Capítulo 5

Ellis Thaler tomó el avión de la Eastern Airlines que efectuaba el recorrido entre Washington y Nueva York. En el aeropuerto de La Guardia tomó un taxi hasta el Hotel Plaza en la ciudad de Nueva York. El taxi lo condujo hasta la entrada del hotel en la Quinta Avenida. Ellis entró. Una vez en el vestíbulo, se volvió hacia la izquierda y se dirigió a los ascensores de la calle 58. Con él entraron un hombre con aspecto de ario y una mujer que llevaba en la mano una bolsa de Saks. El hombre se bajó en el séptimo piso. Ellis en el octavo. La mujer continuó subiendo. Ellis recorrió el cavernoso corredor del hotel completamente solo, hasta llegar a los ascensores de la calle 59. Descendió a la planta baja y salió del hotel por la puerta de la calle 59.

Convencido de que nadie lo seguía, llamó un taxi en el Central Park, se dirigió a la estación Penn, en el barrio de Queenston, y tomó un tren rumbo a Douglas South.

Mientras viajaba en el tren resonaban en su cabeza algunas estrofas del Luilaby de Auden:

El tiempo y las fiebres consumen

la belleza individual de los

niños pensativos, y la sepultura

demuestra que la infancia es efímera.

Ya hacía más de un año desde que en París representara el papel de norteamericano aspirante a poeta. Sin embargo, no había perdido aún el gusto por la poesía. Siguió intentando descubrir si alguien lo seguía, porque sus enemigos jamás debían descubrir su actividad de ese día. Bajó del tren en Flushing y esperó el próximo en el andén. Se encontraba absolutamente solo.

Debido a las precauciones tomadas, eran ya las cinco de la tarde cuando llegó a Douglaston. Caminó desde la estación con paso rápido durante media hora, repasando mentalmente las primeras palabras que pronunciaría y las varias reacciones posibles que se producirían.

Llegó a una calle suburbana desde la que se divisaba Long Island Sound y se detuvo frente a una casa pequeña y limpia con techo de dos vertientes a imitación del estilo Tudor, y una ventana con cristales de colores en una de las paredes. En la entrada había un pequeño automóvil japonés. Mientras él se acercaba por el sendero, una niña rubia de trece años abrió la puerta principal.

—¡Hola, Petal! — exclamó Ellis.

—¿Qué tal, papá? —contestó ella.

El se inclinó para besarla y, como siempre, lo asaltó una gran sensación de orgullo a la vez que una punzada de culpa.

La examinó con la mirada. Notó que debajo de la camiseta Michael Jackson ya usaba sujetador. Estaba seguro de que era una novedad. Se está convirtiendo en una mujer —pensó—. ¡Es sorprendente!

—¿Quieres pasar un momento? —preguntó ella amablemente.

—Por supuesto.

La siguió dentro de la casa. De espaldas, aún parecía más mujer. Le hizo recordar a su primera novia. En esa época él tenía quince años y ella no era mucho mayor que Petal, No, espera —pensó—; era más joven, tenía doce. Y yo ya le metía la mano por debajo del suéter. ¡Que Dios proteja a mi hija de los muchachos de quince años! Pasaron a la pequeña y limpia sala de estar.

—¿No quieres sentarte? —preguntó Petal.

Ellis se sentó.

—¿Puedo servirte algo? —preguntó ella.

—Tranquilízate —contestó Ellis—. No es necesario que seas tan amable conmigo. Soy tu padre.

Petal adoptó una expresión de incertidumbre y de intriga, como si le acabaran de reprochar algo que ella no sabía que estaba mal. Después de un instante de silencio volvió a hablar.

—Tengo que cepillarme el pelo. Después nos podremos ir. Perdóname un minuto.

—Por supuesto —contestó Ellis.

La niña salió. A él, la cortesía de su hija le resultaba dolorosa. Era una señal de que él seguía siendo un desconocido. No había logrado convertirse en un integrante normal de su familia.

Desde hacía un año, a su regreso de París, la veía por lo menos una vez por mes. A veces pasaban el día juntos, pero por lo general simplemente la sacaba a comer fuera, como lo haría ese día. Para pasar una hora con ella, Ellis se veía obligado a hacer un viaje de cinco horas tomando las máximas precauciones en aras de su seguridad; pero por supuesto que ella lo ignoraba. Su meta era modesta: sin alharacas ni dramatismos quería forjarse un lugar pequeño pero permanente en la vida de su hija. Esto significó cambiar el tipo de trabajo que hacía. Había abandonado el trabajo de campo. Sus superiores se mostraron altamente disgustados: tenían muy pocos agentes secretos buenos y malos (eran cientos). El también sintió cierta renuencia, porque consideraba que tenía el deber de utilizar su talento. Pero jamás lograría conquistar el afecto de su hija si debía desaparecer todos los años a algún remoto rincón del mundo, sin poder explicarle adónde iba, ni porqué, ni siquiera por cuánto tiempo. Y no podía arriesgarse a que lo mataran justo cuando ella estaba aprendiendo a quererlo.

Echaba de menos la excitación, el peligro, la emoción de la caza y la sensación de estar llevando a cabo un trabajo importante que nadie más podría cumplir tan bien como él. Pero durante demasiado tiempo sus únicas ataduras sentimentales habían sido pasajeras, y después de perder a Jane sintió la necesidad de contar por lo menos con una persona cuyo amor fuese permanente.

Mientras esperaba entró Gill en la habitación. Ellis se levantó. Su ex esposa, ataviada con un vestido blanco de verano, parecía fresca y muy dueña de sí. El besó la mejilla que ella le ofrecía.

—¿Cómo estás? —preguntó Gill.

—Como siempre. ¿Y tú?

—Yo estoy increíblemente ocupada.

Empezó a contarle en detalle todo lo que tenía que hacer, y como siempre, Ellis se distrajo. Le tenía cariño, pero lo aburría a muerte. Le resultaba extraño pensar que en una época había estado casado con ella. Pero Gill era la chica más bonita del Departamento de Inglés, y él el muchacho más inteligente. Y transcurría 1967, cuando todo el mundo vivía como drogado y cualquier cosa podía suceder, especialmente en California. Al finalizar el primer año se casaron, ella vestida de blanco mientras alguien tocaba la marcha nupcial en una cítara. Entonces Ellis fracasó en sus exámenes y lo echaron de la universidad y, por lo tanto, lo llamaron a filas, y en lugar de irse a Canadá o a Suecia, fue a la oficina de reclutamiento, como oveja al matadero. Todo el mundo se sorprendió, salvo Gill, que para entonces ya sabía que el matrimonio entre ambos no iba a dar resultado y estaba esperando ver a qué subterfugio recurriría Ellis para huir de ella.

Cuando se decretó el divorcio él se encontraba internado en el hospital de Saigón con una bala en la pantorrilla, la herida más común en los pilotos de helicóptero, por ser el asiento blindado pero el suelo no. Alguien dejó la notificación en su cama mientras él estaba en el baño y Ellis la encontró al volver, junto con otra condecoración, la número veinticinco que recibía (en esa época entregaban medallas con bastante prodigalidad). Acabo de recibir mi comunicación oficial de divorcio, comentó, y el soldado de la cama vecina le contestó: ¡No jodas! ¿Quieres jugar una partida de cartas?

Ella no le dijo nada acerca de la hija que habían tenido. Ellis lo descubrió varios años después, cuando se convirtió en espía y por curiosidad investigó el paradero de su ex esposa. Descubrió entonces que Gill tenía una hija que llevaba el inevitable nombre de Petal, de moda en los años sesenta, y un marido llamado Bernard que se encontraba en manos de un especialista en fertilidad. El hecho de no haberle comunicado la existencia de Petal era la única cosa mezquina que Gill le había hecho en su vida, aunque ella seguía sosteniendo que había sido por su bien.

Insistió en ver a Petal de tanto en tanto, y consiguió que ella dejara de llamar a Bernard papaíto. Pero hasta el año anterior no había tratado de convertirse en parte de su vida familiar.

—¿Quieres llevarte mi coche? —preguntaba Gill en ese momento.

—Si no te importa…

—Por supuesto que no me importa.

—Gracias.

Le resultaba embarazoso tener que pedir prestado el automóvil a Gill, pero el viaje desde Washington era demasiado largo y Ellis no deseaba alquilar coches con demasiada frecuencia en esa zona, porque algún día sus enemigos podían enterarse a través de los registros de las agencias de alquileres o de las compañías de tarjetas de crédito y entonces estarían en vías de descubrir la existencia de Petal. La otra alternativa hubiese sido utilizar una identidad distinta cada vez que alquilaba un coche, pero las identidades eran caras y la Agencia no las proporcionaba a los empleados de la oficina. Así que utilizaba el Honda de Gill o si no, tomaba un taxi.

Entró Petal con su pelo rubio que le caía sobre los hombros. Ellis se puso en pie.

—Las llaves están en el auto —anunció Gill.

—Vete al auto, yo iré en seguida —dijo Ellis, dirigiéndose a Petal. Esta salió—. Me gustaría invitarla a pasar un fin de semana en Washington —explicó Ellis a su ex mujer.

Gill se mostró bondadosa, pero firme.

—Si quiere ir, no tengo inconveniente, pero si no desea ir no la obligaré.

—Me parece justo. Te veré luego.

Llevó a su hija a un pequeño restaurante chino de Little Neck. A Petal le gustaba la comida china. Una vez que estuvo lejos de la casa, se relajó un poco. Agradeció a Ellis el haberle mandado un poema el día de su cumpleaños.

—No conozco a nadie que haya recibido un poema para su cumpleaños —aseguró.

El no supo con seguridad si eso era un halago o una crítica.

—Espero que te haya resultado más agradable que una de esas postales de cumpleaños con un gatito.

—¡Por supuesto! —contestó ella riendo—. Todas mis amigas piensan que eres muy romántico. Mi profesora de inglés me preguntó si alguna vez habías publicado algo.

—Nunca he escrito nada lo suficientemente bueno —contestó él—. ¿Todavía te gustan tus clases de inglés?

—Me gustan muchísimo, más que las de matemáticas. En matemáticas soy un desastre.

—¿Y qué estudias? ¿Comedias?

—No, pero a veces estudiamos poesía.

—¿Hay alguna que te guste particularmente?

Ella lo pensó durante algunos instantes.

—Me gusta una sobre los narcisos.

Ellis asintió.

—A mí también.

—No recuerdo quién la escribió.

—William Wordsworth.

—¡Ah, es cierto!

—¿Alguna otra?

—En realidad, no. Me interesa más la música. ¿Te gusta Michael Jackson?

—No sé. No estoy seguro de haber escuchado sus discos.

—Te aseguro que es una maravilla. —Lanzó una risita—. Todas mis amigas se vuelven locas por él.

Era la segunda vez que mencionaba a todas sus amigas. En ese momento el grupo de chicas de su misma edad era lo más importante de su vida.

—Alguna vez me gustaría conocer a tus amigas —dijo él.

—¡Oh, papaíto! No te gustarían. No son más que chicas.

Sintiéndose durante un rato algo rechazado, Ellis se concentró en su comida. La acompañó con un vaso de vino blanco: no había perdido las costumbres adquiridas en Francia.

—Mira, he estado pensando —dijo al terminar de comer—. ¿Qué te parece la idea de ir a Washington a pasar un fin de semana en mi apartamento? El viaje en avión sólo dura una hora y podríamos pasarlo bien.

Ella pareció totalmente sorprendida.

—¿Y qué haríamos en Washington?

—Bueno, podríamos recorrer la Casa Blanca, donde vive el presidente. Y en Washington se encuentran algunos de los mejores museos del mundo. Y además no conoces mi apartamento. Tengo una habitación de huéspedes…

Se interrumpió. Era evidente que a ella no le interesaba el programa.

—Ay, papaíto, no sé —contestó—. Los fines de semana tengo tanto que hacer: ¡deberes, fiestas, compras, clases de baile y de todo!

Ellis ocultó su desilusión.

—No te preocupes —dijo—. Tal vez algún día cuando no estés tan ocupada decidas ir.

—Sí, me parece bien —aceptó ella, visiblemente aliviada.

—Puedo arreglarte la habitación de huéspedes para que puedas venir cuando quieras.

—Muy bien.

—¿De qué color te gustaría que la hiciera pintar?

—No sé.

—¿Cuál es tu color favorito?

—Supongo que el rosa.

—Entonces será rosa —Ellis se obligó a sonreír—. ¿Qué te parece si nos vamos?

Una vez en el coche, de regreso a casa, ella le preguntó si tenía inconveniente en que se hiciera agujerear las orejas para ponerse pendientes.

—No sé —contestó él, prudentemente—. ¿Qué piensa tu madre?

—Me dijo que no tiene inconveniente, si no lo tienes tú.

¿Lo estaría incluyendo Gill en la decisión o simplemente le pasaba la responsabilidad?

—La idea no me gusta demasiado —agregó Ellis—. Posiblemente seas un poco joven para empezar a hacer agujeros decorativos en el cuerpo.

—¿Te parece que soy demasiado joven para tener novio?

Ellis tuvo ganas de decir que sí. Decididamente le parecía demasiado joven. Pero él no podía impedir que creciera.

—Ya tienes edad para salir con chicos, pero no para comprometerte —explicó.

La miró de reojo para ver su reacción. Parecía divertida. Tal vez ahora ya no hablen de comprometerse, pensó.

Cuando llegaron a la casa, el Ford de Bernard estaba estacionado en la avenida. Ellis colocó el Honda detrás y entró en la casa con Petal. Bernard estaba en la sala de estar. Era un tipo bajo, de pelo muy corto, buen carácter y completamente carente de imaginación. Petal lo saludó con entusiasmo, abrazándolo y besándolo. El parecía un poco incómodo. Estrechó la mano de Ellis con firmeza.

—¿El gobierno sigue marchando bien por Washington?

—Como siempre —contestó Ellis.

Ellos creían que él trabajaba en el Departamento de Estado y que su misión consistía en leer los diarios y revistas franceses y preparar un resumen diario para los encargados de las relaciones con Francia.

—¿Te gustaría tomar una cerveza?

Ellis realmente no tenía ganas de tomar cerveza, pero aceptó simplemente para mostrarse amistoso. Bernard se dirigió a la cocina a buscarla. Era gerente de créditos de unos almacenes de la ciudad de Nueva York. Por lo visto Petal lo quería y lo respetaba, y él era suave y afectuoso con ella. El y Gill no habían tenido otros hijos; ese especialista en fertilidad no le había hecho ningún bien.

Regresó con dos vasos de cerveza y le entregó uno a Ellis.

—Ahora será mejor que vayas a hacer tus deberes —le aconsejó a Petal—. Tu papá se despedirá de ti antes de irse.

Petal lo volvió a besar y salió corriendo de la habitación. Bernard volvió a hablar cuando estuvo seguro de que ella ya no los podía oír.

—Normalmente no es tan afectuosa conmigo. Cuando tú andas por los alrededores exagera la nota. No comprendo por qué.

Ellis lo comprendía demasiado bien, pero todavía no quería pensar en ello.

—No te preocupes —contestó—. ¿Qué tal van los negocios?

—Bastante bien. Las altas tasas de interés no nos han perjudicado tanto como temíamos. Por lo visto la gente todavía está dispuesta a pedir dinero prestado para comprar cosas, por lo menos en Nueva York.

Se sentó y empezó a beber su cerveza.

Ellis siempre tenía la sensación de que Bernard le temía físicamente. Lo demostraba en su forma de caminar, como un perrito al que no se le permite estar dentro de la casa, y que se cuida de permanecer a distancia prudente para que no le den un puntapié.

Durante algunos instantes hablaron de economía y Ellis bebió su cerveza lo más rápidamente posible que pudo y después se levantó para marcharse. Luego se dirigió al pie de la escalera para despedirse de su hija.

—¡Adiós, Petal! —exclamó.

Ella se asomó por el rellano.

—¿Y qué me contestas sobre el asunto de hacerme agujerear las orejas? —preguntó.

—¿Me dejas pensarlo? —contestó él.

—Por supuesto. Adiós.

Gill bajó por la escalera.

—Te llevaré en coche al aeropuerto —anunció.

Ellis se sorprendió.

—¡Gracias!

—Me dijo que no tenía ganas de ir a pasar un fin de semana contigo —dijo Gill cuando estuvieron en el auto.

—Así es.

—Te duele, ¿verdad?

—¿Se nota mucho?

—Yo lo noto con claridad. No olvides que estuve casada contigo. —Hizo una pausa—. Lo siento, John.

—La culpa es mía. No lo pensé a fondo. Antes de que yo apareciera, ella tenía una madre y un padre y un hogar, todo lo que quiere cualquier chico. Sin embargo, yo no soy algo simplemente intrascendente. Por el simple hecho de existir, amenazo su felicidad. Soy un intruso, un factor desestabilizante. Por eso abraza tanto a Bernard cuando estoy delante. No lo hace para herirme. Lo hace porque tiene miedo de perderlo a él. Y soy yo el que le provoco ese miedo.

—Ya se le pasará —pronosticó Gill—. Norteamérica está llena de chicos con dos padres.

—Esa no es una excusa. Soy el culpable de esta situación y tengo que afrontarlo.

Ella volvió a sorprenderlo al darle una serie de palmaditas en la rodilla.

—No seas demasiado duro contigo mismo —aconsejó—. Simplemente no has sido hecho para esta vida. Lo supe al mes de casarme contigo. Tú no quieres un hogar, un empleo, vivir en los suburbios, hijos. Eres un poquito extraño. Por eso me enamoré de ti: porque eras distinto, loco, original, excitante. Eras capaz de hacer cualquier cosa. Pero no eres un hombre de familia.

El se quedó sentado en silencio, pensando en lo que Gill acababa de decirle, mientras ella conducía. Su intención era buena, y él se la agradecía de todo corazón, pero ¿sería cierto eso? Creía que no. No quiero una casa en los suburbios —pensó—, pero me gustaría tener un hogar: tal vez una villa en Marruecos o una buhardilla en Greenwich Village o un sobreático en Roma. No quiero una esposa para que se convierta en mi ama de llaves cocinando, limpiando y haciendo las compras y asistiendo a las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros; pero me gustaría tener una compañera, alguien con quien poder compartir libros, películas y poesías, alguien con quien conversar por las noches. Y hasta me gustaría tener hijos y educarlos para que sepan algo más que la simple existencia de Michael Jackson. Pero no le dijo nada de eso a Gill.

Ella detuvo el coche y se dio cuenta que habían llegado a la terminal de Eastern. Miró su reloj: eran las ocho y cincuenta. Si se apresuraba podría tomar el avión de las nueve.

—Gracias por traerme —dijo.

—Lo que te hace falta es una mujer parecida a ti, una de tu misma clase —agregó Gill.

Ellis pensó en Jane.

—Una vez conocí una.

—¿Y que pasó?

—Se casó con un médico muy apuesto.

—¿y ese médico es loco como tú?

—No lo creo.

—Entonces no durará. ¿Cuándo se casaron?

—Hace alrededor de un año.

—¡Ah! —Probablemente Gill estaba calculando que fue entonces cuando Ellis volvió a reaparecer en la vida de Petal; pero tuvo el buen gusto de no decirlo—. Sigue mi consejo —agregó—. Búscala.

Ellis descendió del coche.

—Te llamaré pronto.

—Adiós.

El cerró la portezuela y ella se alejó.

Ellis se apresuró a entrar en el edificio del aeropuerto. Alcanzó el vuelo justo antes de que el avión partiera. Cuando la aeronave hubo despegado, encontró una revista de actualidad en la bolsa del asiento delantero y buscó algún informe sobre Afganistán.

Desde que en París Bill le informó de que Jane seguía de cerca su proyecto de viajar a ese país con Jean-Pierre, él había llevado a cabo los acontecimientos de la guerra. La crisis de Afganistán ya no era noticia de primera plana— a menudo pasaba una semana o dos sin que aparecieran informes. Pero ahora por lo menos una vez por semana encontraba alguna noticia en la prensa.

En esa revista se hallaba un análisis sobre la situación rusa en Afganistán. Ellis comenzó a leerlo con cierta desconfianza, porque le constaba que muchos de esos artículos de las revistas procedían de la CÍA; algún periodista recibía un informe exclusivo de lo que pensaba el servicio de inteligencia de la CÍA sobre determinada situación, pero en realidad se convertía en el canal inconsciente de una información errónea dirigida al servicio de espionaje de otro país, y el artículo que escribía no tenía más relación con la verdad que el que podría haber sido publicado en Pravda.

Sin embargo, esa noticia parecía genuina. Afirmaba que los rusos estaban preparando tropas y armamentos para realizar una gran ofensiva de verano. Ese verano era considerado por Moscú como decisivo:

Debían demoler la resistencia ese año, puesto que en caso contrario se verían obligados a llegar a alguna clase de acuerdo con los rebeldes. Eso le pareció sensato a Ellis: se preocuparía por averiguar lo que opinaba la CÍA en Moscú, pero tenía la sensación de que coincidirían.

El artículo mencionaba el Valle Panisher entre las zonas de blancos cruciales.

Ellis recordó que Jean-Pierre había mencionado el Valle de los Cinco Leones. Había aprendido un poco de farsi en Irán y creía recordar que panisher significaba cinco leones, aunque Jean-Pierre siempre hablaba de cinco tigres, quizá porque no había leones en Afganistán. El artículo también mencionaba a Masud, el jefe rebelde: Ellis recordaba que Jean-Pierre también le había hablado de él.

Miró por la ventanilla, observando la puesta del sol. No cabe ninguna duda —pensó con temor—, de que este verano Jane va a correr un grave peligro.

Pero no era asunto suyo. Ahora ella estaba casada con otro. Y de todos modos, no había nada que él pudiera hacer al respecto.

Volvió las páginas de la revista y empezó a leer un artículo sobre la situación en El Salvador. El avión con las rugientes turbinas continuó su marcha rumbo a Washington. Hacia el oeste, el sol se ocultó y reinó la oscuridad.

Allen Winderman invitó a Ellis Thaler a almorzar en un restaurante que se especializaba en mariscos y con vistas al río Potomac. Winderman llegó a su cita con media hora de retraso. Era éste el típico funcionario de Washington: traje gris oscuro, camisa blanca, corbata rayada; lampiño como un tiburón. Dado que era la Casa Blanca quien pagaba, Ellis pidió langosta y un vaso de vino blanco. Winderman pidió Perrier y una ensalada. Todo en Winderman era demasiado apretado: la corbata, los zapatos, sus horarios y su autocontrol.

Ellis se mantenía en guardia. No podía rechazar la invitación de un ayudante del presidente, pero no le gustaban los almuerzos discretos y extraoficiales, y tampoco le gustaba Allen Winderman.

Winderman fue directamente al grano.

—Quiero tu consejo —dijo.

Ellis lo detuvo.

—Ante todo necesito saber si informaste a la Agencia sobre nuestro encuentro.

Si la Casa Blanca deseaba planear alguna clase de espionaje sin informar a la CÍA, Ellis no quería saber nada del asunto.

—Por supuesto —aseguró Winderman—. ¿Qué sabes sobre Afganistán?

De repente Ellis sintió frío. Tarde o temprano esto va a involucrar a Jane —pensó—. Por supuesto que están enterados de la relación que tenía con ella; no mantuve en secreto el asunto. En París le dije a Bill que pensaba pedir a Jane que se casara conmigo. Después llamé a Bill para averiguar si realmente había ido a Afganistán. Y todo eso quedó registrado en mi informe. Y ahora este cretino está enterado de su existencia y piensa utilizarlo.

—Sé algo sobre el asunto —contestó con cautela. y después recordó un verso de Kipling y lo recitó:

cuando estés herido y abandonado en los llanos de Afganistán

y salgan las mujeres a cortar tus despojos,

coge tu rifle y pégate un tiro,

y preséntate a tu Dios como un soldado.

Por primera vez Winderman se mostró incómodo.

—Después de dos años de hacerte pasar por poeta, debes de saber bastante sobre esos asuntos.

—Los afganos también —contestó Ellis—. Son todos poetas, así como todos los franceses son gourmets y todos los galeses cantantes.

—¿Es cierto eso?

—Es porque no saben leer ni escribir. La poesía es una forma artística verbal. —Winderman se impacientaba visiblemente; en su agenda no cabía la poesía. Ellis continuó hablando—. Los afganos pertenecen a tribus de montaña, seres salvajes y valientes que apenas han salido del medievo. Se dice que son particularmente amables, valientes como leones y crueles hasta el punto de desconocer la piedad. El país que habitan es áspero, árido y estéril. ¿Y tú, qué sabes de ellos?

—Los afganos no existen —aseguró Winderman—. Hay seis millones de pushtuns en el sur, tres millones de tadjikos en el oeste, un millón de uzbekos en el norte y alrededor de una docena de otras nacionalidades con menos de un millón de representantes. Las fronteras modernas significan muy poco para ellos: hay tadjikos en la Unión Soviética y pushtuns en Pakistán. Algunos se dividen por tribus. Se parecen a los pieles rojas, que nunca pensaron en sí mismos como norteamericanos, sino como apaches, crowso sioux. A los afganos les da lo mismo luchar entre ellos que luchar contra los rusos. Nuestro problema es conseguir que los apaches y los sioux se unan contra los rostros pálidos.

—Comprendo —contestó Ellis, asintiendo, a la vez que se preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver Jane con todo esto?—. Así que el problema es: ¿quién será el Gran Jefe?

—Eso es fácil. El más prometedor de los líderes guerrilleros es, con mucho, Ahmed Shah Masud, del Valle Panisher.

El Valle de los Cinco Leones. ¿Adónde quieres ir a parar, astuto cretino?

Ellis estudió el rostro suave y afeitado de Winderman. El tipo permanecía imperturbable.

—¿Y por qué es tan especial ese Masud? —preguntó Ellis.

—La mayoría de los líderes guerrilleros se contentan con controlar sus tribus, cobrar impuestos y negar la entrada a sus territorios al gobierno. Masud hace mucho más que eso. Sale de su refugio en las montañas y ataca. Está situado dentro de un radio de tres blancos estratégicos: Kabul, la ciudad capital; el túnel de Salang, en la única carretera que va de Kabul a la Unión Soviética, y Bagram, la principal base aérea militar. Está en condiciones de infligir graves daños, y lo hace. Ha estudiado el arte de la guerra de guerrillas. Ha leído a Mao. Es, sin duda el cerebro militar más importante del país. Y tiene medios para financiar sus campañas. En su valle hay minas de esmeraldas que se venden en Pakistán: Masud se embolsa un impuesto del diez por ciento sobre todas las ventas y utiliza el dinero para sostener su ejército. Tiene veintiocho años, es un individuo carismático y la gente lo adora. Finalmente, es un tadjik. El grupo étnico más numeroso es el de los pushtun y todos los demás grupos los odian, así que el líder no puede ser un pushtun. Los tadjikos son los que les siguen en número y en importancia. Existe la posibilidad de que el pueblo se una bajo el mando de un tadjik.

—¿Cosa que nosotros queremos facilitar?

—Así es. Cuanto más fuertes sean los rebeldes, tanto más daño les causarán a los rusos. Es más, este año nos resultaría muy útil obtener un triunfo de la comunidad norteamericana de inteligencia.

Para Winderman y los de su clase, no tenía la menor importancia el hecho de que los afganos estuvieran luchando por su libertad contra un invasor brutal, pensó Ellis. La moralidad había pasado de moda en Washington: lo único que importaba era el juego por el poder. Si Winderman hubiera nacido en Leningrado en lugar de Los Angeles, hubiese sido igualmente feliz, igualmente triunfador e igualmente poderoso, y habría utilizado las mismas tácticas para luchar contra los del bando contrario.

—¿Y qué pretendes que haga? —preguntó Ellis.

—Quiero utilizar tu cerebro. ¿Existe alguna manera en que un agente secreto pueda promover una alianza entre las diferentes tribus afganas?

—Supongo que sí —contestó Ellis, justo en el momento en que llegó la comida, interrumpiendo la conversación y proporcionándole algunos instantes para pensar. Cuando el mozo se alejó, continuó hablando—. Sería posible, siempre que hubiera algo que ellos necesitaran y que nosotros les proporcionásemos, Y supongo que lo que necesitan son armas.

—Así es. —Winderman empezó a comer, vacilante, como un hombre que padece de una úlcera. Volvió a hablar entre bocado y bocado—. Por el momento compran sus armas al otro lado de la frontera, en Pakistán. Allí lo único que consiguen son copias de rifles victorianos ingleses, y de no ser copias, reciben los genuinos y malditos rifles que tienen cien años y aún siguen disparando. También les roban los Kalashnikovs a los soldados rusos muertos. Pero están desesperados por obtener artillería ligera: armas antiaéreas y misiles manuales tierra-aire, para poder derribar aviones y helicópteros.

—¿Y estamos dispuestos a proporcionarles esas armas?

—Sí. Aunque no directamente. Mantendríamos oculta nuestra participación enviándolas a través de intermediarios. Pero eso no es problema. Podemos valernos de los sauditas.

—Muy bien. —Ellis tragó un bocado de langosta. Estaba deliciosa—. Permíteme que te diga lo que considero que debe ser el primer paso. En cada grupo guerrillero necesitamos un núcleo de hombres que conozcan, comprendan y confíen en Masud. Ese núcleo se convertirá entonces en el grupo de unión para toda comunicación con Masud. Poco a poco irán definiendo sus papeles: primero intercambio de informaciones, después cooperación mutua y por fin planes de batalla coordinados.

—Parece sensato. ¿Y cómo se llevaría a cabo?

—Yo haría que Masud organizara un plan de entrenamiento en el Valle de los Cinco Leones. Cada uno de los grupos rebeldes enviaría unos cuantos jóvenes para luchar junto a Masud durante un tiempo y aprender los métodos que lo hacen triunfar. También aprenderían a respetarlo y a confiar en él, siempre y cuando sea un líder tan bueno como dices.

Winderman asintió con aire pensativo.

—Ese tipo de propuesta puede resultar aceptable para los jefes tribales que rechazarían cualquier tipo de plan que los obligase a aceptar órdenes de Masud.

—¿Existe algún líder rival en particular cuya cooperación resulte esencial para cualquier alianza?

—Sí. En realidad son dos: Jahan Kamil y Amal Azizi, ambos pushtuns.

—Entonces yo enviaría un agente secreto con el propósito de conseguir que los dos se sienten a una mesa de negociaciones con Masud. Cuando ese agente regresara con un tratado con las tres firmas, les enviaríamos el primer cargamento de misiles. El resto de los envíos dependería del desarrollo del programa de entrenamiento.

Winderman depositó el tenedor en su plato y encendió un cigarrillo. Decididamente tiene una úlcera, pensó Ellis.

—Eso es exactamente lo que yo pensaba proponer —aprobó Winderman. Ellis veía que ya estaba pensando cómo se las arreglaría para hacer pasar el plan como propio. Mañana podrá decir: Planeamos el asunto durante el almuerzo y en su informe por escrito se leerá: Agentes secretos especializados aseguran que mi plan es viable.

—¿Cuáles son los riesgos? —preguntó.

Ellis meditó.

—Si los rusos se llegaran a apoderar del agente de la CÍA, obtendrían una propaganda de considerable valor de todo este plan. Por el momento tienen lo que la Casa Blanca llamaría un problema de imagen en Afganistán. A sus aliados del Tercer Mundo no les cae bien que hayan invadido un país pequeño y primitivo. Sus amigos musulmanes, en particular, tienden a simpatizar con los rebeldes. Ahora, los rusos sostienen que los así llamados rebeldes no son más que bandidos, financiados y armados por la CÍA. Les fascinaría poder probarlo apoderándose de un verdadero agente suyo con vida, justamente allí en el país, y sometiéndolo a juicio. En términos de política global, me imagino que eso nos podría perjudicar muchísimo.

—¿Y qué posibilidades hay de que los rusos puedan apoderarse de nuestro hombre?

—Muy pocas. Si no consiguen apoderarse de Masud, ¿por qué van a apoderarse de un agente secreto, enviado para entrevistarse con Masud?

—Muy bien —dijo Winderman, apagando su cigarrillo—. Quiero que tú seas ese agente.

Esto tomó a Ellis por sorpresa. Comprendió que debía haberlo intuido, pero se encontraba demasiado enfrascado estudiando el asunto.

—Ya no me ocupo de esos asuntos —explicó, pero lo dijo con voz pastosa y sin poder dejar de pensar: Vería a Jane. ¡Vería a Jane!

—Hablé por teléfono con tu jefe —explicó Winderman—. En su opinión este trabajo en Afganistán podría tentarte a volver al trabajo activo.

Así que se trataba de una trampa. La Casa Blanca quería obtener un triunfo resonante en Afganistán y por ello le pidió a la CÍA que les prestara un agente. La CÍA quería que Ellis reanudara el trabajo activo, así que le dijeron a la Casa Blanca que le ofrecieran esa misión, sabiendo o sospechando que la perspectiva de volver a encontrarse con Jane le resultaría irresistible.

Ellis odiaba sentirse manejado.

Pero quería ir al Valle de los Cinco Leones.

Se produjo un largo silencio. Por fin Winderman se decidió a romperlo.

—Y bien, ¿lo harás? —preguntó con impaciencia.

—Lo pensaré —contestó Ellis.

El padre de Ellis eructó suavemente, pidió disculpas y agregó:

—¡Estaba riquísimo!

Ellis apartó su plato de pastel de cerezas y crema batida. Por primera vez en su vida tenía que controlar su peso.

—Estaba riquísimo, mamá, pero no puedo comer más —dijo con aire contrito.

—Nadie come como antes —se quejó ella. Se puso en pie y empezó a quitar la mesa—. Es porque van en coche a todas partes.

El padre empujó su silla hacia atrás.

—Tengo que revisar algunas cuentas.

—¿Todavía no tienes contable? —preguntó Ellis.

—Nadie cuida tan bien el dinero que gana como uno mismo —replicó su padre—. Ya lo descubrirás si alguna vez ganas una cifra que valga la pena.

Abandonó la habitación encaminándose a su despacho.

Ellis ayudó a su madre a quitar la mesa. La familia se había mudado a esa casa de cuatro dormitorios en Tea Neck. New Jersey, cuando Ellis tenía trece años, pero él recordaba ese día como si fuese ayer. Literalmente hacía años que esperaban que llegara ese día. Su padre construyó la casa, al principio con sus propias manos, después utilizando empleados de su creciente empresa de construcciones, pero continuando siempre los trabajos durante periodos de poca actividad e interrumpiéndolos cuando había mucho trabajo. Al mudarse todavía no estaba realmente concluida: la calefacción no funcionaba, no había armarios en la cocina y no estaba pintada. Al día siguiente tuvieron agua caliente sólo porque la madre de Ellis amenazó con que en caso contrario se divorciaría. Pero con el tiempo la casa se terminó y Ellis y sus hermanos y hermanas tuvieron allí lugar más que suficiente para crecer. Ahora era demasiado grande para su madre y su padre, pero él esperaba que la conservaran. Era un lugar con buenos recuerdos.

Cuando terminaron de llenar el lavavajillas, Ellis dijo: —¿Mamá, recuerdas la maleta que dejé cuando volví de Asia?

—Por supuesto. Está en el armario del dormitorio pequeño.

—Gracias. Tengo ganas de revisarla.

—Ve, entonces. Yo terminaré aquí.

Ellis subió la escalera y se dirigió al dormitorio pequeño que estaba en el piso alto. Rara vez se usaba, y la cama estaba rodeada de un par de sillas rotas, un viejo sofá y cuatro o cinco cajas de cartón que contenían libros y juguetes infantiles. Ellis abrió el armario y sacó una pequeña maleta de plástico negro. La colocó sobre la cama, hizo girar la cerradura de combinación y la abrió. De ella surgió un fuerte olor a humedad: hacía diez años que no se abría. Todo estaba allí: las medallas, las dos balas que le habían extraído del cuerpo, el Manual de Campo del Ejército Fm 5—31, titulado Cazabobos; una fotografía suya de pie junto a un helicóptero, su primer Huey, sonriente y con aspecto juvenil y (¡oh, mierda¡) delgado; una nota de Frankie Amalfi que decía: Para el bastardo que me robó la pierna, una broma valiente, porque Ellis desató con suavidad los cordones de la bota de Frankie, y después tiró de ella para sacársela y junto con la bota se le desprendió el pie y la mitad de la pierna, amputada a la altura de la rodilla por la hélice de un motor; el reloj de Jimmy Jones, detenido para siempre a las cinco y media Quédatelo tú, hijo —le dijo el padre de Jimmy entre las brumas del alcohol—, porque fuiste su amigo, y eso es mucho más de lo que fui yo, y el diario.

Hojeó las páginas. Sólo tenía que leer unas cuantas palabras para recordar un día entero, una semana, una batalla, El diario comenzaba alegremente y transmitía una sensación de aventura y él se mostraba muy consciente de sí mismo; y poco a poco se iba notando su desilusión y se volvía sombrío, pesimista, desesperanzado y con el tiempo, suicida. Las frases tristes le recordaban vívidas escenas: los malditos arvins se negaban a abandonar el helicóptero, ¿si tienen tanto interés en ser rescatados de los comunistas por qué no luchan?, y más adelante: Supongo que el capitán Johnson siempre fue un valiente, ¡pero qué manera de morir! ¡por la granada lanzada por uno de sus propios hombres! Y después: Las mujeres tienen rifles ocultos bajo sus faldas y los niños granadas dentro de sus camisas, así 1 que ¿qué mierda se supone que debemos hacer, rendirnos? La última anotación decía: El problema de esta guerra es que estamos en el bando equivocado. Somos los malvados de la historia. Es por eso que los chicos tratan de evitar que los movilicen; es por eso que los vietnamitas se niegan a pelear; es por eso que matamos mujeres y niños; es por eso que los generales les mienten a los políticos y los políticos les mienten a los periodistas, y los diarios le mienten al público.

Después de eso sus pensamientos fueron demasiado sediciosos como para confiarlos a un papel, su culpa demasiado grande como para ser expiada con simples palabras. Tuvo la sensación de que tendría que pasar el resto de su vida pagando los males que había cometido en esa guerra. Y después de tantos años transcurridos, seguía sintiendo lo mismo. Cuando sumaba los asesinos que había encarcelado desde entonces, los secuestradores y los terroristas que había arrestado, todo le parecía nada si lo ponía en la balanza contra las toneladas de explosivos que había dejado caer, y los millares de balas que había disparado en Vietnam, Laos y Camboya.

Sabía que era irracional. Se dio cuenta de ello cuando regresó de París y reflexionó a fondo sobre la forma en que su trabajo había arruinado su vida. Decidió no seguir intentando redimir los pecados de Norteamérica. Pero esto, esto era distinto. Aquí se le presentaba la oportunidad de luchar por el hombre común, de luchar contra los generales mentirosos, los que abusaban del poder y los periodistas que cerraban los ojos; una posibilidad no sólo de luchar, no sólo de aportar una pequeña contribución, sino de hacer algo que estableciera una diferencia real, de cambiar el curso de una guerra, de alterar el destino de un país, y de impulsar la libertad en gran escala.

Y además estaba Jane.

La simple posibilidad de volver a verla había vuelto a despertar su pasión. Pocos días antes le había resultado posible pensar en ella y en el peligro que corría y después sacarse el pensamiento de la cabeza y volver a la página de la revista. Ahora ya casi no podía dejar de pensar en ella. Se preguntaba si tendría el pelo largo o corto, si estaría más gorda o más delgada, si se sentiría satisfecha con respecto a lo que estaba haciendo de su vida, si los afganos le tendrían simpatía, y, por encima de todo, si seguiría enamorada de Jean-Pierre. Sigue mi consejo —le dijo Gill—. ¡Búscala! ¡Inteligente consejo!

Por fin pensó en Petal. Lo intenté —se dijo para sus adentros—. Realmente lo intenté, y pienso que no lo hice del todo mal. Pero creo que fue un proyecto que desde el principio estuvo destinado al fracaso. Gill y Bernard le dan todo lo que ella necesita. No hay lugar para mí en su vida. Es feliz sin mí.

Cerró el diario y lo volvió a meter en la maleta. Después sacó un joyero pequeño y de poco valor. Dentro de él encontró un par de pendientes de oro, cada uno con una perla en el centro. La mujer a quien habían estado destinados, una muchacha de ojos rasgados y pechos pequeños que le enseñó que los tabúes no existían, había muerto antes de que él llegara a regalárselos. La asesinó un soldado borracho en un bar de Saigón. El no la amó: simplemente le tuvo cariño y le estaba agradecido. Los pendientes debían haber sido un regalo de despedida.

Del bolsillo de su chaqueta sacó una tarjeta en blanco y una pluma. Reflexionó un minuto y después escribió:

Para Petal:

Sí, puedes agujereártelas.

Con el amor de tu papaíto.