25

Día de feria

La Residencia Costasol se celebraba a sí misma saludando su feliz regreso a la vida. Desde el balcón de mi oficina en la primera planta del club deportivo contemplé la caravana de carrozas al otro lado de la plaza, adornadas con flores y banderines, vitoreadas por una multitud exuberante cuyas voces casi ahogaban la selección de Gilbert y Sullivan que los altavoces emitían a lo largo del camino. Una nube de confeti y pétalos, mantenida en el aire por los pulmones de los turistas de Estrella de Mar y otras urbanizaciones de la costa, volaba sobre la cabeza de la gente.

Durante tres días se habían abandonado todas las medidas de seguridad. Los visitantes, intrigados por los primeros fuegos artificiales, habían dejado los coches al lado de la playa y los guardias de la entrada muy pronto se vieron desbordados. Martin Lindsay, un coronel retirado de la Guardia de Honor que era ahora alcalde electo, lo consultó con los concejales y ordenó al servicio de seguridad que apagara los ordenadores durante la duración del festival. La Feria de las Artes de Costasol, programada para que durara una única tarde, estaba ahora en su segundo día y todo indicaba que seguiría otra noche.

Una carroza remolcada por el Range Rover de Lindsay pasó delante del club deportivo y desfiló alrededor de la plaza. Una bandera de seda negra con la inscripción «Solistas Filarmónicos de la Residencia» ondeaba sobre una docena de músicos; sentados frente a los atriles, movían los arcos sobre los violines y violoncelos, mientras el pianista golpeaba el teclado de un piano de media cola blanco, y una arpista elegante, que vestía una túnica de noche color marfil, punteaba las cuerdas de un arpa decorada con rosas amarillas. La mescolanza de Vivaldi y Mozart luchaba animosamente con el griterío de los turistas que levantaban las copas en las terrazas de los cafés abarrotados.

Dos socias hermosas, todavía con ropas de tenis, salieron al balcón de mi oficina y desde la barandilla saludaron con las raquetas a otra carroza que pasaba.

—¡Dios mío! ¿No es ésa Fiona Taylor?

—¡Qué maravilla… está completamente desnuda!

La carroza, diseñada por el Club Artístico Costasol, era la réplica del taller de un artista. En un extremo del cuadro vivo se alzaban seis caballetes, y unos pintores que llevaban batas victorianas trabajaban allí con carbonilla y lápices de cera. Un escultor de Purley, Teddy Taylor, especialista en garganta, nariz y oídos, moldeaba con arcilla el busto de su recatada esposa rubia. Vestida con una malla color carne, posaba como lady Godiva sobre un caballo de cartón piedra, sonriendo de oreja a oreja a los silbidos de los turistas más entusiastas.

—¡Bobby Crawford…! ¡Ha llegado! —Una de las tenistas se puso a chillar y casi me tiró el vodka con tónica de la barandilla—. ¡Vamos, Bobby, queremos ver cómo posas!

La camioneta de exteriores de un canal de televisión español avanzaba junto a la carroza de las artes. El operador filmaba primeros planos de la atractiva modelo. Bobby Crawford estaba detrás de él, y levantaba el brazo mientras la caravana de vehículos daba vueltas a la plaza. Los pétalos de rosa le cubrían el pelo rubio y la camisa negra de batik, y los confeti plateados le moteaban el rostro y la frente sudorosos, pero se sentía demasiado feliz y no intentaba quitárselos. Saludaba sonriendo a los turistas, y brindaba con el vaso de vino que le tendía algún espectador. Cuando la camioneta de exteriores rozó la carroza, dio un salto en el aire, casi cayó contra los caballetes, volvió a incorporarse, y abrazó a la sonriente Fiona Taylor.

—¡Quítatelo todo! ¡Bobby, guapísimo cabrón!

—¡Quítate la ropa! ¡Charles, ordena que se desnude!

Las mujeres saltaban a mi lado como animadoras en zapatillas de tenis agitando las raquetas por encima de mi cabeza, y Crawford, se desabrochó la camisa y adelantó el pecho lampiño en una pose byroniana. El fotógrafo de una agencia de noticias corría al lado de la carroza; Crawford se quitó la camisa y la arrojó a la muchedumbre. Al llegar al centro comercial, saltó de la carroza y corrió con el pecho al aire entre las mesas de los cafés, perseguido por una vociferante pandilla de chicas adolescentes adornadas con sombreros de carnaval.

Agotado por el ruido y el incesante buen humor, dejé a las señoras tenistas y me refugié en mi oficina. Sin embargo, otro cuadro vivo había llegado a la plaza, un esfuerzo amateur del Club de Bailes de Antaño, y las parejas de ancianos que intentaban bailar el vals sobre la tambaleante plataforma recibieron un aplauso ten entusiasta como lady Godiva.

La Residencia Costasol se sentía feliz, y por una buena razón. Durante los últimos dos meses —los documentos legales del señor Danvila sobre mi escritorio me recordaron que el juicio de Frank empezaba al día siguiente— la explosión de actividad cívica nos había sorprendido a todos, incluso a Bobby Crawford. La noche anterior, durante una cena con Elizabeth Shand, se había reído de lo que yo denominaba un «renacimiento acelerado». Todos parecíamos demasiado desconcertados por el genio que había surgido de la botella.

El pueblo soñoliento, con el centro comercial vacío y el desierto club deportivo se había transformado en otra Estrella de Mar, como si un virus contagioso pero benigno hubiera flotado a lo largo de la costa invadiendo el lento sistema nervioso de la residencia para galvanizarla y exaltarla. Una comunidad intacta y que se bastaba a sí misma había nacido de repente. Media docena de restaurantes prosperaban alrededor de la plaza, todos menos uno financiados por Betty Shand y dirigidos por las hermanas Keswick. Se habían abierto dos clubes nocturnos cerca del puerto: el Milroy, para gente madura, y el Bliss’s para los jóvenes. El ayuntamiento se reunía semanalmente en la iglesia anglicana, cuya congregación dominical llenaba los bancos. Mientras tanto, las patrullas voluntarias de seguridad impedían a la delincuencia de la Costa del Sol acceder al complejo. Un montón de asociaciones se dedicaban a todo tipo de pasatiempos, desde origami hasta hidroterapia, pasando por el tango y el tai chi. Y todo esto, a pesar de mis dudas, parecía haber cobrado vida gracias a la dedicación de un solo hombre.

—Bobby eres un nuevo tipo de Mesías —solía decirle—. El Imán del puerto, el Zoroastro de la sombrilla de playa…

—No, Charles… sólo hago más fáciles las cosas.

—Todavía no sé si no es una enorme coincidencia, pero me saco el sombrero.

—Pues vuélvetelo a poner. Ellos lo hicieron, no yo. Sólo he sido el burro de tiro…

Crawford, con una modestia genuina, se apresuraba a atribuir cualquier mérito a la gente de la residencia. Como yo mismo había notado, a la sombra de los toldos yacía una inmensa reserva de talento dormido. Los profesionales de clase acomodada que dormitaban junto a sus piscinas, a veces eran abogados o músicos, ejecutivos de publicidad o televisión, asesores de empresas o funcionarios del gobierno. Los conocedores y expertos de la Residencia Costasol quizá no llegaban a ser tan numerosos como en la Florencia de los Medici, pero superaban ampliamente a los de otras ciudades similares de Europa y Norteamérica.

Hasta yo había sido contagiado por esa infección de optimismo y creatividad. Al atardecer, mientras descansaba junto a la piscina, preparaba los apuntes para un libro: Marco Polo: ¿el primer turista de la historia? Sería una obra sobre el turismo y el eclipse de la época de los viajes. Mi agente de Londres, después de estar desesperado conmigo durante tantos meses, me bombardeaba con faxes en los que me pedía con urgencia que le mandara una sinopsis detallada. A menudo yo jugaba al bridge con Betty Shand y los Hennessy, a pesar de que no me gustaba salir de la residencia e irá Estrella de Mar con sus siniestros recuerdos del incendio de la casa Hollinger. Incluso había estado tentado de interpretar un pequeño papel en la próxima producción de una obra de Orton, Lo que vio el mayordomo.

Miré la piscina repleta, el animado restaurante y las pistas de tenis por la ventana de la Oficina, contento de haber colaborado en dar nueva vida a la residencia.

Betty Shand recibía a los admiradores al aire libre sin dejar de mirar, con aire maternal pero frío, a un ruso joven y apuesto, Yuri Mirikov; lo acababa de contratar como profesor de aerobic. Mientras miraba la escena que tenía alrededor, saciada como una cobra lustrosa después de digerirse una cabra suculenta, casi pude ver que unas crecientes sumas le pasaban titilando por los ojos.

La residencia era un éxito en todos los aspectos, una economía de dinero contante, talento y orgullo cívico que no daba señales de recalentamiento. Los veleros recién renovados y los yates de motor se apretaban junto a los muelles. Gunnar Andersson había contratado un equipo de mecánicos para mantener los motores y los aparatos de navegación. El casco inundado del Halcyon seguía atado al pontón, como el cuerpo de una ballena olvidada amarrado al casco de un barco factoría, pero apenas se lo veía a través del bosque de mástiles brillantes.

Los socios que abarrotaban el balcón de mi oficina, vitoreaban a otra carroza de carnaval, el comando de respuesta rápida del servicio de seguridad. Escenificaban la detención de dos ladrones de coches que venían de Fuengirola inmovilizando y esposando a unos jóvenes perplejos. Sin embargo, en medio de todo ese buen humor había una cara larga, una expresión severa, indiferente al aire festivo. Mientras se decidía la suerte de los ladrones en una ruidosa confusión de altavoces walkie-talkies y teléfonos móviles, vi que Paula Hamilton salía al balcón. Llevaba traje oscuro, blusa blanca y un maletín médico. Contento de verla, la saludé con la mano desde la ventana de mi oficina, a pesar de que con ese aspecto de desaprobación y abatimiento se parecía cada vez más a una doctora mendicante que vagaba por el reino de la salud en busca de algún enfermo.

Se había hecho socia del club deportivo gracias a mi insistencia, y solía nadar temprano por la mañana. Se deslizaba por el agua mientras los últimos noctámbulos se marchaban del club. Practicaba con Helmut en las pistas de tenis intentando jugar con menos rigidez y controlando los movimientos del codo. Una vez yo había jugado con ella, pero era una tenista tan mediocre que supuse que se había asociado al club por otro motivos, quizá para Impedir que algún otro médico ocupara ese territorio.

Miró desde el balcón el cuadro vivo del comando de vigilancia que pasaba delante de los cafés, y sonrió brevemente cuando Bobby Crawford saltó sobre la carroza con una camisa hawaiana prestada e imitó a un inglés fanfarrón y borracho. Al cabo de unos segundos había convertido el ejercicio de seguridad en una cómica película policial, con los guardias que tropezaban entre sí y buscaban frenéticamente los teléfonos móviles desparramados que transmitían a gritos unas órdenes enloquecidas.

Paula se volvió, evidentemente preocupada por algo, y notó que yo la miraba desde mi oficina. Abrió la puerta con una sonrisa tímida y se apoyó contra el cristal.

—Paula… pareces cansada. —Le ofrecí mi silla—. Todo este ruido… probablemente necesitas una copa.

—Sí, gracias. ¿Por qué es tan agotadora la felicidad de los demás?

—Tienen mucho que celebrar. Siéntate, y pide lo que se te ocurra. Dime qué recetas.

—Nada. Solo un poco de agua mineral. —Me miró con una sonrisa, mostrando los dientes fuertes, y se echó el pelo negro por encima de los hombros. Observó a Crawford que hacía payasadas y malabarismos con tres teléfonos móviles bajo una lluvia de pétalos y confeti—. Bobby Crawford… tiene éxito, ¿no? Tu santo psicópata. Todo el mundo lo adora.

—¿Y tú no?

—No. —Se mordió el labio como si tratara de borrar el recuerdo de algún beso—. Creo que no.

—En una época significó mucho para ti.

—Pero ahora no. Le he visto sus otros lados.

—Pero están bajo control. No sé por qué te obsesiona de esa manera. —Señalé la gente de la plaza, las sirenas ululantes y la lluvia de pétalos—. Mira lo que ha llegado a conseguir. ¿Te acuerdas de la residencia hace tres meses?

—Por supuesto. Venía mucho por aquí.

—Exactamente. Tenías aquí muchos pacientes y ahora no hay tantos, me atrevería a decir.

—Casi ninguno. —Dejó el maletín sobre mi escritorio y se sentó meneando la cabeza—. Alguno con leucemia que he mandado de vuelta a Londres, tibias entablilladas por todo ese ejercicio innecesario, unos pocos casos de venéreas. Pero no creo que te sorprenda una leve gonorrea pasada de moda.

—No, claro. —Me encogí de hombros, tolerante—. Es lo que se esperaba, ya que hay más parejas sexuales. Es una enfermedad de contacto social… como la gripe, o el golf.

—Hay otras enfermedades sociales, y algunas mucho más serias… como el gusto por la pornografía infantil.

—Bastante rara en Costasol.

—Pero asombrosamente contagiosa. —Paula me miraba con unos ojos severos de maestra de escuela—. La gente que se cree inmune de repente se contagia con una cepa mutante de todas esas películas porno que está viendo.

—Paula… hemos intentado ponernos ciertos límites. En la residencia hay un problema… casi no hay niños. La gente los echa de menos, así que las fantasías sexuales se mezclan con la nostalgia. No puedes echarle la culpa de eso a Bobby Crawford.

—Le echo la culpa de todo. Ya ti… eres casi tan responsable como él. Te ha corrompido por completo.

—Eso es absurdo. Estoy planeando un libro, pensando en tomar clases de guitarra y trabajar en el teatro, volver a jugar al bridge…

—Tonterías. —Paula levantó el ratón del ordenador y lo apretó con fuerza, como si quisiera aplastarlo—. Cuando llegaste eras el homme moyen sensuel, cargado de asuntos pendientes con tu madre y de pequeñas culpas por esas prostitutas adolescentes que jodías en Bangkok. Ahora no tienes ninguna preocupación moral. Eres la mano derecha del zar de la delincuencia local y ni siquiera te das cuenta.

—Paula… —Alargué la mano y traté de recuperar el ratón—. Tengo más dudas de lo que crees.

—Te engañas a ti mismo. Créeme, lo apoyas en todo.

—Por supuesto. Mira lo que ha logrado. Me importan un comino las clases de escultura, lo importante es que la gente vuelva a pensar, que tengan conciencia de lo que son. Están construyendo un mundo que para ellos tiene mucho sentido, no se limitan a poner más cerraduras en las puertas. Mires donde mires, en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Europa Occidental, la gente esta encerrándose a sí misma en enclaves libres de delincuencia. Ése es el error… cierto grado de delincuencia es parte de la aspereza propia de la vida. La seguridad total es una enfermedad de privación.

—Quizá. —Paula se puso de pie y caminó por la oficina sacudiendo la cabeza cada vez que miraba a los turistas—. Se va mañana, gracias a Dios. ¿Qué harás entonces?

—Las cosas seguirán como hasta ahora.

—¿Estás seguro? Lo necesitas. Necesitas esa energía y esa inocencia ingenua.

—Viviremos sin ellas. Una vez que el carrusel está en marcha ya no necesita tanta fuerza para seguir girando.

—Eso crees. —Paula observó los pueblos distantes de la costa, las paredes blancas iluminadas por el sol—. ¿Adónde se va?

—Más al sur, a Calahonda… Es una urbanización enorme. Hay algo así como diez mil británicos.

—Les espera una sorpresa. Así que sigue adelante, llevando clases de gastronomía y tango a los ignorantes de los pueblos. Reclutará a otro vagabundo inquieto como tú y con unas pocas instantáneas Polaroid el pobre diablo verá la luz. —Se volvió para mirarme—. ¿Irás mañana al juicio de Frank?

—Naturalmente. Para eso he venido.

—¿Estás seguro? —Parecía escéptica—. Te necesita. No has ido a visitarlo a la cárcel de Málaga ni una sola vez. Ni una sola vez en casi cuatro meses.

—Paula, lo sé… —Traté de apartar los ojos—. Tendría que haberlo visitado. Esa declaración de culpabilidad me hizo… sentí, que trataba de implicarme en algo que lo perturbaba. Quería resolver el caso Hollinger, pero apareció Bobby Crawford. Fue como si me quitara un peso de encima…

Pero Paula ya no me escuchaba. Se acercó a la ventana mientras pasaban las últimas carrozas: un falso atardecer de rosas con la palabra «Fin» superpuesta. En la carroza se celebraba una fiesta frenética: una docena de jóvenes residentes bailaba al compás de una mezcla de músicas tocadas por un trío. Las rodillas y los codos se cruzaban como tijeras con unos pocos compases de charles ton, los brazos se arremolinaban con un jitterbug de los cuarenta, las caderas giraban con el twist.

En medio de los bailarines, Bobby Crawford marcaba el compás con las palmas y llevaba la tropa a través de un hokey cokey y un black bottom. Tenía la camisa hawaiana empapada de sudor y parecía colocado de cocaína; levantaba los ojos hacia las nubes de pétalos y confeti como si estuviera listo para elevarse sobre la pista de baile y flotar entre los globos de helio.

Sin embargo, no todos los bailarines lo seguían. Al lado de Crawford se tambaleaba la ruinosa y exhausta figura de Laurie Fox, que apenas podía levantar los pies. Al cabo de unos compases, se tambaleó sobre los bailarines y cayó contra el pecho de Crawford con la boca entreabierta y los ojos extraviados. El pelo le había crecido en una mata morena y enmarañada, pero las cicatrices eran todavía visibles como intentos fallidos de trepanarse a sí misma. Tenía el chaleco mugriento, manchado de sangre que le salía de la nariz golpeada y le marcaba los pechos redondos que se movían como lunas gemelas.

Mientras la mirábamos, cayó al suelo, vomitó entre los pétalos y buscó a tientas el pendiente que se le había soltado de la nariz, Crawford, casi sin perder el compás, la puso de pie y la animó con una sonrisa impaciente y una breve bofetada.

—Pobre chica… —Paula se tapó la cara con la mano y buscó con la otra la seguridad del maletín de médico—. Probablemente hace semanas que no toma, otra cosa que tequila y anfetaminas. ¿No puedes conseguir que Crawford la ayude?

—Lo hace, Paula, y no soy insensible. Por muy terrible que parezca, la chica hace lo que quiere: arrastrarse hacia su propia muerte…

—¿Qué diablos quieres decir? ¿Y qué pasará cuando él se vaya? ¿Se la llevará?

—Quizá, pero lo dudo.

—La está usando; deja que ella se degrade para excitar a todos los demás.

—Hoy no tiene un día muy bueno… el festival es demasiado para ella. En el puerto la adoran. Canta en un bar de jazz al lado del varadero. Hasta el mismo Andersson ha salido de su lúgubre cascarón y ha empezado a olvidarse de Bibi Jansen. Está mucho mejor dando vueltas por ahí que tumbada con un coma inducido por medicamentos en la Clínica Princess Margaret. Lo triste es que tú no eres la única que no lo comprende.

Señalé la carroza que daba vueltas a la plaza, mientras el trío hacía sonar una floritura final. Laurie Fox se había dado por vencida y estaba sentada en el suelo entre el vómito y los pies de los bailarines. De pie junto a ella, estaba el doctor Sanger con una mano levantada en un intento de tocarle el hombro. Mostrando una determinación que parecía sorprendente en un hombre delgado y tímido, apartó de un empujón a los turistas y al operador de cámara sin dejar de mirar a Laurie con aire protector; al fin la llamó cuando parecía que ella se quedaba dormida. Desde que la chica se había marchado del bungalow, Sanger vagaba por las calles y los bares de la residencia, contento de verla cuando ella pasaba gritando desde el asiento del coche de Crawford, o chillando desde una lancha que avanzaba a toda velocidad por el canal rumbo a alta mar. A menudo lo veía dar vueltas a la piscina y lavar compulsivamente el camisón abandonado. Cuando la carroza giró alrededor del centro comercial, yo esperaba que Sanger se subiera de un salto, pero Bobby Crawford no había advertido la presencia del psiquiatra y siguió bailando entre la lluvia de pétalos con la cabeza levantada al sol.

—Pobre hombre… qué horror. —Paula dio la espalda a la escena y caminó alrededor del escritorio—. Me voy… ¿Irás mañana al juzgado?

—Por supuesto. Pero nos veremos esta noche en la fiesta, ¿no?

—¿En la fiesta? —Parecía sorprendida—. ¿Dónde… en tu casa?

—Empieza a las nueve. Hennessy quedó en llamarte. Le hemos preparado una despedida muy especial a Bobby Crawford. Nos vemos allí.

—No estoy segura. ¿Una fiesta…? —Paula jugueteó un rato con el maletín, como si no supiera qué pensar—. ¿Quién va?

—Todo el mundo. La gente clave de Costasol, Betty Shand, el coronel Lindsay y la mayor parte del ayuntamiento, las hermanas Keswick… no faltará ninguna estrella. Va a ser una espléndida velada. Betty Shand pone todo: buffet, champán, canapés…

—¿Y suficientes rayas de coca para quemarme el tabique?

—Diría que sí. Hennessy dice que habrá una barbacoa especial. Esperemos no quemar el sitio.

—¿Y Crawford estará?

—Sí, pero sólo al principio. Después nos dejará. Tiene que arreglar algunas cosas antes de partir para Calahonda.

—Así que es una ceremonia de traspaso… —Paula asentía mordiéndose el labio inferior. Estaba más pálida, como si de repente se le hubiera helado la sangre—. Te pasará oficialmente las flautas de Pan.

—En cierta forma. Antes de la fiesta jugaremos unos partidos de tenis.

—Se dejará ganar. —Paula abrió y cerró el maletín, arregló mi escritorio, y vio el juego de llaves que yo había encontrado en el jardín de la casa Hollinger. Las levantó y sopesó—. ¿Las llaves de tu reino… de todos los lugares secretos de Bobby Crawford?

—No, son las llaves de un coche. Las encontré en el… vestuario del Club Náutico. Las probé muchas veces, pero no son de nadie. Tengo que dárselas a Hennessy.

—Guárdalas… nunca se sabe cuándo pueden hacer falta. —Se encaminó hacia la puerta con el maletín, y antes de besarme en la mejilla se volvió a mirarme—. Disfruta del partido de tenis. Pienso que quizá deberías atarte las manos a la espalda, no conoces otra forma de perder…

Salí al balcón y la miré mientras se marchaba tocando la bocina a los turistas que abarrotaban la plaza, como si se negara a aceptar el bullicio del festival. Yo ya esperaba poder bailar con ella aquella noche. Tal como ella había dicho, la fiesta era una ceremonia de traspaso, aunque en muchos aspectos ya me había hecho cargo de las obligaciones de Crawford en la residencia. Hacía semanas que Bobby pasaba cada vez más tiempo fuera del complejo, explorando Calahonda y midiendo las posibilidades de su régimen tonificante. Me había dejado la administración del imperio subterráneo, seguro de que yo ahora reconocía la importancia de todo lo que él había conseguido.

Todas mis primeras dudas habían quedado atrás, excepto las que se referían al tratamiento de Laurie Fox. Crawford la cuidaba y fascinaba, la acompañaba constantemente mientras vagaban por los bares y clubes nocturnos, pero nunca había intentado apartarla de la cocaína y las anfetaminas, como si esa chica golpeada y deteriorada fuera una criatura exótica que tenía que ser exhibida en toda su gloria salvaje.

Yo sabía que él estaba castigando a Sanger por los pecados de todos esos psiquiatras que no habían podido ayudarlo de niño. Durante los rodajes en mi casa, cuando Laurie tenía relaciones sexuales en mi cama con Yuri Mirikov, el Adonis ruso de Elizabeth Shand, Crawford a veces quitaba las cortinas negras de las ventanas para provocar a Sanger, mientras los focos del estudio brillaban sobre los bungalows. Ella se había acostado con Sanger, parecía decir, y quizá con su propio padre, y ahora, además, con cualquier hombre que Crawford escogiese durante sus recorridos por los bares nocturnos.

Yo no participaba en esas desagradables sesiones, que eran una consecuencia del cineclub que yo había fundado, así como trataba de no involucrarme demasiado en la conspiración delictiva que apuntalaba la vida de la residencia: las drogas que Mahoud y Soany Gardner proporcionaban a la red de traficantes; los servicios de masajes y acompañantes que habían reclutado a tantas viudas aburridas y a unas pocas esposas aventureras; los cabarets «creativos» que amenizaban las fiestas más corruptas, y la patrulla de matones de dos ex ejecutivos de Brirish Airways que robaban y destruían en silencio, destrozando coches y ensuciando piscinas en pro de la virtud cívica.

Sentado a mi escritorio, escuché los compases de Iolanthe y pensé en Paula Hamilton. Cuando Crawford se marchara de la residencia, la tensión creativa que él había impuesto empezaría a calmarse. Yo volvería a ver a Paula más a menudo, a jugar al tenis con ella y, quizá hasta podríamos compartir los gastos de un pequeño velero. Nos imaginaba navegando por la costa, seguros en nuestro mundo privado, mientras la proa chasqueaba y las botellas de borgoña blanco se enfriaban en la estela…

Unas salpicaduras golpearon el toldo en el bar de la piscina. De repente hubo un alboroto en la terraza, ruidos de muebles volcados y voces coléricas, seguidos por los chillidos histéricos de una mujer, una mezcla de risa y dolor. Los turistas, atraídos por el estruendo, cruzaron el parque y arrojaron las últimas serpentinas de plástico a la piscina. Vitoreándose entre sí, pasaron por encima de la valla que les llegaba a la cintura y treparon por el seto hasta el bar al aire libre.

Salí de la oficina y rápidamente me abrí paso hasta la terraza cubierta de pétalos. Los socios que estaban alrededor de la piscina se habían levantado de las hamacas y recogían toallas y revistas. Algunos se reían, intranquilos, pero la mayoría parecía consternada y se tapaba la cara para que no los salpicasen. Elizabeth Shand estaba detrás de la barra del bar y empujaba a los camareros hacia la piscina. Le gritó a Bobby Crawford, que observaba el espectáculo desde el trampolín.

—¡Bobby, por el amor de Dios, esto es demasiado! ¿No puedes pararlos? Charles, ¿dónde está? Hable con él.

Me adelanté entre los turistas amontonados contra las mesas. Laurie Fox nadaba desnuda en la piscina y golpeaba las olas; le sangraba la nariz. Tenía los muslos apretados alrededor de la cintura de Mirikov intentando seducirlo en el agua. Mientras gritaba al cielo, le apoyó los pechos llenos de sangre contra la boca, se volvió y empezó a gritar a los turistas que estaban mirando. Con una mano buscaba la entrepierna del ruso y con la otra golpeaba la superficie, salpicando de agua sanguinolenta las piernas de los consternados espectadores.

En aquel momento, un hombre de cabello plateado se abrió paso junto a mí con los labios apretados y salpicados de agua. No prestó atención a Crawford, que seguía tranquilamente en el trampolín, pasó a empujones entre los turistas que protestaban, y apartó las mesas a puntapiés. Sin quitarse los zapatos, Sanger se metió de un salto en la parte baja de la piscina y caminó con el agua hasta la cintura. Tiró de la espalda del avergonzado Mirikov y le hundió la cabeza rubia. Mientras Laurie Fox continuaba gritando como una demente y escupía la sangre que tenía en la boca, Sanger la tomó por la cintura y se revolcaron juntos en las agitadas aguas rojizas. Con el pelo plateado salpicado de sangre, apretó a la chica contra el pecho y la llevó a la parte baja.

Todo el mundo se apartó cuando me arrodillé y alcé a Laurie en mis brazos. La acostamos juntos sobre el borde, entre los pétalos y el confeti empapados de agua. Saqué una toalla de una hamaca próxima y se la puse sobre los hombros, tratando de pararle la sangre que le salía de la nariz. Sanger estaba sentado junto a ella, demasiado cansado para tomarla de la mano, chorreando agua de la chaqueta de seda. Parecía encogido y blanqueado, como si emergiera de un baño de formaldehído, pero tenía la vista clavada fijamente en Crawford, al otro lado de la piscina sanguinolenta.

Cuando se recuperó y pudo levantarse, lo ayudé a ponerse de pie. Aturdido aún, miró a la chica semiconsciente y apartó bruscamente a los turistas, ahora silenciosos, que se apretaban entre las mesas.

—La llevaremos a mi coche —le dije—. Y después lo acompañaré hasta su casa. De ahora en adelante es mejor que se quede con usted…