27

Una invitación al mundo subterráneo

Ese día el Club Náutico estaba cerrado, los toldos recogidos sobre los silenciosos balcones: una casa de secretos que escondía cualquier recuerdo del sol. Dejé el Citroën en el parque y bajé la rampa hasta el garaje del sótano. Durante el viaje desde la Residencia Costasol había tratado de prepararme para el encuentro cara a cara con Frank, demasiado consciente de lo mucho que todo había cambiado entre nosotros. Habíamos dejado de ser los hermanos unidos por una madre desgraciada, y en un sentido más amplio, hasta habíamos dejado de ser hermanos.

Llevaba en la mano las llaves de coche que había encontrado en el huerto, encima de la casa Hollinger. Mientras cruzaba el sótano sombrío las vi brillar a la luz temblorosa de un defectuoso tubo fluorescente. El hecho de que hubieran dejado salir a Frank de la cárcel en la víspera del juicio, incluso bajo la custodia del inspector Cabrera, indicaba que habían descubierto una nueva prueba vital que contradecía la confesión de mi hermano e incriminaba al auténtico asesino.

Me quedé al pie de la rampa, sorprendido de ver que no había policías de uniforme que custodiaran el garaje. Una docena de coches estaban estacionados en las plazas, y vi el polvoriento Jaguar de Frank contra la pared del rincón; la cinta adhesiva de la policía empezaba a despegarse del parabrisas.

Noté entonces que al lado del Jaguar estaba el pequeño BMW de Paula Hamilton. Paula me observaba desde el asiento del conductor con las manos apretadas sobre el volante, mientras yo me acercaba, como preparada para escapar; el rostro delgado parecía casi ictérico a la luz amarillenta. Junto a ella había un hombre con el rostro tapado por una visera. Llevaba una chaqueta de cuero de motociclista; un tipo de prenda que Frank jamás hubiera tenido, pero que quizá le habían; prestado en el almacén de la cárcel.

—Frank… estás libre. ¡Gracias a Dios!

Cuando llegué al BMW sentí mi cariño de siempre. Sonreí a través del cristal manchado de insectos, listo para darle un abrazo. Se abrieron las puertas y Paula bajó del coche. Tenía mala cara bajo la luz parpadeante y apartaba los ojos. En el asiento del acompañante, Gunnar Andersson extendió las rodillas huesudas y se agarró del techo para ayudarse a salir. Se abrochó la chaqueta alrededor del cuello y dio la vuelta al coche por detrás. Se acercó a Paula y miró sombríamente el llavero que yo llevaba en la mano; sus mejillas enjutas parecían aún más hundidas a la media luz del cemento.

—Paula… ¿dónde está Frank?

—No está aquí. —Me miró tranquila a los ojos—. Necesitábamos hablar contigo.

—¿Pero dónde está? ¿En el apartamento? ¿Y el inspector Cabrera?

—No están aquí. Frank sigue en la cárcel de Málaga esperando el juicio de mañana. —Trató de sonreírme a la luz del fluorescente defectuoso—. Lo siento, Charles, pero teníamos que hacerte venir.

—¿Por qué? ¿Qué es todo esto? —Miré a mi alrededor tratando de ver a través de las ventanillas de los otros coches, todavía seguro de que descubriría a Frank sentado en el asiento trasero de algún vehículo camuflado de la policía—. Esto es absurdo… podemos hablar en la fiesta de esta noche.

—¡No, no debes ir a esa fiesta! —Paula me sujetó la muñeca y me sacudió como si quisiera despertar a un paciente sedado—. ¡Charles… por el amor de Dios, suspende esa fiesta!

—No puedo. ¿Por qué tengo que suspenderla? Es la fiesta de despedida a Bobby Crawford.

—No será sólo la despedida de Crawford. ¿No acabas de entenderlo? Va a morir gente. Habrá un incendio enorme.

—¿Dónde? ¿En la casa? Paula, es absurdo… nadie quiere hacerle daño a Crawford.

—No andan detrás de Crawford. El fuego será en el bungalow de Sanger. Lo matarán a él y a quien esté allí.

Volví la cabeza, perturbado por la mirada intensa de Paula. Todavía tenía esperanzas de que Cabrera apareciera por alguna de las puertas de servicio. Miré a Andersson, esperando que hablara y la contradijese, pero empezó a asentir lentamente con la cabeza, moviendo los labios y repitiendo en silencio las palabras de Paula.

—Paula, dime… —Me solté la muñeca que me tenía apretada con fuerza—. ¿Cuándo te enteraste de lo del fuego?

—Gunnar me lo contó esta tarde. Todos lo saben. Está todo planeado… por eso han cerrado el club.

El sueco estaba al lado de Paula; las facciones góticas eran apenas visibles en el aire grasiento. Asintió con la cabeza gacha.

—¡Es imposible! —Di un puñetazo contra el parabrisas del coche—. He hablado con Crawford hace una hora. Nadie podría planear tan rápido algo así.

—Hace semanas que lo saben. —Paula trató de calmar mis manos apretándolas contra su pecho. Hablaba claramente, con una voz nerviosa pero prácticas—. Está todo arreglado… la fiesta es sólo una tapadera. Han preparado explosivos, una especie de bomba de gasolina que estalla con detonadores navales. Charles, es verdad. Se están aprovechando de ti.

—No puedo creerlo… —Aparté a Paula, listo para enfrentarme a Andersson. Pero el sueco se alejó y me miró por encima del coche de Frank—. Andersson… ¿es cierto?

—Completamente. —Los ojos del sueco, que se habían retirado a sus profundas órbitas, emergieron un instante—. No supe quién era el blanco hasta esta mañana. Mahoud y Sonny Gardner… necesitaban ayuda con los fusibles. Mientras Sanger estaba fuera buscando a Laurie, se metieron en el bungalow y pusieron la bomba debajo del suelo en la habitación de Sanger. No me lo han dicho, pero creo que hay gasolina en el sistema de aspersores… En pocos minutos todo quedará reducido a cenizas.

—¿Y quién dirige todo esto…? ¿Crawford?

Paula, de mala gana, meneó la cabeza.

—No. Bobby estará en Calahonda, a kilómetros de distancia, bebiendo con los amigos de su nuevo club de tenis.

—¿Pero dices que él lo ha planeado todo?

—No exactamente. En realidad, no sabe casi nada de los detalles.

—¿Entonces quién? Mahoud y Sonny Gardner no han ideado esto ellos solos. ¿Quién está detrás?

Paula limpió la marca que había dejado mi puñetazo en el parabrisas.

—No es una sola persona. Están juntos en esto… Betty Shand, Hennessy, las hermanas Keswick, y la mayoría de la gente que viste en el entierro de Bibi Jansen.

—Pero ¿por qué quieren matar a Sanger? ¿Porque va a ir a la policía?

—No, no lo han pensado. Ni siquiera lo sabían hasta hoy, cuando se lo contaste a Betty Shand y Hennessy.

—¿Entonces qué motivo puede haber? ¿Por qué eligieron a Sanger como blanco?

—Por la misma razón que a los Hollinger.

Paula me sostuvo cuando caí de lado contra el coche, mareado de pronto por la luz temblorosa. Entendí por primera vez que yo era parte de una conspiración para matar al psiquiatra. Paula me apretó los brazos tratando de reanimarme.

—De acuerdo… —Me apoyé contra el coche de Frank y esperé hasta que pude recuperar el aliento—. Paula, dime ahora por qué asesinaron a los Hollinger. Siempre lo has sabido.

Paula se puso a mi lado y esperó a que me calmase. Tenía la cara serena, pero parecía hablar desde detrás de una máscara, como una guía de turismo en algún macabro lugar histórico.

—¿Por qué los mataron? Por el bien de Estrella de Mar y todo lo que Crawford había hecho por nosotros. Para que no se viniera todo abajo cuando él se marchara. Sin el incendio de la casa Hollinger, Estrella de Mar se habría hundido otra vez en lo que era: otro pueblo de la costa aquejado de muerte cerebral.

Pero ¿cómo se explican todas esas muertes? Cinco personas fueron asesinadas…

—Charles… —Paula se volvió hacia Andersson para que la ayudase, pero el sueco miraba fijamente el tablero del Jaguar. Dominándose, continuó—: Hacía falta un gran crimen, algo terrible y espectacular que uniera a todo el mundo, que los encerrara en un sentimiento de culpa que mantendría Estrella de Mar viva para siempre. No bastaba recordar a Bobby Crawford y todos esos delitos menores: robos, drogas y películas pomo. La gente de Estrella de Mar tenía que cometer un crimen importante, algo violento y dramático, en lo alto de la colina donde cualquiera pudiera verlo, para que así todos no sintiésemos siempre culpables.

—¿Y por qué los Hollinger?

—Porque eran demasiado visibles. Cualquiera habría servido, pero ellos tenían esa casa grande. Habían empezado a causar problemas a Betty Shand y amenazaban con llamar a la policía. Así que el dedo los señaló. Tant pis.

—¿Y quién provocó el incendio? Crawford, ¿no?

—No… él estaba jugando al tenis con la máquina del Club Náutico. No conocía todos los planes. No creo que supiera que el blanco fueran los Hollinger.

—¿Entonces quién lo hizo? ¿Quién lo planeó?

Paula bajó la cabeza, tratando de ocultar las mejillas debajo de las trenzas negras que le caían sobre las sienes.

—Todos nosotros. Lo hicimos todos.

—¿Todos vosotros? ¿Pero no todo Estrella de Mar?

—No, sólo el mismo grupo clave: Betty Shand y los demás, Hennessy, Mahoud y Sonny Gardner. Incluso Gunnar.

—¿Andersson? Pero Bibi Jansen murió en el incendio. —Me volví acusadoramente hacia el sueco—. Usted la quería.

Andersson miraba impasible la rampa del garaje, moviendo los pies, preparado para escapar y unirse al viento. Habló lacónicamente, como si repitiera unas palabras que él ya se había dicho a sí mismo cientos de veces.

—La quería, sí. Sé que parece que lo haya hecho a propósito… Crawford se la había llevado y la había dejado embarazada. Entonces ella, se fue a vivir con los Hollinger… Pero yo no quería que muriese. Tenía que escapar por la escalera de emergencia, pero el fuego era incontenible. —Arrancó la cinta policial de las ventanillas del Jaguar y la estrujó entre las manos.

Me aparté y me volví hacia Paula.

—¿Y tú?

Paula apretó los labios, como resistiéndose a que las palabras le salieran de la boca.

—No me dijeron lo que planeaban. Pensaba que querían burlarse de la noción feudal de los Hollinger sobre cómo hacer una fiesta. La idea era encender un pequeño fuego en la casa, tirar unas bombas de humo, y obligarlos a salir por la escalera de incendios. Así al fin tendrían que mezclarse con los invitados.

—Pero ¿por qué éter? Comparado con la gasolina o el queroseno no es tan inflamable.

—Exactamente. Necesitaban un líquido volátil, y me pidieron que lo trajese. El auténtico motivo era ligarme a ellos, y tenían razón. Mahoud añadió gasolina al éter, y me encontré con cinco muertes entre las manos. —Enfadada consigo misma, se quitó el pelo de la cara y se miró fríamente en el parabrisas—. Fui una tonta… tendría que haber adivinado lo que realmente planeaban. Pero estaba bajo el hechizo de Bobby Crawford. Había creado Estrella de Mar y yo creía en él. Después del incendio supe que la gente seguiría matando por él, y que había que pararlo. A pesar de todo, Betty Shand y él tenían razón: el incendio y las muertes unieron a todo el mundo y mantuvieron Estrella de Mar con vida. Ahora planean lo mismo para la Residencia Costasol, con el sacrificio del pobre Sanger. Si Laurie Fox muere con él en la cama, será aún más escabroso. Nadie lo olvidará, y las partidas de bridge y las clases de escultura seguirán para siempre.

—¿Y Frank? ¿Qué parte tenía en todo esto?

Paula se sacudió el polvo de las manos.

—¿Has traído las llaves del coche? ¿Las que vi en tu escritorio?

—Aquí están. —Las saqué del bolsillo—. ¿Las quieres?

—Pruébalas en la puerta.

—¿De tu BMW? Ya lo he hecho… hace semanas, cuando nos conocimos. Las he probado en todos los coches de Estrella de Mar y no entraron en ninguno.

—Charles… no en mi coche; pruébalas en el Jaguar…

—¿En el coche de Frank? —Pasé por delante de ella, quité la suciedad de la cerradura e inserté la llave. El tambor estaba rígido y sentí una oleada de alivio al ver que la llave no encajaba bien y que Frank seguía siendo inocente. Pero casi en seguida oí el ruido del cierre centralizado que destrababa las cuatro puertas.

Levanté la manija, abrí la puerta y miré el mohoso interior, los mapas de carreteras, los guantes de conducir sobre el asiento del pasajero, y un ejemplar de mi guía de viajes de Calabria en la bandeja. Una sensación de pérdida y agotamiento se apoderó de mí, como si me hubieran sacado toda la sangre del cuerpo en una precipitada transfusión. No quería seguir respirando y me senté en el asiento del conductor con los pies sobre el suelo del garaje. Paula se arrodilló delante de mí y me apretó el diafragma con la mano, mientras me miraba el cuello buscándome el pulso.

—Charles… ¿estás bien?

—Así que Frank estuvo allí. Después de todo participó en el incendio de la casa Hollinger. ¿Lo planeó él?

—No, pero sabía que pasaría algo espectacular. Reconocía que Bobby Crawford tenía razón y que cuando se marchara de Estrella de Mar todo se vendría abajo. Necesitábamos algo que nos recordara los trabajos de Bobby. Frank pensó que el incendio sería una especie de proeza por el cumpleaños de la Reina. No se dio cuenta de que los Hollinger quedarían atrapados y morirían en el incendio. Se sintió responsable, puesto que lo había organizado todo.

—¿Y todos desempeñaron un papel?

—Todos. Yo encargué el éter a un proveedor de laboratorios en Málaga; Betty Shand lo trasladó en una de sus camionetas; las hermanas Keswick lo guardaron en un refrigerador del Restaurante du Cap. Sonny Gardner enterró los bidones en el huerto. Para entonces, Mahoud ya había cambiado casi todo el éter por gasolina. Frank y Mahoud desenterraron los bidones unos minutos antes del brindis real y los llevaron a la cocina mientras el ama de llaves servía los canapés en la terraza. Cabrera estaba bastante acertado.

—Pero ¿quién preparó el sistema de aire acondicionado? ¿Frank?

—Fui yo. —Andersson se miraba las manos mientras trataba de quitarse restos de grasa de debajo de las uñas. Hablaba en voz baja, como si temiera que lo oyesen—. Frank me pidió que arreglara el sistema para que la casa se llenara de humo de colores. Mahoud y yo fuimos por la tarde, cuando el ama de llaves estaba muy ocupada. Le dije que era el técnico de mantenimiento y que Mahoud era mi ayudante. Abrí el colector y le mostré a Mahoud dónde tenía que poner las bombas de humo.

—¿Y?

Andersson levantó sus largas manos mostrando las muñecas como si se las ofreciera a un hacha.

—Después del brindis por la Reina, Frank dejó a Mahoud en la cocina y subió la escalera hasta la chimenea de la sala. Sacó una pequeña alfombra del suelo, la dejó sobre el hogar y le prendió fuego. No sabía que Mahoud ya había vaciado el humidificador y lo había llenado de gasolina. Cuando Mahoud se marchó, encendió el aire acondicionado para asustar a los Hollinger. Pero de las rejillas de ventilación no salió ningún humo…

—¿Así que Frank no sabía que habría una explosión? —Dejé que Paular me ayudara a salir del coche—. Aun así, toda esa gasolina, y el éter… es una locura. Tenías, que haberte dado cuenta del riesgo de que toda la casa volara.

Paula se pasó la mano por la mejilla buscando el viejo moretón.

—Sí, pero no nos permitíamos pensarlo. Necesitábamos un espectáculo para Bobby Crawford: los Hollinger aterrorizados, humo de colores saliéndoles por las orejas, quizá algunos destrozos en la casa. La chimenea era enorme… Frank dijo que las llamas tardarían media hora en llegar a la escalera. Para ese entonces los invitados ya habrían entrado en la casa y montarían una cadena humana desde la piscina. Nadie iba a morir.

—¿Nadie? ¿De verdad lo creías? Así que todo salió mal. ¿Qué pasó con Frank después de la explosión?

Paula hizo una mueca al recordarlo.

—Cuando vio lo que había pasado salió corriendo. Estaba destrozado, apenas podía hablar. Me dijo que había tratado de esconder los bidones pero que había perdido las llaves del coche. Gunnar las encontró al día siguiente mientras volaba en el ala delta. Eran lo único que temamos. Queríamos denunciar a Crawford y Elizabeth Shand, pero no había pruebas contra ellos. Crawford no sabía que íbamos a incendiar la casa y no había participado en el plan. Si se lo hubiéramos confesado a Cabrera, nos habrían acusado a todos, menos a la única persona realmente responsable. Frank se declaró culpable para salvarnos.

—Por lo tanto no dijiste nada hasta que yo llegué. ¿Fuiste tú la que dejó el vídeo porno en el dormitorio de Anne Hollinger?

—Sí… esperaba que reconocieras a Crawford y a Mahoud, o al menos que descubrieras dónde estaba el apartamento.

—Eso era fácil. Pero habría podido no ver el vídeo en el cuarto de Anne Hollinger.

—Lo sé, Al principio iba a dejarlo en el Bentley y pedirle a Miguel que te acompañara en coche. Entonces te vi mirando el televisor… estabas tan intrigado por saber lo que ella miraba cuando murió…

—Me molesta tener que decirlo, pero… es verdad. ¿Y la bolsita con cocaína en el escritorio de Frank? Los hombres de Cabrera la habrían encontrado en pocos segundos.

Paula me dio la espalda, aún incómoda al pensar en el vídeo.

—La puse cuando David Hennessy me dijo que vendrías de Londres. Quería llevarte hasta Crawford y que te dieras cuenta de que Estrella de Mar era algo más que una urbanización de tarjeta postal. Si pensabas que Crawford estaba implicado en el incendio, podrías poner en evidencia sus otras actividades. Lo habrían acusado de tráfico de drogas y robo de coches, y habría pasado en la cárcel los próximos diez años.

—Pero en cambio caí bajo su hechizo como todos los demás. ¿Y las llaves del coche?

—Lo único que quedaba era llevarte hasta Frank. Si sabías que estaba implicado en el incendio todo se habría destapado.

—¿Entonces hiciste que Miguel dejara las llaves en el huerto? ¿Qué te hizo pensar que volvería allí?

—No parabas de mirar la casa. —Paula alargó el brazo y me tocó el pecho sonriendo por primera vez—. Pobre, estabas completamente obsesionado. Crawford también se daba cuenta… por eso te dejó junto a la escalinata del mirador. Ya entonces te estaba preparando para el siguiente incendio espectacular.

—Pero él no sabía que las llaves estaban esperándome. Aun así, yo habría podido no verlas. ¿O fue allí cuando el ala delta entró en acción?

—Yo era el piloto. —Andersson levantó las manos y aferró una barra imaginaria—. Lo llevé hacia las llaves y después lo perseguí hasta el cementerio. Paula estaba esperando en la Kawasaki.

—¿Paula? ¿Eras tú, con aquella amenazadora ropa de cuero?

—Queríamos asustarte, que te dieras cuenta de que Estrella de Mar era un sitio peligroso. —Paula sacó las llaves de la puerta del Jaguar y las apretó con fuerza—. Te vigilamos mientras perseguías a Crawford por Estrella de Mar y supusimos que te llevaría otra vez a casa de los Hollinger. Por suerte, encontraste las llaves y empezaste a probarlas en todos los coches.

—Pero nunca las probé en el coche de Frank. —Di una palmada en el techo del Jaguar cubierto de polvo—. Pensé que no tenía que probarlas en éste. Mientras tanto Frank se había declarado culpable, los Hollinger estaban muertos y el resto se había encerrado en el pequeño reino demente de Crawford. Pero Bibi Jansen murió en el incendio… ¿a Bobby no le pareció un precio muy alto?

—Por supuesto. —Paula me miró con los ojos llenos de lágrimas sin intentar secárselas—. Al matar ál hijo de Crawford cometimos un crimen contra él… eso nos unió todavía más.

—¿Y Sanger? ¿Sabía la verdad sobre el incendio?

—No. Aparte de ti, era casi la única persona del funeral que no lo sabía. Seguramente lo adivinó.

—Sin embargo, nunca acudió a la policía. Los demás tampoco, aunque la mayoría ni se esperaba que los Hollinger murieran en el incendio.

—Tenían que ocuparse de sus negocios. El fuego en casa de los Hollinger hizo milagros en las cajas registradoras. Nadie se quedaba mirando la televisión, todo el mundo salía y se calmaba los nervios gastando dinero. Todo el asunto era una pesadilla, pero el hombre apropiado se había declarado culpable. Técnicamente Frank había encendido el fuego. La mayoría no sabía lo de Mahoud y la gasolina en el sistema de aire acondicionado… Eso fue idea de Betty Shand, de Hennessy y Sonny Gardner. Todos los demás lo vieron como el tipo de accidente trágico que ocurre cuando una broma sale mal en una fiesta. Dios sabe que a mí también me pasó. Había ayudado a matar a toda esa gente, y casi lo aceptaba. Charles, por eso tenemos que parar, la fiesta de esta noche.

Mientras Paula levantaba los brazos, la abracé brevemente tratando de calmarle los hombros temblorosos. Sentí los latidos de su corazón contra mi pecho. Todas las duplicidades de los últimos meses habían desaparecido, dejando al descubierto a esta joven y nerviosa doctora.

—Pero ¿cómo, Paula? Es difícil. Tenemos que avisar a Sanger. Laurie y él pueden irse a Marbella.

—Sanger no se irá. Ya lo han echado de Estrella de Mar. Y aunque se fuera, elegirían a otro: al coronel Lindsay, a Lejeune o incluso a ti, Charles. Lo importante es sacrificar a alguien y que la tribu se encierre en sí misma. Charles, créeme, hay que parar a Bobby Crawford.

—Lo sé, Paula. Hablaré con él. Cuando vea que sé todo sobre los Hollinger, suspenderá la fiesta.

—¡No lo hará! —Paula, agotada, se volvió hacia Andersson en busca de ayuda, pero el sueco se había apartado de nosotros y miraba los coches estacionados—. Ya no depende de Crawford… Betty Shand y los demás han tomado una decisión. Él se trasladará a otros pueblos y ciudades, los hará revivir y después les pedirá un sacrificio. Siempre habrá gente dispuesta. Escúchame, Charles, tus festivales artísticos y tu orgullo cívico se pagan con sangre…

Me senté en el asiento del coche de Frank sujetando el volante, mientras Andersson levantaba la mano en un breve saludo de despedida y subía la rampa hacia el sol del atardecer. Paula, de pie al lado del Jaguar, me miraba por el parabrisas y esperaba a que yo le respondiera. Pero yo pensaba en Frank y nuestros años de infancia juntos. Comprendí por qué él había caído bajo el embrujo de Crawford aceptando la irresistible lógica que había reanimado al Club Náutico y al pueblo moribundo de alrededor. La delincuencia siempre reinaría, pero Crawford había convertido el vicio, la prostitución y el tráfico de drogas en fines sociales positivos. Estrella de Mar se había redescubierto a sí misma, pero la escalada de provocación había llevado a Crawford a la casa Hollinger envuelta en llamas.

Paula caminó alrededor del coche, confiando menos en mí a medida que la sangre se le retiraba de las mejillas. Al final se dio por vencida y estiró un brazo en el aire sombrío en un ademán de desdén, consciente de que yo nunca me enfrentaría a Crawford. Busqué con la mano en el asiento trasero, tomé la guía de Calabria, y la abrí en la dedicatoria que le había puesto a Frank en la guarda. Mientras leía el cálido mensaje que había escrito tres años atrás, oí el motor del coche de Paula que arrancaba a mi lado; el ruido se perdió entre recuerdos de días de infancia.