El niño tiene sarampión, gastroenteritis y lombriz solitaria —dijo Jean-Pierre—. También está sucio y mal alimentado.
—¿Y no lo están todos? —preguntó Jane.
Hablaban en francés, tal como lo hacían normalmente entre ellos, y la madre los miraba alternativamente a uno y a otro, preguntándose qué estarían diciendo. Jean-Pierre notó su ansiedad y se dirigió a ella en dari.
—Tu hijo sanará —aseguró Simplemente.
Cruzó hasta el otro lado de la cueva y abrió el armario donde guardaba los medicamentos. Todos los chicos que llegaban a la clínica eran automáticamente vacunados contra la tuberculosis. Mientras preparaba la inyección, observó a Jane de reojo. Le estaba administrando al chico pequeño sorbos de una bebida rehidratante: una mezcla de glucosa, sal, soda y cloruro de potasio disueltos en agua destilada, y entre sorbo y sorbo le iba lavando suavemente la cara. Sus movimientos eran rápidos y llenos de gracia, como los de un artesano. Jean-Pierre notó sus manos finas que tocaban al chiquillo angustiado con dedos suaves, acariciadores y tranquilizantes.
Le gustaban las manos de su mujer.
Se volvió al sacar la aguja para que el chico no la viera, y después la mantuvo oculta en la manga y se volvió nuevamente, esperando que Jane terminara. Le estudió el rostro mientras ella limpiaba la piel del hombro derecho del muchachito empapándole una zona con alcohol. Era un rostro travieso de grandes ojos, nariz respingada, y una boca ancha casi siempre iluminada por una sonrisa. En ese momento su expresión era seria y movía el mentón de un lado a otro, como si estuviera apretando los dientes: señal de que se estaba concentrando. Jean-Pierre conocía todas sus expresiones y ninguno de sus pensamientos. A menudo —casi continuamente— especulaba acerca de lo que ella estaría pensando, pero tenía miedo de preguntárselo porque esas conversaciones los conducían con facilidad a terreno prohibido. Él tenía que estar constantemente en guardia como un marido infiel, por temor de que algo que dijera, o aún la expresión de su rostro, lo traicionara. Cualquier conversación sobre verdad y deshonestidad, o sobre confianza y traición, o sobre libertad y tiranía, era tabú, y había infinidad de temas que podían conducirlos a hablar de ello: el amor, la guerra, la política. El se mostraba cauteloso hasta cuando hablaban de cosas completamente inocentes. En consecuencia había una peculiar falta de intimidad en la vida matrimonial de ambos.
Hacer el amor era algo extraño. El no podía llegar al orgasmo a menos que cerrara los ojos e imaginara que estaba en otra parte. Le resultaba un alivio no haber tenido que acostarse con ella durante las últimas semanas, debido al nacimiento de Chantal.
—Cuando quieras, estoy lista —dijo Jane, y él se dio cuenta de que le estaba sonriendo.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Jean-Pierre en dari, mientras tomaba el brazo del chico.
—Siete.
Mientras el niño le contestaba, Jean-Pierre le clavó la aguja. La criatura inmediatamente empezó a aullar. Al oírlo, Jean-Pierre pensó en sí mismo a los siete años, cuando montado en su primera bicicleta se cayó y empezó a aullar exactamente igual que ese chiquillo afgano, un agudo grito de protesta ante un dolor inesperado. Clavó la mirada en el rostro compungido de su paciente, recordando hasta qué punto a él mismo le dolió la caída y la furia que le provocó, y se descubrió pensando: ¿Cómo he podido llegar aquí desde allí?
Soltó al chiquillo que corrió a refugiarse en brazos de su madre. Contó treinta cápsulas de Griscofulvin de doscientos cincuenta gramos y se las entregó a la mujer.
—Hazle tomar una por día hasta que no te queden más —dijo en dari—. No se las des a ningún otro, él las necesita todas. —Eso se encargaría de curarle la solitaria. El sarampión y la gastroenteritis tendrían que seguir su curso—. Manténlo en la cama hasta que desaparezcan las manchas y encárgate de que beba mucho líquido.
La mujer asintió.
—¿Tiene hermanos o hermanas? —preguntó Jean-Pierre.
—Cinco hermanos y dos hermanas —contestó orgullosamente la mujer.
—El debe dormir solo, porque en caso contrario los demás también enfermarán. —La mujer le dirigió una mirada dubitativo: posiblemente tenía una sola cama para todos sus hijos. No había nada que Jean-Pierre pudiese hacer para solucionar ese problema—. Si cuando se terminen las tabletas no está mejor, vuelve a traérmelo.
Lo que la criatura realmente necesitaba era lo único que ni Jean-Pierre ni la madre podían proporcionarle: una comida abundante, sustanciosa y nutritiva.
Los dos abandonaron la cueva: la criatura delgada y enferma y la mujer débil y cansada. Probablemente había recorrido varios kilómetros, ella con el chiquillo en brazos durante la mayor parte del camino, y ahora regresarían andando. De todos modos cabía la posibilidad de que el chico muriera. Pero no de tuberculosis.
Quedaba otro paciente: el malang. Era el hombre santo de Banda. Medio loco y muy a menudo medio desnudo, vagaba por el Valle de los Cinco Leones desde Comar, a treinta y siete kilómetros río arriba de Banda, hasta Charikar, situada en la planicie controlada por los rusos, a noventa kilómetros hacia el sudoeste. Balbuceaba al hablar y tenía visiones. Los afganos creían que los malangs daban buena suerte, y no sólo toleraban su comportamiento, sino que les proporcionaban comida, bebida y ropa.
El individuo entró en el consultorio cubierto con harapos y con una gorra de oficial ruso sobre la cabeza. Se aferró el estómago, simulando agudos dolores. Jean-Pierre tomó un puñado de pastillas de diamorfina y se las dio. El loco salió corriendo, aferrado a sus tabletas sintéticas de heroína.
—Ya debe de tener adicción a la droga —dictaminó Jane.
En su voz había una clara nota de desaprobación.
—Así es —admitió Jean-Pierre.
—¿Y por qué se las das?
—Ese hombre tiene una úlcera. ¿Qué quieres que haga? ¿Que lo opere?
—El médico eres tú.
Jean-Pierre empezó a llenar su maletín. A la mañana tenía que atender su consultorio en Cobak, a diez u once kilómetros de distancia, al otro lado de las montañas, y en el camino tenía concertada una cita.
El llanto del chico de siete años había llenado la cueva con un aire de tiempos pasados, parecido al olor de los viejos juguetes, o de una luz extraña que le hace a uno tener necesidad de frotarse los ojos. Era una sensación que a Jean—Pierre lo desorientaba un poco. Recordaba constantemente a personajes de su infancia y sus rostros se imprimían sobre los objetos que lo rodeaban como si fuesen escenas de un filme proyectado sobre las espaldas de los espectadores en lugar de serlo sobre la pantalla. Veía a su primera maestra, mademoiselle Médecin, la de las gafas de montura metálica; a Jacques Lafontaine, que le hizo sangrar la nariz de un puñetazo por haberlo llamado estafador; a su madre, delgada y mal vestida y continuamente angustiada, y sobre todo veía a su padre, un hombre grandote, corpulento, siempre enojado, separado de ellos por rejas de hierro.
Hizo un esfuerzo por concentrarse en el equipo y los medicamentos que podía necesitar en Cobak. Llenó una cantimplora de agua hervida para poder beber mientras estuviera ausente. Los habitantes de Cobak se encargarían de su alimentación.
Sacó su equipaje y lo cargó sobre la yegua malhumorada que usaba para aquellos viajes. Ese animal era capaz de caminar todo el día en línea recta, pero se mostraba altamente renuente a girar en los recodos, por lo que Jane la bautizó Maggie, por la primera ministra británica Margaret Thatcher.
Jean-Pierre estaba listo. Volvió a la cueva y besó la boca suave de Jane.
Cuando se volvía dispuesto a partir, entró Fara con Chantal. La pequeña lloraba.
Jane se desabrochó inmediatamente la blusa y ofreció el pecho. Jean-Pierre tocó la mejilla sonrosada de su hija y le dijo:
—Bon appetit.
Después salió.
Condujo a Maggie al pie de la montaña, rumbo al pueblo desierto, y después se encaminó hacia el sudeste siguiendo el curso del río. Caminaba con rapidez e incansablemente bajo el sol abrasador; estaba acostumbrado.
Al dejar atrás su personalidad de médico y pensar en la reunión que lo esperaba, se puso tenso. ¿Encontraría allí a Anatoly? Era posible que se hubiese demorado. Hasta cabía la posibilidad de que hubiese sido capturado. Y si lo hubiesen capturado, ¿habría hablado? Sometido a tortura, ¿habría traicionado a Jean-Pierre? ¿Se encontraría con un grupo de guerrilleros esperándolo, sin piedad, sádicos y decididos a vengarse?
Esos afganos, a pesar de toda su poesía y su piedad, eran bárbaros. El deporte nacional era el buzkashi: un juego peligroso y sangriento. Colocaban el cadáver descabezado de un ternero en el centro de un campo y dos equipos opositores se alineaban a caballo; después cuando sonaba el disparo de un rifle, todos cargaban hacia el cadáver. El juego consistía en levantarlo, llevarlo hasta un lugar predeterminado a casi dos kilómetros de distancia, desde donde el jugador giraba y lo llevaba de vuelta al círculo sin permitir que ninguno de los del otro bando se lo arrebatara. Cuando el espantoso objeto terminaba hecho jirones, cosa que a menudo sucedía, un árbitro decidía cuál de los dos equipos había conseguido conservar el trozo más grande. El invierno anterior Jean-Pierre contempló uno de esos partidos, justo en las afueras de la ciudad de Rokha, más abajo del valle, y lo observó durante varios minutos antes de caer en la cuenta de que no estaban usando un ternero sino un hombre, y que el hombre todavía estaba vivo. Sintiéndose mal, trató de detener el juego, pero alguien le dijo que el hombre era un oficial ruso, como si ésa fuese toda la explicación necesaria. Entonces los jugadores simplemente ignoraron a Jean—Pierre y él no consiguió hacer nada para llamar la atención de cincuenta jinetes totalmente excitados y decididos a proseguir con su juego salvaje. No se quedó a ver morir al hombre, pero tal vez debió haberlo hecho, porque la imagen que le quedó grabada en la mente y que recordaba cada vez que le preocupaba que lo descubrieran era la de ese ruso, indefenso y sangrante, al que estaban destrozando vivo.
La sensación del pasado continuaba dentro de él mientras observaba las paredes rocosas color caqui de la hondonada que atravesaba y vislumbraba escenas de su infancia que se alternaban con pesadillas de lo que podría suceder si los guerrilleros lo descubrían. Su primer recuerdo fue el de un juicio y la sobrecogedora sensación de injusticia que tuvo cuando enviaron a su padre a la cárcel. Apenas sabía leer, pero pudo descifrar el nombre de su padre en los titulares de los diarios. A esa edad, debía de tener cuatro años, no sabía lo que significaba ser un héroe de la Resistencia. Sabía que su padre era comunista, lo mismo que sus amigos, el sacerdote, el zapatero y el hombre que atendía la oficina de correos, pero él creía que lo llamaban Rolando el Rojo por su tez rojiza. Y cuando su padre fue condenado por traición y sentenciado a cinco años de cárcel, le dijeron a Jean-Pierre que el asunto se relacionaba con el tío Abdul, un hombre atemorizado de piel morena que se había alojado en la casa durante varias semanas y que pertenecía al F L N, pero Jean-Pierre ignoraba lo que era el F L N y creyó que se referían al elefante del zoológico. Lo único que comprendía con claridad y que siempre creyó fue que la policía era cruel, los jueces deshonestos y que el pueblo vivía engañado por los diarios.
A medida que fueron transcurriendo los años fue comprendiendo más, sufrió más y su sensación de ultraje se acrecentó. Cuando fue al cole o los otros muchachos le dijeron que su padre era un traidor. El les replicó que, por el contrario, su padre había luchado valientemente y que arriesgó su vida en la guerra, pero ellos no le creyeron. Durante un tiempo él y su madre se mudaron a vivir en otro pueblo, pero de alguna manera los vecinos descubrieron quiénes eran y les dijeron a sus hijos que no jugaran con Jean-Pierre. Pero lo peor de todo era visitar la prisión. El aspecto de su padre se modificaba visiblemente; había enflaquecido y se lo veía pálido y con aspecto enfermizo; y mucho peor era verlo allí confinado, vestido con un uniforme pardusco, atemorizado y llamando señor a esos matones con porras. Después de un tiempo, el olor de la prisión empezó a provocar náuseas a Jean-Pierre y éste vomitaba en cuanto entraba en ella; su madre dejó de llevarlo.
Cuando su padre salió de la cárcel Jean-Pierre pudo conversar con él largamente y por fin lo comprendió todo y comprobó que la injusticia de lo sucedido era aún peor de lo que él pensaba. Después que los alemanes invadieron Francia, los comunistas franceses, que ya estaban organizados en células, desempeñaron un papel primordial en la Resistencia.
Cuando la guerra concluyó, su padre continuó luchando contra la tiranía de las derechas. En esa época Argelia era una colonia francesa. Los argelinos vivían oprimidos y explotados, pero luchaban valientemente por su libertad. Los jóvenes franceses eran reclutados y obligados a luchar contra los argelinos en una guerra cruel en la que las atrocidades cometidas por el Ejército francés recordaban a muchos los actos nazis. El F L N, al que Jean-Pierre siempre asociaría con la imagen de un viejo elefante de un zoológico de provincias, era el Front de Libération Nationale, el Frente de Liberación Nacional del pueblo de Argelia. El padre de Jean-Pierre fue uno de los ciento veintiún ciudadanos conocidos que firmó una petición en favor de la independencia de los argelinos. Francia se encontraba en guerra y la petición fue tildada de sediciosa, por alentar la deserción de los soldados franceses. Pero el padre de Jean-Pierre hizo algo aún peor: transportó una maleta con el dinero recolectado entre los franceses para el F L N y cruzó con ella la frontera suiza, donde depositó el dinero en un Banco; además, dio asilo al tío Abdul, que no era en absoluto un familiar nuestro, sino un argelino a quien buscaba la D S T, la policía secreta.
Su padre le explicó que ésa era la clase de cosas que había hecho durante la guerra contra los nazis. Y aún seguía en la misma lucha. Los enemigos nunca habían sido los alemanes, así como en ese momento tampoco lo era el pueblo francés: eran los capitalistas, los propietarios, los ricos y los privilegiados, las clases dirigentes que se valían de cualquier medio, por deshonesto que fuera, para proteger su posición. Su poder era tan grande que controlaban medio mundo, y sin embargo los pobres, los indefensos y los oprimidos, porque era el pueblo quien gobernaba en Moscú, y en el resto del mundo la clase trabajadora ponía sus ojos en la Unión Soviética en busca de ayuda, guía e inspiración en esa batalla en pos de la libertad.
A medida que Jean-Pierre fue creciendo el cuadro Se fue empañando, y descubrió que la Unión Soviética no era el paraíso de los trabajadores; pero nada le hizo variar su convicción básica de que el movimiento comunista, guiado por Moscú, era la única esperanza para los pueblos oprimidos del mundo y la única manera de destruir a los jueces, la policía y los diarios que con tanta brutalidad habían traicionado a su padre.
El padre había conseguido pasar la antorcha a manos de su hijo. Y, como si lo supiera, su persona empezó a declinar. Nunca volvió a tener el rostro rubicundo de antes. Ya no asistía a manifestaciones, no organizaba bailes para recaudar fondos ni escribía cartas a los diarios locales. Seguía desempeñando una serie de trabajos burocráticos poco exigentes. Pertenecía al Partido, por supuesto, y al gremio, pero ya no aceptaba la presidencia de comisiones, la redacción de actas ni la preparación de agendas de trabajo. Seguía jugando al ajedrez y bebiendo anís con el sacerdote, el zapatero y el jefe de la oficina de correos, pero las discusiones políticas que mantenían, que en una época habían sido apasionadas, ahora eran desteñidas y débiles, como si la revolución por la que con tanto ahínco había trabajado se hubiese postergado indefinidamente. A los pocos años, el padre de Jean-Pierre murió. Entonces su hijo descubrió que había contraído tuberculosis en la cárcel y que nunca se recobró de ella. Le quitaron la libertad, le quebrantaron el espíritu y le arruinaron la salud. Pero lo peor que le hicieron fue ponerle la etiqueta de traidor. Fue un héroe que arriesgó su vida por sus conciudadanos, pero murió convicto de traición.
Ahora lo lamentarían, papá, si supieran la venganza que me estoy tomando —pensó Jean-Pierre, mientras conducía la yegua por los montañosos senderos afganos—. Porque gracias a los servicios de inteligencia que yo les he proporcionado, los comunistas han conseguido estrangular las líneas de abastecimiento de Masud. El invierno pasado le resultó imposible almacenar armas y municiones. Este verano, en lugar de lanzar ataques contra las bases aéreas, las estaciones de fuerza motriz y los camiones de abastecimiento que transitan por las rutas, lucha por defenderse contra las incursiones del gobierno contra su propio territorio. Casi exclusivamente por mi cuenta, papá, estoy a punto de destruir la eficacia de ese bárbaro que desea llevar nuevamente a su país a las oscuras épocas del salvajismo, del subdesarrollo y de la superstición islámica.
Por supuesto que estrangular las líneas de abastecimiento de Masud no era suficiente. El hombre ya era una figura de renombre nacional. Además, poseía la inteligencia y la fuerza de carácter necesarias para pasar de ser un líder rebelde a presidente legítimo del país. Era un Tito, un De Gaulle, un Mugabe. No sólo había que neutralizarlo, sino destruirlo, Los rusos debían apoderarse de él, vivo o muerto.
El problema consistía en que Masud se movía con rapidez y silenciosamente de un lado a otro, como gamo en el bosque, saliendo de pronto de la espesura para desaparecer nuevamente con la misma celeridad. Pero Jean-Pierre era paciente, lo mismo que los rusos; tarde o temprano él se enteraría del lugar donde se escondería Masud durante las siguientes veinticuatro horas —tal vez por estar herido o para asistir a un funeral— y entonces Jean-Pierre utilizaría su radio para transmitir un código especial y el halcón atacaría.
Deseó poder confiarle a Jane su verdadera misión allí. Tal vez hasta lograría convencerla de que tenía razón. Le enseñaría que su trabajo como médico era inútil, porque ayudar a los rebeldes sólo servía para perpetuar aún más la miseria, la ignorancia y la pobreza en que vivía el pueblo, y para demostrar el momento en que la Unión Soviética pudiera apoderarse del país, aunque fuera tomándolo por el cuello, para arrastrarlo, pataleando y gritando, hacia el siglo XX. Tal vez ella llegara a comprender eso. Sin embargo, él sabía instintivamente que Jane jamás le perdonaría que la hubiera engañado. En realidad, se enfurecería. Se la imaginaba: sin remordimientos, implacable, orgullosa. Lo abandonaría de inmediato, lo mismo que había abandonado a Ellis Thaler. Y estaría doblemente furiosa por haber sido engañada exactamente de la misma manera por dos hombres sucesivos.
Así que siguió engañándole por el temor a perderla, como un hombre asomado a un precipicio paralizado por el miedo.
Ella sabía que algo andaba mal, por supuesto; él se daba cuenta por la manera en que lo miraba algunas veces. Pero estaba seguro de que ella creía que esto era un problema de relación entre ambos, ni le pasaba por la mente que toda esa vida no era más que un simulacro monumental.
Era imposible tener la seguridad absoluta, pero él tomaba todas las precauciones posibles para no ser descubierto ni por ella ni por nadie. Cuando utilizaba la radio, hablaba en clave, no porque los rebeldes pudieran estar escuchando —no tenían radios— sino porque podía llegar a oírlo el ejército afgano que se encontraba tan lleno de traidores que no había secretos para Masud. La radio de Jean-Pierre era lo suficientemente pequeña como para poder ocultarla en un doble fondo de su maletín, en el bolsillo de su camisa o su chaleco cuando no llevaba el maletín. En cambio tenía el inconveniente de no poseer la fuerza necesaria para mantener conversaciones largas. Le hubiera exigido un tiempo bastante prolongado poder dictar los detalles de las rutas, y los horarios de las caravanas —especialmente haciéndolo en clave—, y habría necesitado una radio y una batería considerablemente más grandes. Jean-Pierre y el señor Leblond decidieron que eso no era conveniente. En consecuencia, Jean-Pierre tenía que encontrarse personalmente con su contacto para pasarle la información.
Subió una cuesta y miró hacia abajo. Se encontraba en la cima de un pequeño valle. El sendero que había tomado descendía hacia otro valle, que corría en ángulo recto hacia ése, separado en dos por un turbulento arroyo de montaña que resplandecía bajo el sol de la tarde. En el otro extremo del arroyo, otro valle ascendía por la montaña hacia Cobak, su destino final. Cerca del río, en el punto donde se unían los tres valles, se divisaba una pequeña cabaña de piedra. La región se encontraba sembrada de edificios primitivos como ése. Jean-Pierre suponía que habían sido construidos por los nómadas y por los mercaderes viajeros para pasar la noche.
Comenzó a descender la ladera, conduciendo a Maggie de la brida. Posiblemente Anatoly ya estuviese allí. Jean-Pierre ignoraba su verdadero nombre y rango, pero suponía que formaba parte de la K.G.B. y adivinaba, por un comentario hecho una vez sobre los generales, que se trataba de un coronel. Pero fuera cual fuese su rango, no parecía un burócrata. Entre ese lugar y Bagram distaban setenta y cinco kilómetros de terreno montañoso y Anatoly los recorría a pie, solo, y tardaba un día y medio en llegar. Era un ruso oriental de altos pómulos y piel amarilla, y ataviado con ropas afganas pasaba por un uzbeko, un integrante del grupo étnico mongoloide del norte de Afganistán. Eso justificaba su dari vacilante: los uzbekos poseían su propio idioma. Anatoly era valiente: por cierto que no hablaba uzbeko, así que existía la posibilidad de que fuese desenmascarado. El también sabía que los guerrilleros jugaban al buzkashi con los oficiales rusos que capturaban.
El riesgo que corría Jean-Pierre en esos encuentros era un poco menor. Sus viajes constantes a pueblos vecinos para atender enfermos no llamaban demasiado la atención. Sin embargo, podía surgir una sospecha si alguien notara que se topaba más de una o dos veces con el mismo uzbeko. Y, por supuesto, si algún afgano que hablara francés llegara a oír la conversación que el médico mantenía con ese uzbeko vagabundo. En ese caso, la única esperanza de Jean-Pierre consistiría en morir con rapidez.
Sus sandalias no hacían ruido sobre el sendero y los cascos de Maggie se hundían silenciosos en la tierra polvorienta, así que al acercarse a la choza comenzó a silbar una melodía, por si hubiese allí alguien que no fuese Anatoly; ponía especial cuidado en no sobresaltar a los afganos que estaban bien armados y tenían los nervios en tensión. Bajó la cabeza y entró. Para su sorpresa, la choza estaba desierta. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared de piedra y se dispuso a esperar. Después de algunos instantes, cerró los ojos. Estaba cansado, pero demasiado tenso para dormir. Esa era la peor parte de su tarea: la sensación de miedo y de aburrimiento que lo sobrecogía durante esas largas esperas. Había aprendido a aceptar las demoras en ese país carente de relojes de pulsera, pero jamás a adquirir la imperturbable paciencia de los afganos. No podía dejarse de imaginar los diversos desastres que podían haberle sucedido a Anatoly. ¡Qué irónico sería que Anatoly hubiese pisado una mina rusa y se hubiese volado un pie! En realidad esas minas herían más al ganado que a los seres humanos, pero no por ello eran menos eficaces: la pérdida de una vaca podía matar a una familia afgana con tanta seguridad como si hubiera caído una bomba sobre su vivienda en el momento en que todos se encontraban dentro. Jean-Pierre ya no lanzaba una carcajada cuando veía una cabra o una vaca con una rústica pata de madera.
En medio de sus pensamientos sintió la presencia de otra persona y, al abrir los ojos, vio el rostro oriental de Anatoly a escasos centímetros del suyo.
—Te podría haber robado —dijo el ruso en perfecto francés.
—No dormía.
Anatoly se sentó, con las piernas cruzadas, sobre el suelo de tierra. Era un individuo gordo pero musculoso, con camisa y pantalones sueltos, un turbante, una bufanda a cuadros y una manta de color barroso llamada pattu alrededor de los hombros. Se quitó la bufanda para que su cara quedara libre y sonrió, dejando al descubierto sus dientes manchados de tabaco.
—¿Cómo estás, amigo mío?
—Bien.
—¿Y tu esposa?
Había algo siniestro en la forma en que Anatoly preguntaba siempre por Jane. Los rusos se opusieron tenazmente a su proyecto de llevarla a Afganistán, arguyendo que interferiría en su trabajo. Jean-Pierre señaló que de todas maneras tenía que viajar acompañado por una enfermera —la política de Médecins pour la Liberté consistía en enviar siempre parejas— y que él posiblemente se acostaría con su acompañante a menos que tuviera un aspecto similar al de King Kong. Finalmente los rusos aceptaron, pero a regañadientes.
—Jane está perfectamente bien —contestó—. Tuvo un bebé hace seis semanas. Una niña.
—¡Felicitaciones! —Anatoly parecía alegrarse genuinamente—. Pero ¿no se adelantó un poco?
—Sí. Por suerte no hubo complicaciones. En realidad la partera del pueblo se encargó de ayudarla a dar a luz.
—¿En lugar de ayudarla tú?
—Yo no estaba. En esa fecha estaba aquí, contigo.
—¡Dios mío! —Anatoly parecía horrorizado—. Me espanta pensar que te mantuve alejado en una ocasión tan importante.
A Jean-Pierre le gustó la preocupación de Anatoly, pero no lo demostró.
—Era imposible de prever —dijo—. Además, valió la pena: la caravana de que os hablé fue destruida.
—Sí. Tus informaciones son excelentes. Te felicito nuevamente.
Jean-Pierre se sintió henchido de orgullo, pero trató de no demostrarlo.
—Nuestro sistema parece tener muy buenos resultados —dijo con modestia, Anatoly asintió.
—¿Y cómo reaccionaron frente a la emboscada?
—Con una desesperación cada vez mayor.
Mientras hablaba, Jean-Pierre pensó que otra de las ventajas de encontrarse personalmente con su contacto era que podía suministrarle otro tipo de información: sentimientos e impresiones, cosas demasiado inconcretas para transmitir por radio y sobre todo en clave.
—En este momento se han quedado casi sin municiones.
—¿Y cuándo sale la próxima caravana?
—Salió ayer.
—Señal de que realmente están desesperados. Perfecto.
Anatoly se metió la mano en el bolsillo y sacó un mapa. Lo desplegó en el suelo. Mostraba la zona situada entre el Valle de los Cinco Leones y la frontera con Pakistán.
Jean-Pierre se concentró con todas sus fuerzas, recordando los detalles mencionados durante su conversación con Mohammed y comenzó a trazar la ruta que la caravana seguiría en su camino de regreso desde Pakistán. No sabía exactamente cuándo volverían porque Mohammed ignoraba cuánto tiempo se quedarían en Penshawar comprando lo que necesitaban. Sin embargo, Anatoly tenía gente en Penshawar que le informaría de la partida de la caravana de los Cinco Leones y con eso estaría en condiciones de calcular su avance.
Anatoly no hizo anotaciones, sino que mencionó cada palabra pronunciada por Jean-Pierre. Una vez terminado, volvieron a repasar todo el asunto, y Anatoly se lo repitió íntegramente a Jean-Pierre para no incurrir en ningún error.
El ruso volvió a doblar el mapa y se lo puso en el bolsillo.
—¿Y qué hay de Masud? —preguntó en voz baja.
—No lo hemos visto desde la última vez que hablé contigo —contestó Jean-Pierre—. Sólo he visto a Mohammed, y él nunca está seguro del paradero de Masud ni del momento en que volverá a aparecer.
—¡Masud es un zorro! —exclamó Anatoly, con una extraña emoción en la voz.
—Ya nos apoderaremos de él —aseguró Jean-Pierre.
—¡Oh, por supuesto que nos apoderaremos de él! El sabe que en este momento la caza está en todo su apogeo, así que cubre sus rastros. Pero los perros de presa le han tomado el olfato y no nos podrá eludir indefinidamente: somos muchos, y muy fuertes, y se nos ha subido la sangre a la cabeza. —De pronto tomó conciencia de que estaba revelando sus sentimientos. Sonrió y volvió a adoptar su personalidad de hombre práctico—. Pilas —dijo, sacando un paquete del bolsillo de su camisa.
Jean-Pierre sacó el pequeño transmisor del fondo de su maletín, extrajo las pilas usadas y las cambió por las nuevas. Hacían eso cada vez que se encontraban para asegurarse de que Jean-Pierre no perdiera contacto por haberse quedado sin energía. Anatoly se llevaba las viejas hasta Bagram, porque no tenía sentido arriesgarse a arrojar pilas de fabricación rusa en el valle de los Cinco Leones donde no existían aparatos eléctricos.
Cuando Jean-Pierre guardaba la radio en su maletín, Anatoly preguntó:
—¿Tienes algo para las ampollas? Tengo los pies…
De repente ladeó la cabeza, escuchando.
Jean-Pierre se puso tenso. Hasta entonces nadie los había visto juntos. Sabían que era lógico que tarde o temprano sucediera, y ya tenían planeado lo que harían; actuarían como desconocidos que comparten un lugar de descanso, y sólo reanudarían su conversación cuando el intruso se fuera. Y, en el caso de que el intruso diera muestras de que pensaba quedarse mucho tiempo, saldrían juntos, como si por casualidad viajaran en la misma dirección. Todo eso había sido acordado con anterioridad, pero en ese momento Jean-Pierre sintió que la culpa debía de ser notoria en cada rasgo de su rostro.
Al instante siguiente oyeron fuera el sonido de pasos y la respiración jadeante de otra persona. Entonces una sombra oscureció la entrada de la cabaña y vieron entrar a Jane.
—¡Jane! —exclamó Jean-Pierre.
Ambos hombres se pusieron en pie de un salto.
—¿Qué pasa? ¿Por qué has venido? —preguntó Jean-Pierre.
—¡Gracias a Dios que te alcancé! —exclamó ella, sin aliento.
De reojo, Jean-Pierre vio que Anatoly se cubría el rostro con su bufanda y se volvía de espaldas como lo hubiese hecho un afgano en presencia de una mujer impertinente. El gesto ayudó a Jean-Pierre a recobrarse del impacto del encuentro con su esposa. Miró rápidamente a su alrededor, Por suerte varios minutos antes Anatoly había guardado los mapas. Pero la radio, la radio sobresalía algunos centímetros del maletín. Sin embargo, Jane no la había visto, todavía.
—¿Qué sucede? —volvió a preguntar.
—Un problema médico que yo no puedo resolver.
La tensión de Jean-Pierre cedió un poco; por un momento temió que lo hubiera seguido porque sospechaba algo.
—Bebe un poco de agua —aconsejó.
Metió una mano en el maletín y, mientras buscaba la cantimplora, con la otra ocultó la radio. Cuando la radio estuvo a buen recaudo, extrajo la cantimplora de agua y se la ofreció. Su corazón ya volvía a su ritmo normal. Recobraba su presencia de ánimo. La evidencia ya no estaba a la vista. ¿Qué otra cosa podía inducirla a sospechar algo? Tal vez pudo oír a Anatoly hablando en francés, pero eso no era nada fuera de lo común. Si los afganos tenían un segundo idioma, por lo general era el francés, y no era raro que un uzbeko se expresara mejor en francés que en dari. ¿Qué estaba diciendo Anatoly en el momento en que ella entró? Jean-Pierre recordó que le preguntaba sobre algún remedio para las llagas. Eso era perfecto. Cada vez que se encontraban con un médico los afganos pedían medicinas aunque estuvieran en perfecto estado de salud.
Jane bebió agua y en seguida empezó a hablar.
—Poco después de haberte ido trajeron a un muchacho de dieciocho años con una herida grave en el muslo —bebió otro sorbo de agua. ignoraba la presencia de Anatoly y Jean-Pierre se dio cuenta de que estaba tan preocupada por la emergencia médica, que apenas había notado que el ruso se encontraba allí—. Fue herido en la lucha cerca de Rokha y su padre lo transportó todo el camino a lo largo del valle; tardó dos días en llegar. Cuando por fin llegaron la herida se había gangrenado. Le apliqué seiscientos gramos de penicilina cristalizada, por vía intramuscular, y después le limpié la herida.
—Hiciste exactamente lo que había que hacer —aprobó Jean-Pierre.
—Pocos minutos después se cubrió de sudor frío y deliraba. Le tomé el pulso: era rápido pero débil.
—¿Se puso pálido o grisáceo y tuvo dificultades para respirar?
—Sí.
—¿Y entonces qué hiciste?
—Le hice un tratamiento contra el shock: le levanté los pies, lo cubrí con una manta y le di de beber té, después vine a buscarte. —Estaba a punto de llorar—. Su padre lo cargó durante dos días, no podemos dejarlo morir.
—Posiblemente no morirá —contestó Jean-Pierre—. El shock alérgico no es común, pero se trata de una reacción bien conocida que puede provocar la penicilina. El tratamiento consiste en inyectarle medio mililitro de adrenalina por vía intramuscular, seguida por un antihistamínico: digamos seis mililitros de difenhidramina. ¿Quieres que vuelva contigo?
Al hacer el ofrecimiento dirigió una rápida mirada de soslayo a Anatoly, pero el ruso ni se inmutó.
—No —contestó Jane, suspirando—. Porque en ese caso morirá alguien más al otro lado de la montaña. Tú ve a Cobak.
—¿Estás segura?
—Sí.
Anatoly encendió una cerilla para fumar un cigarrillo. Jane lo miró y después volvió a mirar a Jean-Pierre.
—Medio mililitro de adrenalina y después seis mililitros de difenhidramina —repitió, poniéndose de pie.
—Sí — Jean-Pierre también se levantó y la besó—. ¿Estás segura de que te las arreglarás sola?
—Por supuesto.
—Tendrás que darte prisa.
—Sí.
—¿Te gustaría llevarte a Maggie?
Jane lo pensó un instante antes de contestar.
—No creo. Por ese sendero es más rápido caminar.
—Como te parezca.
—Adiós.
—Adiós, Jane.
Jean-Pierre la miró salir. Permaneció inmóvil durante un rato. Ni él ni Anatoly hicieron ningún comentario. Después de un par de minutos se acercó a la puerta y miró hacia afuera. Podía ver a Jane, ya a cierta distancia, una figura pequeña y delgada, con un vestido de algodón, que trepaba decididamente la ladera, sola en ese paisaje polvoriento y pardusco. La observó hasta que ella desapareció en un recodo del sendero.
Entonces regresó al interior de la choza y volvió a sentarse con la espalda contra la pared. El y Anatoly se miraron.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Jean-Pierre—. Nos salvamos apenas por unos instantes.