Capítulo 17

Jane se despertó asustada. No sabía dónde estaba, con quién estaba y si los rusos la habían apresado. Durante un segundo clavó la mirada en el techo de paja y pensó ¿Estaré en una prisión? Después se sentó bruscamente con el corazón saltándole dentro del pecho, vio a Ellis en su saco de dormir y recordó: Estamos fuera del valle. Conseguimos escapar. Los rusos no saben dónde estamos y no podrán encontrarnos.

Se volvió a acostar y esperó que los latidos de su corazón volvieran a la normalidad.

No seguían la ruta originalmente planeada por Ellis. En lugar de dirigirse hacia Comar, al norte y después al este a lo largo del valle de Comar hasta entrar en Nuristán, desde Saniz volvieron al sur y después rumbo al este a lo largo del valle de Aryu. Mohammed sugirió esa ruta porque los alejaría con mayor rapidez del Valle de los Cinco Leones y Ellis se mostró de acuerdo con él.

Partieron antes del amanecer y caminaron montaña arriba todo el día. Ellis y Jane se turnaban para llevar a Chantal, mientras Mohammed conducía a Maggie de la brida. A mediodía hicieron un alto en el pueblo de chozas de barro de Aryu y compraron pan a un viejo lleno de sospechas que tenía un perro mordedor. El pueblo de Aryu fue para ellos el límite con la civilización: durante kilómetros sólo vieron el río sembrado de piedras y a ambos lados las grandes montañas desnudas de tono marfileño hasta que a última hora de la tarde llegaron a ese lugar.

Jane volvió a sentarse. Chantal estaba acostada a su lado, respirando tranquila e irradiando calor como si fuera una bolsa de agua caliente. Ella estaba acostada en su propio saco de dormir. Podía haber unido las cremalleras de las dos para formar una sola, pero Jane tuvo miedo de que Ellis aplastara a Chantal durante la noche, así que durmieron separados y se contentaron con estar cerca uno del otro y con estirar la mano de vez en cuando para tocarse.

Mohammed dormía en el cuarto contiguo.

Jane se levantó con cuidado, tratando de no despertar a Chantal. Al ponerse la blusa y los pantalones sintió punzadas de dolor en las piernas: estaba acostumbrada a caminar, pero no todo el día, y tampoco a trepar sin respiro, sobre un terreno tan abrupto.

Se puso las botas y salió sin atarse los cordones. Parpadeó para defenderse de la luminosidad fría y resplandeciente de las montañas. Estaban en una pradera situada en una meseta, una vasta planicie verde cruzada por un arroyo serpenteante. A uno de los lados de la pradera la montaña se alzaba abruptamente y a su abrigo, al pie del risco, había unas cuantas casas de piedra y algunos rediles. Las casas se encontraban desiertas y el ganado ya no estaba: era un pasto de verano y el ganado había partido a sus refugios de invierno. En el Valle de los Cinco Leones todavía era verano, pero a esas alturas, el otoño llegaba en setiembre.

Jane caminó hasta el arroyo. Estaba lo suficientemente lejos de las casas de piedra como para poder quitarse la ropa sin temor de ofender a Mohammed. Corrió hacia el arroyo y se metió rápidamente en el agua. Estaba espantosamente fría. Salió en seguida con los dientes castañeteando incontroladamente.

—¡Al diablo con esto! —exclamó en voz alta.

Resolvió permanecer sucia hasta llegar a la civilización.

Volvió a ponerse la ropa —tenía una sola toalla y ésa estaba reservada para Chantal— y corrió de regreso a la casa, recogiendo algunos palos por el camino. Echó los palos sobre el rescoldo de la noche anterior y sopló las brasas hasta reavivar las llamas. Colocó muy cerca de la lumbre las manos congeladas hasta que sintió que volvía a la normalidad.

Puso una cacerola de agua sobre el fuego para lavar a Chantal. Mientras esperaba que se calentara, los demás, uno a uno, se fueron despertando: primero Mohammed, que salió a lavarse; después Ellis, quien se quejó de que le dolía todo el cuerpo; y por fin Chantal, que exigió que la alimentaran y fue satisfecha.

Jane se sentía extrañamente eufórica. Lo lógico hubiera sido que estuviese ansiosa porque se internaba con su hijita de dos meses en uno de los lugares más salvajes del mundo; pero de alguna manera esa ansiedad desaparecía frente a la felicidad que la embargaba. ¿Por qué me sentiré tan feliz¿, se preguntó. Y su subconsciente le dictó la respuesta: porque estoy con Ellis.

Chantal también parecía contenta, como si mamara felicidad junto con la leche de su madre. La noche anterior les había resultado imposible comprar comida, porque los pastores y sus rebaños habían partido y no quedaba nadie por allí que pudiera venderles nada. Sin embargo, tenían un poco de arroz y de sal que hirvieron, no sin dificultad, porque a esas alturas el agua tardaba una eternidad en hervir.

Y ahora, Para el desayuno, les quedaban restos de arroz frío. Eso fue algo que deprimió un poco a Jane.

Comió mientras amamantaba a Chantal, después la lavó y la cambió. El pañal suplementario, que había lavado el día anterior en el arroyo, se había secado junto al fuego durante la noche. Jane se lo puso a su hijita y llevó el sucio al arroyo. Lo ataría al equipaje con la esperanza de que el viento y el calor que irradiaba el cuerpo de la yegua lo secaran. ¿Qué diría su madre si supiera que su nieta usaba todo el día el mismo pañal? Se horrorizaría. Pero, ¿eso qué importaba?

Ellis y Mohammed cargaron a la yegua y la colocaron de cara a la dirección indicada. Ese día sería más duro que el anterior. Tenían que cruzar la cadena montañosa que durante siglos había mantenido a Nuristán bastante aislado del mundo. Subirían hasta el paso de Aryu, a cuatro mil doscientos metros de altura. Durante gran parte del trayecto tendrían que luchar contra la nieve y el hielo. Esperaban poder llegar hasta el pueblo Muristaní de Linar que quedaba a sólo quince kilómetros en línea recta y a vuelo de pájaro, pero se podrían dar por satisfechos si llegaban allí a última hora de la tarde.

Cuando partieron, había un sol radiante, pero soplaba un aire frío. Jane se puso medias de lana, guantes y un suéter engrasado debajo de la chaqueta de piel. Llevaba a Chantal en el cabestrillo, colocada entre el suéter y la chaqueta. Dejó sin abrochar los botones superiores para que le entrara aire.

Abandonaron la pradera y remontaron el cauce del río Aryu y de inmediato el paisaje se volvió nuevamente duro y hostil. Los helados riscos aparecían desnudos de toda vegetación. En una ocasión Jane divisó, a la distancia, las tiendas de un grupo de nómadas sobre la ladera de la montaña y no supo si alegrarse de encontrar otros seres humanos por las cercanía o si temerles. El único otro ser viviente que vio fue un buitre que planeaba en el aire gélido.

No había ningún sendero a la vista. Jane se alegró inmensamente de tener a Mohammed con ellos. Al principio él siguió el cauce del río, pero cuando se hizo más estrecho y desapareció, siguió adelante con total confianza. Jane le preguntó cómo reconocía el camino y Mohammed le explicó que de vez en cuando el sendero estaba marcado por un montón de piedras. Ella no las había notado hasta que él se las señaló.

Pronto vieron una pequeña capa de nieve sobre el suelo y Jane sintió frío en los pies a pesar de las botas y de las medias de lana.

Por increíble que fuese, Chantal durmió casi todo el tiempo. Cada dos horas se detenían unos minutos para descansar y Jane aprovechaba para amamantarla haciendo gestos de dolor al exponer sus tiernos pechos al aire congelado. Le comentó a Ellis que opinaba que Chantal se estaba portando notablemente bien.

—¡Increíblemente bien! —exclamó él.

A mediodía, y ya con el paso de Aryu a la vista, se detuvieron para tomarse un merecido descanso de media hora. Jane estaba ya agotada y le dolía terriblemente la espalda. También tenía un hambre espantosa y devoró la torta de moras y nueces que constituía el almuerzo de ese día.

El camino hacia el paso era terriblemente atemorizante. Al observar esa subida a pico, Jane se amilanó. Creo que me quedaré aquí sentada un ratito más, pensó; pero hacía mucho frío y empezó a temblar. Ellis lo notó y se puso en pie.

—Sigamos antes de quedar aquí congelados —propuso con voz animosa, y Jane pensó: ojalá no fueses tan malditamente optimista.

Consiguió levantarse gracias a un esfuerzo de voluntad.

—Deja que yo lleve a Chantal —pidió Ellis.

Jane, agradecida, le entregó la pequeña. Mohammed abría la marcha tirando de las riendas de Maggie. A pesar del cansancio, Jane se obligó a seguirlos. Ellis iba a la retaguardia.

La cuesta era muy inclinada y el terreno estaba resbaladizo por la nieve. Después de algunos minutos de marcha, Jane se sintió más fatigada que antes de detenerse a descansar. Mientras avanzaba tropezando, jadeando y dolorida, recordó haberle dicho a Ellis: Supongo que tengo más posibilidades de salir de aquí contigo que huir sola de Siberia. Tal vez las dos cosas eran imposibles —pensó en ese momento—. Nunca imaginé que esto iba a ser así. Pero en seguida se retractó. Por supuesto que lo sabías, —se dijo para sus adentros—, y te consta que el camino empeorará en lugar de mejorar. ¡Deja de compadecerte, criatura patética! En ese momento resbaló sobre una roca helada y cayó de costado. Ellis, que caminaba justo detrás de ella, la sostuvo del brazo y la ayudó a enderezarse. Jane se dio cuenta de que él la observaba cuidadosamente y se sintió invadida por una oleada de ternura. Ellis la quería de una manera que Jean-Pierre jamás la quiso. Jean-Pierre hubiese seguido caminando adelante, partiendo de la base de que sí ella necesitaba ayuda, la pediría. Y si ella se hubiera quejado por esa actitud le habría preguntado si quería o no ser tratada de igual a igual.

Ya casi habían llegado a la cumbre. Jane se inclinó hacia delante para trepar los últimos metros pensando: un poquito más, sólo un poquito más. Se sentía mareada. Frente a ella, Maggie patinó sobre las rocas sueltas y después recorrió al trote los últimos metros, obligando a Mohammed a correr a su lado. Jane la siguió, contando los pasos.

Por fin llegó a terreno llano. Se detuvo. La cabeza le daba vueltas. Ellis la rodeó con un brazo y ella cerró los ojos y se apoyó contra él.

—De ahora en adelante, durante todo el día el camino será descendente —la animó.

Ella abrió los ojos. jamás había imaginado un paisaje tan cruel: nada más que nieve, viento, montañas y soledad, indefinidamente.

—¡Qué lugar tan olvidado de la mano de Dios es éste! —comentó.

Se quedaron contemplando el panorama durante un minuto.

—Tenemos que seguir adelante —dijo Ellis.

Prosiguieron la marcha. La bajada era aún más inclinada. Mohammed, que durante todo el ascenso había tenido que tirar de las riendas de Maggie, ahora se colgó de la cola de la yegua para actuar como freno e impedir que resbalara y cayera descontroladamente por la cuesta. Los mojones de piedra eran difíciles de descubrir por la nieve que los cubría, pero Mohammed no vacilaba con respecto al camino a seguir. Jane pensó que tendría que ofrecerse a llevar a Chantal para darle un respiro a Ellis, pero sabía que no le sería posible hacerlo.

A medida que iban bajando, la nieve era cada vez menos espesa, hasta que por fin desapareció y el sendero quedó a la vista. Jane oía constantemente un extraño sonido sibilante, y en un momento encontró la energía necesaria para preguntarle a Mohammed qué era. El le contestó con una palabra en dari que ella desconocía. A su vez, él no conocía el equivalente en francés. Por fin señaló algo y Jane percibió un animalito parecido a una ardilla que huía por el sendero: una marmota. Después vio varias más y se preguntó de qué se alimentarían a esas alturas.

Pronto se encontraron caminando junto a otro arroyo, ahora aguas abajo, y las interminables rocas grises y blancas dieron paso a una hierba reseca y a algunos arbustos rastreros que crecían cerca del cauce del arroyo; pero el viento todavía azotaba el lugar y penetraba a través de la ropa de Jane como una aguja de hielo.

Así como la subida había ido poniéndose cada vez peor, la bajada fue cada vez más fácil: el sendero más suave, el aire más tibio y el paisaje más amistoso. Jane continuaba extenuada, pero ya no se sentía oprimida y con el ánimo decaído. Después de unos tres kilómetros de marcha, llegaron al primer pueblo de Nuristán. Los hombres usaban gruesos suéteres sin mangas con llamativos dibujos blancos y negros, y hablaban un lenguaje autóctono que Mohammed apenas entendía. A pesar de todo, consiguió comprar pan con parte del dinero afgano que tenía Ellis.

Jane se sintió tentada a rogarle a Ellis que se detuvieran allí a pasar la noche, porque tenía un cansancio atroz, pero todavía les quedaban varias horas de luz y habían decidido llegar a Linar antes de la noche, así que se mordió la lengua y se obligó a seguir caminando.

Para su inmenso alivio, los seis o siete kilómetros siguientes fueron más fáciles y llegaron a destino antes de la caída de la noche. Jane se desmoronó en tierra, debajo de una enorme morera, y simplemente se quedó quieta durante un rato. Mohammed encendió una fogata y empezó a preparar té.

De alguna manera Mohammed se las arregló para comunicar a los pobladores que Jane era una enfermera occidental y más tarde, mientras ella alimentaba y cambiaba a Chantal, un pequeño grupo de parientes se reunió a respetuosa distancia. Jane hizo acopio de las energías que le quedaban y los examinó. Encontró las habituales heridas infectadas, parásitos intestinales y problemas bronquiales, pero allí había menos niños mal alimentados que en el Valle de los Cinco Leones, presumiblemente porque la guerra no había afectado demasiado a ese lugar tan remoto.

Como resultado del improvisado consultorio, Mohammed consiguió un pollo que cocinó en la sartén. Jane hubiese preferido dormir, pero se obligó a esperar que estuviese lista la comida, que devoró una vez preparada. El pollo era duro e insulso, pero ella no recordaba haber tenido jamás tanta hambre.

A Ellis y a Jane les cedieron un cuarto en una de las casas del pueblo. Había un colchón para ellos y una tosca cuna de madera para Chantal. Unieron los sacos de dormir e hicieron el amor con una ternura plena de cansancio. Jane disfrutó casi tanto del calor y del hecho de estar acostada como del sexo. Después, Ellis se quedó dormido. Jane permaneció despierta durante unos minutos. En ese momento en que se sentía relajada, los músculos parecían dolerle más. Pensó en lo que sería acostarse en la cama verdadera de un dormitorio cualquiera, con las luces de la calle filtrándose a través de las cortinas de las ventanas y oír fuera puertas de coches que se cerraban, y tener un baño con inodoro y agua corriente, y un grifo de agua caliente, y que en la esquina hubiera una farmacia donde se pudiera comprar algodón, pañales desechables y champú infantil. Hemos logrado escapar de los rusos —pensó mientras se quedaba dormida—, tal vez consigamos llegar a casa. Tal vez lo logremos.

Jane despertó al mismo tiempo que Ellis, presintiendo la súbita tensión de su amante. El permaneció rígido a su lado durante un instante, sin respirar, escuchando el ladrido de dos perros. Después se levantó de la cama de un salto.

La habitación estaba oscura como boca de lobo. Jane oyó el sonido de un fósforo que se encendía y en seguida vio titilar la llama de una vela en un rincón. Miró a Chantal: la pequeña dormía pacíficamente.

—¿Qué pasa? —le preguntó a Ellis. —No sé —susurró el.

Se puso los vaqueros, las botas y la chaqueta y salió.

Jane se cubrió con algo de ropa y lo siguió. En la habitación vecina la luz de la luna que entraba por la puerta les reveló la presencia de cuatro niños acostados en hilera, todos mirando con los ojos muy abiertos por el borde de la manta compartida. Sus padres dormían en otra habitación. Ellis estaba en el umbral de la puerta, mirando hacia afuera.

Jane se detuvo a su lado. A la luz de la luna pudo ver que en lo alto del risco una figura solitaria corría hacia donde ellos se encontraban.

—Los perros lo oyeron —susurró Ellis.

—Pero, ¿quién es? —preguntó Jane.

De repente apareció otra persona al lado de ellos. Jane se sobresaltó, pero en seguida reconoció a Mohammed. En su mano brillaba la hoja de un cuchillo.

La figura se les acercó. A Jane le pareció familiar su manera de caminar. De repente Mohammed lanzó un gruñido y bajó el cuchillo.

—Alí Ghanim —explicó.

En ese momento Jane reconoció el paso inconfundible de Alí, que corría de esa manera a causa de su columna levemente torcida.

—Pero, ¿por qué? —preguntó en un susurro.

Mohammed dio un paso adelante y saludó con la mano. Alí lo vio, contestó el saludo y corrió hacia la choza donde se encontraban. El y Mohammed se confundieron en un abrazo.

Jane esperó impaciente que Alí recuperara el aliento.

—Los rusos os siguen el rastro —pudo decir él por fin.

Jane se sintió desfallecer. Creía que habían escapado. ¿Qué habría salido mal?

Alí respiró con fuerza durante algunos instantes y después siguió hablando.

—Masud me ha enviado a advertiros. El día que os fuisteis revisaron todo el valle buscándoos, con cientos de helicópteros y millares de hombres. Y en vista de que no pudieron encontraros, hoy enviaron grupos de soldados para que revisaran todos los valles que conducen a Nuristán.

—¿Qué está diciendo? —interrumpió Ellis.

Jane levantó una mano para que Alí no siguiera hablando mientras ella le traducía a Ellis, a quien le resultaba imposible entender las palabras rápidas y entrecortadas por los jadeos de Alí.

—¿Y cómo supieron que nos dirigíamos a Nuristán? —preguntó Ellis—. Podríamos haber decidido escondernos en cualquier parte de ese maldito país.

Jane se lo preguntó a Alí. El lo ignoraba.

—¿Nos busca alguna patrulla en este valle? —preguntó Jane. —Sí, los alcancé justo antes de llegar al paso de Aryu. Es posible que hayan llegado al último pueblo al caer la noche.

—¡Ah, no! —exclamó Jane, con desesperación. Le tradujo a Ellis—. ¿Cómo es posible que se muevan con más rapidez que nosotros? —Ellis se encogió de hombros y ella misma se encargó de contestar su propia pregunta—. Porque no los demoran ni una mujer ni un bebé. ¡Oh, mierda!

—Si se ponen en marcha en cuanto amanezca, mañana nos alcanzarán —calculó Ellis.

—¿Y qué podemos hacer?

—Salir ahora mismo.

Jane sintió el cansancio que tenía en todos los huesos del cuerpo y la embargó una sensación de resentimiento irracional hacia Ellis.

—¿No nos podemos ocultar en alguna parte? —preguntó, irritada.

—¿Dónde? —preguntó Ellis—. Aquí hay un solo sendero. Los rusos tienen bastantes hombres como para revisar todas las casas, que no son demasiadas. Además, los pobladores de este lugar no necesariamente tienen que estar de nuestro lado. No me sorprendería nada que les dijeran a los rusos dónde nos ocultamos. No, la única esperanza que nos queda es seguir adelantándonos a nuestros perseguidores.

Jane miró su reloj. Eran las dos de la madrugada. Se sintió decidida a entregarse.

—Yo cargaré la yegua —decidió Ellis—. Tú alimenta a Chantal. Tú, ¿podrías preparar un poco de té? —le preguntó a Mohammed en dari—. Y ofrécele algo de comer a Alí.

Jane volvió a entrar en la casa, terminó de vestirse y amamantó a Chantal. Mientras lo hacía, Ellis le trajo una taza de té verde. Ella lo bebió agradecida.

Mientras Chantal se alimentaba, Jane se preguntó hasta qué punto sería responsable Jean-Pierre de esa búsqueda implacable de Ellis y de ella. Sabía que había estado involucrado y que había ayudado en la incursión en Banda porque lo había visto. Cuando registraron el Valle de los Cinco Leones, sus conocimientos del lugar debían de haberles resultado incalculablemente valiosos a los rusos. Tenía que estar enterado de que estaban dando caza a su mujer y a su hijita como una jauría de perros tras unas ratas. ¿Cómo era posible que los ayudara? El amor que le profesaba debió de haberse convertido en odio, gracias a sus resentimientos y a sus celos.

Chantal ya había comido bastante. Qué agradable debe de ser, —pensó Jane— no saber nada de pasiones, celos o traiciones, y sólo sentir el calor, el frío, el hambre o la saciedad.

—Disfrútalo mientras puedas, chiquilla —dijo en voz alta.

Se abotonó apresuradamente la blusa y se puso el grueso suéter engrasado. Se colocó el cabestrillo alrededor del cuello e instaló cómodamente en él a Chantal; después se puso la chaqueta y salió.

Ellis y Mohammed estudiaban el mapa a la luz de una lámpara. Ellis le mostró a Jane la ruta que pensaban seguir.

—Marcharemos por el curso del Linar hasta su desembocadura en el río Nuristán, después volveremos a trepar la montaña siguiendo el sendero Nuristán Norte. Entonces tomaremos por uno de estos valles laterales. Mohammed no sabrá por cuál de ellos hasta que lleguemos, y nos encaminaremos al paso de Kantiwar. A mí me gustaría salir del valle de Nuristán hoy mismo, porque eso hará más difícil la búsqueda a los rusos, debido a que no podrán saber con seguridad qué valle lateral hemos tomado.

—¿A qué distancia queda? —preguntó Jane.

—Sólo a veintidós kilómetros, pero por supuesto que depende del terreno que la caminata sea fácil o difícil.

Jane asintió.

—¡Salgamos ya! —exclamó.

Se sintió orgullosa de sí misma al percibir que el tono de su voz reflejaba mucha más confianza de la que en realidad sentía.

Iniciaron la marcha a la luz de la luna. Mohammed caminaba a paso rápido y castigaba despiadadamente a la yegua con una correa de cuero cuando el animal se quedaba atrás. Jane tenía un poco de dolor de cabeza y una sensación de vacío y de náuseas en la boca del estómago. Sin embargo, no tenía sueño, sino que más bien estaba nerviosamente tensa y con todos los huesos doloridos.

De noche el sendero le pareció aterrorizante. Algunas veces caminaban por la hierba poco tupida que crecía junto al río y allí no había problemas; pero de repente el sendero trepaba por la ladera de la montaña y continuaba sobre el borde mismo del risco a cientos de metros de altura, donde el suelo estaba cubierto de nieve, y Jane se aterrorizaba al pensar que podía resbalar y caer, matándose con su hijita en brazos.

A veces se les presentaba una opción: el sendero se bifurcaba y mientras uno de los ramales subía, el otro bajaba. Ya que ninguno de ellos sabía qué ruta tomar, dejaban que Mohammed lo adivinara. La primera vez eligió el sendero descendente y resultó que tenía razón: los condujo a una pequeña playa donde tuvieron que vadear un riachuelo pero les ahorró mucho camino. Sin embargo, la segunda vez que tuvieron que elegir se decidieron por la orilla del río, pero en esa ocasión lo lamentaron: después de un par de kilómetros el sendero desembocaba directamente frente a un muro de roca viva, y la única posibilidad hubiera consistido en nadar. Cansados volvieron sobre sus pasos hasta la bifurcación y treparon por el sendero del risco.

En la siguiente encrucijada volvieron a bajar a la orilla del río. Esta vez el sendero los condujo a un saliente que corría a lo largo del muro del risco, aproximadamente a treinta metros de altura sobre el río. La yegua se puso nerviosa, posiblemente porque el sendero era terriblemente angosto. Jane estaba asustada. La claridad de las estrellas no era suficiente para iluminar el río que corría debajo, así que la hondonada parecía un negro precipicio sin fondo. Maggie se detenía constantemente y Mohammed tenía que tirar las riendas para obligarla a ponerse nuevamente en marcha.

Cuando el sendero se curvó bruscamente alrededor de un saliente del risco, Maggie se negó a doblar y se encabritó. Jane retrocedió, temerosa de las coces de la yegua. Chantal empezó a llorar, tal vez porque presentía el momento de tensión que todos estaban viviendo, o porque no había vuelto a dormirse después de su comida de las dos de la madrugada. Ellis entregó la niña a Jane y se adelantó para ayudar a Mohammed con la yegua.

Ellis ofreció hacerse cargo de las riendas, pero Mohammed se negó de mal modo. La tensión hacía presa de él. Ellis tuvo que contentarse con empujar a la bestia desde atrás y gritarle para alentarla. Jane estaba pensando que la situación era un poco graciosa, cuando Maggie retrocedió, Mohammed dejó caer las riendas y tropezó y la yegua chocó con Ellis, lo tiró al suelo y siguió retrocediendo.

Por suerte Ellis cayó sobre el lado izquierdo, contra el muro del risco. Cuando al seguir retrocediendo la yegua chocó con Jane, ella estaba mal colocada y con los pies apoyados sobre el borde del sendero. Entonces la muchacha se aferró con todas sus fuerzas a una de las bolsas atadas al arnés, por si el animal la empujaba hacia el costado y la arrojaba al precipicio.

—¡Bestia estúpida! —gritó. Chantal, apretada entre Jane y el animal, también gritó. Jane fue arrastrada varios metros, temerosa de perder su punto de apoyo. Después, arriesgándose, se soltó de la bolsa, extendió la mano derecha, aferró la rienda y se apoyó sobre sus pies con firmeza, pasó junto al flanco de la yegua para quedar de pie junto a la cabeza del animal. Tiró con fuerza de las riendas y le gritó:

—¡Basta!

Y, para su sorpresa, Maggie se detuvo.

Jane se volvió. Ellis y Mohammed se estaban poniendo de pie. —¿Estáis bien? —les preguntó en francés.

—Un poco más y no lo contamos —contestó Ellis.

—Yo perdí la linterna —confesó Mohammed.

—Espero que esos malditos rusos tengan el mismo problema —deseó Ellis.

Jane comprendió que no se habían dado cuenta de que la yegua había estado a punto de arrojarla al precipicio. Decidió no decirlo. Le entregó las riendas a Ellis.

—Continuemos la marcha —dijo—. Más tarde podremos lamernos las heridas. —Pasó junto a Ellis y le dijo a Mohammed—: Tú abre la marcha.

Mohammed recobró su buen humor después de pasar unos minutos sin luchar con Maggie. Jane se preguntó si realmente necesitarían un caballo, pero decidió que sí: llevaban demasiado equipaje para transportarlo ellos mismos, y todo era esencial, en realidad hasta debieron haber llevado más comida.

Atravesaron sin hacer ruido un villorrio silencioso y dormido, que sólo consistía en un puñado de casas y una cascada. En una de las chozas un perro ladró histéricamente, hasta que alguien lo hizo callar lanzando una maldición. Entonces se encontraron nuevamente en la soledad de las montañas.

El cielo, antes tan negro, iba adquiriendo ahora un tono grisáceo, y las estrellas habían desaparecido; amanecía. Jane se preguntó qué estarían haciendo los rusos. Tal vez los oficiales estuvieran despertando a los soldados, gritando para que los oyeran y propinando puntapiés a los que no salían con bastante rapidez de sus sacos de dormir. Un cocinero estaría preparando café, mientras el comandante estudiaba el mapa. O tal vez se hubieran levantado más temprano, hacía ya una media hora, mientras todavía reinaba la oscuridad y emprendieron el camino a los pocos minutos, marchando en fila india a lo largo del río Linar; quizá no se equivocaran en ninguna de las bifurcaciones del camino y en ese momento podían estar pisándoles los talones.

Jane apresuró el paso.

El camino serpenteaba a lo largo del risco y después descendía hasta la orilla del río. No había señales de cultivos pero las laderas de las montañas estaban cubiertas de espesos bosques, y a medida que la luz aumentaba Jane pudo identificar los árboles: eran robles. Se los señaló a Ellis.

—¿Por qué no nos escondemos en los bosques? —preguntó.

—Lo podríamos hacer como último recurso —contestó él—. Pero los rusos se darían cuenta muy pronto de que nos hemos detenido, porque interrogarían a los pobladores, quienes les asegurarían que no hemos pasado por sus pueblos y entonces volverían sobre sus pasos y empezarían a buscarnos intensivamente.

Jane asintió, resignada. Simplemente buscaba excusas para detenerse.

justo antes de la salida del sol doblaron en un recodo del camino y se detuvieron en seco: una avalancha de tierra y piedras sueltas había cubierto el desfiladero bloqueándolo por completo.

Jane tuvo ganas de estallar en llanto. Habían caminado cinco o seis kilómetros a lo largo de ese desfiladero tan angosto; volver sobre sus pasos significaba caminar doce kilómetros de más, incluyendo ese tramo angosto que tanto había atemorizado a Maggie.

Los tres permanecieron unos instantes inmóviles, contemplando los efectos del alud.

—¿No podríamos trepar? —preguntó Jane.

—Nosotros sí, pero el caballo no —contestó Ellis.

Jane se enfureció con él por haber dicho algo tan obvio.

—Uno de nosotros podría volver atrás con la yegua —dijo con impaciencia—, y los otros dos descansarían un rato hasta que la yegua los alcanzara.

—No me parece prudente que nos separemos.

Jane se resintió ante el tono de voz de ésta —es-mi-decisión definitiva que Ellis acababa de usar.

—No tienes por qué suponer que todos haremos lo que a ti te parezca prudente —exclamó con aspereza.

El pareció sorprendido.

—Muy bien, pero también creo que ese montón de tierra y de piedras podría moverse si alguien tratara de trepar a él. Y en realidad prefiero decir desde ahora que no estoy dispuesto a intentarlo, sea cual fuere la decisión que toméis.

—Ya veo. Así que ni siquiera estás dispuesto a conversar sobre el asunto.

Furiosa, Jane giró sobre sus talones y empezó a desandar lo andado, dejando que los dos hombres la siguieran. ¿Por qué sería —se preguntó— que los hombres siempre adoptaban esa actitud mandona y de «yo-todo-lo-sé» cada vez que se presentaba un problema físico o mecánico?

Reflexionó que Ellis también tenía sus defectos. A veces sus ideas eran bastante confusas: a pesar de todos sus discursos con respecto a ser un experto en antiterrorismo, trabajaba para la CÍA, que posiblemente fuera el grupo más importante de terroristas del mundo entero. Era innegable que una faceta de su personalidad gozaba con el peligro, la violencia y la traición. Si lo que buscas es un hombre que te respete, no elijas a un macho romántico, pensó.

Una cosa que podía decir en favor de Jean-Pierre era que él jamás hablaba de las mujeres con superioridad. Tal vez la descuidara a una, o la engañara o la ignorara, pero nunca se mostraba condescendiente. Quizá fuese porque era más joven.

Pasó por el lugar donde Maggie había retrocedido. No esperó a los hombres: que esa vez ellos se encargaran solos de la maldita yegua.

Chantal se quejaba, pero Jane decidió que tendría que esperar. Siguió caminando hasta que llegó a un punto donde le pareció que había un sendero que conducía a la cima del risco. Allí se sentó y decidió por su cuenta que descansaría un rato. Ellis y Mohammed la alcanzaron un par de minutos después. Mohammed sacó del equipaje un poco de la torta de moras y nueces y la repartió. Ellis no le dirigió la palabra.

Después del descanso, subieron por la ladera de la montaña. Al llegar a la cima salieron a la luz del sol y Jane sintió que su enojo cedía un poco. Al cabo de un rato, Ellis le rodeó los hombros con un brazo.

—Te pido perdón por haber asumido el mando del grupo —pidió.

—Gracias —contestó Jane, muy tiesa.

—Pero, ¿no te parece que tal vez hayas reaccionado con un poquito de exageración?

—Sin duda. Lo siento.

—Ya lo sé. Déjame llevar a Chantal.

Jane le entregó a la pequeña. Al quitarse de encima el peso de la criatura, se dio cuenta de que le dolía la espalda. Chantal nunca le había parecido pesada, pero con la distancia recorrida el esfuerzo de llevarla se hacía sentir. Era como llevar a cuestas una bolsa de compra durante quince kilómetros.

El aire empezó a entibiarse a medida que el sol iba ascendiendo en el firmamento matinal. Jane se abrió la chaqueta y Ellis se quitó la suya. Mohammed siguió con su capote de uniforme ruso puesto, con la característica indiferencia de los afganos hacia todo cambio de temperatura que no fuese sumamente severo.

Cerca del mediodía salieron de la angosta hondonada del Linar y desembocaron en el amplio valle de Nuristán. Allí el sendero estaba nuevamente marcado con suma claridad, y era casi tan bueno como el camino que corría por el Valle de los Cinco Leones. Giraron hacia el norte, río arriba y cuesta arriba.

Jane se sentía terriblemente cansada y descorazonada. Después de levantarse a las dos de la madrugada había caminado durante diez horas, pero sólo había logrado recorrer seis o siete kilómetros. Ellis quería seguir caminando otros quince kilómetros ese día. Era el tercer día consecutivo de marcha para Jane, y estaba segura de que le sería absolutamente imposible seguir caminando hasta el anochecer. Hasta Ellis tenía esa expresión malhumorada que Jane conocía tan bien y que era señal de su cansancio.

El único que parecía incansable era Mohammed.

En el valle de Linar, fuera de los pueblos nunca se habían cruzado con nadie, pero allí se toparon con algunos viajeros, casi todos cubiertos de túnicas y turbantes blancos. Los nuristaníes miraban con curiosidad a los dos occidentales pálidos y extenuados, pero saludaban a Mohammed con un cauteloso respeto, sin duda debido al Kalashnikov que colgaba de su hombro.

Mientras marchaban penosamente montaña arriba siguiendo el curso del río Nuristán, los alcanzó un joven de barba renegrida y ojos brillantes que llevaba diez pescados frescos colgados de un palo. Se dirigió a Mohammed en una mezcla de idiomas distintos — Jane reconoció un poco de dari y alguna ocasional palabra pashto—, pero se entendieron lo suficiente como para que Mohammed le comprara tres pescados.

Ellis contó el dinero.

—Quinientos afganíes por pescado. ¿Eso cuánto significa? —Quinientos afganíes equivalen a cincuenta francos franceses, cinco libras.

—Diez dólares —calculó Ellis—. ¡Qué pescados tan caros!

Jane deseó que dejara de decir tonterías; ella tenía que concentrarse para seguir poniendo un pie delante del otro y él hablaba del precio de los pescados.

El joven, que se llamaba Halam, explicó que los había pescado en el lago Mundol, cerca del otro extremo del valle, aunque lo más probable fuera que los hubiese comprado, porque no tenía aspecto de pescador. Disminuyó la velocidad de su paso para caminar con ellos, conversando volublemente y, por lo visto, sin que le importara demasiado si comprendían o no lo que decía.

Igual que el Valle de los Cinco Leones, el de Nuristán era un cañón rocoso que se ensanchaba a intervalos de pocos kilómetros, convirtiéndose en pequeñas planicies cultivadas en terrazas. La diferencia más notable la marcaban los bosques de robles que cubrían las laderas de las montañas en forma tan espesa como cubre la lana el lomo de las ovejas, y que Jane consideraba un escondrijo ideal si todo lo demás fracasaba.

En ese momento avanzaban con mayor rapidez. Ya no existían esas enfurecedoras bifurcaciones del sendero que trepaba por la montaña, cosa que Jane agradecía profundamente. En un tramo encontraron el sendero bloqueado por un deslizamiento de tierra y rocas, pero esta vez Ellis y Jane pudieron trepar por él mientras Mohammed y la yegua vadeaban el río y volvían a unirse con ellos más adelante. Un poco después, cuando el sendero rodeaba el risco sobre un puente de madera tembloroso que la yegua se negó a cruzar, Mohammed volvió a resolver el problema vadeando el río con el animal.

Pero esta vez Jane se encontraba a un paso del colapso.

—¡Necesito parar y descansar! —imploró cuando Mohammed se les unió después de haber cruzado el río.

—Ya casi hemos llegado a Gadwal —aseguró Mohammed. —¿A qué distancia estamos?

Mohammed conferenció con Halam en dari y en francés.

—A media hora —contestó después.

Esa media hora le pareció eterna a Jane. Por supuesto que puedo caminar durante media hora, se dijo para sus adentros, y trató de no pensar en su dolor de espalda y su necesidad de recostarse.

Pero entonces, al doblar el siguiente recodo divisaron el pueblo.

Era un paisaje sorprendente y agradable a la vez: las casitas de madera se encontraban diseminadas por la abrupta ladera de la montaña como chicos subidos unos sobre las espaldas de los otros y daban la impresión de que si una de las casas de abajo se desmoronaba, todo el pueblo caería por la ladera para ir a parar al río.

En cuanto llegaron a la primera casa, Jane simplemente se detuvo y se dejó caer al suelo. Le dolían todos los músculos del cuerpo y apenas tuvo fuerzas para recibir a Chantal de los brazos de Ellis, quien se sentó a su lado con una rapidez que demostraba que él también estaba agotado. Un rostro curioso se asomó de la casa y Halam de inmediato empezó a hablar con la mujer, sin duda contándole todo lo que sabía acerca de Jane y Ellis. Mohammed condujo a Maggie hacia un lugar donde pudiera pastar junto al río y después volvió y se instaló al lado de Ellis.

—Debemos comprar pan y té —indicó.

Jane pensó que todos necesitaban una comida más sustancial.

—¿Y el pescado? —preguntó.

—Tardaríamos demasiado en limpiarlo y cocinarle. Lo guardaremos para esta noche. No quiero quedarme aquí más de media hora.

—Está bien —contestó Jane, aunque no estaba segura de poder seguir caminando después de sólo media hora de descanso.

Tal vez un poco de comida consiga revivirme, pensó.

Halam los llamó. Jane levantó la mirada y vio que les hacía señas. La mujer hacía lo mismo, los estaba invitando a entrar en la casa. Ellis y Mohammed se pusieron en pie. Jane depositó a Chantal en el suelo, se levantó y después se inclinó para levantar a su hijita. De repente se le nubló la vista y perdió el equilibrio. Durante un instante luchó contra lo que le estaba sucediendo: sólo distinguía la carita de Chantal rodeada por una especie de niebla. Entonces se le doblaron las rodillas y cayó al suelo en medio de una oscuridad total.

Al abrir los ojos vio un grupo de rostros ansiosos que la observaban: Ellis, Mohammed, Halam y la mujer.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Ellis.

—Atontada —contestó—. ¿Qué me pasó?

—Te desmayaste.

Ella se sentó muy erguida.

—Ya estoy bien.

—No —contestó Ellis—. Hoy ya no podrás seguir caminando. La cabeza de Jane se iba aclarando. Sabía que Ellis tenía razón. Su cuerpo ya no daba más de sí y ningún esfuerzo de voluntad podría modificar ese hecho. Empezó a hablar en francés para que Mohammed le entendiera.

—Pero los rusos sin duda llegarán hoy aquí.

Tendremos que ocultarnos —decidió Ellis.

—Mira esa gente. ¿Los crees capaces de guardar un secreto? —preguntó Mohammed.

Jane miró a Halam y a la mujer. Los observaban y estaban pendientes de la conversación, aunque no pudieran comprender una sola palabra de lo que se decía. La llegada de extranjeros era probablemente el acontecimiento más excitante del año. En pocos minutos, el pueblo entero estaría allí. Estudió a Halam. Decirle que no hablara sería lo mismo que decirle a un perro que no ladrara. Al anochecer, el escondrijo que eligieran sería conocido por todo Nuristán. ¿Sería posible alejarse de esa gente y llegar a un valle lateral sin que nadie los observara? Tal vez. Pero no podrían vivir indefinidamente sin la ayuda de los pobladores locales, en algún momento se les acabaría la comida y eso sería más o menos cuando los rusos se dieran cuenta de que ellos habían detenido la marcha y empezaran a buscarlos por los bosques y los desfiladeros. Ellis tenía razón al asegurar que la única esperanza que les quedaba era llevarles la delantera a sus perseguidores.

Mohammed aspiró profundamente el humo de su cigarrillo, con aspecto pensativo.

—Tú y yo tendremos que seguir y no habrá más remedio que dejar a Jane atrás.

—¡No! —contestó Ellis, tajante.

—El papel que tienes en tu poder, con la firma de Masud, Kamil y Azizi es más importante que la vida de cualquiera de nosotros. Representa el futuro de Afganistán, la libertad por la que murió mi hijo.

Jane comprendió que Ellis tendría que seguir adelante solo. Por lo menos él podría salvarse. Se avergonzó de sí misma por la terrible desesperación que le causaba el solo pensamiento de perderle. Debería estar tratando de imaginar la forma de ayudarlo, en lugar de preguntarse cómo hacer para mantenerlo a su lado. De repente se le ocurrió una idea.

—Yo podría engañar a los rusos —explicó—. Podría dejar que me capturaran y luego, después de dar muestras de gran renuencia, podría suministrarle a Jean-Pierre toda clase de informaciones falsas con respecto al camino que habéis tomado y la forma en que viajáis, Si consiguiera encaminarlo en una dirección completamente equivocada, es posible que pudierais ganar varios días de ventaja, ¡los necesarios para salir sanos y salvos del país!

Empezó a entusiasmarse con la idea, a pesar de que en el fondo de su corazón pensaba: ",¡No me dejéis! ¡Por favor, no me dejéis!

Mohammed miró a Ellis.

—Es la única solución, Ellis —aseguró.

—¡Olvídala! —contestó Ellis —. No estoy dispuesto a aceptarla.

—Pero, Ellis…

—¡No la voy a aceptar! —repitió Ellis—. ¡Olvídala!

Mohammed decidió callar.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Jane.

—Los rusos no nos alcanzarán hoy —contestó Ellis—. Todavía les llevamos cierta ventaja, porque esta mañana nos levantamos muy temprano. Esta noche nos quedaremos aquí, y mañana volveremos a salir temprano. Recordad que nada termina hasta que realmente se acaba del todo. Puede suceder cualquier cosa. Hasta es posible que en Moscú alguien decida que Anatoly se ha vuelto loco y ordene suspender la búsqueda.

—¡No digas imbecilidades! —comentó Jane en inglés; pero contra toda razón y coherencia, interiormente se alegraba de que él se hubiese negado a seguir solo.

—A mí se me ocurre otra alternativa —dijo Mohammed—. Seré yo el que regrese a confundir a los rusos.

El corazón de Jane dio un respingo dentro del pecho. ¿Sería posible?

—¿Cómo? —preguntó Ellis.

—Me ofreceré como guía intérprete y los conduciré hacia el sur del valle Nuristán, alejándolos de vosotros hasta llegar al lago Mundol.

A Jane se le ocurrió un inconveniente, y se volvió a deprimir.

—Pero ya deben de tener un guía —objetó.

—Tal vez sea un hombre del Valle de los Cinco Leones que se haya visto forzado a ayudar a los rusos contra su voluntad. En ese caso, hablaré con él y arreglaré las cosas.

—¿Y si se negara a ayudarte?

Mohammed lo consideró.

—Entonces no será un buen hombre que se ha visto obligado a ayudarlos, sino un traidor que colabora voluntariamente con el enemigo para obtener alguna ganancia personal; en ese caso, lo mataré.

—No quiero que nadie muera por mi causa —contestó Jane con rapidez.

—No sería por ti —aclaró Ellis en tono duro—. Sería por causa mía. Yo soy el que me he negado a seguir sin ti.

Jane calló.

Ellis pensaba en cosas prácticas.

—No estás vestido como los habitantes de Nuristán —hizo notar a Mohammed.

—Intercambiaré de ropa con Halam.

—Tampoco hablas bien el idioma local.

—En Nuristán se hablan muchos dialectos. Simularé que procedo de una zona donde el dialecto es distinto. De todos modos, los rusos no hablan ninguno de esos idiomas, así que tampoco se enterarán.

—¿Y qué harás con tu arma?

Mohammed lo pensó durante unos instantes. —¿Me darías tu bolsa?

—Es demasiado pequeña.

—Mi Kalashnikov tiene la culata plegable.

—Por supuesto que puedes tomar la bolsa —dijo Ellis.

Jane se preguntó si no despertaría sospechas, pero decidió que no. Las bolsas de los afganos eran tan extrañas y variadas como sus ropas. Pero de todos modos, tarde o temprano, Mohammed despertaría sin duda sospechas.

—¿Qué sucederá cuando finalmente se den cuenta de que los has guiado por un rumbo equivocado?

—Antes de que eso suceda, me escaparé en medio de la noche, dejándolos en algún lugar ignoto.

—Es terriblemente peligroso dijo Jane.

Mohammed trató de adoptar una actitud de heroica despreocupación. Lo mismo que la mayoría de los guerrilleros, era genuinamente valiente, pero también ridículamente vanidoso.

—Si calculas mal el tiempo y sospechan de ti antes de que decidas abandonarlos, te torturarán para averiguar qué camino tomamos.

—Jamás se apoderarán de mí con vida —aseguró Mohammed. Jane le creyó.

—Pero nosotros nos quedaremos sin guía —objetó Ellis.

—Yo os encontraré otro. —Mohammed se volvió hacia Halam con quien inició una rápida conversación en múltiples idiomas. Jane sacó en conclusión que Mohammed se proponía contratar a Halam como guía. A ella el muchacho no le gustaba —era demasiado buen vendedor para resultar enteramente confiable—, pero obviamente se trataba de un viajante, de manera que la elección era natural. La mayoría de los pobladores locales posiblemente nunca se habrían aventurado a alejarse de los límites de su propio valle.

—Dice que conoce el camino —explicó Mohammed, ahora en francés. Al oír las palabras dice que Jane sintió una punzada de ansiedad—. Os llevará hasta Kantiwar y allí encontrará otro guía para que os conduzca hasta el próximo paso, y seguirán procediendo así hasta llegar a Pakistán. Os cobrará cinco mil afganíes.

—Me parece bastante justo, pero ¿cuántos guías más tendremos que contratar a ese precio hasta llegar a Chitral?

—Cinco o seis, tal vez —contestó Mohammed.

Ellis movió la cabeza.

—No tenemos treinta mil afganíes. Y además, será necesario comprar comida.

—Tendréis que obtener la comida atendiendo enfermos —explicó Mohammed—. Y una vez que lleguéis a Pakistán, el camino es más fácil. Tal vez en los últimos tramos ni siquiera necesitéis guías.

Ellis se mostraba dubitativo.

—¿Qué piensas? —le preguntó a Jane.

—Te queda otra alternativa —contestó ella—. Puedes continuar sin mí.

—¡No! —exclamó él—. Esa no es una alternativa. Seguiremos juntos.