En busca de nuevos vicios
La luz del sol agrietó la superficie rota del agua, como si se liberara de las vítreas profundidades gracias a mi zambullida. Nadé pausadamente un largo, toqué el borde de azulejos y me subí al trampolín. Las ondas lamían los lados de la piscina, negándose a calmarse y ávidas de aplaudir al siguiente nadador predesayuno en busca de apetito.
Mientras me secaba con la toalla, sin embargo, supuse que pasaría otro día y seguiría siendo el único cliente de la piscina, así como el único visitante de las pistas de tenis y el gimnasio. Intentando matar el tiempo me puse a leer los periódicos de Londres en el bar al aire libre y a pensar en el juicio de Frank, y al fin me di cuenta de que en la Residencia Costasol el tiempo se había muerto mucho antes de mi llegada.
Durante mi primera semana como «director» del club deportivo, me limité a sentarme y mirar a los trabajadores de Elizabeth Shand que renovaban las instalaciones, limpiaron y llenaron la piscina, regaron los jardines, pintaron las rayas blancas de las pistas de tenis, y por último pulieron el suelo de madera del gimnasio hasta dejarlo como un espejo, listo para las primeras clases de aerobic.
No había aparecido ningún vecino de Costasol a pesar de estos esfuerzos y del caro mobiliario de piscina que esperaba mullidamente a los cansados miembros de la residencia. Mi horario, como me había dicho David Hennessy, era de once de la mañana a tres de la tarde, pero «tómese el tiempo que quiera para el almuerzo, querido muchacho, no queremos que se muera de aburrimiento».
No obstante, por lo general llegaba a Costasol antes del desayuno, intrigado por ver si los amodorrados residentes del complejo habían cedido a la tentación de abandonar sus balcones. Hennessy arribaba al mediodía, se metía en el despacho y regresaba a Estrella de Mar después de pagar a los camareros y al personal de mantenimiento. A veces venía a visitarlo Elizabeth Shand, que llegaba en la limusina con los dos alemanes. Cada uno de ellos, como en una curiosa pantomima, le abría una puerta del vehículo, mientras ella miraba el club deportivo como una viuda depredadora que visita una codiciada propiedad familiar.
¿Su legendaria habilidad para los negocios la había abandonado esta vez? Mientras yo desayunaba en el bar, rodeado de silenciosos camareros y de hamacas vacías, supuse que ella pronto daría por perdida esta inversión y partiría en busca de los pastos más fértiles de Calahonda. La caravana se trasladaría a otros pueblos de jubilados llevándose consigo mis últimas esperanzas de descubrir la verdad sobre el incendio de la casa Hollinger.
Frank, absurdamente, insistía en su culpabilidad, y yo había postergado dos veces mi visita a la cárcel de Alhaurín de la Torre, convencido, a pesar de todas las evidencias, de que la Residencia Costasol podía ser la puerta trasera para entrar en Estrella de Mar, cerrada para mí durante tanto tiempo. Habían fijado el juicio para el 15 de octubre, cuando se cumplirían cuatro meses del trágico incendio, y a pesar de todos mis esfuerzos no sería más que un testigo de la buena reputación de Frank. Pensaba constantemente en él y en nuestros años de infancia juntos, pero me parecía casi imposible enfrentarme con él al otro lado de la dura mesa de la sala de visitas de la cárcel. Su declaración de culpabilidad parecía abarcarnos a los dos, pero yo ya no tenía el sentimiento de culpa compartida que nos había unido en una época.
Detrás de mí, abrieron la puerta de un coche y apagaron el motor. Levanté la vista del Financial Times y vi cómo entraba en el parque un conocido BMW. Paula Hamilton estaba al volante mirando los brillantes toldos que se hinchaban sobre las ventanas del club deportivo. Se había cambiado de ropa en casa de uno de sus pacientes de la residencia y llevaba un albornoz amarillo sobre un traje de baño negro.
Salió del coche y subió los escalones que llevaban a la piscina. Sin mirar alrededor, se encaminó hacia la parte más profunda, dejó el albornoz y el bolso sobre el trampolín, y empezó a atarse el pelo con los brazos en alto mientras lucía las caderas y los pechos que yo había abrazado con tantas ganas. La había llamado repetidamente al apartamento próximo a la clínica, pero desde su visita a Frank en la cárcel de Málaga se había mantenido alejada de mí. Yo quería volver a verla y hacer lo posible para eliminar el enorme desprecio que sentía por sí misma, como ese humor espinoso con que ocultaba sus más auténticas emociones. Pero el vídeo de la violación de Anne Hollinger nos separaba como el recuerdo de un crimen.
Nadó diez largos; su cuerpo estilizado y las limpias brazadas apenas alteraban la superficie de la piscina. Con el agua hasta la cintura en la parte baja, se secó la espuma de los ojos y aceptó la toalla que yo había sacado de una pila junto al bar. Salió del agua con la ayuda de mis manos y se quedó parada a mi lado, con los pies en un charco de agua brillante. Contento de verla, le envolví los hombros con otra toalla.
—Paula… eres nuestra nueva primera socia. ¿Supongo que quieres incorporarte al club?
—No, sólo estaba probando el agua. Parece bastante limpia.
—Es completamente nueva. Acabas de bautizarla con tus propios labios. Ahora ella ya sabe cómo se llama.
—Lo pensaré. —Asintió aprobando las hamacas y las mesas—. Ha de ser la piscina más limpia de la Costa del Sol. Mejor que toda esa mugre disuelta por la que solemos nadar con la equivocada idea de que es agua-detergente, aceite bronceador, desodorante, loción para después de afeitarse, jalea vaginal, orina, y Dios sabe qué más. Tú pareces más sano, Charles.
—Lo estoy. Nado todos los días, juego un poco al tenis con los empleados de mantenimiento y hasta he probado los aparatos de gimnasia.
—¿Y ahora trabajas para Elizabeth Shand? Eso sí que es extraño. ¿Te paga bien?
—Es un puesto honorario. Hennessy cubre mis gastos. Bobby Crawford pensó que podía escribir un libro sobre todo esto.
—¿Hay muerte después de la vida? La resurrección de la Residencia Costasol. ¿Qué tal está nuestro tenista profesional?
—Hace días que no lo veo. De cuando en cuando el Porsche pasa velozmente por aquí. Todos esos recados misteriosos: lanchas planeadoras, playas distantes, descargas de drogas. Soy demasiado cuadrado para él.
Paula se detuvo a mirarme mientras caminábamos hacia el trampolín.
—Estás empezando a involucrarte. Ten cuidado, puede hacerte daño si quiere.
—Paula, eres demasiado dura con él. Sé lo de las películas, el tráfico de drogas y el robo de coches. Trató de estrangularme por razones que probablemente no comprende. Pero lo hace por una buena causa, o al menos eso piensa, quiere devolverle la vida a la gente. En cierta forma es muy ingenuo.
—Betty Shand no tiene nada de ingenua.
—Ni Hennessy. Pero aún trato de descubrir qué pasó en casa de los Hollinger. Por eso estoy interpretando el papel de Frank. Ahora dime, ¿cómo está?
—Pálido, muy cansado, resignado a todo. Creo que para él el juicio ya ha concluido. Acepta que no quieras verlo.
—No es verdad, Paula, quiero verlo pero todavía no estoy preparado. Lo visitaré cuando tenga algo que decirle. ¿Hay alguna posibilidad de que cambie la declaración?
—En absoluto. Piensa que es culpable.
Di un puñetazo en mi propia palma.
—¡Por eso no puedo ir a verlo! No pienso ser cómplice de las mentiras que oculta.
—Pero eres cómplice de todas las otras cosas que ocurren aquí. —Paula me observó con el ceño fruncido mientras se ponía el albornoz, preguntándose si el hombre bronceado y musculoso que tenía al lado no sería un impostor que se hacía pasar por el periodista de piel blanda que la había abrazado en la cama de Frank—. Te has asociado con Elizabeth Shand, Hennessy y Bobby Crawford. Es casi una conspiración, con base en este club.
—Paula… esto no es Estrella de Mar. Es la Residencia Costasol. Aquí no pasa nada. Nunca pasará nada.
—Ahora el ingenuo eres tú. —Sacudió la cabeza por mi estupidez y caminamos juntos hasta su coche. Puso el bolso en el asiento del acompañante y apretó la mejilla contra la mía con las manos sobre mi pecho, como si recordara que en una ocasión habíamos sido amantes—. Charles, querido, aquí están pasando muchas cosas, mucho más de lo que ves. Abre los ojos…
Como si la hubieran oído, un coche de la policía española giró alrededor de la plaza central. Me detuve al lado del puerto, mientras uno de los agentes de uniforme gritaba en dirección al varadero, donde Andersson trabajaba todas las mañanas con las lanchas de Crawford. Yo paseaba a menudo por el muelle, pero el taciturno sueco me evitaba, reacio a hablar conmigo sobre el incendio de los Hollinger, y todavía rememorando a Bibi Jansen. Durante los períodos de descanso se retiraba al Halcyon, atracado cerca del varadero, y se sentaba en el camarote sordo a mis pisadas en la cubierta superior.
Hennessy esperaba en la entrada del club deportivo sonriendo afablemente debajo del bigote tranquilizador. Una camisa hawaiana le cubría la amplia barriga, y parecía la personificación de un turbio hombre de negocios con quien la policía española podía sentirse cómoda. Los hizo pasar al despacho, donde había una botella de Fundador y una bandeja de tapas listas para acelerar la investigación.
Se marcharon al cabo de veinte minutos con la cara roja y confiada. Hennessy los despidió saludándolos con la mano, exhibiendo la sonrisa benigna de un Papá Noel en unos grandes almacenes. Sin duda les había asegurado que se ocuparía personalmente de velar por la seguridad de la Residencia Costasol, lo que les permitiría dedicarse a tareas más específicas: maltratar a peatones en las autopistas, conspirar contra sus superiores y recaudar los sobornos de los dueños de bares en Fuengirola.
—No parecen muy preocupados —le comenté a Hennessy—. Pensaba que nos dejaban tranquilos.
—Ha habido un pequeño problema en el camino de circunvalación… anoche hubo una especie de robo. A una o dos personas les desapareció el aparato de vídeo. Habrán dejado las puertas del patio abiertas.
—¿Robos? ¿No es algo insólito? Pensaba que la Residencia Costasol era un lugar sin delincuencia.
—Ojalá lo fuera. Lamentablemente, vivimos en el mundo actual. Ha habido denuncias de robos de coches. Quién sabe cómo han hecho los ladrones para traspasar la barrera de seguridad. Estas cosas ocurren a rachas, ya sabes. Cuando yo llegué, Estrella de Mar era tranquilo como esto.
—¿Robos de coches y de casas? —Por alguna razón sentí un profundo interés. El aire a mi alrededor se había vuelto más fresco—. ¿Qué hacemos, David? ¿Ponemos en marcha un plan de vigilancia? ¿Organizamos patrullas de voluntarios?
Hennessy me miró con ojos afables pero fríos, sin saber si mis comentarios eran o no irónicos.
—¿Cree que es para tanto? Aunque… quizá tenga razón.
—Piénselo, David. Tal vez los ayude a despertar de este espantoso sopor.
—¿Y queremos despertarlos? Podrían convertirse en un fastidio, desarrollar todo tipo de extraños entusiasmos. Se lo mencionaré a Elizabeth. —Señaló la limusina larga que brillaba al sol y cruzaba las puertas del club deportivo—. Qué elegante va ella, casi ronroneando. Me atrevería a decir que acaba de arrendar todo el resto. Es curioso cómo un par de robos pueden ser un incentivo para los negocios. La gente se pone nerviosa, ya sabes, y el dinero empieza a circular…
Así que la delincuencia empezaba a llegar a la Residencia Costasol. Tras unos breves años de paz, el sueño interminable de la costa soleada iba a ser perturbado. Conté los silenciosos balcones que daban a la plaza mientras esperaba los primeros signos de vida matinal. Eran las diez; casi ningún vecino se había movido, pero los primeros resplandores de un programa de televisión habían empezado a reflejarse en los techos. El complejo Costasol estaba a punto de despertar del profundo lecho marino del sueño y emerger a la superficie de un mundo nuevo y más vigorizante. Me sentí sorprendentemente eufórico. Si Bobby Crawford era un joven funcionario colonial, entonces David Hennessy y Elizabeth Shand eran los agentes de una compañía comercial que iban detrás pisándole los talones, listos para entusiasmar a los dóciles nativos con armas y chucherías, collares de cuentas y monedas falsas.
Esta vez, sin embargo, la mercadería era de un tipo diferente. Los jóvenes alemanes sacaron del Mercedes un ordenador con caja registradora. Elizabeth Shand interrumpió un tête-à-tête con Hennessy y me Hamo con la mano. A pesar del calor, no vi el menor rastro de sudor en el inmaculado maquillaje. Una sangre más fría le refrescaba las venas, como m su mente depredadora funcionara mejor a temperaturas más bajas que las del corazón. Aunque, como siempre, abrió generosamente los labios cuando me saludó, como prometiéndome un encuentro erótico tan extraño que podía superar la barrera de las especies.
—Charles, ¡qué amable venir tan temprano! Admiro la diligencia. Últimamente a nadie le gusta el éxito, como si en cierto modo el fracaso fuera más chic. He traído algo que quizá nos ayude a tener beneficios contantes y sonantes. Indíquele a Helmut y Wolfgang dónde lo quiere.
—No lo sé. —Me aparté para dejar pasar a los alemanes que llevaban el ordenador al vestíbulo—. Elizabeth, es toda una muestra de confianza, pero ¿no le parece un poco prematuro?
—¿Por qué, querido? —Acercó la mejilla cubierta por el velo a la mía; la cascada de sedas que le envolvían el cuerpo crujieron contra mi pecho desnudo como el plumaje de un pájaro tembloroso—. Tenemos que estar preparados para cuando empiece el aluvión. Además, así no podrá engañarme, o por lo menos no tan fácilmente.
—La engañaría con mucho gusto… parece bastante emocionante. Aunque ocurre que no tenemos ningún socio. Ni un solo vecino se ha apuntado al club.
—Vendrán, créame. —Saludó a las hermanas Keswick que recorrían una parte de la terraza detrás del bar, como si estuvieran definiendo los límites de un restaurante al aire libre—. Habrá tantas atracciones nuevas que nadie podrá resistirse. ¿Estás de acuerdo, David?
—Absolutamente. —Hennessy estaba junto al mostrador de recepción con los brazos alrededor del ordenador como dando la bienvenida a un nuevo cómplice.
—¿Lo ve, Charles? Tengo plena confianza. Quizá haya que construir en el sitio del parque y alquilar más espacio en el puerto para dejar allí los coches. —Se volvió hacia los dóciles alemanes que esperaban una orden en zapatillas de tenis blancas—. Wolfgang y Helmut… creo que ya los conoce, Charles. Quiero que lo ayuden aquí. Van a instalarse en el apartamento de arriba. De ahora en adelante trabajarán para usted.
Los alemanes y yo nos estrechamos la mano. Saltaban levemente, como si la musculatura los avergonzara, moviendo las rodillas enormes como pistones bronceados, tratando una y otra vez de reacomodarse los cuerpos y no sentirse tan cohibidos.
—Muy bien… pero, Elizabeth, ¿qué van a hacer exactamente?
—¿Hacer? —Me palmeó la barbilla encantada de mi broma—. No van a hacer nada. Wolfgang y Helmut van a «estar». Se limitarán a estar y serán muy populares. Yo sé cómo marchan estas cosas, Charles. Helmut juega muy bien al tenis… una vez le ganó a Boris Becker. Y Wolfgang es un extraordinario nadador. Ha cubierto distancias enormes en el mar Báltico.
—Muy útil… aquí la mayoría de la gente lo máximo que consigue es ir de un lado a otro del jacuzzi. ¿Pueden ser monitores entonces?
—Exactamente. Sé que usted se ocupará de aprovechar bien esos talentos. Todos esos talentos.
—Naturalmente. Pueden ayudarme en el trabajo de conseguir gente. —La acompañé hasta la limusina, donde Mahoud esperaba junto a la portezuela abierta; los pesados carrillos le sudaban debajo de la gorra—. El club necesita socios nuevos… Pensaba enviar unos folletos de propaganda. O alquilar un avión para que volara sobre la residencia con un letrero. Clases de tenis y aerobic gratis, masaje y aromaterapia, ese tipo de cosas…
Elizabeth Shand sonrió a Hennessy, que le llevaba el maletín hasta el coche. El agente de seguros parecía igualmente divertido mientras jugueteaba con las puntas del bigote, como esperando que éstas se unieran a la gracia.
—¿Folletos y letreros? Creo que no. —Se sentó instalándose en un saloncito de sedas. Cuando Mahoud cerró la puerta, se asomó por la ventanilla y me estrechó la mano, tranquilizándome—. Tenemos que despertar a todo el mundo. La gente de la Residencia Costasol está desesperada por probar nuevos vicios. Si los satisface, Charles, tendrá usted mucho éxito…