Fin de la amnesia
La Residencia Costasol había vuelto a la vida. El cadáver de una comunidad desteñida por el sol, que yacía inerte al borde de un millar de piscinas, se había incorporado sobre el codo para probar el aire tonificante. Mientras esperaba a que Crawford empezara su inspección matinal, me senté en el Citroën y escuché el coro de martillos; estaban armando el proscenio de un teatro al aire libre, al lado del puerto. Dirigidos por Harold Lejeune, que había sido perito naval en el Lloyd’s Register of Shipping, un equipo de entusiastas carpinteros montaba una encomiable copia de un teatro de feria.
Lejeune, agachado sobre la viga superior con una desenfadada gorra de béisbol en la cabeza y unos clavos entre los dientes, esperaba a que instalaran el último segmento del gablete. Una salva de furiosos martillazos señaló que este equipo de ex contables, abogados y gerentes había terminado de levantar el techo.
Debajo, ajenas al estruendo, las esposas desenrollaban el fustán que formaría las paredes laterales y traseras del teatro. Un grupo de energéticas hijas descargaba unas sillas metálicas plegables de una camioneta estacionada junto al muelle y las disponían en filas delante del escenario.
Los Actores del Puerto estaban a punto de estrenar una primera obra, La importancia de llamarse Ernesto, que alternaría con ¿Quién teme a Virginia Woolf? Había también entre otros proyectos futuros, puestas en escena de obras de Orton y Coward, todas dirigidas por Arnold Wynegarde, un veterano de Shaftesbury Avenue; el elenco amateur sería reforzado por algunos ex actores profesionales.
Brotes de la olvidada cultura metropolitana despuntaban en las maderas y yesos de la urbanización. Cuando los martillos se detenían brevemente, yo alcanzaba a oír los compases de Giselle que venían del gimnasio, donde una clase de ballet de jóvenes esposas practicaba fouettés y arabescos. Terminarían la sesión saltando con leotardos al ritmo de una música rock y después se tumbarían jadeantes al lado de la piscina.
Habían pasado cinco semanas desde que Crawford me había llevado a aquella primera excursión, y el complejo estaba completamente transformado. En el centro comercial se habían abierto restaurantes y boutiques que prosperaban bajo la férrea mirada de Elizabeth Shand. Un festival artístico improvisado había surgido de la nada, arrancando de sus tardes soñolientas a tropas de impacientes voluntarios.
La Residencia Costasol había decidido que necesitaba una renovación. Había un furor de actividades de todo tipo, el afán de un nuevo orgullo cívico se manifestaba en fiestas y barbacoas, bailes vespertinos y servicios religiosos. El correo electrónico emitía boletines que invitaban a apoyar un nuevo concejo municipal y las respectivas subcomisiones.
Los ruidos de los servicios y voleas llegaban de las pistas de tenis, donde Helmut instruía a sus entusiastas alumnos; Wolfgang daba una clase de saltos ornamentales y salpicaba agua de la piscina cada vez que se zambullía de costado o de espaldas. El personal de mantenimiento sacaba esquíes acuáticos, camas elásticas y bicicletas de ejercicio de los olvidados sótanos del gimnasio. Los primeros yates de la mañana pasaban por debajo del puente de la carretera y se encaminaban hacia alta mar. En el puerto, tan silencioso en otra época, restallaban los cabrestantes y las guindalezas mientras Andersson y su equipo español de mecánicos vaciaba y barnizaba los cascos estropeados.
Entretanto, un cable chamuscado sujetó el casco ennegrecido del Halcyon a un pontón próximo. El mástil carbonizado y las velas ennegrecidas presidían las aguas y conminaban a los marinos de la Residencia Costasol a arrizar las velas y salir en busca de vientos más benignos y mares más insondables.
Una mano me sujetó por el hombro, me palmeó las sienes, y antes de que pudiera levantar la cabeza, me inmovilizó al asiento del conductor. Me había quedado dormido en el Citroën, y alguien se había metido en el asiento trasero.
—¡Bobby…! —Le aparté la mano, enfadado por su cruel sentido del humor—. Esto es…
—¿Una broma desagradable? —Crawford se rió como un niño que celebra un chiste favorito—. Charles, dormías profundamente. Te he contratado como guardaespaldas.
—Pensaba que era tu asesor literario. Tenías que venir a las diez.
—Un trabajo urgente. Ha pasado un montón de cosas. Dime, ¿con qué soñabas?
—Con una especie de tormenta de fuego. Los yates del puerto estaban en llamas. Quién sabe por qué.
—Extraño. ¿Te mojabas en la cama de pequeño? No te preocupes. ¿Qué tal va todo por el club? Parece muy animado.
—Lo está. Hemos llegado a trescientos socios y hay otras cincuenta solicitudes. Ya hay lista de espera para las pistas.
—Muy bien… —Crawford escudriñó la piscina y sonrió al ver a tantas mujeres hermosas que se aceitaban al sol. Wolfgang estaba mostrando cómo saltar hacia atrás y el crujido del trampolín levantó a todos de las sillas—. Es un chico muy guapo… un escultor griego habría dado cualquier cosa por ponerlo en un friso. Todo tiene muy buen aspecto, Charles. Has hecho un magnífico trabajo. Quizá no lo sepas, pero tu auténtica ambición es dirigir un club nocturno en Puerto Banús.
Me palmeó la espalda y observó la animada escena sonriendo de una manera casi inocente, encantado con esas muestras de renovación cívica, y sin recordar nada en aquel momento de los medios que había utilizado para conseguirlas. A mi pesar, me alegraba verlo. El fervor evangélico de Crawford y su compromiso desinteresado con la gente de la residencia siempre me animaban. Al mismo tiempo, no estaba seguro de que la ola de delitos hubiese puesto en marcha el motor del cambio. El teatro y los clubes deportivos, como los de Estrella de Mar, florecían como resultado de un cambio pequeño pero significativo en la percepción que la gente tenía de sí misma, una reacción a algo no más radical que el simple aburrimiento. Crawford había aprovechado la coincidencia para dar rienda suelta a una violencia latente disfrazada, una fe casi infantil en que podía provocar al mundo para que se pusiera de pie y respondiera. Así Como había deseado que la máquina de tenis le ganara, exhortaba ahora a la gente a que se uniera contra el enemigo secreto que se escondía dentro de los muros de Costasol.
A pesar de todo, el afecto que mostraba por los residentes era sincero. Cuando salimos del club deportivo y pasamos delante de Los Actores del Puerto, estiró la mano por delante de mí y tocó la bocina del Citroën. Saludó con la gorra de béisbol a Lejeune y al equipo de carpinteros que trabajaba en el techo y silbó a las esposas que hilvanaban el fustán.
—¿Cuándo salen a la venta las entradas? —gritó alegremente—. ¿Qué tal si hacemos una versión de travestís? Yo hago de lady Bracknell… —Se apoyó contra el respaldo del asiento y aplaudió—. Muy bien, Charles, vayamos a conocer tu nuevo hogar. A partir de ahora eres un residente pagado del complejo Costasol.
Yo miraba a las mujeres por el retrovisor. Embelesadas, como siempre, por la apostura y jovialidad de Crawford, saludaron con la mano hasta que lo perdieron de vista.
—Te necesitan, Bobby. ¿Qué pasará cuando vuelvas a Estrella de Mar?
—Seguirán funcionando. Se han vuelto a encontrar a sí mismos. Charles, ten más fe en la gente. Piensa que hace un mes dormitaban todo el día y miraban retransmisiones de la final de la copa del año pasado. No se daban cuenta, pero esperaban la muerte. Ahora están montando obras de Harold Pinter. ¿No es un progreso?
—Supongo que sí. —Mientras pasábamos por el puerto señalé los restos ennegrecidos del Halcyon, amarrado al pontón como un cadáver—. El balandro de Frank… ¿Por qué no lo quitamos? Es horrible.
—Más adelante, Charles. No hay que precipitarse. La gente necesita pequeños recordatorios. Los mantiene despiertos. Pero bueno, mira ahí… —Señaló la rotonda ornamental por la que el bulevar oeste entraba en la plaza—. Una patrulla de policías voluntarios…
Un jeep recién pintado de caqui camuflaje estaba estacionado junto a la verja. Un vecino de unos sesenta años, de pie entre los faros con una tablilla sujetapapeles en la mano, comprobaba los números de los coches que pasaban. Un ex gerente de banco de Surrey, llamado Arthur Waterlow, lucía un bigote estilo RAF y calcetines blancos hasta las rodillas que parecían polainas de la policía militar. Sentada recta al volante, esgrimiendo un radar portátil, estaba su hija de diecisiete años, una chica vehemente que hacía parpadear las luces del jeep cuando algún coche excedía los treinta kilómetros por hora. Los dos habían pasado por el club deportivo el día anterior, y gratamente sorprendidos por las instalaciones, habían presentado una solicitud.
—Dios mío, controles de matrícula… —Crawford los saludó solemnemente desde el asiento trasero como un general que está entrando en una base del ejército—. Charles, podríamos ofrecerles nuestro ordenador. Tendrían una base de datos actualizada de todos los vehículos de Costasol.
—¿Te parece sensato? Me huele a algo un poco oficioso. La próxima vez les aconsejarás las técnicas de interrogatorios de Kaulung.
—Es gerente de banco; no necesita consejos para interrogar a nadie. Tienes que entender que una comunidad no puede funcionar sin gente entrometida: cobradores de cuotas, pelmazos de comités, toda esa gente de la que escapamos tú y yo. Son el cemento, o al menos la argamasa, que lo aglutina todo. Son vitales como los que reparan cañerías y televisores. Un obsesivo del ordenador y la impresora que saca un boletín de la asociación de vecinos vale más que un montón de novelistas y dueños de boutiques. No son las compras o el arte lo que crea una comunidad, sino nuestras mutuas obligaciones como vecinos. Una vez que se pierden, es difícil recuperarlas, pero pienso que aquí lo estamos logrando. Puedes verlo, Charles.
—Lo veo. Créeme, los escucho en el club. Hay un montón de proyectos: un periódico local, una oficina de atesoramiento a los ciudadanos, clases de kung fu, hipnoterapia, parece que todo el mundo tiene una idea. Un sacerdote jesuita retirado está dispuesto a confesar.
—Muy bien. Espero que tenga trabajo. Hennessy me ha dicho que piensan abrir un club deportivo rival.
—Así es. Para el gusto de alguna gente no somos bastante exclusivos. Es posible que la Residencia Costasol parezca homogénea, pero tiene la estructura de clases de Tunbridge Wells. Tendrás que convencer a Betty Shand de que se necesita una importante inyección de capital. Necesitamos otras seis pistas de tenis, nuevos equipos de gimnasia, una piscina neumática para niños pequeños. Hennessy está de acuerdo.
—Pues los dos estáis equivocados. —Crawford estiró la mano por encima de mi hombro y movió el volante para esquivar a un anciano y errático ciclista que había decidido montar en bicicleta bajo la aparente impresión de que era parte de alguna tradición folklórica—. Demasiadas pistas de tenis siempre son un error. Cansan a la gente y les impiden delinquir. Lo mismo que todas esas barras paralelas y potros de gimnasia.
—Es un club deportivo, Bobby.
—Hay deportes y deportes. Lo que necesitamos aquí es una discoteca… y una sauna mixta. Las actividades nocturnas son más importantes que las diurnas. Lo que hace falta es que la gente deje de pensar en su propio cuerpo y empiece a pensar en los demás. Quiero verlos desear a la mujer del prójimo y soñar con placeres ilícitos. Ya hablaremos más adelante del tema. Primero, tenemos que seguir organizando la infraestructura. Hay mucho trabajo pendiente, Charles… Gira a la derecha en la calle próxima y pisa el acelerador. Vamos a darle a la hija de Waterlow algo para que se indigne.
La infraestructura, por lo que yo sabía, pertenecía a ese otro reino mucho más estimulante que se extendía bajo la superficie de la Residencia Costasol, la imagen opuesta de los teatros de aficionados, de las clases de gastronomía y de los planes de vigilancia vecinal. Mientras avanzábamos hacia el camino de circunvalación, esperaba que Crawford me indicase que me detuviera para ponerse a destrozar un coche estacionado o pintar obscenidades con aerosol en la puerta de un garaje.
Pero ya había pasado de la fase de trabajo preparatorio a una tarea estratégica de más envergadura: organizar la red administrativa, la burocracia del delito. Los tres pilares del régimen eran las drogas, el sexo ilícito y el juego. Después de visitar algunas casas, ya había reclutado todo un equipo de traficantes: Nigel Kendall, un veterinario retirado de Hammersmith, un individuo impertérrito de poco más de cuarenta años con una mujer silenciosa, permanentemente atontada por los tranquilizantes de Paula Hamilton; Carole Morton, una peluquera rapaz de Rochdale que dirigía el renovado salón de belleza del centro comercial; Susan Henry y Anthea Rose, dos viudas treintañeras que habían abierto una pequeña agencia para vender a domicilio y en todo el complejo ropa interior exótica y perfumería; Ronald Machín, un ex inspector de policía que había pedido la baja en la policía de Londres por denuncias de soborno; Paul y Simon Winchel, adolescentes ambos, hijos de una de las familias más importantes de la residencia, que se ocupaban de vender droga a los jóvenes.
Bajo el pretexto de entregar los últimos folletos inmobiliarios, Crawford metía en los buzones unos sobres de papel manila. Mientras él llamaba a la puerta de Machín, curioseé en el maletín y me encontré con una pila de carpetas estampadas con «Residencia Costasol; oportunidad para invertir y tranquilidad», cada una acompañada por un pequeño botiquín farmacéutico repleto de cocaína, heroína, anfetaminas, nitrito de amilo y barbitúricos.
La mafia del juego era una función paralela, aún una modesta operación supervisada por Kenneth Laumer, un ejecutivo retirado de Ladbroke que enviaba un boletín electrónico de servicios financieros a los seiscientos ordenadores de la residencia. Animado por Crawford, ofrecía ahora un servicio de apuestas para los partidos de fútbol de la liga italiana. Había expandido el negocio reclutando un equipo de viudas que trabajaban como corredoras de loterías clandestinas a domicilio. Las primeras veladas de ruleta y blackjack se habían organizado en la sala de estar reconvertida de Laumer, aunque Crawford había intervenido para prohibir que amañaran la ruleta y marcaran los naipes.
Pero el corazón evangélico de Crawford se inclinaba sobre todo por el sexo ilícito, que implicaba directamente a las mujeres de la residencia. En las cabinas telefónicas, alrededor de la urbanización, habían empezado a aparecer tarjetas manuscritas solicitando que las voluntarias con conocimientos de masajes y experiencia como damas de compañía llamaran a un número de teléfono de Estrella de Mar… el del restaurante libanés Baalbeck. Algunas viudas y divorciadas de la residencia, intranquilas por el aluvión de robos de casas y coches, decidieron ponerse en forma. Las musculaturas flácidas se endurecieron tras años de televisión en el sofá, unos dedos diestros eliminaron las papadas dobles. Mientras las masajistas trabajaban con los cuerpos de sus clientes en los dormitorios en penumbras, la presión sanguínea subía rápidamente, los latidos del corazón se aceleraban y los servicios extra se abrían paso hasta las tarjetas de crédito.
—Es lo más natural del mundo —me tranquilizaba Crawford a medida que nos acercábamos al final de nuestros recorridos matinales—. En cuanto al deseo sexual, la naturaleza ya ha puesto la infraestructura. Yo me limito a estimular el tráfico. Piensa, todos tienen mucho mejor aspecto.
—Es verdad. Paula Hamilton pronto tendrá que mudarse a Marbella. ¿Ahora adónde vamos?
Esperé que me respondiera, pero se había quedado dormido, con la cabeza casi sobre mi hombro. Frank, de pequeño, solía dormirse sobre mí mientras yo hacía los deberes. La cara tersa y las cejas rubias de Crawford le daban un aire de joven adolescente y me lo imaginé jugando en el recinto de la catedral de Ely, con ojos inocentes y visionarios que miraban a lo lejos y ya divisaban el mundo que estaba esperándolo.
Se despertó con una mueca… sorprendido de haberse dormido…
—Charles, lo siento… me dormí.
—Pareces cansado. Duerme aquí… daré una vuelta a la manzana.
—Sigamos, una última visita. —Se echó atrás desperezándose—. He trabajado mucho… todas las noches fuera, y algunas escapadas por los pelos. Si Cabrera me sorprende…
—Bobby, tranquilízate y regresa a Estrella de Mar… Aquí todo va bien.
—No… todavía no puedo dejarlos. —Se frotó los ojos y las mejillas, y se volvió hacia mí—. Muy bien, Charles, ahora ya sabes lo que pasa. ¿Estás conmigo?
—Estoy dirigiendo el club. O haciendo como si…
—Me refiero a la urbanización en su conjunto, a un esquema más amplio de las cosas. —Crawford hablaba despacio, atento a sus propias palabras—. Es un proyecto noble… Frank lo entendía.
—Todavía no estoy seguro. —Apagué el motor y sujeté el volante tratando de tranquilizarme—. En realidad no debería estar aquí. Es difícil saber qué nos espera.
—Nada. Ya has visto todo, en Estrella de Mar y ahora en la residencia. Aún no lo entiendes, pero estás en un puesto de avanzada del próximo siglo.
—¿Salones de masaje, juego y diez mil rayas de cocaína? Parece bastante pasado de moda. Ahora lo único que necesitas es una inflación galopante y déficit financiero.
—Charles… —Crawford me retiró las manos del volante, como si hasta el coche parado fuera demasiado para mi confusa visión de la carretera—. Aquí se ha creado toda una auténtica comunidad. Surgió de manera espontánea de la vida de la gente.
—¿Entonces por qué las drogas, los robos y la prostitución? ¿Por qué no apartarse y dejar que sigan adelante?
—Ojalá pudiera. —Crawford miró las casas de la avenida residencial casi con desesperación—. La gente son como niños, necesita que la estimulen. De lo contrarío, todo se derrumba. Sólo el delito, o algo próximo al delito, parece empujarlos. Se dan cuenta de que se complementan, de que juntos son más que la suma de las partes. Necesitan de esa constante amenaza personal.
—¿Como los londinenses durante el Blitz? ¿Camaradería de guerra?
—Exactamente. Después de todo, la guerra es un tipo de crimen. No hay nada como descubrir que alguien ha cagado en tu piscina. En un santiamén te has sumado al plan de vigilancia vecinal y has sacado el viejo violín del estuche. Tu mujer empieza a joder contigo con auténtico placer por primera vez en años. Da resultado, Charles…
—Pero es una receta feroz. ¿No hay otra manera? Podrías predicar, convertirte en el Savonarola de la Costa del Sol.
—Lo he intentado. —Crawford se contempló apesadumbrado en el retrovisor—. No hay Mesías capaz de competir con la hora de la siesta. El crimen tiene una historia respetable: el Londres de Shakespeare, la Florencia de los Medici. Nidos de asesinatos, venenos y ejecuciones con garrote. Dime una época en que hayan florecido el orgullo cívico y las artes y no hubiera crímenes generalizados.
—¿La antigua Atenas? Las matemáticas, la arquitectura y el estado como filosofía política. ¿Acaso la Acrópolis estaba llena de proxenetas y rateros?
—No, pero había esclavos y pederastas.
—Y nosotros tenemos televisión vía satélite. Aunque te vayas de Estrella de Mar la delincuencia reaparecerá en seguida. Esta costa es un semillero de criminales insignificantes y políticos turbios.
—Pero son españoles y magrebíes. Para ellos la costa mediterránea es una tierra extranjera. Los auténticos nativos de la Costa del Sol son los británicos, los franceses y los alemanes. Honestos y respetuosos de la ley hasta el último hombre, mujer y rottweiler. Hasta los sinvergüenzas del East End se vuelven honrados cuando se instalan aquí. —Crawford, consciente del olor a sudor que tenía en la ropa, puso el ventilador del coche—. Confía en mí, Charles. Necesito tu ayuda.
—La… tienes. Hasta ahora.
—Muy bien. Quiero que sigas dirigiendo el club. Sé que te sobra tiempo y me gustaría que ampliaras tus actividades.
—Mi kung fu está bastante oxidado.
—Nada de kung fu. Quisiera que fundaras un cineclub privado.
—Eso es muy fácil. Hay una tienda de alquiler de vídeos con una buena selección de clásicos. Pediré cien copias de El acorazado Potemkin.
Crawford entornó los ojos.
—No es el tipo de cineclub que tengo en mente. La gente tiene que aprender a apagar el televisor. Quiero un club en el que la gente haga sus propias películas, que aprenda a escribir un guión, a manejar primeros planos, grúas, panorámicas, travellings. Vemos el mundo cinematográficamente, Charles. Hay dos operadores de cámara retirados que viven aquí y han trabajado durante muchos años en largometrajes británicos. También hay un matrimonio de documentalistas que pueden dar clases de cine. Quiero que tú seas el productor, que tengas una perspectiva general de todo, que pongas los fondos donde corresponda. Betty Shand tiene mucho interés en financiar las artes. Están pasando muchas cosas, y hay que registrarlas.
Observé cómo lo entusiasmaba todo este luminoso proyecto, auténticamente inconsciente de que un documental sobre la Residencia Costasol serviría como testimonio contra él y lo mandaría al penal de Alhaurín de la Torre durante los próximos treinta años. Pensé en la película pomo que había ayudado a filmar en el apartamento y supuse que se le había ocurrido algo parecido, una nueva trama en la telaraña de corrupciones que estaba tejiendo alrededor de los vecinos de Costasol.
—Comprendo… vagamente. ¿Cuál será el argumento de esas películas?
—La vida en la residencia. ¿Qué otra cosa? Aquí hay una especie de amnesia en juego… la amnesia del yo. La gente se olvida de quién es, literalmente. Es preciso que la memoria sea el objetivo de la cámara.
—Pero… —Aún tenía mis dudas, no me imaginaba dirigiendo una productora de filmes pornográficos. Pero si quería descubrir al pirómano responsable del incendio, tenía que entrar en el círculo mafioso más íntimo: Elizabeth Shand, Crawford y David Hennessy—. Lo intentaré. Seguramente habrá algunos actores profesionales que vivan aquí. Preguntaré en el club.
—Olvida a los profesionales. Son menos flexibles que los aficionados. Además, ya tengo a alguien en mente. —Crawford se echó hacia adelante y puso los limpiaparabrisas para lavar la suciedad acumulada a lo largo de la mañana. Había recuperado su energía, como si tuviera que tocar fondo antes de emerger a la superficie—. Va a ser una gran estrella, Charles. Da la casualidad de que vive justo al lado de la casa que te he buscado. Iremos ahora. Sé que estarás intrigado… es absolutamente tu tipo de mujer…
Encendió el motor y esperó a que me pusiera en marcha, sonriendo como el visionario infantil cubierto de moretones que había saqueado los armarios de sus compañeros de clase, dejando atrás todo un tesoro de incitaciones y deseos.