Capítulo 18

Durante el transcurso del primer día las patrullas rusas no encontraron rastros de Ellis y Jane.

Jean-Pierre y Anatoly permanecían sentados en unas duras sillas de madera de una oficina sin ventanas en la base aérea de Bagram, donde recibían los informes a medida que iban llegando por radio. Los grupos de búsqueda habían vuelto a salir antes del amanecer. Al principio fueron seis: uno para cada uno de los cinco valles laterales que, desde el de los Cinco Leones, conducían al este, y otro que seguiría el curso del río de los Cinco Leones hacia el norte hasta su nacimiento. Cada grupo incluía por lo menos a un oficial del ejército regular afgano que dominara el idioma dari. Los helicópteros que los conducían aterrizaron en seis pueblos distintos del valle, y media hora más tarde las seis partidas informaron que habían logrado encontrar guías locales.

—¡Eso ha sido rápido! —comentó Jean-Pierre, después de recibir el sexto informe—. ¿Cómo lo habrán logrado?

—Muy simple —contestó Anatoly—. Le piden a alguien que los guíe. Si el individuo se niega, le pegan un tiro. Después se lo piden a otro. No tardan demasiado en encontrar un voluntario.

Una de las patrullas trató de seguir la ruta que le había sido asignada desde el aire, pero el experimento resultó un fracaso. Los senderos ya eran bastante difíciles de seguir en tierra; desde el aire resultaba imposible. Además, ninguno de los guías había volado nunca anteriormente y la nueva experiencia los desorientaba por completo. Así que todas las patrullas iniciaron la marcha a pie, algunas con caballos confiscados para cargar el equipaje.

Jean-Pierre no esperaba recibir más noticias durante el curso de la mañana, porque los fugitivos llevaban un día entero de ventaja. Sin embargo, los soldados sin duda se moverían con mayor rapidez que Jane, sobre todo teniendo en cuenta que ella debía llevar a Chantal…

Cada vez que pensaba en Chantal, Jean-Pierre se sentía culpable. La furia que le provocaba el comportamiento de su mujer no se extendía a su hija, y sin embargo tenía la seguridad de que la pequeña estaba sufriendo: todo el día en movimiento, cruzando pasos que estaban por encima de nieves perpetuas, azotada por vientos gélidos, Como le sucedía a menudo, pensó en lo que ocurriría si Jane muriera y su hija no. Se imaginó a Ellis capturado, solo; el cuerpo de Jane, dos o tres kilómetros más atrás, muerta a causa del frío, mientras que su hija sobrevivía milagrosamente, todavía en brazos de la madre. Volvería a París convertido en una figura trágica y romántica –pensaba Jean-Pierre—, un viudo, veterano de guerra de Afganistán, con una hijita de meses, ¡Cómo me alabarían! Soy perfectamente capaz de criar a una criatura. ¡Qué relación tan intensa estableceríamos a medida que ella fuera creciendo! Por supuesto que tendría que contratar a una niñera, pero me encargaría de que ella no ocupara el lugar de la madre en el afecto de la criatura, No, yo sería para ella padre y madre a la vez.

Cuanto más lo pensaba, más lo enfurecía el hecho de que Jane arriesgara la vida de Chantal. No cabía duda de que ella había perdido sus derechos de madre al arrastrar a su hijita en una aventura semejante. Pensaba que basándose en eso, él podría obtener la custodia legal de la pequeña en cualquier tribunal europeo…

A medida que pasaba la tarde, Anatoly empezó a aburrirse y Jean-Pierre se puso tenso. Ambos estaban irritables. Anatoly mantenía largas conversaciones en ruso con otros oficiales que entraban en la pequeña habitación sin ventanas, y esos diálogos interminables ponían de punta los nervios de Jean-Pierre. Al principio Anatoly traducía todos los informes de las patrullas que les llegaban por radio, pero ahora se conformaba con decir simplemente Nada. Jean-Pierre empezó a marcar las rutas seguidas en una serie de mapas, en los que iba localizando sus paraderos con alfileres de cabezas coloradas, pero hacia el fin de la tarde las patrullas seguían senderos o cauces de ríos secos que no figuraban en los mapas y si en los informes por radio proporcionaban datos de sus respectivos paraderos, Anatoly no se los pasaba.

Al caer la noche las patrullas acamparon sin informar que hubieran encontrado señales de los fugitivos. Tenían instrucciones de interrogar a los habitantes de los pueblos por los que pasaban. Estos afirmaban no haber visto extranjeros, cosa que no era sorprendente porque todavía se encontraban en el Valle de los Cinco Leones y no habían atravesado aún los grandes pasos que conducían a Nuristán. La gente a quien interrogaban era por lo general leal a Masud; para ella, ayudar a los rusos constituía una traición. Al día siguiente, cuando las patrullas entraran en Nuristán, el pueblo se mostraría más dispuesto a cooperar.

A pesar de todo, Jean-Pierre se sentía desanimado cuando él y Anatoly abandonaron la oficina al anochecer y se dirigieron al comedor. Comieron una cena horrible consistente en salchichas enlatadas y puré de patatas desecadas. Después Anatoly, malhumorado, se marchó a beber vodka con algunos colegas mientras dejaba a Jean-Pierre al cuidado de un sargento que sólo hablaba ruso. jugaron una partida de ajedrez pero, para desgracia de Jean-Pierre, el sargento era demasiado bueno y le ganó. Jean-Pierre se retiró temprano y permaneció despierto sobre un duro colchón del ejército imaginando a Jane y a Ellis acostados juntos.

A la mañana siguiente lo despertó Anatoly, con su rostro oriental iluminado por una sonrisa y habiendo perdido todo rastro de la irritación del día anterior, y Jean-Pierre se sintió como un niño desobediente que acababa de ser perdonado, aunque por lo que él sabía, no hubiera hecho nada malo. Desayunaron juntos en la cantina de la base. Anatoly ya se había puesto en contacto con todas las patrullas, que habían levantado el campamento y reiniciado la marcha al amanecer.

—Hoy capturaremos a tu esposa, amigo mío —aseguró Anatoly alegremente, y Jean-Pierre sintió que su optimismo renacía.

En cuanto llegaron a la oficina, Anatoly se volvió a comunicar por radio con las patrullas. Les pidió que describieran lo que veían a su alrededor y Jean-Pierre utilizó los datos de arroyos, lagos, depresiones y alturas del terreno para establecer su situación. Basándose en los kilómetros recorridos por hora de marcha daban la sensación de estarse moviendo con terrible lentitud, pero por supuesto que subían la montaña en terreno difícil, e idénticos factores retrasarían a Ellis y a Jane.

Cada patrulla poseía un guía y cuando llegaban a un lugar en que el sendero se bifurcaba y ambas posibilidades conducían a Nuristán, contrataban un guía adicional en el pueblo más cercano y se dividían en dos grupos. A mediodía el mapa de Jean-Pierre estaba lleno de alfileres de cabeza colorada, como si fuese el rostro de un niño con sarampión.

A media tarde sufrieron una inesperada interrupción. Un general con gafas que realizaba una gira por Afganistán, aterrizó en Bagram y decidió averiguar cómo estaba gastando Anatoly el dinero de los contribuyentes. Esto se lo previno el mismo Anatoly a Jean-Pierre, segundos antes de que el general se presentara en la pequeña oficina, seguido por ansiosos oficiales que parecían patitos detrás de la mamá pata.

Jean-Pierre observó fascinado la manera en que Anatoly manejaba al visitante. Se puso en pie de un salto, con aspecto enérgico pero tranquilo, estrechó la mano del general y le ofreció una silla, dio una serie de órdenes a través de la puerta abierta, habló con rapidez pero con deferencia al general durante aproximadamente un minuto, se disculpó y habló por radio, le tradujo a Jean-Pierre la respuesta que llegaba de Nuristán y finalmente presentó en francés a Jean-Pierre y al general.

El general empezó a hacer preguntas que Anatoly iba contestando mientras señalaba los alfileres del mapa de Jean-Pierre. En ese momento, una de las patrullas entró en línea sin solicitar autorización: una voz excitada que se expresaba en ruso, y Anatoly hizo callar al general en mitad de una frase para poder escuchar.

Jean-Pierre se sentó en el borde de su dura silla, deseando que le tradujeran las noticias.

La voz se calló. Anatoly hizo una pregunta y obtuvo una respuesta.

—¿Qué vieron? —preguntó Jean-Pierre, incapaz de continuar en silencio.

Anatoly lo ignoró durante un instante y habló con el general. Por fin se volvió hacia Jean-Pierre.

—Han encontrado a dos norteamericanos en un pueblo llamado Atati, en el valle de Nuristán.

—¡Maravilloso! —exclamó Jean-Pierre—. ¡Deben de ser ellos! —Supongo que sí —contestó Anatoly.

Jean-Pierre no comprendía la falta de entusiasmo del ruso. —¡Por supuesto que son ellos! Tus tropas no conocen la diferencia entre los norteamericanos y los ingleses.

—Posiblemente no. Pero dicen que la pareja no tiene ningún bebé.

—¡Qué no tienen un bebé!

Jean-Pierre frunció el entrecejo. ¿Cómo podía ser? ¿Habría dejado Jane a Chantal en el Valle de los Cinco Leones para que fuera criada por Rabia, Zahara o Fara? Le parecía imposible. ¿Habría escondido a su hijita con alguna familia de ese pueblo, Atati, segundos antes de ser encontrados por la partida rusa? Eso tampoco le parecía probable: el instinto de Jane la llevaría a mantener con ella a su hijita en momentos de peligro.

¿Habría muerto Chantal?

Decidió que posiblemente fuese un error: algún error de comunicación, interferencias atmosféricas en la comunicación por radio o simplemente un oficial poco despierto que había pasado por alto la presencia de una criatura tan pequeña.

—No especulemos —le aconsejó Anatoly—. Será mejor que vayamos a comprobarlo.

—Quiero que tú acompañes a la patrulla que los arreste —dijo Anatoly.

—¡Por supuesto! —contestó Jean-Pierre. Pero en seguida le sorprendió la frase de Anatoly—. ¿quieres decir que tú no vendrás?

—Correcto.

—¿Y por qué no?

—Porque soy necesario aquí.

Y miró de soslayo al general.

—Muy bien.

Sin duda existían juegos de poder dentro de la burocracia militar. Anatoly tenía miedo de alejarse de la base mientras el general anduviera dando vueltas por allí, porque podría proporcionarle la oportunidad a algún rival de difamarle a sus espaldas.

Anatoly tomó el teléfono que había sobre el escritorio y dio una serie de órdenes en ruso. Mientras todavía seguía hablando, entró un ordenanza y le hizo señas a Jean-Pierre de que lo siguiera. Anatoly interrumpió su conversación para hablarle,

—Te proporcionarán un abrigo acolchado, En Nuristán ya ha empezado el invierno. A bientôt.

Jean-Pierre salió con el ordenanza. Cruzaron la pista de cemento. Dos helicópteros los esperaban con sus motores en marcha: un Hind equipado con cohetes debajo de las alas y un Hip, de tamaño considerablemente mayor, con una hilera de ventanillas a lo largo del fuselaje. Jean-Pierre se preguntó para qué sería el Hip, pero en seguida comprendió que estaba destinado a llevar de regreso a la partida de búsqueda. justo antes de que llegaran al lugar donde se encontraban los aparatos, los alcanzó un soldado con un abrigo de uniforme ruso que entregó a Jean-Pierre. Este se lo colgó del brazo y subió al Hind.

Despegaron inmediatamente. Jean-Pierre era presa de una especie de fiebre de anticipación. Se instaló en un banco de la cabina de pasajeros junto a media docena de soldados. Tomaron rumbo al nordeste.

Cuando se alejaron de la base aérea, el piloto llamó a Jean-Pierre. El francés se adelantó y permaneció de pie en el escalón para que el piloto pudiera hablarle.

—Yo seré su intérprete —anunció el hombre, en un francés vacilante.

—Gracias. ¿Sabe hacia dónde nos dirigimos?

—Sí, señor; tenemos las coordenadas y puedo comunicarme por radio con el jefe del equipo de búsqueda. —¡Perfecto!

A Jean-Pierre le sorprendía que lo tratara con tanta deferencia. Por lo visto, debido a su asociación con un coronel de la K.G.B. había adquirido un rango honorario.

Mientras regresaba a su asiento se preguntó qué cara pondría Jane cuando lo viera llegar. ¿Se sentiría aliviada? ¿Desafiante? ¿O simplemente extenuada? Ellis estaría furioso y humillado, por supuesto. Y yo, ¿cómo debo actuar? —se preguntó Jean-Pierre—. Quiero hacer que se retuerzan, pero no debo perder la dignidad. ¿Qué debo decir?

Trató de visualizar la escena. Ellis y Jane estarían en el patio de alguna mezquita o sentados en el suelo de tierra de alguna cabaña de piedra, posiblemente atados y custodiados por soldados con Kalashnikovs. Probablemente tendrían frío, hambre y se sentirían desgraciados y miserables. El con el abrigo ruso puesto, expresión confiada, aire de mando y seguido por una serie de jóvenes oficiales deferentes. Les dirigiría una mirada larga y penetrante y diría…

—¿Qué diría? Así que nos volvemos a encontrar, sonaba terriblemente melodramático. ¿Realmente pensabais que lograríais escapar de nuestro asedio?, era demasiado retórico. Nunca tuvisteis posibilidades de huir, sonaba mejor, aunque rompiera un poco el clímax.

La temperatura descendía con rapidez a medida que se acercaban a las montañas. Jean-Pierre se puso el abrigo y se quedó de pie junto a la puerta abierta, mirando hacia abajo. Se veía un valle algo parecido al de los Cinco Leones, con un río en el centro que fluía a la sombra de las montañas. Los picos y las cimas de ambos lados estaban nevados, pero no el valle en sí.

Jean-Pierre se acercó al piloto y le habló cerca del oído.

—¿Dónde estamos?

—Este es el valle de Sakardara —contestó el hombre—. Hacia el norte cambia su nombre por el de valle de Nuristán. Nos conduce directamente a Atati.

—¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Veinte minutos.

Parecía interminable. Controlando su impaciencia, Jean-Pierre volvió a sentarse en el banco, entre la tropa. Los soldados permanecían quietos y silenciosos, observándolo. Parecían temerle. Tal vez creyeran que pertenecía a la K.G.B..

En realidad pertenezco a la K.G.B., pensó de repente Jean-Pierre.

Trató de imaginar en qué pensaban los soldados. ¿En sus novias y esposas que habían quedado en Rusia, tal vez? De ahora en adelante, el hogar de ellos sería también el suyo. Tendría un apartamento en Moscú. Se preguntó si en el futuro le sería posible vivir una relación matrimonial feliz con Jane. Quería instalarlas a ella y a Chantal en su apartamento, mientras él, lo mismo que esos soldados, luchaba por la causa justa en países extranjeros, a la espera del día en que pudiera regresar a su casa de vacaciones para volver a dormir con su esposa y ver cuánto había crecido su hija. Yo traicioné a Jane y ella me traicionó a mí.

—pensó—, quizá podamos perdonarnos mutuamente, aunque sólo sea por el bien de Chantal.

¿Qué le habría sucedido a Chantal?

Faltaba poco para que lo averiguara. El helicóptero perdió altura. Ya casi habían llegado. Jean-Pierre volvió a ponerse en pie para asomarse a la puerta. Descendían en una pradera donde un afluente desembocaba en el río. Era un lugar bonito con apenas un grupo de casitas desparramadas por la ladera de la montaña, cada una edificada por encima de la otra, a la manera típica de Nuristán. Jean-Pierre recordó haber visto fotografías de pueblos parecidos en libros sobre el Himalaya.

El helicóptero se posó en tierra.

Jean-Pierre saltó al suelo. Del otro lado de la pradera, un grupo de soldados rusos —sin duda pertenecientes a la patrulla de búsqueda salió de una de las casas de madera edificadas al pie de la montaña. Jean-Pierre esperó con impaciencia al piloto, su intérprete.

—¡Vamos! —ordenó, empezando a cruzar la pradera.

Tuvo que contenerse para no correr. Ellis y Jane sin duda se encontraban en la casa de la que acababan de salir los soldados y se encaminó hacia allí a paso rápido. Empezó a enfurecerse: la ira largo tiempo reprimida ardía en su interior. Al diablo con la dignidad —pensó—; le voy a decir a esa pareja de mierda lo que pienso de ellos.

Cuando se acercó a la patrulla, el oficial que dirigía el grupo empezó a hablar. Jean-Pierre lo ignoró y se volvió hacia el piloto.

—Pregúnteles dónde están.

El piloto hizo la pregunta y el oficial señaló la casa de madera. Sin pronunciar una sola palabra más, Jean-Pierre se dirigió hacia allí.

Su furia se encontraba en plena ebullición cuando entró como una tromba en el tosco edificio. Varios soldados de la patrulla permanecían en un rincón. Miraron a Jean-Pierre y en seguida le abrieron paso.

En el cuarto había dos personas atadas a un banco.

Jean-Pierre los miró fijo, como petrificado. Abrió la boca y se puso muy pálido. Los prisioneros eran un muchacho delgado y de aspecto anémico, de alrededor de dieciocho o diecinueve años de edad, de pelo largo y sucio y bigote caído, y una muchacha rubia de grandes pechos y flores en el pelo. El muchacho miró a Jean-Pierre con alivio.

—¡Bueno, hombre! ¿Nos ayudará? ¡Estamos hundidos en la mierda! Jean-Pierre se sintió a punto de explotar. No eran más que una pareja de hippies que seguían la senda de Katmandú, una clase de turistas que no había desaparecido del todo a pesar de la guerra. ¡Qué desilusión! ¿Por qué tenían que estar allí ellos justo en el momento en que todo el mundo buscaba a un par de prófugos occidentales? Jean-Pierre decididamente no estaba dispuesto a ayudar a un par de drogadictos degenerados. Se volvió y salió.

En ese momento entraba el piloto. Al ver la expresión de Jean-Pierre, preguntó.

—¿Qué sucede?

—No son ellos. Venga conmigo.

El hombre se apresuró a seguir a Jean-Pierre.

—¿Dice que no son ellos? ¿Así que éstos no son los norteamericanos?

—Son norteamericanos, pero no los que buscamos.

—¿Y ahora qué va a hacer?

—Voy a hablar con Anatoly y quiero que usted lo localice por radio.

Cruzaron la pradera y subieron al helicóptero. Jean-Pierre ocupó el asiento del artillero y se puso los auriculares. Empezó a golpear impaciente el suelo de metal con el pie mientras el piloto mantenía una interminable conversación en ruso. Por fin oyó la voz de Anatoly, muy distante y llena de interferencias.

—Jean-Pierre, amigo mío, aquí Anatoly. ¿Dónde estás?

—Estoy en Atati. Los dos norteamericanos que han capturado no son Ellis y Jane. Repito, no son Ellis y Jane. Son simplemente una pareja de adolescentes tontos que buscan el nirvana. Cambio. —No me sorprende, Jean-Pierre —contestó Anatoly. —¿Qué? —interrumpió Jean-Pierre, olvidando que la comunicación era de una sola banda.

—,he recibido una serie de informes que aseguran que Ellis y Jane han sido vistos en el valle de Linar. La patrulla que los busca todavía no ha entrado en contacto con ellos, pero les siguen el rastro de cerca. Cambio.

La furia que sentía Jean-Pierre por los hippies se evaporó y volvió a sentir parte de su anterior ansiedad.

—El valle de Linar, ¿dónde queda eso? Cambio.

—Cerca de donde te encuentras tú ahora. Cruza el valle de Nuristán a veinticinco o treinta kilómetros al sur de Atati. Cambio.

¡Tan cerca!

—¿Estás seguro? Cambio.

—La patrulla que los busca recibió varios informes en los pueblos por los que pasaron. Las descripciones coinciden con las de Ellis y Jane. Y mencionan la presencia de un bebé. Cambio.

Entonces realmente eran ellos.

—¿Es posible calcular dónde se encuentran en este momento? Cambio.

—Todavía no. Yo me encamino a reunirme con la patrulla. Allí me darán más detalles. Cambio.

—¿Quiere decir que no te encuentras en Bagram? ¿Y qué sucedió con tu, este, visitante? Cambio.

—Se fue —contestó Anatoly con tono animoso—. En este momento estoy en el aire y a punto de reunirme con la patrulla en un pueblo llamado Mundol. Está situado en el valle de Nuristán, río abajo del punto donde el Linar se une con el Nurisciii y cerca de un gran lago que también se llama Mundol. Reúnete conmigo allí. Pasaremos la noche en el pueblo y por la mañana supervisaremos la búsqueda. Cambio.

—¡Allí estaré! —exclamó Jean-Pierre, jubiloso. Pero de repente se le cruzó otro pensamiento—. ¿Y qué quieres que hagamos con esos hippies? Cambio.

—Los haré llevar a Kabul para que sean interrogados. Allí tenemos gente que les recordará las realidades del mundo material. Permíteme hablar con tu piloto. Cambio.

—Te veré en Mundol. Cambio.

Anatoly empezó a hablar en ruso con el copiloto y Jean-Pierre se sacó los auriculares. Se preguntó por qué querría Anatoly perder el tiempo interrogando a un par de hippies inofensivos. Obviamente no eran espías. Entonces se le ocurrió que la única persona que realmente sabía si esos dos eran o no Ellis y Jane era él. Era posible —aunque muy poco probable— que Ellis y Jane lo hubieran persuadido de que los dejara ir y que le dijera a Anatoly que su patrulla sólo había capturado a una pareja de hippies.

Ese ruso era un cretino que desconfiaba de todo el mundo.

Jean-Pierre esperó impaciente que Anatoly terminara de hablar con el piloto. Tuvo la impresión de que la patrulla de Mundol se hallaba muy cerca de sus presas. Tal vez al día siguiente, Ellis y Jane serían capturados. En realidad los intentos de la pareja por huir habían sido siempre prácticamente inútiles; pero eso no impedía que Jean-Pierre se preocupara, y seguiría angustiado hasta que ambos estuviesen atados de pies y manos y encerrados en una celda rusa.

El piloto se sacó los auriculares para hablarle.

—Lo llevaremos a Mundol en este helicóptero. El Hip llevará a los demás de regreso a la base.

—Muy bien.

A los pocos minutos habían remontado el vuelo, dejando que los otros se tomaran su tiempo. Ya casi había anochecido y Jean-Pierre se preguntó si les resultaría difícil encontrar el pueblo de Mundol.

La noche cayó con rapidez mientras seguían el cauce río abajo.

Debajo de ellos el terreno desapareció en la oscuridad. El piloto hablaba constantemente por radio y Jean-Pierre supuso que los que estaban en tierra firme en Mundol lo guiaban. A los diez o quince minutos vislumbraron luces poderosas debajo de ellos. Aproximadamente un kilómetro más allá de las luces, la luna resplandecía sobre la superficie de un enorme lago. El helicóptero descendió.

Aterrizó en un prado, cerca de otro helicóptero. Un soldado que los esperaba condujo a Jean-Pierre al pueblo, edificado en la ladera de la montaña. Las siluetas de las casas de madera se destacaban a la luz de la luna. Jean-Pierre siguió al soldado hasta una de ellas. Allí, sentado en una silla plegable y envuelto en un enorme abrigo de piel de lobo, estaba Anatoly.

El ruso se encontraba en un estado de ánimo exuberante. —¡Jean-Pierre, mi amigo francés, estamos muy cerca del triunfo! —dijo en voz muy alta. Resultaba extraño que un hombre con facciones tan orientales se comportara de esa manera tan espontánea y jovial—, Bebe un poco de café, le hemos agregado vodka.

Jean-Pierre aceptó el vaso de papel que le ofreció la mujer afgana que por lo visto se hallaba al servicio de Anatoly. Se instaló en una silla plegable igual que la del ruso. Parecían sillas del ejército. Si los rusos viajaban con tanto equipo: sillas plegables, café, vasos de papel y vodka, tal vez después de todo no se moverían más rápido que Ellis y Jane.

Anatoly pareció leerle los pensamientos.

—Traje algunos pequeños lujos en mi helicóptero —confesó sonriendo—. Como comprenderás, la K.G.B. tiene su dignidad.

Jean-Pierre no alcanzó a descifrar la expresión de su rostro y no supo si hablaba en broma o no. Cambió de tema.

—¿Cuáles son las últimas novedades?

—Hoy nuestros fugitivos decididamente pasaron por los pueblos de Bosaydur y de Linar. En algún momento de esta tarde, la patrulla perdió a su guía. Probablemente el individuo decidió volver a su casa. —Anatoly frunció el entrecejo, como si le molestara ese pequeño cable suelto; después reanudó su historia—. Por suerte encontraron otro guía casi inmediatamente.

—Sin duda empleando tu habitual y altamente persuasiva técnica de reclutamiento —dijo Jean-Pierre.

—No, extrañamente no fue necesario. Me dicen que éste es un verdadero voluntario. Está aquí, en alguna parte del pueblo.

—Por supuesto que es más posible que se presenten como voluntarios aquí en Nuristán —reflexionó Jean-Pierre—. Ellos prácticamente no se encuentran involucrados en la guerra y además tienen fama de carecer totalmente de escrúpulos.

—Este nuevo guía asegura haber visto a los fugitivos hoy, antes de unirse a nosotros. Pasaron a su lado en el punto donde el Linar desemboca en el Nuristán. Los vio doblar hacia el sur, rumbo a este lugar.

—¡Magnífico!

—Esta noche, después de que la patrulla llegó aquí, a Mundol, nuestro hombre interrogó a algunos pobladores y se enteró de que esta tarde habían pasado dos extranjeros con un bebé, rumbo al sur.

—Entonces no cabe ninguna duda —agregó Jean-Pierre, con satisfacción.

—Absolutamente ninguna —enfatizó Anatoly—. Mañana los apresaremos. Te lo aseguro.

Jean-Pierre se despertó acostado sobre un colchón inflable —otro de los lujos de la K.G.B.— colocado sobre el suelo de tierra de la casa. Durante la noche el fuego se había apagado y el aire había sido frío. La cama de Anatoly, instalada en el otro extremo del cuartito, estaba desierta. Jean-Pierre ignoraba dónde habrían pasado la noche los dueños de la casa. Después que les proporcionaron comida y la sirvieron, Anatoly les ordenó que se fueran. Trataba a todo Afganistán como si fuese su reino personal. Y tal vez lo fuera.

Jean-Pierre se sentó y se restregó los ojos. Entonces vio a Anatoly de pie en el umbral de la puerta y mirándolo especulativamente.

—¡Buen día! —saludó Jean-Pierre.

—¿Alguna vez has estado aquí antes? —preguntó Anatoly, sin mas preámbulo.

El cerebro de Jean-Pierre todavía seguía nublado por el sueño. —¿Dónde?

—En Nuristán —replicó Anatoly con impaciencia. —No.

—¡Qué extraño!

A Jean-Pierre ese estilo enigmático de conversación le resultó irritante a una hora tan temprana.

—¿Por qué? —preguntó con tono irascible—. ¿Por qué te resulta extraño?

—Hace unos instantes estuve conversando con el nuevo guía. —¿Cómo se llama?

—Mohammed, Muhammad, Mahomet, Mahmoud, uno de esos nombres que tienen cientos de individuos como él.

—¿Y en qué idioma hablaste con un nuristaní?

—En francés, en ruso, en dari y en inglés, la mescolanza habitual. Me preguntó quién había llegado anoche en el segundo helicóptero. Yo contesté: Un francés que puede identificar a los fugitivos, o algo así. Me preguntó tu nombre y se lo dije: quería seguirle el juego hasta averiguar por qué le interesaba tanto. Pero no me hizo más preguntas. Fue casi como si te conociera.

—¡Imposible!

—Supongo que sí.

—¿Y por qué no se lo preguntas?

No es propio de Anatoly mostrarse tan inseguro, pensó Jean-Pierre.

—No tiene sentido interrogar a un individuo hasta haber establecido si tiene algún motivo para mentirte.

Dicho lo cual, Anatoly salió.

Jean-Pierre se levantó. Había dormido en camisa y ropa interior. Para salir se puso los pantalones y las botas y después se colocó el abrigo sobre los hombros.

Se encontró en una tosca galería de madera desde donde se contemplaba todo el valle. Abajo, el río serpenteaba entre los prados, ancho y perezoso. Hacia el sur desembocaba en un lago largo y angosto, bordeado por montañas. El sol todavía no había salido. La niebla que se cernía sobre el agua oscurecía el extremo más lejano del lago. Era un paisaje agradable. Jean-Pierre recordó que ésa era la zona más fértil y populosa de Nuristán; el resto era desértico.

Después notó con aprobación que los rusos habían cavado una letrina de campaña. La costumbre de los afganos de utilizar para eso los arroyos de los que sacaban el agua para beber era el motivo por el cual todos sufrían de parásitos intestinales. Los rusos realmente pondrán orden en este país en cuanto lo controlen, pensó.

Se dirigió a la pradera, utilizó la letrina, se lavó en el río y obtuvo una taza de café de un grupo de soldados que estaban alrededor de una fogata.

La patrulla estaba lista para partir. La noche anterior, Anatoly decidió que dirigiría la búsqueda desde allí, permaneciendo en constante contacto con sus hombres. Los helicópteros estarían listos para llevarlos a él y a Jean-Pierre a unirse a la patrulla en cuanto avistaran a los fugitivos.

Mientras Jean-Pierre bebía su café, Anatoly se le acercó desde el pueblo.

—¿Has visto a ese maldito guía? —preguntó bruscamente.

—No.

—Por lo visto ha desaparecido.

Jean-Pierre alzó las cejas.

—Lo mismo que el anterior.

—Esta gente es imposible. Tendré que interrogar a los pobladores. Ven a traducirme lo que digan.

—Pero yo no hablo el idioma de Nuristán.

—Tal vez ellos comprendan tu dari.

Jean-Pierre regresó al pueblo con Anatoly. Mientras subían por el angosto sendero de tierra que corría entre las casas destrozadas.

Alguien llamó a Anatoly en ruso. Se detuvieron y miraron hacia allí.

10 o 12 hombres, algunos vestidos de blanco a la usanza de Nuristán y otros rusos de uniforme, se arracimaban sobre una galería Mirando algo que había en el suelo. Se separaron para dar paso a Anatoly y Jean-Pierre.

En el suelo vieron un cadáver.

Los pobladores lanzaban exclamaciones en tono ultrajado y señalaban el cuerpo. El cuello del hombre había sido seccionado: la herida abierta parecía una boca espantosa y la cabeza le colgaba. La sangre estaba seca: probablemente había sido asesinado el día anterior.

—¿Este es Mohammed, El guía? Preguntó Jean-Pierre.

—No —contestó Anatoly—. Interrogó a uno de los soldados y después, agregó: es el guía anterior, el que desapareció.

Jean-Pierre les habló lentamente a los pobladores en Darí.

—¿Qué es lo que sucede?

Después de una pausa un anciano cubierto de arrugas, con una grave oclusión en el ojo derecho, le respondió en el mismo idioma.

—¡Ha sido asesinado! —exclamó en tono acusador.

Jean-Pierre siguió interrogándolo y, poco a poco, fue surgiendo la historia de lo ocurrido. El muerto era un poblador del valle de Linar, que había sido reclutado como guía por los rusos. Su cuerpo, apresuradamente oculto entre un grupo de arbustos, había sido encontrado esa mañana por un perro pastor. La familia del muerto estaba convencida de que había sido asesinado por los rusos y llevaron allí sus restos esa mañana en un dramático intento de averiguar los motivos.

Jean-Pierre se lo explicó todo a Anatoly.

—Se sienten ultrajados porque creen que tus hombres lo mataron.

—¡Ultrajados! —preguntó Anatoly— ¿No están enterados de que estamos en guerra? La gente muere todos los días, es la cruda realidad.

—Es evidente que aquí no han visto demasiada acción guerrera.

¿Realmente lo matasteis vosotros?

—Lo averiguaré. —Anatoly habló con los soldados. Varios de ellos contestaron al mismo tiempo, en un tono animado— nosotros no lo matamos —tradujo Anatoly—.

—Entonces, me pregunto: ¿quién habrá sido? ¿Te parece posible que los pobladores asesinen a nuestros guías por colaborar con el enemigo?

—No —contestó Anatoly—. Si odiaran a los que colaboran no estarían haciendo tanto escándalo porque uno de ellos ha sido asesinado. Asegúrales que somos inocentes, Tranquilízalos.

Jean-Pierre habló con el anciano tuerto.

—Los extranjeros no mataron a este hombre. Y quieren saber quién asesinó a su guía.

El tuerto tradujo sus palabras y los pobladores reaccionaron con consternación.

Anatoly estaba pensativo.

—Quizás el desaparecido Mohammed haya dado muerte a este hombre para que lo empleáramos a él como guía.

—¿Les pagáis mucho? —preguntó Jean-Pierre.

—Lo dudo. –Anatoly se lo preguntó a un sargento y tradujo la respuesta—. Quinientos afganis por día.

—Es un buen sueldo para un afgano, pero dudo que lo sea tanto como para asesinar a alguien, Aunque aseguran que un nuristaní es capaz de matarte por tus sandalias, siempre que sean nuevas.

—Pregúntales si saben dónde está Mohammed.

Jean-Pierre lo preguntó. Hubo algunas discusiones, la mayoría de los pobladores hacían movimientos negativos con la cabeza, pero un hombre alzó su voz por encima de los demás mientras señalaba insistiendo hacia el norte. Al rato, el tuerto se dirigió a Jean-Pierre.

—abandonó el pueblo esta mañana muy temprano. Abdul lo vio dirigirse al norte.

—¿Se fue antes o después de que trajeran este cuerpo?

—Antes.

Jean-Pierre se lo tradujo a Anatoly y agregó:

—Me pregunto por qué se habrá ido, entonces.

—Actuó como si fuese culpable de algo.

—Debe de haberse puesto en marcha inmediatamente después de hablar contigo esta mañana. Parece casi como si se hubiese ido porque llegué yo.

Anatoly asintió pensativo.

—Cualquiera que sea la explicación, creo que él sabe algo que nosotros ignoramos. Será mejor seguirlo, no importa si perdemos un poquito de tiempo, De todas maneras nos sobra.

—¿Cuánto hace que hablaste con él?

Anatoly miró su reloj.

—Hace poco más de una hora.

—Entonces no puede estar muy lejos.

—Así es. Anatoly se volvió y dio una serie de órdenes rápidas.

De repente los soldados quedaron como galvanizados, dos de ellos se apoderaron del tuerto y se lo llevaron al campo. Otro corrió hacia los helicópteros. Anatoly tomó el brazo de Jean-Pierre y ambos caminaron ágilmente detrás de los soldados.

—Llevaremos al tuerto por si necesitamos un intérprete —explicó Anatoly.

Cuando llegaron al campo de aterrizaje, los motores de los dos helicópteros ya estaban en marcha. Anatoly y Jean-Pierre subieron a uno de ellos. El tuerto ya estaba dentro, con un aspecto a la vez emocionado y aterrorizado. Contará la historia de ese día durante el resto de su vida, pensó Jean-Pierre.

Pocos instantes después se encontraban en el aire. Tanto Anatoly como Jean-Pierre permanecieron de pie junto a la puerta abierta, mirando hacia abajo. Un sendero bien definido y claramente visible iba del pueblo hasta la cima del monte y después desaparecía entre los árboles. Anatoly habló por la radio del piloto y después le tradujo sus palabras a Jean-Pierre.

—He enviado a algunos soldados a revisar esos bosques, por si hubiera decidido ocultarse allí.

Jean-Pierre pensó que sin duda el prófugo ya habría llegado más lejos, pero Anatoly se mostraba cauteloso como siempre.

Volaron paralelos al río durante Aproximadamente un kilómetro y medio y entonces llegaron a la desembocadura del Linar. ¿Habría continuado Mohammed su camino valle arriba hacia el frío corazón de Nuristán, o habría doblado hacia el este, rumbo al valle de Linar y encaminándose hacia el de los Cinco Leones?

—¿De dónde procedía Mohammed? —preguntó Jean-Pierre al tuerto.

—No lo sé —contestó el hombre—. Pero era un tadjik.

Eso significaba que era más probable que fuese del valle de Linar que del Nuristán. Jean-Pierre se lo explicó a Anatoly y el ruso indicó al piloto que doblara a la izquierda y siguiera el curso del Linar.

Esa era una prueba concluyente de los motivos que impidieron que la búsqueda de Ellis y Jane se efectuara en helicóptero, pensó Jean-Pierre. Mohammed no les llevaba más que una hora de ventaja y era probable que ya le hubieran perdido la pista. Cuando los fugitivos les llevaban un día entero de ventaja, como en el caso de Ellis y Jane, existía un número mucho mayor de rutas alternativas y de lugares donde ocultarse.

Si había un sendero a lo largo del valle de Linar, no era visible desde el aire. El piloto del helicóptero simplemente seguía el curso del río. Las laderas de la montaña estaban desnudas de vegetación, pero aún no estaban cubiertas de nieve, de manera que si el fugitivo se encontraba allí, no tendría dónde esconderse.

Lo vieron algunos minutos más tarde.

Sus blancos ropajes y su turbante se destacaban claramente contra el tono pardo grisáceo del suelo. Caminaba a lo largo de la cima del risco con el paso parejo e incansable de los viajeros afganos y con sus posesiones en una bolsa que llevaba colgada del hombro. Cuando oyó el ruido del helicóptero se detuvo y los miró. Después siguió caminando.

—¿Es ése? —preguntó Jean-Pierre.

—Creo que sí —contestó Anatoly—. Pronto lo sabremos. Tomó los auriculares del piloto y habló con el otro helicóptero. El aparato se adelantó, pasó por encima del caminante y se posó en tierra unos metros delante de él. El guía se acercó despreocupadamente al helicóptero.

—¿Por qué no aterrizamos también nosotros? —preguntó Jean-Pierre a Anatoly.

—Simplemente por precaución. Por simple precaución.

La puerta lateral del otro helicóptero se abrió y seis soldados saltaron a tierra. El hombre de blanco se les acercó mientras descolgaba la bolsa que llevaba al hombro. Era una bolsa larga, parecida a las militares, y al verla a Jean-Pierre le resultó familiar, pero antes de que pudiera saber qué le recordaba, Mohammed alzó la bolsa y apuntó a los soldados con ella y Jean-Pierre comprendió lo que iba a hacer y abrió la boca para gritar una inútil advertencia.

Era como tratar de gritar en medio de un sueño, o de correr debajo del agua: los acontecimientos se movían lentamente, pero él se movía aún con mayor lentitud. Antes de encontrar las palabras, vio que de la bolsa surgía el cañón de una ametralladora.

El sonido de los disparos fue ahogado por el ruido de los motores de los helicópteros, que producían la extraña impresión de que todo acontecía en medio de un silencio mortal. Uno de los soldados rusos se aferró el vientre y cayó hacia delante; otro, alzó los brazos y cayó hacia atrás; y el rostro de un tercero explotó, convertido en una masa de sangre y carne. Los otros tres alzaron sus armas. Uno murió antes de poder apretar el gatillo, pero los otros dos dispararon una lluvia de balas mientras Anatoly gritaba Niet! Niet! Niet! en el micrófono de la radio. El cuerpo de Mohammed se elevó y fue arrojado hacia atrás, cayendo al suelo convertido en una masa sanguinolenta.

Anatoly seguía gritando furiosamente por la radio. El helicóptero descendió a toda velocidad. Jean-Pierre estaba temblando de excitación. El hecho de presenciar la batalla le había causado el mismo efecto que la cocaína, produciéndole ganas de reír, tener una relación sexual, o correr o bailar. Se le cruzó un pensamiento por la cabeza: ¡Antes yo quería curar a la gente!

El helicóptero aterrizó. Anatoly se arrancó los auriculares de un tirón.

—Ahora nunca sabremos por qué degolló a ese guía —dijo disgustado.

Saltó a tierra y Jean-Pierre lo siguió.

Se acercaron al afgano muerto. La parte delantera de su cuerpo estaba convertida en una masa de carne destrozada y la mayor parte de su rostro había desaparecido. Sin embargo, Anatoly aseguró:

—Estoy seguro de que se trata del guía. Tiene la misma altura, idéntico colorido y reconozco su bolsa. —Se inclinó y recogió la ametralladora con cuidado—. Pero, ¿por que tendría en su poder una ametralladora?

De la bolsa cayó al suelo un trozo de papel. Jean-Pierre lo recogió y lo miró. Era una fotografía Polaroid de Mousa.

—¡Dios mío! —exclamó el francés—. ¡Creo que comprendo todo esto!

—¿Qué? —preguntó Anatoly—. ¿Qué es lo que comprendes?

—El muerto era un poblador del Valle de los Cinco Leones —explicó Jean-Pierre—. Uno de los principales lugartenientes de Masud. Esta es una fotografía de su hijo, Mousa. La hizo Jane. También reconozco la bolsa donde ocultaba la ametralladora. Era de Ellis.

—¿Y qué? —preguntó Anatoly con impaciencia—. ¿Qué conclusiones sacas de todo eso?

El cerebro de Jean-Pierre trabajaba a una velocidad sin precedentes, y sacaba conclusiones mucho más rápido que sus posibilidades de expresarlas con palabras.

—Mohammed mató a tu guía para poder ocupar su lugar —empezó diciendo—. Tú no tenías ninguna manera de saber que no era lo que simulaba. Los pobladores de Nuristán sabían que no era uno de ellos, por supuesto, pero eso no tenía importancia. Primero porque ignoraban que se hacía pasar por alguien de su misma nacionalidad. Y segundo porque aún cuando lo supieran no te lo podían decir porque él también era tu intérprete. En realidad sólo existía una persona que podía descubrirlo…

—Tú —concluyó Anatoly—. Porque lo conocías.

—Mohammed era consciente de ese peligro y estaba en guardia por si yo llegaba. Por eso esta mañana te preguntó quién había llegado anoche en el helicóptero, después de la puesta del sol. Tú le diste mi nombre. Y él se fue en seguida. — Jean-Pierre frunció el entrecejo. Había algo que le parecía incongruente—. Pero, ¿por qué permaneció en campo abierto? Pudo haberse ocultado en el bosque o en alguna cueva. Nos habría tomado mucho más tiempo encontrarlo. Actuó como si no esperara que lo siguiéramos.

—¿Y por qué iba a esperar que lo siguiéramos? —preguntó Anatoly—. Cuando desapareció el primer guía, no lo mandamos buscar con una patrulla. Simplemente contratamos otro y seguimos adelante. No hubo investigación ni persecución. Lo que fue distinto esta vez, lo que le salió mal a Mohammed, fue que los pobladores encontraron el cuerpo del otro guía y nos acusaron de asesinato. Eso nos llevó a sospechar de Mohammed. Y aún así, consideramos la posibilidad de pasar por alto el asunto y seguir adelante. Tuvo mala suerte.

—No sabía que tenía que habérselas con un hombre sumamente cauteloso —agregó Jean-Pierre—. La próxima pregunta es: ¿cuál fue su motivación en todo esto? ¿Por qué se tomó tanto trabajo para sustituir al guía original?

—Presumiblemente para confundirnos. Lo más probable es que todo lo que nos dijo fue mentira. No vio a Ellis y a Jane ayer por la tarde en la entrada del valle de Linar. Los fugitivos no doblaron hacia el sur en el Nuristán. Los pobladores de Mundol no confirmaron que dos extranjeros con un bebé pasaron ayer a la tarde por el pueblo hacia el sur, Mohammed ni siquiera debe de habérselo preguntado. El sabía dónde estaban los fugitivos.

—¡Por supuesto ¡Y pensaba conducirnos en la dirección contraria! — Jean-Pierre volvía a sentirse exultante—. El antiguo guía desapareció justo después de que la patrulla abandonara el pueblo de Linar, ¿no es cierto?

—Sí, así que podemos suponer que hasta ese momento los informes que recibimos eran ciertos, por lo tanto Ellis y Jane realmente pasaron por ese pueblo. Después Mohammed se hizo cargo del puesto de guía y nos condujo hacia el sur…

—¡Porque Ellis y Jane se dirigen hacia el norte! —dedujo Jean-Pierre con aire triunfante.

Anatoly asintió con expresión adusta.

—Mohammed consiguió que ganaran un día como máximo —calculó, pensativo—. Y para eso entregó su vida. ¿Valía la pena?

Jean-Pierre volvió a mirar la fotografía de Mousa. El viento helado la agitaba en su mano.

—¿Sabes? —dijo—, creo que Mohammed te contestaría: Sí, valió la pena.