18

Noches de cocaína

El Porsche giró por la calle Oporto y se detuvo a inspeccionar la luz del sol como un tiburón que se orienta sobre un lecho marino desconocido. Me recliné en el asiento del pasajero del Citroën con un ejemplar del Wall Street Journal sobre el pecho, sin que los adormecidos taxistas que hacían la siesta en la acera de sombra repararan en mí. La casa de Sanger se alzaba al otro lado de la calle: las ventanas cerradas, la cámara de vigilancia apuntando a los paquetes de cigarrillos y a los volantes de propaganda que el viento amontonaba contra las puertas del garaje cubiertas de graffiti como si pretendiera incorporarlos a aquel collage ominoso.

Crawford avanzó por la calle con el Porsche a paso de hombre y se detuvo para echar una ojeada a la casa silenciosa. Alcancé a verle los tendones tensos del cuello, las mandíbulas apretadas mientras musitaba las palabras duras que tenía preparadas para el médico. Aceleró bruscamente, frenó y cruzó las puertas abiertas marcha atrás. Descendió por la grava revuelta y miró las ventanas esperando a que Sanger saliera a enfrentarte.

Pero el psiquiatra había dejado el chalet para instalarse en uno de sus bungalows de la Residencia Costasol, a un kilómetro al sur sobre la costa. Yo lo había visto cuando se marchaba la tarde anterior, con las últimas cajas de libros en un Range Rover conducido por una amiga de mediana edad. Antes de irse, había cerrado las puertas, pero durante la noche unos vándalos habían forzado las cerraduras de la casa y del garaje.

Crawford se acercó a la puerta corredera, se agachó y tiró hacia arriba, como el artista de una instalación que levanta una pintura montada con bisagras. Cruzó a grandes pasos el garaje vacío, evitando los charcos de aceite en el suelo de cemento, y entró en la casa por la puerta que daba a la cocina.

Volví los ojos hacia la chimenea del chalet. A pesar de que yo creía en la inocencia de Crawford, estaba esperando que se elevaran hacia el cielo las primeras volutas de humo. Frustrado al darse cuenta de que Sanger se le había escapado, Crawford entraría en seguida en un estado de tensión que sólo un rápido incendio podría aliviar. Puse en marcha el motor del Citroën, listo para meter el coche en el camino y bloquear la salida del Porsche. Fuego y llamas eran la firma que Crawford solía dejar con demasiada frecuencia en los cielos de Estrella de Mar.

Me quedé sentado durante diez minutos detrás del periódico, casi decepcionado al no ver ninguna señal de humo en los aleros. Bajé del coche, cerré la puerta y crucé la calle hasta el chalet Mientras entraba agachado en el garaje, oí que abrían el postigo de una ventana de arriba. Vacilé en la cocina mientras escuchaba las pisadas de Crawford sobre el parqué. Estaba arrastrando un armario por la habitación, quizá el último mueble que añadía a la hoguera.

Pasé por la cocina y entré en la sala de paredes claras, iluminadas por el sol del jardín; estaba otra vez en la antecámara de Piranesi donde el psiquiatra se había sentido tan en casa. Los vándalos habían continuado aquí su trabajo: lemas pintados con aerosol cubrían las paredes y el techo. En la escalera, la pintura estaba todavía húmeda, con las huellas de Crawford marcadas en las baldosas de los peldaños.

Me detuve en el rellano mientras oía el ruido de alguien que destrozaba muebles. Los dormitorios estaban embadurnados de graffiti; una confusión de espirales negras y plateadas, la curva de un electroencefalograma demente en busca de un cerebro. Pero había un cuarto que no habían destrozado, el de servicio, en el que Crawford apartaba de la pared un pesado tocador español. Con las manos apretadas contra los paneles de roble tallado, arrastraba por el suelo la estructura de madera lustrada.

Se tumbó en un estrecho espacio detrás del tocador, estiró la mano, buscó dentro, y sacó un diario de adolescente atado con una cinta de seda rosa. Apoyado contra el tocador, sostuvo el cuaderno sobre el pecho con la pena agridulce de un muchacho enamorado.

Lo observé mientras desataba el lazo y empezaba a leer el diario con la cinta entre los dedos. Levantó los ojos y observó la repisa de la chimenea, donde un montón de objetos olvidados esperaban el cubo de basura. Una foto firmada de un grupo de punk rock estaba pegada a la pared, al lado de una familia de trolls de pelos erizados, una colección de caracolas y piedras de playa y una postal con un paisaje de Malmö. Crawford se levantó, se apoyó en la repisa pasando la mano por las piedras y se sentó sobre el tocador, debajo de la ventana abierta.

—Pasa, Charles —me llamó—. Te oigo pensar. No te quedes ahí fuera merodeando como un fantasma… aquí ya sobra uno.

—¿Crawford? —Entré en la habitación apretujándome por el espacio que dejaba el voluminoso tocador—. Pensaba que estarías…

—¿Encendiendo un fuego? No, hoy no, y aquí no. —Hablaba en voz baja y parecía mareado con un aire de ensoñación, como un niño que descubre de pronto una buhardilla secreta. Revisó los cajones vacíos del tocador moviendo los labios como si describiera los objetos imaginarios que encontraba—. Ésta era la habitación de Bibi… piensa en los miles de veces que se miró en este espejo. Si observaras con atención alcanzarías a verla…

Empezó a hojear el diario mientras leía la redonda caligrafía que se extendía por las páginas rosa.

—El libro de estados de ánimo y esperanzas —comentó Crawford—. Lo empezó cuando vivía con Sanger y probablemente lo escribió aquí. Es un cuarto pequeño y bonito.

Supuse que nunca había estado en la casa, por no hablar de la habitación.

—¿Por qué no le alquilas tu apartamento a Sanger y te mudas aquí? —le pregunté preocupado por él.

—Me gustaría, pero ¿para qué ponerse sentimental? —Cerró el diario y lo dejó a un lado. Junto a la pared había una cama estrecha de una plaza que no tenía más que el colchón. Crawford se tumbó; sus hombros eran casi más anchos que el cabezal—. No es muy cómoda, pero al menos aquí no hubo relaciones sexuales. Charles, ¿así que pensabas que iba a incendiar la casa?

—Se me ocurrió. —Lo miré por el espejo y noté que tenía una cara casi perfectamente simétrica, como si la cara asimétrica gemela se ocultara en alguna parte detrás de los ojos—. Incendiaste la lancha y mi coche… ¿por qué no este lugar, o la casa Hollinger?

—Charles… —Crawford se cruzó las manos sobre la nuca, enseñando a propósito la venda del antebrazo. Me miraba con su manera franca pero amistosa, dispuesto a ayudarme a superar cualquier dificultad—. La lancha sí. Tengo que mantener la moral de la tropa, es mi constante preocupación. Un fuego espectacular nos conmueve profundamente. Siento lo del coche; Mahoud me entendió mal. ¿Pero la mansión Hollinger? No, en absoluto, y por una buena razón.

—¿Bibi Jansen?

—No exactamente, pero en cierto modo. —Se levantó de la cama y pasó rápidamente las hojas tratando de refrescar su recuerdo de la joven muerta—. Digamos que de una manera muy personal…

—¿Sabías que estaba embarazada?

—Claro.

—¿Tú eras el padre de la criatura?

Crawford caminó por la habitación y dejó la huella de una palma sobre el espejo cubierto de polvo.

—Quizá la próxima vez tenga más cuidado… Charles, no puedes decir que fuera una criatura. No tenía cerebro, m sistema nervioso ni personalidad. No era mucho más que un poco de tejido genético, no una criatura.

—Pero daba la impresión de que lo era.

Se metió el diario en el bolsillo, echó una última mirada a la habitación y pasó a mi lado.

—Y aún sigue dándola.

Lo seguí por la escalera, y atravesamos las habitaciones cerradas con los graffiti y el olor a pintura. Acepté la palabra de Crawford de que no era el responsable del incendio de la casa Hollinger, y me sentí curiosamente aliviado. A pesar de esos cambios nerviosos y esa energía mal encaminada, no había rastros de maldad en él, ni indicios de la violencia oscura y acechante que había planeado el asesinato de los Hollinger. Lo que había en él era una tensión ingenua, casi una terrible necesidad de agradar.

—Es hora de irse, Charles. ¿Quieres que te lleve? —Vio el Citroën enfrente—. No… me estabas esperando. ¿Cómo sabías que iba a venir?

—Una suposición. Sanger se raudo ayer por la tarde. Primero los graffiti, después la…

—¿Antorcha? Me subestimas, Charles. Espero ser una fuerza positiva en Estrella de Mar. Tengo una idea… vamos a dar un paseo por la costa. Quiero que veas algo. Podrás escribir sobre eso.

—Crawford, tengo que…

—Vamos… Dame media hora nada más. —Me tomó del brazo y me llevó casi a la fuerza hacia el Porsche—. Tienes que animarte, Charles. Noto un malestar persistente en ti… fatiga de playa; un mal casi endémico en estas costas. Si caes en las garras de Paula Hamilton estarás muerto antes de que consigas llegar al siguiente gintonic. Vamos, conduce tú.

—¿Este coche? No sé si…

—Claro que sí. Es un cachorrito vestido de lobo. Sólo muerde por entusiasmo. Sujeta el volante como si fuera la correa y dile «siéntate».

Supuse que me había visto llegar en el Citroën y que un cambio al volante del Porsche era una leve venganza. Me miró dándome ánimos mientras me sentaba en el asiento del conductor. Arranqué el motor, me equivoqué de marcha y el coche se precipitó hacia la puerta del garaje. Frené sobre un remolino de basura, busqué la marcha atrás otra vez y el coche retrocedió por el camino.

—Muy bien… eres otro Schumacher, Charles. Ser pasajero es divertido. El mundo parece diferente, como si uno lo viera en un espejo.

Crawford estaba sentado con las manos en el tablero, disfrutando de la errática incursión mientras me guiaba por calles estrechas hacia el Paseo Marítimo. De vez en cuando me sujetaba la mano para mover el volante del Porsche y esquivar una motocicleta que giraba bruscamente, y yo sentía el pulgar y el índice hiperdesarrollados del tenista profesional, la misma combinación que había dejado su huella en mi garganta. Los dedos, como las llaves, tienen una firma única. Estaba sentado al lado del hombre que casi me había estrangulado, y sin embargo mi ira había cedido ante emociones más confusas: una necesidad de venganza, y curiosidad con respecto a los móviles de Crawford.

Tamborileaba sobre el diario que tenía sobre una rodilla, divertido al ver cómo yo llevaba las riendas del poderoso coche pero renunciando a lucirme. Mientras nos acercábamos al puerto, noté la satisfacción casi infantil con que miraba todo. Mi modesta forma de conducir, alguien que hacía esquí acuático en la bahía y zigzagueaba detrás de la estela de la lancha, unos turistas mayores aislados en una isla de tránsito… todo le provocaba una sonrisa feliz, como si viera el mundo por primera vez en cada esquina.

Fuimos por la carretera de abajo hacia Marbella y pasamos al lado de bares de playa, boutiques y crêperies. En el extremo oeste un malecón de bloques de cemento sobresalía del mar. Un camión cargado de puestos de feria venía en dirección contraria, Crawford tomó el volante y metió el Porsche en el carril del camión. Me pisó apretando mi pie contra el acelerador y el coche salió disparado mientras la bocina del camión resonaba al pasar al lado de nosotros.

—Se nos ha escapado… —Crawford saludó al camionero con la mano y giró por un camino de arena al lado del malecón—. Vamos a dar un paseo, Charles. No tardaremos mucho.

Salió del coche e inhaló el rocío brillante mientras las olas rompían entre los bloques de cemento. Nos habíamos salvado por los pelos; todavía aturdido me miré el zapato aplastado. Sobre la punta tenía pintura amarilla con el dibujo de la suela de las zapatillas de Crawford, las mismas marcas que había visto sobre la tierra desparramada en el balcón de Frank.

Con el diario a modo de visera, Crawford miró al otro lado de la península la cáscara destripada de la casa Hollinger.

—Dentro de un año en ese lugar se levantará algún casino o complejo hotelero. En esta costa no se permite que exista el pasado…

Cerré el coche y me acerqué a Crawford.

—¿Por qué no dejan la casa tal como está?

—¿Como un tótem tribal? ¿Una advertencia a los vendedores de casas o a los que enganchan clientes para los clubes nocturnos? No es mala idea…

Sacudidos por el viento, caminamos hasta la barandilla al final del malecón. Crawford miró por última vez el diario, sonriendo mientras pasaba las páginas de garabatos infantiles. Lo cerró, lo sostuvo detrás de la cabeza y lo arrojó lejos, a las olas, en un saque largo y profundo.

—En fin… ya está. Quería saber la fecha en la que mencionaba al bebé… ahora sé que tiempo tenía. —Miró las olas encrestadas que llegaban del norte de África deslizándose hacia la playa—. Está entrando cocaína, Charles… miles de rayas. De África siempre sale algo blanco y extraño.

Me apoyé sobre la barandilla y dejé que el rocío me refrescase la cara. Las hojas sueltas del diario se agitaban sobre la espuma debajo de nosotros como pétalos rosados que se estrellaban contra los bloques de cemento.

—¿A Sanger no le habría gustado tener el diario? Quería mucho a Bibi.

—Por supuesto. La quería… como todo el mundo. Todo el asunto Hollinger es una pena terrible, pero la única muerte que lamento de verdad es la de Bibi.

—Pero no parabas de darle drogas duras… Según Paula Hamilton era un laboratorio de Palermo ambulante.

—Charles… —Crawford me pasó un brazo fraternal por vos hombros, pero yo casi esperaba que me tirara por encima de la barandilla a las olas rugientes—. Tienes que entender Estrella de Mar. Sí, le dábamos drogas… queríamos libraría de esas clínicas siniestras, de esos sabelotodos de bata blanca. Bibi tenía que elevarse por encima de nosotros, soñar sus sueños anfetamínicos, acercarse a la playa al anochecer y meter a todo el mundo en la noche de la cocaína. —Crawford bajó la cabeza e hizo un gesto hacia el mar, como pidiéndole a las olas que fueran testigos de lo que estaba diciendo—. Sanger y Alice Hollinger la convirtieron en una sirvienta.

—La policía la encontró en el jacuzzi con Hollinger. No creo que fuera una prueba para actuar en una película.

—Charles, olvida el jacuzzi de Hollinger.

—Lo intentaré… pero es una imagen que no se me va. ¿Sabes quién provocó el incendio?

Crawford esperó hasta que las últimas hojas del diario desaparecieran en la espuma.

—¿El incendio? Bueno… creo que sí.

—Pero ¿quién? Necesito sacar a Frank de la cárcel de Málaga y llevármelo a Londres.

—Tal vez no quiera irse. —Crawford me miró como si estuviese esperando un crucial servicio de desempate—. Podría decirte quién provocó el incendio, pero aún no estás preparado. No es cuestión de darte un nombre, sino de que aceptes Estrella de Mar.

—Ya llevo tiempo suficiente. Comprendo bien lo que pasa.

—No… o no estarías tan obsesionado con ese jacuzzi. Piensa en Estrella de Mar como un experimento. Puede que aquí esté sucediendo algo importante y quiero que participes. —Me tomó del brazo y me llevó de vuelta al Porsche—. Primero, iremos a dar una vuelta. Esta vez conduciré yo, así puedes apartar la vista del camino. Hay mucho que ver… recuerda, el blanco es el color del silencio.

—Bibi Jansen… —le dije antes de que arrancara el motor—, si tú la dejaste embarazada, ¿dónde sucedió? ¿En la casa Hollinger?

—¡Dios mío, no! —Crawford parecía casi impresionado—. Ni yo hubiera ido tan lejos. Visitaba a Paula en la clínica todos los martes… una vez me encontré con ella allí y fuimos a dar un paseo.

—¿Adónde exactamente?

—Al pasado, Charles, donde volvió a ser feliz… estuvimos sólo una hora, pero fue la hora más larga y dulce…