Ven y ve
—Tu nuevo hogar, Charles. Échale un vistazo. Hermoso, ¿no?
—Mucho. ¿Vas a entrar a robar?
—Sólo cuando te hayas instalado. Aquí estarás bien. Quiero sacarte del Club Náutico. A veces uno tiene demasiados recuerdos.
Nos acercamos a la entrada de una villa vacante en una tranquila avenida residencial, a unos trescientos metros al oeste de la plaza mayor. En el cuadrado de césped amarillento, al lado de la piscina vacía, habían clavado el cartel de una inmobiliaria. La casa, deshabitada desde su construcción, parecía casi fantasmagórica de tan nueva, como rondada por ocupantes humanos que nunca habían vivido en las habitaciones desiertas, pero que habían dejado sus huellas como trozos de niebla en una película velada.
—Es imponente —comenté mientras salíamos del coche—. ¿Por qué nunca ha vivido nadie?
—Los dueños murieron antes de marcharse de Inglaterra, y después hubo una especie de disputa familiar acerca del testamento. Betty Shand la consiguió por una bicoca.
Crawford abrió la verja y avanzó por el camino delante de mí. La piscina arriñonada parecía un altar hundido al que se accedía por una escalera cromada. Las ofrendas votivas de una rata muerta, una botella de vino y un folleto publicitario desteñido esperaban a que las reclamase alguna deidad menor. El calor marchitaba el jardín de palmeras y buganvillas. Las ventanas cubiertas de polvo, por las que nadie había mirado jamás, permanecían cerradas en los cuartos sin muebles.
Crawford tomó por los bordes el letrero de la inmobiliaria y empezó a moverlo de un lado a otro. Arrancó la estaca de la tierra seca y la tiró lejos. Subió la escalinata de baldosas hasta la puerta de entrada y sacó un manojo de llaves del bolsillo.
—Te alegrará saber que no tenemos que entrar por la fuerza… parece extraño acceder por la puerta principal, casi ilícito. Quiero que experimentes la Residencia Costasol directamente. Los misterios de la vida y la muerte que se ciernen sobre villas como ésta.
Entramos en la casa silenciosa. La luz del sol se filtraba por las ventanas sin cortinas, atemperada por el polvo. Las habitaciones vacías de paredes blancas no encerraban nada, listas ya para el espectáculo de aburrimiento y hastío, el parpadeo sin sentido de miles de partidos de fútbol. La casa, desprovista de muebles y ornamentos, no tenía una función clara. La cocina con armarios empotrados parecía un puesto de supervivencia, mezcla de unidad de cuidados intensivos y dispensario médico. Mientras Crawford me observaba con aire de aprobación, advertí que me había interpretado perfectamente; ya me sentía a gusto en esta casa, libre de los estorbos del pasado, la morrena de recuerdos que yacían para siempre a mis pies.
—Charles, ya estás en tu casa… —Crawford me llamó con la mano invitándome a que diera una vuelta por la sala grande—. Disfruta de la sensación… No nos gusta pensarlo, pero lo extraño está siempre muy cerca de nosotros.
—Tal vez. Las casas vacías tienen una magia especial. No estoy seguro de si quiero vivir aquí. ¿Y los muebles?
—Los traen mañana. Cortinas blancas sobre blanco, cuero negro y cromados, absolutamente tu estilo. Los ha elegido Betty, no yo. Mientras tanto, veamos el piso de arriba.
Lo seguí por la escalera hasta el rellano que se dividía en pasillos amplios y una terraza de cemento descubierta, como una capilla lateral del sol. Caminé por los cuartos vacíos y los baños con paredes de espejo, tratando de imaginar cómo reaccionaría un recién llegado a estos interiores inmóviles, aislados del mundo por sensores y sistemas de seguridad. El desierto exterior de la Residencia Costasol se reflejaba en el desierto interior de estas habitaciones asépticas. La liviana gravedad de este extraño planeta atontaba el cerebro y sentaba en sillones a los habitantes, con los ojos fijos en el horizonte de las pantallas de televisión, mientras trataban de estabilizarse las mentes. Crawford, forzando una ventana o la puerta de una cocina, había roto el embrujo y ahora los relojes empezaban a funcionar otra vez…
—¿Bobby…? —Salí del dormitorio principal junto al jardín de palmeras y la pista de tenis, y busqué por el pasillo. Las habitaciones aledañas estaban vacías. Al principio supuse que Crawford me había abandonado como parte de algún experimento burlón, pero después oí que se movía por un pequeño cuarto del fondo que daba al patio.
—Charles, estoy aquí. Ven a ver… es bastante raro…
Entré en una habitación sin muebles con un cuarto de baño diminuto, apenas más grande que un armario para escobas. Crawford estaba, espiando entre los listones de la persiana veneciana.
—¿La habitación de la criada? —pregunté—. Espero que sea guapa.
—Bueno… no hemos pensado en eso, todavía. Pero tiene una vista interesante.
Vi las huellas de Crawford sobre los listones polvorientos cuando los separó para que yo mirase. Detrás del patio de la cocina había una pista de tenis con la superficie de tierra batida recién barrida y pintada. Una red tirante colgaba entre los dos postes y una máquina de tenis similar a la del Club Náutico esperaba a su primer adversario en la línea de saque.
Pero Crawford no estaba admirando la pista de tenis que generosamente había preparado para mí. A la izquierda, más allá de la tapia que bordeaba el camino de entrada, se alzaba un bonito trío de bungalows agrupado como cabañas de motel alrededor de una piscina común. Por una vez, el terreno llano de la Residencia Costasol cedía a una elevación, una modesta colina que proporcionaba a las tres viviendas una vista agradable sobre los jardines de alrededor y que permitía ver claramente la piscina desde la ventana por la que espiábamos.
La luz, que se reflejaba en la superficie agitada del agua, temblaba sobre los troncos de las palmeras y los muros moteados de los bungalows. Una adolescente salió de la piscina y se quedó en el borde con los pechos al aire sacándose el agua de la nariz. El pelo rubio le caía sobre los hombros como cáñamo deshilachado. Corrió por el borde gritando y se zambulló ruidosamente.
—Adorable, ¿no, Charles? Hermosa, pero en cierto modo estropeada. Podrías hacer mucho con ella.
—Pues… —Miré a la adolescente que se tiraba a la piscina y gritaba al arco iris que levantaba con las manos—. Sí, es un encanto.
—¿Encanto? Cielos, parece que te has movido en algunos ambientes duros. Yo no la llamaría encanto.
Observé a la chica que chapoteaba jugando en el agua, y en seguida me di cuenta de que Crawford miraba al otro lado de la piscina, a una mesa que estaba a la sombra, junto al bungalow más cercano. Un hombre esbelto de cabello plateado, con el agradable perfil de un galán de cine, estaba detrás de la sombrilla vestido con una bata de seda. Saludó con la mano a la chica y levantó el vaso admirando las zambullidas entusiastas aunque torpes. A una distancia de poco más de diez metros, yo alcanzaba a ver una nostálgica sonrisa de labios finos.
—¿Sanger? Así que éstos son sus bungalows…
—Su Jardín del Edén. —Crawford miró entre los listones—. Puede hacer de Dios, Adán y serpiente sin tener que cambiarse la hoja de higuera. Uno de los bungalows es el consultorio donde atiende a sus pacientes. El otro se lo deja a una francesa con su hija… la chica de la piscina. Y el tercero lo comparte con una última protégée. Mira debajo de la sombrilla.
Sentada en una hamaca, debajo del parasol, había una mujer joven con un camisón de algodón, que parecía una bata de hospital. Apoyaba el brazo sobre una pila de libros en rustica y se le veían los pinchazos infectados que le cubrían la cara interna del antebrazo, desde el codo hasta la muñeca. Jugueteaba con un vaso de medicina vacío, como si no pudiera ocuparse de nada hasta haber recibido la siguiente dosis. Le habían afeitado casi al rape el cabello negro, dejando al descubierto unas cicatrices huesudas sobre las sienes. Cuando se volvió para mirar la piscina, los aros de oro de la nariz y del labio inferior reflejaron el sol, iluminándole por un instante la cara amarillenta. Las mejillas descoloridas me recordaron a los heroinómanos que había visto en el hospital penitenciario de Cantón, indiferentes a la pena de muerte a la que se enfrentaban porque ya habían tomado asiento en el potro de tortura.
Sin embargo, mientras miraba a esa joven deteriorada advertí que una especie de espíritu caprichoso luchaba por emerger del profundo trance de Largactil en que Sanger la había sumido. Parecía taciturna y huraña, pero de vez en cuando clavaba los ojos en alguna imagen interior, un recuerdo de cuando estaba viva. En esos momentos una sonrisa casi dudosa le curvaba los labios, y se volvía a mirar de una manera divertida y maligna los tranquilos bungalows y la piscina de agua filtrada: una princesa encerrada en una torre en busca de una camisa para asomarse y llamar la atención, una prisionera de las buenas intenciones de la profesión médica. No podía ver otro hogar que una casa ocupada por gente drogada y un colchón manchado de pus, un reino de agujas compartidas y falta de esperanzas en el que nunca se hacían juicios morales. Frente al telón de fondo de la Residencia Costasol, de casas impecables y ciudadanía sensata, ella era la promesa de un mundo libre y desarraigado. Por primera vez comprendí por qué Andersson y Crawford habían apreciado tanto a Bibi Jansen.
—¿Interesado, Charles? —preguntó Crawford—. Nuestra dama blanca de H.
—¿Quién es?
—Laurie Fox, trabajaba en un club de Fuengirola hasta que Sanger la encontró. El padre es médico en una clínica local; después de la muerte de su mujer en un accidente de tráfico, empezó a compartir con Laurie su adicción a la heroína. La chica apareció en un par de series de televisión de bajo presupuesto hechas aquí mismo.
—¿Y qué tal?
—Las series eran una mierda, pero ella estaba bien. La estructura ósea de cara es la correcta.
—¿Y ahora está con él? ¿Qué hace Sanger?
—Tiene talentos especiales, y necesidades especiales.
La adolescente francesa chilló y se zambulló en la piscina. La superficie quebrada del agua lanzó un estallido de luz por el jardín. Laurie Fox se estremeció y buscó la mano de Sanger, que estaba detrás de ella cepillándole el pelo casi rapado con un cepillo de plata. Para tratar de calmarla, le aflojó el camisón y le extendió sobre los hombros una crema bronceadora con unos dedos tan tiernos como los de un amante. Ella se quitó la crema, tomó una mano de Sanger, y se la puso sobre un pecho.
La franqueza de esta respuesta erótica, la desvergonzada manera en que utilizaba su sexo parecían alterar a Crawford. Soltó la persiana, que se balanceó sobre los vidrios, pero se dominó y la detuvo. Mientras jadeaba en silencio, en parte colérico y en parte entusiasmado y complacido, el aliento pesado empañaba el vidrio sucio.
—Laurie… —murmuró—. Ella es tu estrella, Charles.
—¿Estás seguro? ¿Sabe actuar?
—Espero que no. Necesitamos un tipo especial de… presencia. A tu cineclub le encantará.
—Lo pensaré. ¿La conoces?
—Claro. Betty Shand es dueña de la mitad de los clubes nocturnos de Fuengirola.
—Bueno, a lo mejor. Parece bastante contenta con Sanger.
—Nadie está contento con Sanger. —Crawford le dio un puñetazo al vidrio y miró fijamente al psiquiatra—. La alejaremos de él. Laurie necesita estímulos de otro tipo.
—¿Como cuáles?
Esperé a que me contestara, pero Crawford estaba mirando a Sanger como un cazador al acecho. El psiquiatra se aproximó a la piscina con una toalla seca. Cuando la chica francesa salió del agua, la envolvió en la toalla y le secó suavemente los hombros con la vista clavada en los pezones nacientes. Ocultó las manos dentro de la toalla, las demoró sobre los pechos y el trasero, y después le recogió el pelo en un moño húmedo que apoyó sobre la nuca.
En la pequeña habitación había un extraño silencio, como si la casa entera esperara nuestra reacción. Me di cuenta de que ni Crawford ni yo respirábamos. Bobby tenía el pecho inmóvil y los músculos de la cara parecían a punto de estallarle en las mejillas. Aunque comúnmente era tan relajado y afable, ahora estaba a punto de sacar la frente por el vidrio. El feroz resentimiento contra Sanger, la envidia por el afecto que el psiquiatra le demostraba a la chica me convencieron de que había tenido alguna vez un problema psiquiátrico, quizá durante su última época en el ejército.
La adolescente francesa volvió a su bungalow, y Sanger regresó a la mesa de la piscina. Tomó la mano de Laurie Fox, la ayudó a levantarse, le pasó una mano consoladora por el hombro y entraron juntos en el bungalow de detrás.
Los listones se rompieron, ruidosamente, golpeando contra los vidrios. Arrancada por las manos de Crawford, la persiana estaba en el suelo, a nuestros pies: una masa temblorosa de tiras de plástico. Di un paso atrás tratando de sujetar el brazo de Crawford.
—¿Bobby? Por favor…
—Está bien, Charles. No quería ponerte nervioso…
Crawford me calmó con una sonrisa rápida, pero no dejaba de mirar alrededor, examinando las casas de Sanger, como si midiera la distancia entre los bungalows. Yo estaba seguro de que estaba a punto de desafiar a Sanger brutalmente.
—Bobby… hay otras chicas como Laurie Fox. Igual de drogadas e igual de raras. Fuengirola tiene que estar lleno de ellas.
—Charles… no te asustes. —Crawford hablaba en voz baja; había recuperado el tono irónico. Flexionó los hombros como un boxeador, hizo una mueca al verse las manos lastimadas y sonrió a la sangre—. No hay nada como un reflejo violento de vez en cuando para afinar el sistema nervioso. Por alguna razón, Sanger me saca de quicio.
—No es más que otro psiquiatra incompetente. Olvídalo.
—Todos los psiquiatras son incompetentes… Créeme, Charles, he tenido que tratar con esos pobres diablos. Mi madre me llevó a uno en Ely, y el hombre pensó que yo era un psicópata en potencia y que me gustaba golpearme a mí mismo. Mi padre sabía más y sabía que yo lo quería a pesar de la correa.
—¿Y los psiquiatras del ejército en Hong Kong?
—Aún más amateurs. —Crawford se volvió y me miró a la cara—. Por si te interesa, me calificaban con términos todavía más fuertes.
—¿Cómo «psicópata»?
—Ese tipo de cosas. Confundidos sin remedio. No se dan cuenta de que el psicópata desempeña un papel fundamental. Satisface las necesidades del momento, toca nuestra tosca vida con la única magia que hemos conocido.
—¿Qué es…?
—Vamos… Charles. Tengo mis secretos profesionales. Volvamos al club y admitamos a todos esos entusiastas socios nuevos.
Mientras lo seguía hacia la puerta, se volvió y me echó una sonrisa encantadora; luego me agarró la cara con las manos y me dejó en las mejillas unas huellas sanguinolentas.