Capítulo 2

Jean-Pierre se inclinó sobre la mesa de la cafetería y miró a la morena que tenía enfrente con aire compasivo.

—Creo que comprendo cómo te sientes —dijo con calor—. Recuerdo que cuando se acercaba el primer fin de año de mi carrera en la facultad de medicina yo me sentía espantosamente deprimido. Uno tiene la sensación de que le han proporcionado más información de la que la mente puede absorber y nos parece simplemente imposible retenerla toda para los exámenes.

—¡Eso es exactamente lo que me pasa! —exclamó ella, asintiendo vigorosamente.

Estaba al borde de las lágrimas.

—Pero es una buena señal —la tranquilizó él—. Quiere decir que estás bien encaminada. Los que fracasan son los que no se preocupan.

Los ojos pardos de la muchacha estaban húmedos de gratitud.

—¿En serio lo crees?

—Estoy absolutamente seguro.

Ella lo miró con adoración. Preferirías comerme a mí que a tu almuerzo, ¿verdad?, pensó él. Ella cambió levemente de posición y se le abrió el cuello del suéter, dejando a la vista la puntilla de su sujetador. Jean-Pierre se sintió momentáneamente tentado. En el ala este del hospital había un cuarto donde se guardaban las sábanas y ropa blanca, que nunca se utilizaba después de las nueve y media de la mañana. Jean-Pierre lo había aprovechado más de una vez. Uno podía cerrar la puerta con llave desde dentro y acostarse sobre un montón blando de sábanas limpias…

La morenita lanzó un suspiro y se metió en la boca un trozo de filete. Al verla masticar, Jean-Pierre perdió todo interés. Odiaba ver comer a la gente. De todos modos sólo había estado ejercitando sus músculos para demostrarse que todavía era capaz de hacerlo: en verdad no tenía el menor interés en seducirla. Era bonita, con su pelo rizado y ese cutis cálido del Mediterráneo, y tenía una figura preciosa, pero últimamente a Jean-Pierre no le interesaban las conquistas casuales. La única muchacha que lo fascinaba realmente era Jane Lambert, pero ella ni siquiera lo besaría.

Dejó de mirar a la morena y sus ojos vagaron inquietos por la cafetería del hospital. No vio a nadie conocido. El lugar estaba casi desierto: almorzaban temprano porque les tocaba la primera guardia.

Ya hacía seis meses desde el día en que vio por primera vez la cara sorprendentemente bonita de Jane en el cóctel en el que se celebraba la presentación de un nuevo libro sobre ginecología feminista. En esa ocasión él le aseguró que no existía la medicina feminista, que sólo había buena o mala medicina. Ella le replicó que no existían las matemáticas cristianas y que, sin embargo, hizo falta un hereje como Galileo para probar que la tierra giraba alrededor del sol.

—¡Tienes razón! —exclamó ante eso Jean-Pierre en su tono más encantador, y a partir de ese momento se hicieron amigos.

Sin embargo, ella se resistía a sus encantos, a pesar de que simpatizaba con él. Sin duda le agradaba, pero parecía muy comprometida con el norteamericano, aunque Ellis era bastante mayor que ella. De alguna manera, eso la hacía mucho más deseable a los ojos de Jean-Pierre. Si Ellis desapareciera de la escena, o fuese atropellado por un autobús o algo así, últimamente Jane parecía estar cediendo, ¿o sería sólo expresión de sus deseos?

—¿Es cierto que te vas a Afganistán por dos años? —preguntó la morena.

—Sí, es cierto.

—¿Por qué?

—Supongo que porque aún creo en la libertad. Y porque no estudié todos estos años para dedicarme únicamente a cuidar las coronarias de empresarios gordos.

Las mentiras surgieron automáticamente de su boca.

—Pero ¿por qué dos años? Generalmente la gente se va por tres o seis meses, un año como máximo. ¡Dos años es una eternidad.

—¿Tú crees? —preguntó Jean-Pierre con una vaga sonrisa—. Verás, es difícil adquirir conocimientos valiosos en un período más corto. La idea de enviar médicos por menos tiempo allí resulta altamente ineficaz. Lo que los rebeldes necesitan es una atención médica más o menos permanente, un hospital en un lugar fijo y al menos una parte del personal estable de un año a otro. Tal como están las cosas, la mayoría de la gente no sabe dónde llevar a sus enfermos y heridos, no sigue las indicaciones del médico porque nunca llega a conocerlo lo suficiente como para confiar en él, y nadie tiene tiempo de impartir educación sanitaria. Y transportar voluntarios hasta allí convierte sus servicios gratuitos en algo bastante costoso.

Jean-Pierre puso tanto énfasis en su discurso que casi llegó a creerlo él mismo y tuvo que recordarse cuál era el verdadero motivo de su viaje a Afganistán y de querer permanecer allí durante dos años.

—¿Quién va a ceder gratuitamente sus servicios? —preguntó una voz a sus espaldas.

Se volvió y vio a otra pareja que llevaba bandejas con comida: Valerie, una interna como él, y un radiólogo amigo suyo. Se sentaron a la misma mesa que ocupaban Jean-Pierre y la morena.

Esta se encargó de contestar la pregunta de Valerie.

—Jean-Pierre se va a Afganistán a trabajar para los rebeldes.

—¿En serio? —preguntó Valerie, sorprendida—. Me enteré de que te habían ofrecido un empleo maravilloso en Houston.

—Lo rechacé.

Ella se mostró impresionada.

—Pero, ¿por qué?

—Considero que vale la pena salvar las vidas de los que luchan por la libertad; en cambio unos cuantos tejanos millonarios más o menos no representarán ninguna diferencia.

El radiólogo no estaba tan fascinado por Jean-Pierre como su amiguita. Tragó un bocado de patatas antes de hablar.

—No está mal calculado. Cuando vuelvas no te costará nada que te ofrezcan el mismo puesto, además de médico, serás un héroe.

—¿Qué te parece? —preguntó Jean-Pierre con frialdad.

No le gustaba el giro que estaba tomando la conversación.

—El año pasado, dos personas de este hospital fueron a Afganistán —continuó diciendo el radiólogo—. A su regreso consiguieron empleos estupendos.

Jean-Pierre le dedicó una sonrisa tolerante.

—Es agradable saber que, en caso de que sobreviva, no me será difícil conseguir empleo.

—¡Es lo menos que te puede pasar! —exclamó, indignada, la morena—. ¡Después de tanto sacrificio!

—¿Y tus padres qué opinan del proyecto? —le preguntó Valerie.

—Mi madre está de acuerdo —contestó Jean-Pierre. Por supuesto que estaba de acuerdo: le encantaban los héroes. Jean-Pierre imaginaba lo que hubiera dicho su padre sobre los médicos idealistas jóvenes que iban a trabajar para los rebeldes afganos: ¡El socialismo no significa que todo el mundo pueda hacer lo que le dé la gana! —hubiera exclamado con tono ronco y perentorio y con el rostro algo arrebolado—. ¿Quiénes crees que son esos rebeldes? Son bandidos que oprimen a los campesinos obedientes de la ley. Las instituciones feudales deben ser destruidas antes de que entre el socialismo. —Y con su gran puño cerrado, hubiera pegado un puñetazo sobre la mesa—. Para hacer un soufflé es necesario romper huevos, ¡para hacer socialismo hay que romper cabezas! No te preocupes, papá, ya sé todo eso.—. Mi padre está muerto —explicó Jean-Pierre—. Pero él también luchó por la libertad. Estuvo en la resistencia durante la guerra.

—¿Y qué hacía? —preguntó, escéptico, el radiólogo.

Pero Jean-Pierre no le contestó porque acababa de ver a Raoul Clermont, el editor de La Révolte que en ese momento cruzaba la cafetería, sudoroso, en su traje dominguero. ¿Qué diablos estaba haciendo ese periodista gordo en la cafetería del hospital?

—Tengo qué hablar unas palabras contigo —dijo Raoul sin preámbulos.

Estaba sin aliento.

Jean-Pierre le señaló una silla.

—Raoul…

—Es urgente —interrumpió Raoul, como si no quisiera que los demás se enteraran de su nombre.

—¿Por qué no nos acompañas a almorzar? Así podríamos conversar con tranquilidad.

—Lo siento, pero no puedo.

Jean-Pierre percibió una nota de pánico en la voz del gordo. Al mirar sus ojos, se dio cuenta de que imploraban que se dejara de tonterías. Se puso en pie, sorprendido.

—Muy bien —dijo. Y para disimular la brusquedad de su marcha pidió a los demás en tono de broma—: No os comáis mi almuerzo, regresaré.

Tomó a Raoul del brazo y salieron de la cafetería.

Jean-Pierre tenía intenciones de detenerse y hablar junto a la puerta, pero Raoul siguió caminando por el corredor.

—Me ha enviado el señor Leblond —explicó.

—Estaba empezando a pensar que él se encontraba detrás de todo esto —admitió Jean-Pierre.

Hacía un mes, Raoul lo había llevado a conocer a Leblond quien le propuso que viajara a Afganistán, aparentemente para ayudar a los rebeldes como lo hacían los médicos franceses, pero en realidad para convertirse en espía de los rusos. Jean-Pierre se sintió orgulloso, aprensivo, pero sobre todo emocionado ante la oportunidad que se le presentaba de efectuar algo realmente espectacular por la causa. Su único temor fue que la organización que enviaba médicos a Afganistán lo rechazara por ser comunista. No tenían manera de enterarse de que era miembro del Partido y él decididamente no se lo iba a decir, pero era probable que supieran que simpatizaba con el comunismo. Sin embargo, había muchos comunistas franceses que se oponían a la invasión de Afganistán. Existía también la posibilidad remota de que una organización cautelosa pudiera sugerir que Jean-Pierre se sentiría más feliz trabajando para otro grupo de luchadores de la libertad; ellos también enviaban gente a ayudar a los rebeldes de El Salvador, por ejemplo. Pero en definitiva, eso no sucedió: Jean-Pierre fue inmediatamente aceptado por Médecins pour la Liberté. Cuando le dio la buena noticia a Raoul, éste le anticipó que mantendrían otra reunión con Leblond. Tal vez de eso quería hablarle Raoul en ese momento.

—¿Por qué tanto pánico? —preguntó.

—Quiere verte inmediatamente.

—¿Ahora? —preguntó Jean-Pierre, enojado—. Estoy de guardia. Tengo pacientes…

—Estoy seguro de que alguien más podrá encargarse de ellos.

—Pero, ¿por qué tanta urgencia? No tengo que viajar hasta dentro de dos meses.

—No se trata de Afganistán.

—Y entonces, ¿de qué se trata?

—No sé.

¿Entonces por qué estás tan asustado?, se preguntó Jean-Pierre.

—¿No tienes ni la menor idea?

—Sé que han arrestado a Rahmi Coskun.

—¿El estudiante turco?

—Sí.

—¿Por qué?

—No sé.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo apenas lo conozco.

—El señor Leblond te lo explicará.

Jean-Pierre alzó las manos en un gesto de impotencia.

—No puedo irme de aquí tan fácilmente.

—¿Y qué sucedería si de repente te sintieras mal? —preguntó Raoul.

—Se lo comunicaría a la enfermera jefe y ella me buscaría un sustituto. Pero…

—Entonces, llámala. —Habían llegado a la entrada del hospital y en la pared había una serie de teléfonos interiores.

Esta puede ser una prueba —pensó Jean-Pierre—, una prueba de lealtad para ver si soy lo suficientemente serio como para que me encomienden esa misión. Decidió arriesgarse a sufrir la furia de las autoridades del hospital. Descolgó el teléfono.

—Me acaban de comunicar una repentina emergencia familiar —explicó cuando lo atendieron—. Será necesario que usted se ponga inmediatamente en contacto con el doctor Roche para que me sustituya.

—Por supuesto, doctor —le respondieron de inmediato—. Espero que no haya recibido malas noticias.

—Se lo diré más tarde —replicó él, apresuradamente—. Adiós. ¡Ah! ¡Un minuto! —Tenía un postoperatorio que había sufrido hemorragias durante toda la noche—. ¿Cómo está la señora Ferier?

—Muy bien. No ha vuelto a tener hemorragias.

—Perfecto. No dejen de vigilarla atentamente.

—Sí, doctor.

Jean-Pierre colgó.

—Bueno, vamos —dijo a Raoul.

Se dirigieron al aparcamiento y subieron al Renault 5 de Raoul. El sol había caldeado el interior del coche. Raoul conducía con rapidez por las calles laterales. Jean-Pierre estaba nervioso. No sabía exactamente quién era Leblond, pero suponía que el individuo tenía algo que ver con la K.G.B.. Jean-Pierre se descubrió preguntándose si había hecho algo que ofendiera a tan temida organización, y si así fuera, qué castigo le infligirían. Sin duda era imposible que hubieran averiguado algo con respecto a lo de Jane.

El hecho de que le hubiera pedido que lo acompañara a Afganistán no era asunto de ellos. De todos modos habría sin duda otra gente en el grupo, tal vez alguna enfermera para ayudarlo a él, quizás otros médicos destinados a otros puntos del país: ¿qué inconveniente había en que Jane estuviera entre ellos? No era enfermera, pero podía seguir un curso acelerado, y tenía la enorme ventaja de hablar farsi, el idioma persa, que era muy parecido a la lengua que se hablaba en la zona a la que se dirigía Jean-Pierre.

Esperaba que ella lo acompañara por idealismo y deseo de aventura. Y esperaba que una vez allí olvidara a Ellis y se enamorara del europeo que tuviera más cerca, que sin duda sería él.

También esperaba que el partido jamás se enterara de que él la había alentado a viajar por motivos personales. No era necesario que ellos lo supieran y tampoco tenía forma de enterarse. O por lo menos eso era lo que él suponía. Tal vez se hubiera equivocado. Tal vez su actitud los hubiera enfurecido.

Esto es una tontería —se dijo—. En realidad no he hecho nada malo: y aún en el caso de que lo hubiera hecho no me castigarían. Esta es la verdadera K.G.B., no esa institución mítica que provoca terror a los lectores del Readers Digest.

Raoul estacionó el coche. Se habían detenido frente a un lujoso edificio de apartamentos de l’Université. Era el lugar donde Jean-Pierre le fue presentado a Leblond. Se apearon del coche y entraron en el edificio.

El vestíbulo estaba en penumbra. Subieron la escalera curva hasta el primer piso y tocaron el timbre. ¡Cuánto ha cambiado mi vida desde la última vez que esperé frente a esta puerta!, pensó Jean-Pierre.

Les abrió el señor Leblond personalmente. Era un individuo delgado, de baja estatura, con gafas y una calva incipiente. Con su traje gris y su corbata plateada, parecía un mayordomo. Los condujo a la habitación trasera del edificio donde había entrevistado anteriormente a Jean-Pierre. Los altos ventanales y las complicadas molduras indicaban que en una época anterior el lugar había sido un elegante salón, pero ahora el suelo estaba cubierto por una alfombra de nylon, sobre la que se apoyaba un escritorio barato y algunas sillas de plástico de color naranja.

—Esperad aquí un momento —ordenó Leblond.

Hablaba en voz baja, cortante y seca. Un leve pero inconfundible acento sugería que su verdadero apellido no era Leblond. Salió por una puerta diferente a la de entrada.

Jean-Pierre se instaló en una silla de plástico. Raoul permaneció de pie. En este mismo cuarto —pensó Jean-Pierre—, esa misma voz seca me dijo: «Desde tu infancia has sido un comunista silencioso y leal. Tu carácter y tus antecedentes familiares nos llevan a pensar que en un papel encubierto, servirás bien al partido.» Espero no haberlo arruinado todo por causa de Jane.

Leblond regresó acompañado por otro hombre. Ambos permanecieron en el umbral y Leblond señaló a Jean-Pierre. El otro individuo lo estudió detenidamente, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria, y Jean-Pierre le devolvió la mirada. El hombre era grandote y con hombros anchos de futbolista. Su pelo, largo a los costados, tenía una pequeña calva en la coronilla y llevaba un bigote caído. Vestía una chaqueta de dril verde desgarrada en la manga. Después de algunos instantes, asintió y salió.

Leblond cerró la puerta y se instaló detrás del escritorio.

—Ha ocurrido un desastre —informó.

No se trata de Jane —pensó Jean-Pierre—. ¡Gracias a Dios!

—En tu círculo de amigos hay un agente de la CÍA —aseguró Leblond.

—¡Dios mío! —exclamó Jean-Pierre.

—Pero ése no es el desastre —continuó diciendo Leblond con irritación—. No es sorprendente que haya un espía norteamericano entre tus amigos. Sin duda también hay espías israelíes, sudafricanos y franceses. ¿Qué haría esa gente si no se infiltrara en grupos de activistas políticos juveniles? Y nosotros también tenemos uno, por supuesto.

—¿Quién?

—Tú.

—¡Ah! — Jean-Pierre se sintió desconcertado. Nunca se había considerado exactamente un espía. Pero ¿qué otra cosa podía significar eso de servir al partido en un papel encubierto?—. ¿Y quién es el agente de la CÍA? —preguntó con intensa curiosidad.

—Alguien llamado Ellis Thaler.

El impacto que sintió hizo que Jean-Pierre se pusiera en pie.

—¿Ellis?

—¿Así que lo conoces? Muy bien.

—¿Ellis es agente de la CÍA?

—Siéntate —ordenó Leblond con frialdad—. Nuestro problema no se refiere a quién es sino a lo que ha hecho.

Jean-Pierre pensaba: Si Jane se entera de esto plantará a Ellis sin titubear. ¿Me permitirán que se lo diga? Y si no se lo digo yo, ¿se enterará por algún otro conducto? ¿Lo creerá? ¿Y Ellis será capaz de negarlo?

Leblond seguía hablando. Jean-Pierre tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para escuchar lo que decía.

—El desastre es que Ellis nos tendió una trampa en la que cayó alguien bastante importante para nosotros.

Jean-Pierre recordó que Raoul le había dicho que Rahmi Coskun había sido arrestado.

—¿Rahmi es importante para nosotros?

—No, Rahmi no.

—Entonces, ¿quién?

—No es necesario que lo sepas.

—¿Pero para qué me habéis hecho venir aquí?

—Cállate y escucha —contestó Leblond bruscamente, y por primera vez Jean-Pierre le tuvo miedo—. Por supuesto que no conozco a tu amigo Ellis. Desgraciadamente, Raoul tampoco lo conoce. Por lo tanto, ninguno de los dos sabe qué aspecto tiene. Pero tú sí lo sabes. Por eso te hice venir. ¿Sabes también dónde vive Ellis?

—Sí. Tiene una habitación encima de un restaurante en la calle de l’Ancienne Comédie.

—¿Y esa habitación da a la calle?

Jean-Pierre frunció el entrecejo. Sólo había estado allí una vez: Ellis no invitaba demasiado a su casa.

—Creo que sí.

—Pero ¿no estás seguro?

—Déjame pensar. —Había ido allí una noche, tarde, con Jane y otros amigos, después de una sesión de cine en la Sorbona. Ellis les ofreció café. Era una habitación pequeña. Jane se sentó en el suelo, junto a la ventana,—. Sí. La ventana da a la calle. ¿Yeso qué importancia tiene?

—Significa que puedes hacernos seriales.

—¿Yo? ¿Por qué? ¿Y a quién?

Leblond le dirigió una mirada amenazadora.

—Lo siento —se disculpó Jean-Pierre.

Leblond vaciló. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz algo más suave, aunque su rostro mantenía la misma expresión impenetrable.

—Te vamos a someter a un bautismo de fuego. Lamento tener que usarte en una, acción como ésta cuando hasta ahora nunca has hecho nada por nosotros. Pero tú conoces a Ellis y estás aquí, y en este momento no tenemos a nadie más que lo conozca; y lo que queremos hacer perderá su impacto si no lo llevamos a cabo inmediatamente. Así que, escucha cuidadosamente, porque esto es importante. Debes ir al cuarto de Ellis. Si él está allí, tendrás que entrar, inventa algún pretexto. Acércate a la ventana, asómate y asegúrate de que Raoul, que estará esperando en la calle, pueda verte.

Raoul se movió inquieto, como un perro que oye pronunciar su nombre en una conversación.

—¿Y si Ellis no estuviera? —preguntó Jean-Pierre.

—Habla con los vecinos. Trata de averiguar dónde ha ido y cuándo volverá. Si te parece que ha salido sólo por algunos minutos, o aún por una hora, espéralo. Cuando regrese, procede como ya te indiqué: entra, colócate frente a la ventana y asegúrate de que Raoul te vea. Tu presencia en la ventana será la señal de que Ellis se encuentra allí, así que, pase lo que pase, no te acerques a la ventana si él no está. ¿Has comprendido?

—Sé lo que quieres que haga —contestó Jean-Pierre—. Pero no comprendo el propósito de todo esto.

—Identificar a Ellis.

—¿Y cuando lo haya identificado?

Leblond le contestó lo que Jean-Pierre no se animaba a desear, y lo que oyó le sacudió todo el cuerpo.

—Lo mataremos, por supuesto.