La burocracia del delito
La idea de Elizabeth de que había pecados desconocidos, que todavía esperaban que los descubrieran, me sorprendió por completo. Observé la limusina que cruzaba la plaza de regreso a Estrella de Mar. Unos trabajadores estaban quitando los letreros Verkauf y À Vendre de unos locales vacíos junto al supermercado, pero el club deportivo permanecía en silencio. Caminé alrededor del edificio escuchando el sonido de mis pasos sobre el suelo lustroso. Los alemanes holgazaneaban exhibiéndose entre ellos junto a la piscina. Un tránsito desganado circulaba alrededor de la plaza, y al mediodía la Residencia Costasol ya se preparaba para retirarse del sol de la tarde.
A pesar de mí mismo, me sentía responsable de que el club no atrajese nuevos socios, y me di cuenta de que Frank tuvo que sentirse muy deprimido cuando llegó al Club Náutico. Me quedé detrás del mostrador de recepción viendo cómo los camareros caminaban por el bar al aire libre y otros hombres barrían las pistas de tenis desiertas.
Estaba tecleando fútilmente en el ordenador, sumando beneficios imaginarios, cuando oí el motor de un Porsche que rugía a la luz del sol. Llegué a las puertas de cristal en el momento en que Bobby Crawford cruzaba el parque. Subió la escalera corriendo, saltando como un acróbata sobre un trampolín, saludándome con un brazo en alto. Llevaba una gorra de béisbol negra, chaqueta de cuero y una bolsa de deporte grande en la mano. Al verlo, sentí que se me aceleraba el corazón.
—¿Charles? Anímate, por favor. Esto no es la Casa Usher. —Abrió la puerta por mí y entró en el vestíbulo con una sonrisa entusiasta que exponía la blancura polar de los dientes—. ¿Qué pasa? Parece como si te alegrara verme.
—Sí, me alegro, y no pasa nada… ése es el problema. Quizá no sea el gerente adecuado para ti.
—Estás cansado, Charles, y no es momento de deprimirse. —Crawford echó una mirada a la piscina y a las pistas de tenis—. Muchos atletas por aquí, pero ningún cliente. ¿Hay socios nuevos?
—Ni uno. A lo mejor el tenis no es lo que esta gente necesita.
—Todo el mundo necesita tenis. Puede que la Residencia Costasol no lo sepa, pero lo sabrá pronto.
Se volvió hacia mí con una sonrisa cálida, claramente feliz de ver que lo estaba esperando; ya consideraba mi malhumor como una simpática debilidad de un sirviente de la familia. Hacía cuatro días que no lo veía, y me impresionó encontrármelo tan puesta a punto, como si hubiera instalado un motor más poderoso en el Porsche y extrajera parte de esa enorme energía para su propio sistema nervioso. Muecas y pequeños tics le asomaban a la cara acompañando a las mil y una ideas que le bullían en la mente.
—Aquí van a pasar cosas, Charles. —Me tomó del hombro como un hermano mayor, moviendo la cabeza en señal de aprobación hacia la caja registradora—. Estar al mando no es fácil. Betty Shand está muy orgullosa de lo que has hecho.
—Pero si lo habéis hecho todo vosotros, maldita sea. Aquí no va a pasar nada. La Residencia Costasol no es tu clase de sitio. No es Estrella de Mar, es el valle de la muerte cerebral. Ojalá pudiera ayudarte.
—Puedes. A propósito, creo que he encontrado una casa para ti… con una pequeña piscina, pista de tenis… llevaré una máquina, así practicas tus restos. Pero antes tengo que hacer unas cuantas visitas. Iremos en tu coche… y me gustaría que condujeras tú. Ese ritmo lento y seguro que tienes me calma los dolores de cabeza.
—Claro. —Señalé el reloj del vestíbulo—. ¿Quieres que esperemos un rato? Son las tres menos cuarto, aquí todo está profundamente dormido.
—Perfecto… es la hora del día más interesante. La gente está soñando o haciendo el amor. O a lo mejor las dos cosas al mismo tiempo.
Mientras yo ponía el Citroën en marcha, se sentó en el asiento del acompañante con un brazo en la ventanilla y la bolsa entre las piernas. Asintió con aprobación cuando me abroché el cinturón de seguridad.
—Muy sensato, Charles. Admiro una mente ordenada. Cuesta creerlo, pero hasta en la Residencia Costasol hay accidentes.
—Todo el lugar es un accidente. Aquí es donde el final del siglo veinte choca con el paragolpes. ¿Adónde quieres ir? ¿Al Club Náutico?
—No, nos quedaremos por aquí. Da una vuelta por cualquier lado. Quiero ver cómo está todo.
Cruzamos la plaza y el desierto centro comercial, y después pasamos por el puerto y la flota fantasma de yates virtualmente carcomidos. Giré al azar por una de las avenidas secundarias del cuadrante este. Los chalets alejados se alzaban en sus silenciosos jardines, entre palmeras enanas, oleandros y macizos de cañas como fuego congelado. Los aspersores se balanceaban sobre el césped, conjurando un arco iris que se repetía en el aire deslumbrante, deidades locales que bailaban al sol. De vez en cuando, el viento marino arrojaba un débil rocío sobre las piscinas y las superficies espejadas se empañaban como sueños perturbados.
—Ve un poco más despacio… —Crawford se echó hacia adelante mientras observaba una casa grande art déco que se alzaba en una esquina. Un camino de acceso común daba a un grupo de edificios de apartamentos de dos plantas. Los toldos se agitaban sobre los balcones: alas amarradas que nunca tocarían el cielo—. Para… Parece que es ésta.
—¿Qué número buscas? Por alguna razón, aquí la gente se niega a identificarse.
—No lo recuerdo bien. Pero creo que no me equivoco. —Señaló un sitio a unos cincuenta metros del camino de acceso, donde las hojas de una enorme cicadácea formaban un refugio para peatones—. Estaciona allí y espérame.
Abrió la cremallera de la bolsa y sacó lo que parecía un juego de palos de golf envueltos en hule. Bajó del coche, con la cara oculta por la gorra y las gafas negras, dio una palmada al techo y se alejó a paso largo hacia el camino. Mientras yo descendía en punto muerto por la pendiente hacia la cicadácea, con los ojos clavados en el retrovisor, vi que empujaba la puerta lateral que llevaba a la entrada de servicio.
Esperé en el coche oyendo los débiles susurros de los aspersores al otro lado de los muros y los setos. Quizá los dueños del chalet estaban de vacaciones y Crawford tenía una amante que lo esperaba en el cuarto de alguna mucama. Me los imaginé jugando al minigolf sobre la alfombra, en un cortejo formal, como la danza de apareamiento de las aves del paraíso…
—Muy bien, vámonos. —Crawford pareció salir de la cortina de vegetación alrededor de la cicadácea. Llevaba bajo el brazo un aparato de vídeo con los cables atados alrededor como si fuera un paquete negro. Lo puso en el asiento de atrás y se levantó la visera de la gorra, vigilando el camino—. Tengo que revisar el aparato… es de una pareja llamada Hanley. Él es un ex jefe de personal de Liverpool. A propósito, parece que acabo de conseguir dos nuevos socios.
—¿Para el club deportivo? Fantástico. ¿Cómo los has convencido?
—No les funciona el televisor. Falla algo en la antena parabólica. Además, creen que tienen que salir más. Ahora vayamos a la parte oeste del complejo. Haremos otro par de visitas…
Graduó en el tablero el sistema de aire acondicionado y una corriente helada nos dio en la cara. Crawford se apoyó en el cabezal, tan relajado que yo no podía creer que estuviera embarcado en una correría delictiva. Metió los palos de golf en la bolsa mostrándome deliberadamente lo que eran: un par de palancas de acero. Yo ya había adivinado cuando salimos del club deportivo que intentaba llevar a cabo una serie de actos provocativos, robos insignificantes y asaltos fastidiosos para sacudir la adormilada complacencia de Costasol. Supuse que los delitos de los que la policía había informado a David Hennessy eran obra de Bobby Crawford, la apertura de una campaña de agravios y hostilidad.
Al cabo de veinte minutos paramos delante de otra villa, una mansión impresionante de estilo morisco con una lancha motora en el camino de entrada. Era casi seguro que en ese momento los moradores dormían en las habitaciones de arriba; el jardín y la terraza estaban en silencio. El lento goteo de una manguera olvidada contaba los segundos mientras Crawford examinaba las cámaras de vigilancia y el cable que bajaba de la antena parabólica a una caja junto a las puertas del patio.
—Deja el motor en marcha, Charles. Quizá podamos hacerlo con cierto estilo…
Se escurrió y desapareció entre los árboles que bordeaban el sendero. Yo tenía las manos inquietas sobre el volante mientras esperaba a que volviera, y estaba listo para escapar a toda prisa. Sonreí a un matrimonio mayor que pasó en coche con un spaniel grande sentado entre ambos, pero no me pareció que la presencia del Citroën les preocupara. Cinco minutos más tarde, Crawford se metió en el asiento del pasajero sacudiéndose con indiferencia las astillas de vidrio que tenía sobre la chaqueta.
—¿Más problemas con la televisión? —le pregunté mientras arrancábamos.
—Eso parece. —Crawford se sentó a mi lado mirando el camino, de vez en cuando me sacaba las manos nerviosas del volante—. Esas antenas parabólicas son muy delicadas. Hay que calibrarlas continuamente.
—Los dueños estarán agradecidos. ¿Posibles socios?
—¿Sabes una cosa?, creo que sí. No me sorprendería que aparecieran mañana. —Crawford se abrió la chaqueta y sacó una cigarrera de plata grabada que dejó en el asiento de atrás junto al aparato de vídeo—. El marido era miembro del comité del Queen’s Club, un buen jugador de tenis. Y ella solía ser algo así como una pintora aficionada.
—A lo mejor vuelve a serlo…
—Sí, tal vez.
Seguimos con nuestras visitas abriéndonos paso por las tranquilas avenidas de Costasol como una lanzadera que teje una trama engañosa sobre la urdimbre de un tapiz. Crawford fingía que elegía las casas al azar, pero di por sentado que había escogido a las víctimas después de una cuidadosa investigación, y entre quienes habían emitido las mayores señales de alarma. Me los imaginé dormitando durante las horas de la siesta mientras Crawford se movía por las habitaciones de abajo, saboteando la antena parabólica, robando un caballo de jade de una mesita de centro, una porcelana de Staffordshire de la repisa de la chimenea, revolviendo los cajones del escritorio como si buscara dinero o joyas, creando la ilusión de que una banda de expertos ladrones de casas se había instalado en el complejo Costasol.
Mientras aguardaba en el coche, esperando a que el inspector Cabrera y la brigada móvil de Fuengirola me prendieran en el acto, me pregunté por qué había permitido que Crawford me envolviera en esta locura delictiva. Mientras el motor del Citroën temblaba contra el pedal del acelerador, estuve tentado de regresar al club deportivo e informar a Cabrera. Pero la detención de Crawford pondría fin a cualquier esperanza de descubrir al pirómano que había asesinado a los Hollinger. Al levantar la cabeza y ver los cientos de chalets impasibles, con las cámaras de vigilancia atentas y los dueños mentalmente embalsamados, tuve la certeza de que los intentos de Crawford de convertir la urbanización en otra Estrella de Mar no llegarían a nada. La gente de la residencia no sólo había viajado a lo más profundo del aburrimiento, sino que había decidido que se sentía a gusto en este escenario. El fracaso podía inducir a Crawford a una acción desesperada en la que aparecería como culpable del asesinato de los Hollinger. Un fuego de más no le quemaría sólo los dedos.
Sin embargo, el empeño de Crawford en este extraño experimento social tenía cierto encanto. Supuse que esta misma exuberante visión había seducido también a Frank, y yo, como él, tampoco dije nada mientras el botín se iba acumulando sobre el asiento trasero del Citroën. En la sexta casa, una de las mansiones más antiguas, ubicada en un bulevar que iba de norte a sur, encontré una manta en un coche. Cuando Crawford salió de los arbustos con un esbelto jarrón Ming debajo de un brazo y la base de madera de acacia debajo del otro, la tenía preparada para dársela.
Me dio una palmada tranquilizadora mientras yo echaba la manta sobre el tesoro; parecía agradablemente sorprendido por la manera en que yo me comportaba.
—Son meros recordatorios, Charles… Me ocuparé de que los dueños los recuperen. En sentido estricto, no necesitaríamos llevarnos nada, sino sólo dar la impresión de que un ladrón ha orinado sobre las alfombras persas y se ha limpiado los dedos en los tapices.
—¿Y mañana toda la Residencia Costasol tendrá ganas de jugar al tenis? ¿O de tomar clases de arreglos florales y bordado?
—Claro que no. Las fuerzas de la inercia son aquí colosales. Pero una mosca puede desencadenar una estampida de elefantes si muerde un punto sensible. Pareces escéptico.
—Un poco.
—¿Crees que no dará resultado? —Crawford me apretó la mano sobre el volante para fortalecer mi decisión—. Te necesito, Charles… no lo puedo hacer solo. A Betty Shand y a Hennessy sólo les interesa que circule dinero. Pero tú puedes ver más allá, un horizonte más amplio. Lo que ha pasado en Estrella de Mar pasará aquí y después seguirá por la costa. Piensa en todos esos pueblos volviendo a la vida. Estamos liberando a la gente, Charles, devolviéndolos a la autenticidad.
¿Creía en su propia retórica? Media hora más tarde, mientras robaba en un pequeño bloque de apartamentos cerca de la plaza principal, abrí la cremallera de la bolsa y eché un vistazo al contenido. Había palancas y alicates, una selección de ganzúas y tarjetas magnéticas perforadas, pinzas de arranque e interruptores electrónicos de corriente. Una bolsa más pequeña contenía varios botes de pintura en aerosol, dos cámaras de vídeo y una pila de cintas de vídeo vírgenes. Una serpentina de bolsitas de cocaína envolvía un monedero repleto de pastillas y cápsulas en papel de aluminio, paquetes de jeringuillas y condones rugosos.
Crawford recurrió en seguida a los aerosoles. Casi sin molestarse en salir del coche, y esgrimiendo un tubo en cada mano, roció con garabatos chillones las puertas de los garajes que encontrábamos de camino. Al cabo de sólo dos horas habíamos dejado atrás una estela de vandalismo y robos: antenas parabólicas destrozadas, coches embadurnados con graffiti, excremento de perro flotando en las piscinas, cámaras de vigilancia cegadas con chorros de pintura.
A una distancia en que los dueños podían oírlo, se metió en un Aston metalizado, quitó el freno de mano y bajó en punto muerto por el camino de grava. Lo seguí mientras llevaba el coche hasta una obra abandonada en el camino de circunvalación norte y miré cómo rascaba los lados del vehículo con una palanca, sacando la pintura con el mismo cuidado que un chef cortaría un lomo de cerdo. Cuando volvió y encendió un cigarrillo, yo esperaba ver las llamas. Sonrió al vehículo mutilado con el mechero todavía encendido en la mano, mientras yo pensaba que iba a meter un trapo en el depósito de gasolina.
Pero Crawford se despidió del coche con un atribulado saludo y se fumó el cigarrillo mientras nos alejábamos, disfrutando de los aromas turcos.
—Detesto hacer esto, Charles… pero hay que sacrificarse.
—Por lo menos el Aston Martin no es tuyo.
—Pensaba en nuestros sacrificios… es una medicina dolorosa para ambos, pero hay que tomarla…
Entramos en la carretera de circunvalación, donde estaban los chalets y los apartamentos más baratos que bordeaban la autopista de Málaga. De los balcones colgaban letreros a mano de «Se vende», y supuse que los promotores holando-alemanes habían vendido las propiedades a bajo precio.
—Mira esa casa de la derecha… la de la piscina vacía. —Crawford me señaló un chalet pequeño con un toldo desteñido en el patio. Un tendedero exponía al sol una colección de blusas chillonas y ropa interior transparente—. Volveré dentro de diez minutos y les daré una lección de estética…
Metió la mano en la bolsa y sacó el maletín con las cámaras de vídeo y los productos farmacéuticos. En la puerta de entrada, las dos mujeres que compartían el chalet lo esperaban en traje de baño. A pesar del calor llevaban una buena capa de carmín, colorete y maquillaje, como si estuvieran preparadas para una sesión bajo las luces del plató, y saludaron a Crawford con la sonrisa fácil de las camareras de un bar de dudosa reputación que dan la bienvenida a un cliente habitual.
La más joven tenía veintitantos, un cutis pálido e inglés, hombros huesudos y unos ojos que no paraban de mirar a la calle. Reconocí a la que estaba con ella, la rubia platino de pechos demasiado grandes y cara rubicunda que interpretaba a una de las damas de honor en la película pomo. Copa en mano, acercó un pómulo eslavo a los labios de Crawford y lo invitó a entrar.
Bajé del coche, me acerqué a la casa y los miré por las ventanas del patio. Entraron juntos en la sala de estar, donde había un televisor encendido para nadie que parpadeó cuando la serie vespertina desapareció de la pantalla. Crawford abrió el maletín y sacó una de las cámaras y la pila de cintas. Arrancó de la tira plástica varias bolsitas de cocaína, que las mujeres se metieron en el sostén del traje de baño, y empezó a mostrarles cómo funcionaba la cámara. La mayor acercó el visor a un ojo y se filmó a sí misma mientras rascaba los diminutos botones del aparato con unas uñas muy largas. Probó el encuadre y el zum mientras Crawford se sentaba con la joven inglesa en el sofá. No intercambiaron ni una broma, como si Crawford fuera un vendedor que presentaba un nuevo electrodoméstico.
Cuando regresó al coche, las mujeres lo filmaron desde la puerta riéndose entre ellas por encima del hombro.
—¿Una escuela de cine? —le pregunté—. Parece que aprenden rápido.
—Sí… siempre han sido muy cinéfilas. —Las saludó mientras nos alejábamos, sonriendo como si de verdad les tuviera cariño—. Vinieron de Estepona para abrir un salón de belleza, pero decidieron que no tenía muy buenas perspectivas.
—¿Entonces ahora se meterán en la industria cinematográfica? Me imagino que les parecerá rentable.
—Creo que sí. Tienen una idea para una película.
—¿Documental?
—Más bien sobre la naturaleza, diría yo.
—La vida salvaje de la Residencia Costasol. —Saboreé la idea—. Rituales de cortejo y formas de apareamiento. Creo que tendrán mucho éxito. ¿Quién era la rubia platino? Tiene un aspecto ligeramente ruso.
—Raissa Livingston… viuda de un corredor de apuestas de Lambeth. Una barrica llena de vodka. Un gran personaje. En otra época actuó un poco, así que va a dejarlo todo y empezar otra vez.
Crawford hablaba sin ironía, mirando el techo del coche como recordando las prisas de la primera jornada. Parecía contento con su tarde de trabajo, como un evangelista de barrio después de haber repartido todos los folletos bíblicos. Los robos y allanamientos lo habían dejado tranquilo y relajado. Había hecho lo que debía en beneficio de la ignorante población de la residencia.
Cuando volvimos al club deportivo me guió hacia la entrada de servicio, detrás de la cocina y la sala de calderas, donde había ocultado el Porsche para que no lo viera la policía.
—Vamos a llevar las cosas a mi coche. —Retiró la manta dejando el botín a la vista—. No quiero que Cabrera te pesque con las manos en la masa. Tienes otra vez esa cara de culpable.
—Aquí hay muchas cosas. ¿Recuerdas quién es dueño de qué?
—No me hace falta. Las esconderé en el patio de la obra abandonada, donde antes dejamos el Aston Martin, e informaré a los guardias. Pondrán todo en exposición y se ocuparán de que los residentes reciban el mensaje.
—¿Pero cuál es el mensaje? Todavía no lo sé.
—¿El mensaje…? —Crawford estaba inclinado sobre el asiento levantando un aparato de vídeo, pero se volvió hacia mí—. Pensaba que lo habías entendido todo, Charles.
—No exactamente. Los allanamientos, estropear unos televisores y escribir «jódete» en la puerta de un garaje… ¿es esto lo que va a cambiar la vida de la gente? Si te metieras en mi casa, me limitaría a llamar a la policía. No entraría en un club de ajedrez ni me pondría a cantar villancicos.
—Naturalmente. Llamarías a la policía. Yo también. Pero imagínate que la policía no hace nada y vuelvo a entrar, y esta vez robo algo que aprecias de veras. Empezarías a pensar en cambiar las cerraduras y en una cámara de vigilancia.
—¿Y? —Abrí el maletero del Porsche y esperé mientras Crawford guardaba el aparato de vídeo—. Hemos regresado al principio. Vuelvo a mi televisión vía satélite y al largo sueño de los muertos.
—No, Charles. —Crawford hablaba pacientemente—. No estás dormido. Ya estás completamente despierto, más alerta que nunca. Los allanamientos son como el cilicio del católico devoto, que lastima la carne y acrecienta la sensibilidad moral. El siguiente robo te llena de rabia, de una rabia moral incluso. Los policías son unos inútiles que te engañan con falsas promesas, lo que genera una sensación de injusticia, el sentimiento de que uno está rodeado de un mundo sin vergüenza. Todo lo que tienes, las pinturas y los adornos de plata a los que no has dado ninguna importancia, encajan en este nuevo esquema moral. Eres más consciente de ti mismo. Partes dormidas de tu mente que hace años que no visitas vuelven a ser importantes. Empiezas a reexaminarte, tal como tú hiciste, Charles, cuando se incendió tu Renault.
—Quizá… pero no empecé a hacer tai chi ni a escribir un nuevo libro.
—Espera… tal vez lo hagas. El proceso lleva tiempo —continuó Crawford, como si quisiera convencerme—. La ola de delitos sigue… alguien caga en tu piscina, saquea tu dormitorio y se divierte con la ropa interior de tu mujer. Ahora la rabia y la ira no bastan. Te obligan a reexaminarte a todos los niveles, como el hombre primitivo que se enfrenta a un universo hostil detrás de cada árbol y cada roca. Eres consciente del tiempo, de las posibilidades y recursos de tu imaginación. Entonces alguien abusa de la mujer de al lado, y tú ayudas al ultrajado marido. Hay delincuencia y vandalismo en todas partes. Tienes que estar por encima de esos matones estúpidos y del zafío mundo que habitan. La inseguridad te obliga a valorar tus fuerzas morales, sean las que sean, así como los presos políticos aprenden de memoria La casa de los muertos de Dostoievski, los moribundos escuchan a Bach y redescubren la fe, y los padres que lloran un hijo muerto trabajan de voluntarios en un hospicio.
—¿Comprendemos que el tiempo es finito y no damos nada por sentado?
—Exactamente. —Crawford me palmeó el hombro contento de incorporarme a su rebaño—. Organizamos patrullas de vigilancia, elegimos un concejo local nos enorgullecemos de nuestros vecinos, nos hacemos socios de clubes deportivos y de organizaciones locales históricas, volvemos a descubrir el mundo al que antes no prestábamos atención. Sabemos que es más importante ser un pintor de tercera categoría que ver un CD-Rom del Renacimiento. Empezamos a progresar juntos, y al fin descubrimos todo nuestro verdadero potencial, como comunidad y como individuos.
—¿Y todo esto se pone en marcha con un delito? —Levanté la cigarrera de plata del asiento trasero del Citroën—. ¿Por qué justamente ese detonador? ¿Por qué no… la religión o algún tipo de voluntad política? Es lo que ha regido el mundo hasta ahora.
—Pero ya no. La política se ha acabado, Charles, ya no estimula la imaginación del público. Las religiones surgieron demasiado pronto en la evolución humana… idearon unos símbolos que la gente se tomó literalmente, y están tan muertas como una hilera de postes totémicos. Las religiones tendrían que haber aparecido más tarde, cuando el fin de la raza humana estuviese próximo. Lamentablemente, el delito es nuestro único acicate. Estamos fascinados por ese «otro mundo» en el que todo es posible.
—La mayoría opina que la delincuencia actual es más que suficiente.
—¡Pero no aquí! —Crawford señaló con el caballo de jade los balcones al otro lado del callejón—. No en la Residencia Costasol, ni en las urbanizaciones de jubilados de la costa. El futuro ha llegado, Charles, la pesadilla ya se está soñando. Creo en la gente, y sé que se merece algo mejor.
—¿Y les devolverás la vida… con películas pornográficas de aficionados, robos y cocaína?
—Son sólo medios. La gente está demasiado obsesionada con el sexo, la propiedad y la formalidad. No estoy hablando de la delincuencia que preocupa a Cabrera. Me refiero a todo lo que rompe las reglas y se salta los tabúes sociales.
—No se puede jugar al tenis sin respetar las reglas.
—Pero, Charles… —Crawford parecía casi exaltado mientras buscaba una réplica—. Si el adversario hace trampas, piensa en cómo jugar mejor.
Llevamos las últimas cosas robadas al coche. Volví al Citroën, dispuesto a alejarme, pero Crawford abrió la puerta y se sentó a mi lado. El sol entraba por las ventanillas laterales del Citroën encendiéndole la cara con un resplandor casi febril. Había insistido en que yo lo escuchase, pero advertí que ya no le importaba que alguien le creyera o no. A pesar de mí mismo me sentía atraído hacia Crawford, hacia este curandero de poco monta que se movía como un predicador mendicante a lo largo de las costas de los muertos. Yo estaba casi seguro de que este ministerio lo llevaría a una celda en el penal de Alhaurín de la Torre.
—Espero que dé resultado —le dije—. ¿Qué pensaba Frank de todo esto? ¿Fue idea suya?
—No, Frank es demasiado moralista. Hace años que vengo dándole vueltas, Charles, en realidad desde mi infancia. Mi padre era diácono de la Catedral de Ely. Un hombre infeliz, nunca supo cómo mostrarse afectuoso con mi madre y conmigo. Lo que le gustaba era pegarme.
—Qué horror… ¿nunca lo denunciaron?
—Nadie lo sabía, ni siquiera mi madre. Yo era hiperactivo, siempre me tropezaba con todo. Pero me di cuenta de que las palizas lo ayudaban a sentirse mejor. Después de una sesión con el cinturón, solía abrazarme con fuerza y hasta quererme. Así que empecé a hacer todo tipo de travesuras horribles para provocarlo.
—Una medicina dolorosa. ¿Y de ahí sacaste la idea?
—En cierto modo. Descubrí que los robos y los delitos menores eran un revulsivo. Mi padre sabía lo que pasaba y nunca trató de detenerme. Me había visto en la escuela parroquial fastidiando a los chicos antes de ir a jugar un partido fuera, robándoles cosas y revolviéndolo todo. Siempre ganábamos seis a cero. La última vez que me pegó con el cinto me aconsejó que me ordenara como sacerdote.
—¿Y lo hiciste?
—No, pero estuve tentado. Desperdicié un par de años estudiando antropología en Cambridge, jugué mucho al tenis y después entré en el ejército con un contrato de oficial. El regimiento partió a Hong Kong para trabajar con la policía de Kaulung. Gente desanimada, con la moral por los suelos. Estaban esperando que los chinos continentales tomaran el mando y los enviaran a todos a Sinkiang. Y los habitantes de los Nuevos Territorios estaban tan mal como ellos; ya habían empezado a sobornar a los guardias fronterizos chinos. No tenían ganas de nada, habían dejado secar todo el arrozal y ganaban una miseria con el contrabando.
—¿Y tú terminaste con todo eso? ¿Cómo exactamente?
—Levanté los ánimos. Unos robos por aquí, unos litros de gasoil donde almacenaban el arroz. De pronto pareció que todos despertaban; reconstruyeron los diques y limpiaron los canales.
—¿Y la policía de Kaulung?
—Lo mismo. Teníamos problemas con los inmigrantes que cruzaban la frontera buscando la buena vida de Hong Kong. En lugar de devolverlos, primero les dábamos una paliza. Y la policía local reaccionó. Créeme, no hay nada como «una guerra a la delincuencia» para animar a la tropa. Es terrible decirlo así, pero las guerras a la delincuencia tienen un lado positivo. Lástima que no haya podido quedarme más tiempo; habría llegado a enderezar la vida en la colonia.
—¿Tuviste que irte?
—Al cabo de un año. El coronel me pidió que solicitara la baja. Uno de los sargentos chinos se entusiasmó demasiado.
—¿No se dio cuenta de que era parte de un… experimento psicológico?
—Creo que no. Pero todo aquello me quedó en la cabeza. Jugué mucho al tenis, trabajé en el club de Rod Laver y después vine aquí. Lo curioso es que Estrella de Mar y la Residencia Costasol se parecen bastante a Kaulung. —Ajustó el retrovisor, observó un momento su propia imagen y asintió como con aire de aprobación—. Me voy, Charles. Ten cuidado.
—Buen consejo. —Mientras abría la puerta, le pregunté—: ¿Supongo que fuiste tú el que trató de estrangularme?
Esperaba que Crawford se sintiera avergonzado, pero se volvió y me miró con auténtica preocupación, sorprendido por mi tono severo.
—Charles, eso fue un… gesto afectuoso. Parece extraño, pero lo digo en serio. Quería despertarte y conseguir que creyeras en ti mismo. Es una vieja técnica de interrogación, un inspector de Kaulung me enseñó todos los puntos débiles. Muy efectiva para dar a la gente una perspectiva más clara de las cosas. Necesitabas que te animaran, Charles. Mírate ahora, ya estás casi preparado para jugar al tenis conmigo…
Me apretó el hombro amistosamente, me saludó y corrió de vuelta al Porsche.
Aquella tarde, en el balcón del apartamento de Frank en el Club Náutico, pensé en Bobby Crawford y la policía de Kaulung. En ese mundo de corruptos funcionarios de frontera y ciudadanos ladrones, un joven teniente inglés inclinado a la violencia tenía que encajar como un ratero en la multitud de un día de Derby. A pesar de todo ese extraño idealismo, la Residencia Costasol lo derrotaría. Un par de esposas aburridas podían filmarse acostándose con sus amantes, pero las actividades recreativas como el tai chi, los madrigales y las patrullas voluntarias decaerían muy pronto. El club deportivo seguiría desierto y Elizabeth Shand tendría que hacer pedazos los contratos de arrendamiento.
Me toqué los moretones y comprendí que la noche en que salió de la oscuridad y me agarró por el cuello, Crawford me estaba reclutando. Había sido una auténtica imposición de manos que me designaba para ocupar el puesto vacante de Frank, y me mostraba que el asesinato de los Hollinger era irrelevante para la vida real de Estrella de Mar y el orden social apoyado por un nuevo régimen delictivo.
Poco después de medianoche me despertó un destello de luz que cruzó el techo del dormitorio. Salí al balcón y busqué el haz del faro de Marbella, suponiendo que una descarga eléctrica lo había apagado. Pero el haz de luz continuaba moviéndose en el cielo.
Las llamas se alzaban en el puerto de la Residencia Costasol. Se estaba quemando un yate; el mástil brillaba como una espadaña. Una nave de fuego con las amarras cortadas iba a la deriva buscando una flota fantasma en la oscuridad. Pero al cabo de un instante, las llamas parecieron extinguirse y supuse que el yate se había hundido antes de que Bobby Crawford pudiera despertar a los vecinos de Costasol de una somnolencia aún más profunda que el sueño. Yo ya sospechaba que era el Halcyon y que Andersson había traído el barco desde el atracadero de Estrella de Mar, listo para anunciar a las gentes de Costasol la llegada de Crawford.
A la mañana siguiente, cuando pasé por el puerto camino del club deportivo, una lancha de la policía giraba alrededor de los restos del barco. Una pequeña multitud estaba de pie en el muelle, observando a un hombre rana que se sumergía hacia el balandro hundido. Los veleros y barcos de motor habitualmente silenciosos habían empezado a animarse. Algunos dueños probaban motores y jarcias, mientras las esposas ventilaban los camarotes y repasaban los bronces. Sólo Andersson estaba sentado en silencio en el varadero, con el rostro tan sombrío como siempre, fumándose un cigarrillo liado a mano, los ojos clavados en las velas que se izaban.
Lo dejé allí, pasé por la plaza y conduje hasta el club. Un coche cruzó las puertas y se detuvo junto a la entrada. Dos parejas de mediana edad, vestidas de blanco inmaculado, bajaron con agilidad del coche esgrimiendo unas raquetas de tenis.
—¿Señor Prentice? Buenos días. —Uno de los maridos, un dentista jubilado que había visto en la tienda de vinos se me acercó—. Nos gustaría hacernos socios. ¿Puede inscribirnos?
—Por supuesto. —Le estreché la mano e indiqué al grupo que entrara—. Les alegrará saber que la inscripción es gratuita, y no hay cuotas en el primer año.
Los primeros reclutas de Bobby Crawford ya estaban alistándose.