soñando, porque el ave intentó hablarme —continuó diciendo Jane.
—¡Ah!
Jane pensó que él tomó eso como una señal de que ella había tenido una visión, no un sueño.
—Yo no conseguía entender lo que me decía, aunque escuchaba con la mayor atención posible. Creo que se expresaba en pashto.
Mohammed la miraba con los ojos muy abiertos.
—Una mensajera del territorio pushtun…
—Entonces, de pie detrás de la paloma vi a Ismael Gul, el hijo de Rabia, el padre de Fara. —Colocó la mano sobre el brazo de Mohammed y lo miró a los ojos, pensando: Sería capaz de encenderte como si fueras una bombilla, hombre vanidoso y tonto—. Tenía un puñal clavado en el corazón y lloraba lágrimas de sangre. Señaló la empuñadura del cuchillo como si quisiera que yo se lo extrajera del pecho. La empuñadura estaba tachonada de piedras preciosas. —De alguna manera, en el trasfondo de su mente, Jane pensaba: ¿de dónde habré sacado todo este cuento?—. Me levanté de la cama y me acerqué a él. Estaba atemorizada, pero tenía que salvarle la vida. Y entonces, cuando extendía el brazo para apoderarme del cuchillo…
—¿Qué pasó?
—Desapareció. Creo que me desperté.
Mohammed cerró la boca que le había quedado completamente abierta, recuperó su compostura y frunció el entrecejo con aire importante, como si estuviera considerando cuidadosamente la interpretación del sueño. Ahora, ha llegado el momento de ayudarlo un poco, pensó Jane.
—Tal vez sea todo una tontería —dijo, poniendo una expresión de niñita que confía decididamente en la superioridad de su juicio masculino—. Por eso es que te pido que hagas esto por mí, por la persona que salvó la vida de tu hijo; para que haya paz en mi mente.
El inmediatamente adoptó una expresión un poco altanera.
—No hay necesidad de invocar una deuda de honor.
—¿Eso significa que lo harás?
El le contestó con otra pregunta.
—¿Qué clase de joyas había en la empuñadura del cuchillo?
¡Oh, Dios! —Pensó ella— ¿Cuál será la respuesta correcta? Pensó en la posibilidad de decir esmeraldas, pero como esas piedras estaban asociadas con el Valle de los Cinco Leones, podía implicar que Ismael había sido asesinado por un traidor del valle.
—Rubíes —contestó.
El asintió con lentitud.
—¿Ismael no te habló?
—Me pareció que trataba de hablarme, pero no conseguía hacerlo.
El volvió a asentir, y Jane pensó: ¡Vamos, decídete de una vez! Por fin él dijo:
—La predicción es clara. Debemos modificar la ruta de la caravana.
¡Gracias a Dios!, pensó Jane.
—¡Me siento tan aliviada! —exclamó con total sinceridad—. No sabía qué hacer. Ahora estoy convencida de que Ahmed se salvará. —Se preguntó qué podría hacer para asegurarse de que Mohammed no cambiaría de idea. Era imposible que lo obligara a jurar. Se preguntó si convendría que le estrechara la mano. Por fin decidió sellar la promesa con un gesto aún más antiguo: se inclinó y lo besó en la boca, con rapidez y suavidad, sin proporcionarle la ocasión de negarse ni de responderle—. ¡Gracias! —exclamó—. Sé que eres un hombre de palabra. —Se puso en pie. Dejándolo sentado y con aspecto un poco mareado, se volvió y corrió por el sendero, hacia las cuevas.
Al llegar a la cima, se detuvo y miró hacia atrás. Mohammed bajaba la colina a grandes zancadas, y ya se encontraba a bastante distancia de la casa bombardeada; iba con la cabeza alta y balanceando los brazos. Ese beso le ha proporcionado una gran carga emotiva —pensó Jane—. Debería darme vergüenza. jugué con sus supersticiones, con su vanidad y con su sexualidad. Como feminista que soy no debí haberme valido de sus preconceptos —mujer-médium, mujer-sumisa, mujer-coqueta— para manejarlo. Pero dio resultado. ¡Dio resultado!
Siguió caminando. Lo que le quedaba por hacer era encargarse de Jean-Pierre. Llegaría alrededor del anochecer; sin duda debió de esperar hasta media tarde, cuando el sol fuera menos abrasador, para iniciar la jornada de regreso, lo mismo que hizo Mohammed. Sintió que Jean-Pierre sería más fácil de manejar que Mohammed. Para empezar, podría decirle la verdad, Además, el equivocado era él.
Llegó a las cuevas. En ese momento el pequeño campamento estaba en plena actividad. Una escuadrilla de reactores rusos cruzó el cielo. Aunque volaban demasiado alto y demasiado lejos para temer un bombardeo, todo el mundo detuvo su trabajo para contemplarlos. Cuando desaparecieron, los niños más pequeños abrieron los brazos como si fueran alas y empezaron a correr por los alrededores imitando el sonido de los motores. En sus vuelos imaginarios, ¿a quién bombardearían?, se preguntó Jane.
Entró en la cueva para ver cómo estaba Chantal, le sonrió a Fara y sacó el diario. Tanto ella como Jean-Pierre escribían algo allí casi todos los días. Se trataba principalmente de un registro médico y lo llevarían de regreso a Europa para beneficiar a los que viajaran después de ellos a Afganistán. Los habían animado a anotar también sus sentimientos y problemas personales, para que los demás supieran lo que debían esperar; y Jane había hecho anotaciones bastante completas sobre su embarazo y sobre el nacimiento de Chantal, pero había mantenido una estricta censura en lo que se refería a su vida emocional.
Se sentó con la espalda contra la pared de la cueva y con el libro sobre las rodillas, y escribió la historia del muchacho de dieciocho años, muerto a consecuencia del shock alérgico. Esto la entristeció, pero no la deprimió: Es una reacción saludable, se dijo.
Agregó breves detalles de los casos menos importantes atendidos durante el día y después empezó a hojear hacia atrás el volumen. Las anotaciones de Jean-Pierre con letra nerviosa eran sumamente breves y consistían casi en su totalidad en síntomas, diagnósticos, tratamientos y resultados. Parásitos, escribía, o Malaria y después curado o estable; y a veces: murió. Jane en cambio tendía a escribir frases como: Esta mañana se sentía mejor o La madre tiene tuberculosis. Leyó lo que había escrito acerca de los primeros días de su embarazo, pezones dolorosos, muslos que engrosaban y náuseas por la mañana. Le interesó comprobar que alrededor de un año antes había escrito: Abdullah me atemoriza. Se había olvidado de eso.
Guardó el diario. Ella y Fara pasaron las dos horas siguientes limpiando y acomodando la cueva que hacía las veces de clínica; después ya había llegado el momento de bajar al pueblo y prepararse para la noche. Mientras descendía por la ladera de la montaña y después, cuando se afanaba en sus tareas domésticas, Jane consideró cuál sería la mejor manera de abordar a Jean-Pierre. Sabía lo que iba a hacer: pensaba proponerle que salieran juntos a caminar, pero no sabía lo que le diría.
Cuando él llegó, a los pocos minutos, ella todavía no se había decidido. Le limpió el polvo de la cara con una toalla húmeda y le preparó una taza de té verde. El no estaba extenuado sino más bien agradablemente cansado; ella sabía que era capaz de caminar distancias mucho más largas. Jane lo acompañó mientras él bebía su té, haciendo esfuerzos por no mirarlo y pensando: Me mentiste. Después de que él hubo descansado, le propuso.
—¿Por qué no salimos a caminar un rato, como lo hacíamos antes?
Jean-Pierre se mostró un poco sorprendido.
—¿Adónde quieres ir?
—A cualquier parte. ¿No recuerdas que el verano pasado teníamos la costumbre de salir a caminar simplemente para disfrutar de la noche?
El sonrió.
—Claro que lo recuerdo —contestó. Ella lo amaba cuando él le sonreía así—. ¿Quieres que llevemos a Chantal?
—No — Jane no quería nada que la distrajera—. Estará perfectamente bien con Fara.
—Muy bien —contestó él, un poco sorprendido.
Jane le indicó a Fara que les preparara la comida de la noche: té, pan y yogur, y después ella y Jean-Pierre salieron. La luz del día se iba apagando y el aire de la noche era tibio y fragante. En verano, ésa era la mejor hora del día. Mientras caminaban a lo largo de los campos hacia el río, Jane recordó cómo se había sentido en ese mismo sendero el verano anterior: ansiosa, confusa, excitada y decidida a tener éxito. Estaba orgullosa de haberse desenvuelto tan bien, pero se alegraba de que la aventura estuviera por llegar a su fin.
A medida que se acercaba el momento del enfrentamiento, empezó a ponerse tensa, a pesar de decirse constantemente que ella no tenía nada que esconder, nada que pudiera hacerla sentir culpable, y nada que temer. Vadearon el río en un sitio donde éste era ancho y poco profundo y se extendía sobre un lecho rocoso; después subieron por un sendero inclinado y ondulante que ascendía al risco del otro lado del río. Al llegar a la cima se sentaron en el suelo y balancearon las piernas por encima del precipicio. Treinta metros por debajo de ellos, el río de los Cinco Leones seguía su curso, chocando contra las rocas y lanzando enfurecida espuma en los rápidos. Jane contempló el valle. El terreno cultivado era cruzado por canales de irrigación y muros de piedra. Las distintas tonalidades de verde y dorado de las cosechas maduras conferían al campo el mismo aspecto que los fragmentos de cristal de colores de un juguete destrozado. Aquí y allá el panorama estaba empañado por los daños causados por las bombas: paredes caídas, canales de irrigación obstruidos y cráteres de barro en medio de las espigas mecidas por el viento. Algunas ocasionales gorras redondas u oscuros turbantes demostraban que los hombres ya se encontraban trabajando en la cosecha mientras los rusos estacionaban sus reactores en los hangares y guardaban sus bombas durante la noche. Las cabezas cubiertas por bufandas y las figuras más pequeñas eran las de las mujeres y los niños mayores, que ayudaban mientras duraba la luz. En el otro extremo del valle los sembrados luchaban por trepar las laderas más bajas de la montaña, pero pronto se rendían ante la roca polvorienta. Del racimo de casas situadas a la izquierda se elevaba el humo de algunas fogatas encendidas para cocinar, como trazos rectos de lápiz que la suave brisa no tardaba en desordenar. Esa misma brisa les hacía llegar incomprensibles trozos de la conversación mantenida por las mujeres que se bañaban más allá del recodo del río. Conversaban en voz baja y ya no se oía la risa contagiosa de Zahara, porque ella estaba de luto. Y todo por culpa de Jean-Pierre…
Ese pensamiento infundió coraje a Jane.
—Quiero que me lleves de vuelta a casa —dijo abruptamente.
Al principio él interpretó mal sus palabras.
—Pero si acabamos de llegar —contestó con irritación; después la miró y la expresión de su rostro se aclaró—. ¡Ah! —exclamó.
Había un tono tan imperturbable en su voz que a Jane le pareció de mal agüero, y entonces comprendió que era probable que no se saldría con la suya sin necesidad de luchar.
—Sí —dijo con firmeza—. A casa.
El le rodeó los hombros con un brazo.
—Por momentos este país consigue deprimirnos —explicó. No la miraba a ella sino al río rugiente que corría a sus pies—. En este momento eres especialmente vulnerable a la depresión, un riesgo siempre probable después del parto. Dentro de algunas semanas encontrarás que…
—No me hables con ese tono paternalista —replicó ella. No estaba dispuesta a permitir que se saliera por la tangente con esa clase de tonterías—. Ahórrate tus modales de médico para utilizarlos con los pacientes.
—Está bien —contestó él, retirando el brazo—. Antes de venir decidimos que nos quedaríamos dos años. Estuvimos de acuerdo en que las estancias cortas eran ineficaces, debido al tiempo y al dinero que se invierten en el entrenamiento, el viaje y la instalación. Nosotros estábamos decididos a hacer esta obra, así que nos comprometimos a quedarnos dos años…
—¡Y después tuvimos una hija!
—¡Eso no fue culpa mía!
—De todas maneras, he cambiado de idea.
—¡No tienes derecho a cambiar de idea!
—¡Tú no eres propietario de mi vida! —contestó ella, furibunda.
—Lo que me pides es algo que está completamente fuera de la cuestión. No sigamos discutiendo.
—Sólo acabamos de empezar —dijo ella. La actitud de su marido la enfurecía. La conversación se había convertido en una discusión acerca de sus derechos como individuo, y de alguna manera no quería ganarla diciéndole lo que sabía acerca de sus actividades como espía, por lo menos no deseaba hacerlo todavía; quería que él admitiera que ella era libre de tomar sus propias decisiones—. Tú no tienes ningún derecho a ignorarme ni a pasar por alto mis deseos —explicó—. Yo quiero irme de aquí este mismo verano.
—La respuesta es no.
Jane decidió tratar de razonar con él.
—Hemos estado aquí un año. Ya hemos hecho algo útil. También hemos hecho considerables sacrificios, más de los que pensábamos. ¿No te parece bastante?
—Convinimos en que serían dos años —repitió él con tozudez.
—Eso fue hace mucho tiempo y antes de que naciera Chantal.
—Entonces os vais vosotras dos y me dejáis a mí.
Durante un instante, Jane consideró la posibilidad. Viajar en una caravana hasta Pakistán con un bebé era difícil y hasta peligroso. Sin la compañía de su marido, se convertiría en una pesadilla. Pero no era imposible. Sin embargo, significaría dejar atrás a Jean-Pierre. El continuaría traicionando las caravanas y periódicamente morirían más esposos e hijos del valle. Y había otro motivo por el cual ella se negaba a que él se quedara atrás: destruiría su matrimonio.
—No puedo irme sola. Tú también debes venir.
—¡Ni lo pienses! —contestó él, furioso—. ¡No lo haré!
Ahora no le quedaba más remedio que hablarle de lo que ella sabía. Respiró profundamente.
—No tendrás más remedio —empezó a decir.
—No tengo ninguna necesidad de hacerlo —interrumpió él. La señaló con el índice y ella lo miró a los ojos y allí vio algo que la asustó—. No puedes obligarme a hacerlo. Te aconsejo que no lo intentes.
—Pero, es que…
—Te aconsejo que no lo hagas —contestó él, con voz gélida.
De repente, él le pareció un extraño, un hombre a quien no conocía. Jane permaneció un momento en silencio, pensando. Observó a una paloma que levantaba el vuelo desde el pueblo y volaba hacia ella. Se metió en su nido, en un agujero del risco, debajo de sus pies. ¡Yo no conozco a este hombre! —pensó ella, presa del pánico—. ¡Después de un año de casados, todavía no sé quién es!
—¿Me amas? —le preguntó.
—Amarte no significa que tenga que hacer todo lo que a ti se te antoje.
—¿Esa es una respuesta afirmativa?
El la miró fijamente. Ella le sostuvo la mirada, sin vacilar. Poco a poco fue desapareciendo de los ojos de Jean-Pierre esa expresión de dureza, de locura, y se relajó. Por fin, sonrió.
—Sí, es una respuesta afirmativa —contestó. Ella se inclinó hacia él y él volvió a rodearle los hombros con su brazo—. Sí, te amo —repitió suavemente, besándole la cabeza.
Ella apoyó la mejilla sobre el pecho de su marido y miró hacia abajo. La paloma había vuelto a levantar el vuelo. Era una paloma blanca, como la de su presunta visión. Salió volando por el aire, balanceándose sin esfuerzo, hacia la otra orilla del río. Jane pensó: ¡Oh, Dios! Y ahora, ¿qué debo hacer?
Fue el hijo de Mohammed, Mousa —a quien todos conocían ahora como Mano Izquierda—, el primero que divisó a la caravana que retornaba. Entró corriendo en el espacio abierto frente a las cuevas, mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Han vuelto! ¡Han vuelto!
Nadie necesitó preguntarle a quiénes se refería.
Era media mañana, y Jane y Jean-Pierre estaban en la cueva que hacía las veces de clínica. En el rostro de él se pintó una levísima expresión de sorpresa; sin duda se preguntaría por qué los rusos no habrían actuado de acuerdo con los datos que les dio, tendiendo una trampa a la caravana. Jane se volvió para que él no viera la sensación de triunfo que la embargaba. ¡Les había salvado la vida! Esa noche Yussuf cantaría, y Sher Kador contaría sus cabras, y Alí Ghanim besaría a cada uno de sus catorce hijos. Yussuf era uno de los hijos de Rabia: al salvarle la vida ella había cancelado la deuda que tenía con la partera por haberla ayudado a dar a luz a Chantal. Todas las madres e hijas que podrían haber estado de luto, ahora se regocijarían.
Se preguntó cómo se sentiría Jean-Pierre. ¿Estaría enojado, frustrado o desilusionado? Resultaba difícil imaginar que alguien pudiera sentirse desilusionado porque un grupo de personas no hubiese perdido la vida. Lo miró de reojo, pero su rostro era totalmente inexpresivo. Ojalá supiera lo que está pensando, deseó ella.
A los pocos minutos los pacientes se fueron esfumando: todo el mundo bajaba al pueblo para dar la bienvenida a los viajeros.
—¿Quieres que bajemos nosotros también? —preguntó Jane.
—Ve tú –contestó Jean-Pierre—. Yo terminaré aquí y te seguiré.
—Está bien —dijo Jane.
Adivinó que sin duda él necesitaría algún tiempo para recobrar su compostura y poder simular que estaba encantado de que hubieran vuelto sanos y salvos cuando se encontrara con ellos.
Se llevó a Chantal y empezó a bajar por el inclinado sendero que llevaba al pueblo. Podía sentir el calor de la roca a través de las finas suelas de sus sandalias.
Todavía no había abordado el asunto con Jean-Pierre. Sin embargo, esa situación no podía prolongarse indefinidamente. Tarde o temprano se enteraría de que Mohammed había mandado un mensajero para que cambiara la ruta de regreso de la caravana. Naturalmente entonces él le preguntaría a Mohammed por qué lo había hecho y él le hablaría de la visión de Jane. Pero a Jean-Pierre le constaba que Jane no creía en visiones.
¿Por qué me asusto? —se preguntó—. Yo no soy la culpable; el culpable es él. Y, sin embargo, siento que el secreto de Jean-Pierre es algo de lo que yo también debo avergonzarme. Debí haberle hablado inmediatamente del asunto, esa misma tarde en que caminamos hasta lo alto del risco. Al guardármelo durante tanto tiempo, yo también me he convertido en una traidora. Tal vez sea eso. O quizá sea esa mirada tan peculiar que a veces percibo en sus ojos…
No había abandonado su decisión de volver a Europa, pero hasta ese momento no se le había ocurrido la forma de convencer a Jean-Pierre. Había soñado con docenas de extrañas maneras de conseguirlo, desde falsificar un mensaje diciendo que su madre estaba al borde de la muerte, hasta la posibilidad de envenenar su yogur con algo que le produjera síntomas de alguna enfermedad que lo obligara a regresar a Europa para recibir tratamiento adecuado. Pero la más simple y menos rebuscada de sus ideas consistía en amenazarle con decirle a Mohammed que era un espía. jamás lo haría, por supuesto, porque desenmascararlo equivalía a hacerlo matar. Pero, ¿ Jean-Pierre la creería capaz de llevar a cabo su amenaza? Posiblemente no. Hacía falta un hombre sin piedad y de corazón de piedra para creerla capaz de matar virtualmente a su propio marido,, y si Jean-Pierre fuese tan duro, poco piadoso y tuviese ese corazón de piedra, él bien podía llegar a matarla a ella.
Se estremeció a pesar del calor. Todo eso de pensar en matar era grotesco. ¿Cuando dos personas gozan tanto, una del cuerpo de la otra, como nos sucede a nosotros —pensó—, cómo es posible que se hagan daño mutuamente?
Al llegar al pueblo comenzó a oír los ruidosos disparos que formaban parte de las celebraciones afganas. Se encaminó hacia la mezquita: todo sucedía siempre en la mezquita. La caravana se encontraba en el patio: hombres, caballos y equipajes rodeados por mujeres sonrientes y chiquillos que gritaban— Jane permaneció de pie al borde de la multitud, observándolos. Valía la pena, pensó. Se justificaban la preocupación y el temor, y el haber tenido que manejar a Mohammed de una manera tan poco digna, con tal de ver eso, los hombres que llegaban sanos y salvos a reunirse con sus esposas, Sus madres, sus hijos y sus hijas.
Lo que sucedió después fue probablemente la experiencia más asombrosa de su vida.
Allí, en medio de la multitud, entre las gorras y los turbantes, apareció una cabeza de pelo rubio rizado. Al principio no pudo reconocerlo, aunque le resultó terriblemente familiar. Después la cabeza se apartó de la multitud y, oculto detrás de una increíble barba rubia, vio el rostro de Ellis Thaler.
Jane sintió que las piernas no la sostenían. ¿Ellis? ¿Allí? ¡Era imposible!
El se le acercó. Llevaba la ropa suelta al estilo pijama que usaban los afganos, y una sucia manta le rodeaba los anchos hombros. La pequeña parte de su rostro que todavía era visible por encima de la barba estaba profundamente bronceada por el sol, así que sus ojos color azul cielo resultaban aún más sorprendentes que lo habitual, como girasoles en un campo de trigo maduro.
Jane estaba petrificada.
Ellis se quedó de pie frente a ella, con expresión solemne.
—¡Hola, Jane!
Ella se dio cuenta de que ya no lo odiaba. Un mes antes lo hubiese maldecido por haberla engañado y por haber espiado a sus amigos, pero ahora su furia había desaparecido. jamás le tendría simpatía, pero podría tolerarlo. Y después de más de un año, resultaba agradable oír hablar inglés por primera vez.
—¡Ellis! —exclamó con voz débil—. Por amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí?
—Lo mismo que tú —contestó él.
Qué significaba eso. ¿Espiar? No, Ellis ignoraba lo que era Jean-Pierre. Ellis notó la expresión confusa de Jane y decidió aclarar sus palabras.
—Quiero decir que he venido para ayudar a los rebeldes. ¿Averiguaría lo de Jean-Pierre? De repente, Jane temió por su marido. Ellis era capaz de matarlo…
—¿De quién es esa criatura? —preguntó Ellis.
—Es mía y de Jean-Pierre. Se llama Chantal. — Jane notó que de repente Ellis se ponía terriblemente triste. Comprendió que abrigaba la esperanza de descubrir que no era feliz con su marido. Oh, Dios, creo que sigue enamorado de mí, pensó. Trató de cambiar de tema—. Pero, ¿cómo piensas ayudar a los rebeldes?
El alzó su bolsa. Era larga, parecida a una gran salchicha, de lona color caqui, como la antigua mochila de los soldados.
—Voy a enseñarles a volar caminos y puentes —contestó—. Así que, como verás, en esta guerra estamos en el mismo bando.
Pero no en el mismo bando que Jean-Pierre —pensó ella—. ¿Y ahora, qué sucederá? Los afganos ni por un instante sospechaban de Jean-Pierre, pero Ellis estaba entrenado en todas las formas de engaño. Tarde o temprano adivinaría lo que estaba sucediendo.
—¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? —le preguntó.
Si su estancia fuera corta, tal vez no tuviera tiempo de entrar en sospechas.
—Durante el verano —contestó él, sin demasiada precisión.
Tal vez no pasaría demasiado tiempo con Jean-Pierre.
—¿Y dónde vivirás? —volvió a preguntar Jane.
—En este pueblo.
—¡Ah!
Al percibir la desilusión en la voz de Jane, él esbozó una amarga sonrisa.
—Supongo que no debí haber esperado que te alegraras de verme…
El pensamiento de Jane se adelantaba a los acontecimientos. Si llegara a conseguir que Jean-Pierre renunciara, él ya no correría peligro. De repente se sintió capaz de enfrentarse con él. ¿Por qué? —se preguntó—. Es porque ya no lo temo. ¿Y por qué no lo temo? Porque Ellis está aquí. No me había dado cuenta de que le tenía miedo a mi marido.
—¡Al contrario! —le contestó a Ellis, mientras pensaba: ¡qué fría soy!—. Me alegro de que estés aquí.
Hubo un silencio. Era evidente que Ellis no sabía qué pensar de la reacción de Jane. Tardó unos instantes en volver a hablar.
—,En algún lugar de este zoológico tengo una cantidad de explosivos y de otras cosas. Será mejor que los recupere.
Jane asintió.
—Me parece bien.
Ellis se volvió y desapareció entre el gentío. Jane salió del patio caminando lentamente, se sentía aún como petrificada. Ellis estaba aquí, en el Valle de los Cinco Leones, y por lo visto seguía enamorado de ella.
Cuando llegó a la casa del tendero, Jean-Pierre salió. Se había detenido allí, camino de la mezquita, posiblemente para guardar su maletín. Jane no sabía qué decirle.
—En la caravana llegó alguien a quien conoces —empezó.
—¿Un europeo?
—Sí.
—Bueno, ¿quién es?
—Ve tú mismo a ver. Te sorprenderás.
El partió presuroso. Jane entró en la casa. ¿Qué haría Jean-Pierre con respecto a Ellis? —se preguntó—. Bueno, se lo querría comunicar a los rusos. Y los rusos tratarían de matar a Ellis.
Ese pensamiento la enfureció.
—¡No debe haber más muertes! —exclamó en voz alta—. ¡No lo permitiré!
El sonido de su voz hizo llorar a Chantal. Jane la meció y la pequeña se calló.
Entonces Jane comenzó a pensar:
¿Qué voy a hacer al respecto? Tengo que impedir que se ponga en contacto con los rusos. ¿Y cómo? Es imposible que su contacto se encuentre con él aquí, en el pueblo. Así que lo único que tengo que hacer es impedir que él se aleje. ¿Y si Jean-Pierre me lo promete y después no cumple su palabra? Bueno, en ese caso yo sabría que ha salido del pueblo, y sabría que ha ido a encontrarse con su contacto y entonces podría advertir a Ellis.
¿Tendrá alguna otra manera de comunicarse con los rusos? Debe de tener alguna forma de ponerse en contacto con ellos en caso de emergencia. Pero aquí no hay teléfonos, no hay correo, no hay palomas mensajeras, Ha de tener un radiotransmisor. Si tiene una radio no hay manera de que yo lo detenga. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Jean-Pierre tenía una radio. Necesitaba combinar esos encuentros en la cabaña de piedra. En teoría podían haber estado todos programados antes de que él saliera de París, pero en la práctica eso era casi imposible: ¿qué sucedería cuando debían faltar a una cita, o cuando se le hacía tarde, o cuando necesitaba reunirse urgentemente con su contacto?
Debe tener una radio. Y si tiene una radio, ¿yo qué puedo hacer? Se la puedo quitar.
Acostó a Chantal en su cama y revisó cuidadosamente la casa. Fue a la habitación delantera. Allí, sobre el mostrador de azulejos, en el centro de lo que había sido la tienda, estaba el maletín de Jean-Pierre.
Era el lugar más obvio. A nadie se le permitía abrir ese maletín, salvo a Jane, y ella nunca tenía necesidad de hacerlo.
Abrió el cierre y revisó el contenido, sacando las cosas una por una.
Allí no había ninguna radio.
No iba a ser tan fácil.
Debe tener una —pensó—, y yo tengo que encontrarla, porque si no, Ellis lo matará o él matará a Ellis.
Decidió revisar la casa.
Repasó a fondo los estantes de los medicamentos, mirando todas las cajas y paquetes cuyos sellos habían sido rotos. Trabajaba apresuradamente por temor a que él volviera antes de que hubiera acabado.
No encontró nada.
Después fue al dormitorio. En primer lugar revisó toda la ropa de su marido, después buscó entre las mantas y los abrigos de invierno que estaban guardados en un rincón. Nada. Moviéndose cada vez con mayor rapidez, se dirigió a la salita y miró frenéticamente a su alrededor en busca de posibles escondrijos. ¡El arcón de los mapas! Lo abrió. No contenía más que mapas. Cerró la tapa de un golpe. Chantal se movió pero no lloró a pesar de que era casi hora de darle el pecho. ¡Gracias a Dios que eres una niña buena!, pensó Jane. Miró detrás del armario de los comestibles y levantó la alfombra del suelo por si encontraba algún agujero escondido.
Nada.
Pero tenía que estar en alguna parte. Le parecía imposible que él corriera el riesgo de esconderla fuera de la casa, porque allí se vería sometido al peligro de que alguien la encontrara accidentalmente.
Volvió a la tienda. Si lograba encontrar la radio, todo estaría bien. A Jean-Pierre no le quedaría otra opción que darse por vencido.
Su maletín era sin duda el lugar más propicio, porque lo llevaba consigo a todas partes. Lo levantó. Le pareció pesado. Una vez más, lo palpó por dentro. La base era muy gruesa.
De repente se le ocurrió una idea.
El maletín podía tener un doble fondo.
Recorrió el fondo con los dedos. Debe de estar aquí —pensó—. Tiene que estar aquí.
Empujó hacia abajo el costado del fondo y después lo levantó.
Se desprendió con facilidad.
Miró dentro con el corazón encogido.
Allí, en el compartimiento oculto, había una caja de plástico negro. La sacó.
Esta es la clave —pensó—. Los llama con esta pequeña radio. Pero, ¿por qué se encuentra además con ellos?
Tal vez no les pudiera informar todos los datos secretos por radio, por temor de que alguien los escuchara. Tal vez esta radio sólo servía para combinar los encuentros y para casos de emergencias. Como en los casos en que le resulta imposible abandonar el pueblo.
Oyó que se abría la puerta trasera de la casa, Aterrorizada, dejó caer la radio al suelo y se volvió con rapidez hacia la sala de estar. Era Fara con una escoba.
—¡Oh, Dios! —exclamó en voz alta.
Se volvió, con el corazón galopándole en el pecho.
Tenía que librarse de esa radio antes de que Jean-Pierre regresara.
Pero, ¿cómo? No podía tirarla; la encontrarían.
Era necesario destrozarla.
Pero, ¿con qué?
No tenía ningún martillo.
Con una piedra, entonces.
Salió corriendo de la sala, hacia el patio. El muro que lo rodeaba estaba hecho de piedras desparejas unidas por una mezcla arenosa. Estiró los brazos y trató de arrancar una de la hilada superior. Parecía firme. Probó con la siguiente y después lo intentó con la que seguía. La cuarta pareció un poco más floja. Tiró con todas sus fuerzas.
—¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó.
Tiró aún con más fuerza. La piedra áspera le hizo varios cortes en las manos. Pegó un tirón más fuerte y la piedra se desprendió. Ella saltó hacia atrás en el momento en que caía al suelo. Era aproximadamente del tamaño de un bote de judías. Justo la medida que necesitaba. La recogió con ambas manos y volvió apresuradamente a la casa.
Entró en la habitación delantera. Recogió del suelo el radiotransmisor y lo colocó sobre el mostrador de azulejos. Después levantó la piedra por encima de su cabeza y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre la radio.
La caja de plástico se agrietó.
Tendría que golpearla con más fuerza.
Volvió a levantar la piedra y de nuevo la dejó caer. Esta vez la caja se rompió, dejando el interior del aparato al descubierto. Jane vio un circuito impreso, el cono de un micrófono y un par de pilas con inscripciones en ruso. Sacó las pilas, las arrojó al suelo y entonces empezó a destrozar el mecanismo de la radio.
De repente alguien la tomó de los hombros y oyó que Jean-Pierre gritaba:
—¿Qué estás haciendo?
Ella luchó por deshacerse de él, lo consiguió por un instante y volvió a golpear la radio.
El la aferró por los hombros y la hizo a un lado. Ella tropezó y cayó al suelo.
Cayó mal y se torció la muñeca.
El tenía la mirada fija en la radio.
—¡Está destrozada! —exclamó—. ¡El daño es irreparable! —Le aferró la blusa y la obligó a ponerse de pie—. ¡No sabes lo que has hecho! —aulló.
En sus ojos había desesperación y furia ciega.
—¡Suéltame! —gritó ella. Jean-Pierre no tenía derecho a actuar así cuando era él quien le había mentido a ella—. ¿Cómo te atreves a ponerme las manos encima?
—¿Preguntas que cómo me atrevo?
Soltó la camisa de su mujer, alzó el brazo y le propinó un fuerte puñetazo. El golpe la alcanzó en pleno abdomen. Durante la fracción de un segundo permaneció simplemente paralizada por la sorpresa; entonces llegó el dolor, desde sus entrañas todavía sensibles después del parto de Chantal, y Jane lanzó un grito y se inclinó, aferrándose el vientre con las manos.
Había cerrado los ojos con fuerza, así que no vio venir el segundo golpe. Esta vez le pegó en plena boca. Ella gritó. Apenas podía creer que él estuviera haciendo eso. Abrió los ojos y lo miró, aterrorizada ante la posibilidad de que él volviera a pegarle.
—¿Que cómo me atrevo? —gritó Jean-Pierre—. ¿Que cómo me atrevo?
Ella cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar de dolor, de angustia y a causa del shock. La boca le dolía tanto que apenas podía hablar.
—¡Por favor, no me pegues más, —consiguió decir—. No me pegues más.
Como para protegerse, se cubrió el rostro con una mano.
El se arrodilló, le apartó la mano de la cara y aproximó su rostro al de ella.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó con tono sibilante.
Ella se pasó la lengua por los labios. Ya se le estaban hinchando. Se los limpió con la manga, que quedó llena de sangre.
—Desde que te vi en la cabaña de piedra, camino a Cobak.
—¡Pero si no viste nada!
—Ese hombre hablaba con acento ruso y dijo que tenía ampollas. A partir de eso me imaginé el resto.
Hubo una pausa mientras él digería esa información,
—¿Y por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué no rompiste antes la radio?
—Porque no tuve valor.
—¿Y ahora?
—Ellis está aquí.
—¿Y bien?
Jane apeló al poco coraje que le quedaba.
—Si no abandonas este trabajo de espionaje, se lo diré a Ellis y él te detendrá.
El la aferró por la garganta.
—¿Y si te ahorco ahora mismo, hija de puta?
—Si a mí me llegara a pasar algo, Ellis querrá saber por qué. Todavía sigue enamorado de mí.
Ella lo miró fijamente. Vio que el odio le ardía en los ojos.
—¡Ahora nunca podré capturarlo! —exclamó.
Jane se preguntó a quién se referiría. ¿A Ellis? No. ¿A Masud?
¿Sería posible que el propósito final de Jean-Pierre fuese matar a Masud? Todavía mantenía las manos alrededor de su cuello. Sintió que la apretaba con más fuerza. Atemorizada, le observó el rostro.
En ese momento lloró Chantal.
La expresión de Jean-Pierre cambió totalmente. La hostilidad desapareció de sus ojos y se esfumó esa mirada fría y malvada. Por fin, ante la estupefacción de Jane, se cubrió la cara con ambas manos y empezó a llorar.
Ella lo miró con incredulidad. Descubrió que le tenía lástima y pensó: No seas tonta, el bastardo acaba de golpearte con toda su alma. Pero, a pesar suyo, las lágrimas de Jean-Pierre la emocionaron.
—No llores —dijo en voz baja.
El tono en que le habló fue sorprendentemente suave. Le tocó la mejilla.
—Lo siento —dijo él—. Lamento lo que te hice. Era el trabajo de mi vida, y todo para nada.
Ella comprendió con sorpresa y con algo de disgusto hacia sí misma que ya no estaba furiosa con él, a pesar de sus labios hinchados y del dolor continuo que sentía en el estómago. Cedió a sus sentimientos y lo abrazó, palmeándole la espalda como si estuviera consolando a una criatura.
—Todo por el acento de Anatoly —murmuró Jean-Pierre—. Solamente por eso.
—Olvídate de Anatoly —aconsejó ella—. Nos iremos de Afganistán y volveremos a Europa. Viajaremos con la próxima caravana.
El se quitó las manos de la cara y la miró.
—Cuando lleguemos a París…
—¿Sí?
—Cuando hayamos llegado a casa, quiero que sigamos juntos. ¿Podrás perdonarme? Te amo, es verdad que te amo. Siempre te he amado. Y estamos casados. Y está Chantal. Por favor, Jane, no me dejes. ¡Te lo suplico!
Para su propia sorpresa ella no vaciló. Ese era el hombre a quien amaba, su marido, el padre de su hija; y él tenía problemas y le pedía ayuda.
—No pienso irme a ninguna parte —contestó.
—Prométemelo —suplicó él—. Prométeme que no me dejarás.
Ella le sonrió con su boca ensangrentada.
—Te amo —contestó—. Te prometo que no te dejaré.