Un cambio de corazón
Frank, imprevisible hasta el fin, había decidido verme. El señor Danvila trajo la buena nueva al Club Náutico, seguro de que la novedad era muy importante. Me esperaba en el vestíbulo cuando regresé de la piscina y no pareció sorprenderse de que no lo reconociera contra un fondo de carteles deportivos ingleses.
—¿Señor Prentice? ¿Algún problema?
—No. ¿Señor Danvila? —Al sacarme las gafas de sol reconocí la figura agobiada con aquellos maletines que cambiaba continuamente de mano—. ¿Qué lo trae por aquí?
—Un asunto urgente, relacionado con el hermano de usted. Esta mañana me he enterado de que ahora lo recibirá.
—Bien…
—¿Señor Prentice? —El abogado me siguió hasta el ascensor y apretó el botón de llamada—. ¿Me entiende? Puede visitar a su hermano. Ha accedido a verlo.
—Me parece… muy bien. ¿Sabe por qué ha cambiado de idea?
—Eso no importa, lo importante es que vaya a verlo. A lo mejor tiene algo que decirle. Tal vez alguna prueba nueva sobre el caso.
—Claro. Es una noticia excelente. Quizá ha tenido tiempo de pensarlo todo otra vez.
—Exactamente. —Pese a un aire de maestro de escuela obstinado pero cansado, Danvila me observaba con una vivacidad inesperada—. Señor Prentice, cuando vea a su hermano dele tiempo, déjelo hablar. La visita es esta tarde a las cuatro y media. Ha pedido que lleve a la doctora Hamilton.
—Mejor aún. La llamaré a la clínica. Sé que tiene muchas ganas de hablar con él. ¿Y qué pasa con el juicio? ¿Esto tendrá algún efecto?
—Si él retira la confesión, presentaré una petición al juzgado de Marbella. Todo depende de la reunión de esta tarde. Es importante que sea paciente con él, señor Prentice.
Quedamos en encontrarnos en el estacionamiento de la cárcel. Acompañé a Danvila hasta su coche, y mientras dejaba los maletines en el asiento del pasajero, saqué del bolsillo del albornoz las llaves que había encontrado en el huerto de limoneros. Como suponía, no correspondían a la cerradura del coche. Pero Danvila había notado un cambio en mis ojos.
—Señor Prentice, ¿se lo está pasando bien en Estrella de Mar?
—No exactamente. Pero es un lugar con gran encanto… con cierta magia incluso.
—Magia, sí. —Danvila sujetó el volante sin ningún tipo de brusquedad—. Empieza a parecerse a su hermano…
Regresé al apartamento tratando de adivinar el significado de la decisión de Frank. Al negarse a verme, así como a todos sus amigos y colegas del Club Náutico, había trazado una raya en el caso y asumido la culpa de la muerte de los Hollinger del mismo modo que un ministro de gobierno puede dimitir por la mala conducta de un subordinado. Al mismo tiempo, me protegía de los remordimientos que habíamos tenido por la muerte de nuestra madre. Habíamos intentado mantenerla viva con todas nuestras fuerzas, sosteniéndola para que subiera la escalera y barriendo las botellas de whisky rotas en el suelo del baño.
Sentí de pronto mucho afecto por Frank al recordar a aquel niño decidido de ocho años que lustraba los cubiertos manchados del cajón de la cocina. Sólo ahora yo podía aceptar que esa mujer acongojada y solitaria no advertía la presencia de sus pequeños hijos, y ni siquiera era consciente de sí misma mientras se miraba en todos los espejos de la casa como si tratara de recordar su propia imagen.
Curiosamente, en Estrella de Mar cualquier rastro de remordimiento se había evaporado bajo el sol benévolo, como la niebla de la mañana sobre las piscinas. Llamé al contestador automático de Paula en la clínica y la invité a almorzar en el club antes de ir a Málaga. Después de ducharme me quedé en el balcón mirando a los jugadores de tenis que peloteaban en las pistas, como siempre bajo la dedicada supervisión de Bobby Crawford.
Las raquetas de Frank estaban en el armario y tuve la tentación de bajar a la pista y desafiarlo a un set. Me ganaría fácilmente, pero me intrigaba saber por qué margen. Habría unos primeros saques fulminantes y un pelotazo alto apuntando a mi cabeza, pero después bajaría el juego para perder unos tantos y arrastrarme a una profunda rivalidad. Si yo jugaba a propósito con más torpeza, me permitiría sacar cierta ventaja y tentarme con una o dos temerarias subidas a la red…
El Porsche estaba estacionado en medio del halo negro que había dejado el Renault quemado en el asfalto. Crawford siempre estacionaba allí, o bien para recordarme el niego o por alguna perversa muestra de solidaridad. Esa mañana, más temprano, había probado las llaves perdidas en la cerradura de la puerta del Porsche. Miré los números atrasados del Economist, el cartón de cigarrillos turcos y las gafas de aviador color ámbar de la guantera, y tuve una auténtica sensación de alivio cuando vi que las llaves no entraban. Mientras esperaba a Paula, preparé ropa limpia para Frank. Al ir a buscar las camisas al armario, me topé con el chal de encaje que habíamos heredado de nuestra abuela. La tela amarillenta yacía como una mortaja sobre los jerséis de mohair, y recordé que le ponía el chal a mi madre sobre los hombros, sentada frente el tocador, y cómo el aroma de su piel se mezclaba tan inseparablemente con el penetrante olor del whisky.
El BMW de Paula entró en el estacionamiento y se detuvo junto al Porsche. Al reconocer el coche deportivo, arrugó irritada la nariz, dio marcha atrás y lo dejó en otro lado. Tomó una naranja de una cesta de frutas en el asiento del pasajero, bajó del coche y se encaminó con pasos rápidos hacia la entrada. Yo, como siempre, estaba encantado de verla. Con el traje pantalón blanco, tacones altos y un pañuelo de seda flotando debajo de la garganta, más que una médica parecía la invitada elegante de un yate en Puerto Banús.
—¿Paula…? ¿Eres tú…?
—Parece. —Cerró la puerta del apartamento detrás de ella y salió al balcón. Sosteniendo la naranja en la palma de una mano, señaló el círculo de asfalto chamuscado en el parque—. Espero que lo limpien pronto. He hablado con David Hennessy. Gracias a Dios que no estabas dentro.
—Estaba profundamente dormido, eran más de las doce.
—Podías haber estado dormitando al volante, o espiando a una pareja que copulaba. A alguna gente le gusta hacer el amor en los coches, aunque Dios sabe por qué. —Me lanzó la naranja y se apoyó en la barandilla—. Bueno, ¿cómo estás? Para ser alguien atacado por un ala delta y a medias estrangulado tienes muy buen aspecto.
—Estoy bien, pero un poco excitado por la idea de ver a Frank.
—Por supuesto. —Se acercó sonriendo, me tomó por los hombros y apoyó una mejilla contra la mía—. Hemos estado terriblemente preocupados. Al fin sabremos qué le está pasando por la cabeza.
—Esperemos. Algo tuvo que ocurrir para que cambiase de idea, pero quién sabe qué.
—¿Importa acaso? —Me pasó los dedos por los moretones del cuello—. Lo importante es que nos pongamos en contacto con él. ¿Quieres ver a Frank?
—Por supuesto. Sólo que… no sé muy bien qué decirle. Es tan inesperado y a lo mejor no significa mucho. Cabrera le habrá dicho que me han atacado. Me atrevería a pensar que Frank quiere que yo vuelva a Londres.
—¿Y tú? ¿Quieres volver?
—No exactamente. Estrella de Mar me parece mucho más interesante de lo que yo pensaba al principio. Además…
Era la hora del almuerzo; las clases de tenis habían concluido y los jugadores regresaban a los vestuarios. Crawford caminaba alrededor de la silenciosa máquina de servicios mientras volvía a colocar en la tolva las pelotas desparramadas. Se lanzó detrás de los jugadores y los desafío a una carrera hasta las duchas. Admirando su energía, estuve a punto de saludarlo con la mano pero Paula me sujetó el codo.
—Charles…
—¿Qué pasa?
—Domínate. Estás más preocupado por Bobby Crawford que por tu hermano.
—Eso no es verdad. —La seguí hasta el cuarto donde ella empezó a reacomodar la maleta llena de ropa para Frank—. Pero Crawford es interesante. Estrella de Mar y él son la misma cosa. El otro día hablé con Sanger… cree que somos el prototipo de todas las comunidades ociosas del futuro.
—¿Y estás de acuerdo?
—Tal vez. Es un hombre extraño, con esa inclinación por las chicas jóvenes que trata de ocultarse a sí mismo. Pero es muy sagaz. Según él, el motor que impulsa Estrella de Mar es el delito. El delito y lo que Sanger llama conducta transgresora. ¿Te sorprende, Paula?
Se encogió de hombros y cerró la maleta.
—Jamás se denuncia ningún delito.
—¿Y no es eso el crimen más perfecto, cuando las víctimas están dispuestas o no son conscientes de que son víctimas?
—¿Y Frank es una de esas víctimas?
—Quizá. Aquí hay una lógica muy curiosa en juego. Mi idea es que Frank era consciente de todo.
—Se lo puedes preguntar esta tarde. Cámbiate y vamos a almorzar.
Esperó en la puerta mientras yo sacaba el pasaporte y la billetera del cajón del escritorio y contaba veinte billetes de mil pesetas.
—¿Para qué son? No me digas que David Hennessy te cobra la comida…
—Todavía no. Son para ablandar a algún funcionario de prisiones que pueda ayudar a Frank. Lo llamaría soborno, pero suena demasiado mezquino.
—Bien. —Paula asintió mientras volvía a atarse el pañuelo y se arreglaba el escote en el espejo—. No olvides las llaves del coche.
—Son unas… de repuesto. —Las llaves que había encontrado en el huerto estaban sobre el escritorio. No le había dicho nada a Paula porque había decidido esperar a probarlas en la cerradura de su BMW—. Paula…
—¿Qué ocurre? Estás dando vueltas como una polilla alrededor de una llama. —Se acercó a mí y me examinó las pupilas—. ¿Has tomado algo?
—Nada de lo que piensas. —Me volví y la miré—. Escucha, creo que no puedo enfrentarme a Frank está tarde.
—¿Por qué no, Charles?
—Ve tú sola. Créeme, no es el día apropiado. Han pasado demasiadas cosas.
—Pero ha pedido verte. —Paula trató de leerme la cara—. ¿Qué demonios voy a decirle? Se quedará de piedra cuando sepa que no has querido ir.
—No, lo conozco. Tomó la decisión de declararse culpable y nada lo hará cambiar.
—Tiene que haber aparecido algo nuevo. ¿Qué le digo a Cabrera? ¿Vas a irte de Estrella de Mar?
—No. —Le puse las manos sobre los hombros para calmarla—. Mira, quiero ver a Frank, pero hoy no, y no para hablar del juicio. Todo eso ha quedado en segundo plano. Hay otras cosas que tengo que hacer aquí.
—¿Cosas relacionadas con Bobby Crawford?
—Supongo. Él es la clave de todo. Si quiero ayudar a Frank y evitar que vaya a parar a la cárcel de Alhaurín de la Torre el único camino es acercarme a Bobby Crawford.
—De acuerdo. —Se relajó y apoyó las manos sobre las mías. El hecho de que accediera tan rápidamente me hizo pensar que ella seguía una ruta propia. Me llevaba por los pasillos exteriores de un laberinto y me guiaba hasta otra puerta cada vez que yo parecía flaquear. Esperó mientras le miraba los pechos, deliberadamente expuestos entre las solapas de la chaqueta.
—Paula, estás demasiado espléndida para los guardias de esa cárcel. —Le cerré las solapas—. ¿O es así como animas a tus pacientes más viejos?
—Los pechos son para Frank. Quería levantarle un poco el ánimo. ¿Crees que funcionará?
—Estoy seguro, pero si tú tienes dudas, puedes probarlos antes con algún otro.
—¿Una especie de experimento? Quizá… pero ¿dónde? ¿En la clínica?
—No sería ético.
—Me repugna ser ética. Sin embargo, es una idea…
Empujé la maleta de Frank y me senté en la cama. Paula estaba de pie, delante, con las manos en mis hombros observando cómo le desabrochaba la chaqueta. Sentí que el colchón cedía bajo mi peso y me imaginé a Frank desnudando a esta médica joven y guapa, metiéndole las manos entre los muslos como ahora estaban las mías. El arrepentimiento por aprovecharme de la ausencia de Frank y por acostarme con su amante en su propia cama quedaba borrado por la idea de que había empezado a reemplazarlo en Estrella de Mar. Nunca había visto a Frank hacer el amor, pero suponía que besaba las caderas y el ombligo de Paula como yo lo hacía, recorriendo con mi lengua el cráter anudado con aroma a ostras, como si hubiera venido desnuda del mar hacia mí. Él le levantaba los pechos, le besaba la piel húmeda marcada por los aros del sostén y le hacía crecer los pezones entre sus labios. Apreté las mejillas contra el pubis de Paula y mientras separaba los labios sedosos que él había tocado cientos de veces, inhalé el mismo perfume embriagador que Frank había inhalado.
Por muy poco que conociera a Paula, los meses de intimidad de mi hermano con su cuerpo parecían darme la bienvenida, instarme a avanzar mientras le acariciaba la vulva y las glándulas alrededor del ano. Le besé las rodillas y la atraje hacia la cama, apretando la lengua contra las axilas y saboreando los dulces surcos de pelusa. La atraje hacia mi pecho sintiendo no sólo deseo por ella, sino un afecto casi fraterno: mis recuerdos imaginarios de Paula abrazando a Frank.
—Paula, yo…
Me tapó la boca con la mano.
—No… no me digas que me quieres. Lo echaras a perder. Ven aquí, a Frank le gustaba mi pezón izquierdo.
Levantó el pecho y lo apretó contra mi boca mientras me sonreía como una niña inteligente de ocho años que conduce un experimento con un hermano menor. Su propio placer era una emoción que observaba desde lejos, como si ella y yo fuésemos desconocidos que hubiéramos acordado una hora de prácticas en la red. Sin embargo, mientras yo yacía entre sus piernas, con sus rodillas contra mis hombros, miró cómo yo eyaculaba con la primera muestra de afecto real que yo le veía. Me atrajo hacia ella y me abrazó con fuerza; al principio las manos buscaban los huesos de Frank pero después se alegraron de encontrarme. Tomó mi miembro con una mano y empezó a masturbarse con la vista clavada en el glande que aún goteaba, mientras se separaba los labios con el índice.
—Paula, deja que…
Traté de deslizar la mano debajo de la suya, pero me la apartó.
—No, es más rápido sola.
En el momento del orgasmo se estiró ferozmente apretando la mano contra la vulva; después se permitió respirar. Me besó en la boca y se acurrucó contra mí, feliz de dejar a un lado el cinismo que exhibía frente al mundo.
Encariñado con ella, le pasé un dedo por los labios y le arranqué una sonrisa adormilada, pero me detuvo cuando le puso la mano sobre el pubis.
—No, ahora no…
—Paula, ¿por qué no?
—Más tarde. Es mi caja de Pandora. Si la abres podrían escaparse todos los males del doctor Hamilton.
—¿Males…? ¿Hay alguno? Apuesto a que Frank no lo creía. —Le sostuve la mano y me la acerqué a la nariz inhalando un aroma de rosas húmedas—. Por primera vez lo envidio de verdad.
—Frank es un hombre muy dulce, aunque no tan romántico como tú.
—¿De veras? Me sorprende… pensaba que el romántico era él. ¿Y tú, Paula? ¿Fue una buena decisión ser médica?
—Nunca tuve alternativa. —Me acarició suavemente los moretones del cuello con la yema del dedo—. A los catorce ya sabía que tenía que ser como mi tía. También pensé en hacerme monja.
—¿Por razones religiosas?
—No, sexuales… todas esas monjas masturbándose y fornicando mentalmente con Jesús. ¿Hay algo más erótico? Cuando mi madre nos abandonó, estuve un tiempo muy confundida. Había tantas emociones que no podía dominar, tanto odio y tanta cólera. Mi tía me enseñó el camino de salida. Era tan realista con la gente… jamás la sorprendieron ni la lastimaron. La medicina fue el mejor entrenamiento para todo eso.
—¿Y el humor ácido? Sé sincera, Paula, la mayoría de la gente te hace bastante gracia.
—Bueno… cuando una presta atención, la mayoría de la gente es bastante rara. En general me cae bien. No desprecio a los demás.
—¿Y qué pasa contigo? Eres muy dura con tus propios sentimientos.
—Sólo soy… realista. No me tengo en una estima muy alta, pero probablemente es lo que deberíamos hacer la mayoría. Los seres humanos no son tan maravillosos.
—No el tipo de seres humanos que hay en la Costa del Sol. ¿Por eso te quedas?
—¿Entre todos los alcohólicos al sol que se buscan a tientas como viejas langostas? —Se apoyó sobre mi hombro riéndose—. No te broncees nunca, Charles, o dejaré de quererte. La gente de aquí, a su manera, está bien.
La besé en la frente.
—Ya te llegará el turno, Paula. Y el mío.
—No digas eso. El año pasado pasé una semana en las Islas Vírgenes… y era exactamente igual a Estrella de Mar. Interminables bloques de apartamentos, televisión por satélite, sexo sin preguntas. Te despiertas por la mañana y no recuerdas si te acostaste con alguien la noche anterior. —Levantó la rodilla y observó las sombras que la persiana de plástico le proyectaba sobre el muslo—. Parece un código de barras. ¿Cuánto valgo?
—Mucho, Paula, más de lo que crees. Valórate más. Ser hiperrealista en todo parece una excusa demasiado simple.
—Es fácil decirlo… Me paso la vida trayendo a contables seniles y aviadores alcohólicos de vuelta de la muerte…
—Es un raro talento. El más raro de todos. Resérvame un poco para mí.
—Pobrecito. ¿Necesitas resucitar? —Se apoyó en el codo y me puso la mano en la frente—. Todavía estás tibio y hay algo que palpita en alguna parte. A mí me pareces bastante contento, Charles. Vagando por el mundo sin más preocupaciones…
—Ése es el problema… Debería tener más preocupaciones. Todos estos viajes son la excusa para no echar raíces. Los padres infelices te enseñan una lección que no olvidas nunca. Frank, de alguna manera, lo superó, pero yo todavía estoy empantanado en Riyadh con doce años de edad.
—Y ahora estás en Estrella de Mar. ¿No será tu primer hogar verdadero?
—Creo que sí… Aquí he dejado de estar deprimido.
Sonrió como una niña contenta cuando la puse de espaldas y le besé los ojos. Empecé a acariciarle el clítoris hasta que separó los muslos y guió mis dedos hacia la vagina.
—Fantástico… no te olvides del culo. ¿Quieres sodomizarme?
Se puso de lado, se escupió en los dedos y se los apretó entre las nalgas separadas. Miré la hendidura sedosa, el vello fino que cubría la base de la columna.
Mientras le acariciaba las caderas mis dedos tocaron lo que parecía una línea ondulada, trazada sobre la piel suave. Un borde de tejido le cruzaba la cintura hasta la espalda, a la altura de las lumbares: el rastro fino de una vieja cicatriz quirúrgica.
—Charles, déjalo. No se trata de una cremallera.
—Es una cicatriz casi desaparecida. ¿Qué edad tenías entonces?
—Dieciséis. No me funcionaba el riñón derecho, tuvieron que cortarme la pelvis, una operación bastante complicada. Frank nunca lo notó. —Me sostuvo el miembro—. Se te está bajando. Piensa un momento en mis nalgas.
Me eché hacia atrás y le miré la cicatriz. Me di cuenta de que ya la había visto antes, al final de la película pomo. La curva apenas visible de piel endurecida se había reflejado en la puerta espejo en lo que parecía el apartamento de Bobby Crawford. Mientras acariciaba la espalda de Paula, recordé la caja torácica alta, la cintura estrecha y las caderas anchas de nadadora. Era ella la que sostenía la videocámara mientras filmaba a las damas de honor que acariciaban a la novia y la relación sexual consentida con el desconocido semental. Aunque ella había compartido el pánico de Anne Hollinger mientras los dos hombres que habían irrumpido en la habitación la violaban una y otra vez, la cámara siguió grabando la valiente sonrisa que señalaba el final de la película.
—¿Charles, sigues aquí? ¿O te estás dando un paseo por tu cabeza?
—Estoy aquí, creo…
Me apoyé sobre el codo mientras trataba de borrar con los dedos la cicatriz. En cierto modo la relación sexual que habíamos tenido era parte de otra película. Me había imaginado en el papel de Frank, como si sólo la imagen pornográfica de nosotros mismos pudiera unirnos realmente y sacar a la luz el cariño que nos teníamos.
—Charles, tengo que irme pronto para poder ver a Frank.
—Ya sé. Acabaré rápido, A propósito, ¿sabes dónde está el apartamento de Bobby Crawford?
—¿Por qué lo preguntas…? En el camino del acantilado.
—¿Has estado alguna vez allí?
—Una o dos veces. Trato de mantenerme alejada. ¿Por qué hablamos de Bobby Crawford?
—El otro día lo seguí hasta allí y entré en el apartamento de al lado.
—¿En el último piso? Una vista extraordinaria.
—Sí, sin duda. Es asombroso lo que se puede ver allí. Espera, traeré un poco de crema…
Abrí el cajón de arriba del armario y extraje el chal de encaje. Lo sostuve por una punta y dejé caer la tela amarillenta sobre la cintura y los hombros de Paula.
—¿Qué es? —Examinó el encaje antiguo—. ¿Un chal de bebé victoriano…?
—A Frank y a mí nos envolvían con él. Era de mi madre. Es sólo un juego, Paula.
—De acuerdo. —Me miró intrigada por mi tranquilidad—. Estoy dispuesta a casi todo. ¿Qué quieres que haga?
—Nada. Sólo quédate acostada un momento.
Me arrodillé frente a ella, la puse de espaldas y le envolví los pechos con el chal como un corpiño, pero dejando los pezones fuera.
—¿Charles? ¿Estás bien?
—Perfectamente. Solía envolver a mi madre con este chal.
—¿A tu madre? —Paula hizo una mueca mientras aflojaba la presión que tenía sobre los pechos—. Charles, no creo que pueda hacer de tu madre.
—No es eso lo que quiero. Parece un vestido de novia, como aquel que filmaste un día.
—¿Que filmé? —Paula se incorporó—. ¿Qué demonios intentas?
—Filmaste a Anne Hollinger en el apartamento de Crawford. He visto el vídeo… Está aquí, te lo puedo mostrar. La filmaste con un vestido de novia, y mientras esos dos hombres la estaban violando. —Agarré a Paula por los hombros cuando empezó a forcejear conmigo—. Eso fue una auténtica violación, Paula, ella no se lo esperaba.
Paula me enseñó los dientes arrancándose el chal de los pechos. Le separé las piernas con las rodillas, le saqué la almohada de detrás de la cabeza y se la metí debajo de las nalgas, como si me preparase para violarla.
—¡De acuerdo! —Paula se echó hacia atrás mientras yo le sujetaba las muñecas contra la cabecera de la cama, el chal hecho jirones entre los dos—. ¡Por el amor de Dios, estás haciendo una historia de todo esto! Sí, estuve en el apartamento de Bobby Crawford.
—Reconocí la cicatriz. —Le solté los brazos y me senté junto a ella quitándole el pelo de la cara—. ¿Y filmaste la película?
—La película se filmó sola; yo apreté el botón. ¿Qué importa? Era sólo un juego.
—Un juego bastante duro. Esos dos hombres que irrumpieron… ¿eran parte del guión?
Paula sacudió la cabeza como si yo fuera un paciente obtuso que dudaba del tratamiento que ella me había recetado.
—Todo era parte de un juego. Al fin y al cabo, a Anne no le importó.
—Lo sé… vi la sonrisa de Anne. La sonrisa más valiente y extraña que yo haya visto nunca.
Paula buscó su ropa, molesta por haberse dejado atrapar por mí.
—Charles, escúchame… yo no esperaba la violación. Si lo hubiera sabido, no habría participado. ¿Dónde encontraste la cinta?
—En casa de los Hollinger, en el aparato de vídeo de Anne. ¿Frank sabía lo de la película?
—No, gracias a Dios. La hicimos hace tres años, poco después de que yo llegara aquí. Siempre me había interesado la fotografía y alguien me invitó a participar en un cineclub. No sólo hablábamos de películas, también rodábamos algunas. Elizabeth Shand ponía el dinero. Todavía no conocía a Frank.
—Pero a Crawford sí. —Le pasé los zapatos mientras ella se ponía la chaqueta del traje sastre—. ¿Era él el hombre pálido que dirigía la violación?
—Sí, el otro era el chófer de Betty Shand. Pasa mucho tiempo con Crawford.
—¿Y el primero con el que se acuesta?
—Sonny Gardner… era uno de los novios de Arme, así que todo parecía bien. —Paula se sentó en la cama y me acercó a ella—. Créeme, Charles, no sabía que iban a violarla. Crawford es muy exaltado y se dejó llevar…
—Lo he visto en las clases de tenis. ¿Desde cuándo hacía películas?
—El cineclub acababa de nacer… íbamos a filmar una serie de documentales sobre la vida en Estrella de Mar. —Paula me observó mientras yo le masajeaba las muñecas magulladas—. Nadie sabía muy bien qué tipo de documentales tenía en mente. Señaló que el sexo era una de las principales actividades recreativas del lugar y que debíamos registrarla tal como filmábamos los teatros de aficionados y los ensayos de La Traviata. A Anne Hollinger le gustaban los desafíos, así que Sonny y ella se ofrecieron como voluntarios…
Le limpié las manchas de maquillaje en las mejillas.
—Aun así, me sorprende.
—¿Que yo participara? Por favor, estaba espantosamente aburrida. Trabajaba todo el día en la clínica y después me sentaba en el balcón a ver cómo se secaban las medias. Bobby Crawford hacía que todo pareciera muy excitante.
—Sí, lo comprendo. ¿Cuántas películas filmó?
—Una docena más o menos. Ésa fue la única que filmé yo. La escena de la violación me dio miedo.
—¿Por qué ibas en traje de baño…? Parecía como que fueras a participar…
—¡Charles…! —Paula, exasperada conmigo, se apoyó contra la almohada, sin importarle si yo la censuraba o no—. Soy médica en este pueblo. La mitad de los espectadores de esa película eran pacientes míos. Crawford hizo un montón de copias. Quitarme la ropa fue una manera de disfrazarme. Tú fuiste el único que se dio cuenta. Tú y Betty Shand… le encantó la película.
—Estoy seguro. ¿Y no ayudaste a hacer ninguna otra?
—Ni hablar. Crawford empezaba a pensar en películas violentas. Mahoud, el chófer, y él iban a ir a buscar a algunas turistas tontas a Fuengirola para llevarlas al apartamento.
—No habría llegado tan lejos. Crawford te ponía caliente.
—¡Te equivocas! —Paula me tomó las manos como una escolar en su primera clase de ciencias biológicas que acaba de vislumbrar el secreto de la vida—. Escúchame, Charles, Bobby Crawford es peligroso. Sabes que incendió tu coche.
—Posiblemente Mahoud o Sonny Gardner se ocuparon del trabajo. Ese incendio no fue lo que crees, sino sólo una broma, como dejar un mensaje con una voz extraña en un con testador automático.
—¿Una broma? —Paula se volvió e hizo una mueca señalando mi cuello—. ¿Y el estrangulamiento? Podría haberte matado.
—¿Crees que fue Crawford?
—¿Y tú no? —Me sacudió el brazo como si tratara de despertarme—. Eres tú el que juega un juego peligroso.
—Quizá tengas razón con respecto a Crawford. —Le pasé el brazo por la cintura recordando con afecto cómo nos habíamos abrazado, y pensé en las manos que me habían apretado la garganta—. Supongo que fue él; parte de las novatadas por las que pasan los reclutas nuevos. Quiere arrastrarme a ese mundo que él mismo ha creado. Pero hay una cosa que me intriga: ¿cómo entró en el apartamento? ¿Llegó contigo?
—¡No! Charles, no te habría dejado solo con él. Es demasiado imprevisible.
—Pero cuando nos topamos en el dormitorio, dijiste algo así como que no querías jugar más ese juego. Estabas segura de que era Crawford.
—Por supuesto. Supuse que había entrado con otro par de llaves. Le gusta saltar sobre la gente… especialmente sobre las mujeres… seguirlas y atraparlas en los parques.
—Lo sé. Lo he visto. Según Elizabeth Shand, os ayuda a estar en guardia. —Le toqué el moretón casi invisible sobre el labio—. ¿Es uno de los pequeños esfuerzos de Crawford?
Paula movió inquieta la mandíbula.
—Vino a verme la noche del incendio en la casa de los Hollinger. Pensar en todas esas terribles muertes pudo haberlo excitado. Tuve que forcejear con él en el ascensor.
—Pero ¿lo recogiste en la playa después de esa persecución en lancha? Y te vi en su apartamento al día siguiente cuando le vendabas el brazo.
—Charles… —Paula se tapó la cara con las manos y me sonrió con esfuerzo—. Bobby es una figura poderosa, no es tan fácil decirle que no. Si hubieras tenido tratos con él, sabrías que puede engatusarte en el momento en que él quiera.
—Ya veo. ¿Es posible que haya provocado el incendio en la casa Hollinger?
—Es posible. Una cosa lleva a la otra tan rápidamente… tiene una imaginación desbordada. Habrá otros incendios como el de tu coche, y más gente muerta.
—Lo dudo, Paula. —Salí al balcón y miré la casa en ruinas en lo alto de la colina—. Estrella de Mar es todo para él. El incendio de la lancha y mi coche fueron sólo bromas. La muerte de los Hollinger fue en cambio algo distinto… alguien planeó asesinar a esa gente. No es el estilo de Crawford. ¿Es posible que hayan matado a los Hollinger en una guerra por alijos de drogas? Aquí hay almacenadas toneladas de cocaína y heroína.
—Pero Bobby Crawford lo controla todo. No hay cabida para ningún otro traficante. Por eso la heroína es tan pura… y la gente se lo agradece: no hay infecciones ni sobredosis accidentales.
—¿Y los traficantes trabajan para Crawford? Pero eso no ayudó a Bibi Jansen ni a Anne Hollinger; terminaron en tu clínica.
—Ya eran adictas mucho antes de que Bobby Crawford las conociera. De no haber sido por él, las dos ya habrían muerto. No lo hace por dinero… todos los beneficios son para Betty Shand. La heroína y la cocaína de calidad medicinal son la respuesta de Crawford a las benzodiacepinas que a los médicos nos gustan tanto. Una vez me dijo que yo ponía a la gente bajo arresto domiciliario dentro de sus propias cabezas. Para él, la heroína, la cocaína y todas esas anfetaminas nuevas representan la libertad, el derecho a ser una reventada de bar como Bibi Jansen. Está resentido con Sanger por haberla sacado de la playa, no por haberse acostado con ella.
—Pero él lo niega.
—Sanger no puede enfrentarse a esa parte de sí mismo. —Paula empezó a arreglarse los labios en el espejo del tocador y frunció el ceño al tocarse el colmillo todavía flojo debajo del moretón—. Para alguna gente, incluso en Estrella de Mar hay límites.
Se cepilló el pelo con movimientos enérgicos y eficientes evitando mi mirada mientras se preparaba mentalmente para el encuentro con Frank, Al observarla por el espejo, tuve la sensación de que todavía estábamos en la película y que todo lo que había sucedido entre nosotros en el dormitorio era parte de un guión prefigurado que Paula había leído antes. Me tenía cariño y disfrutaba haciendo el amor, pero me conducía hacia una dirección que ella había elegido.
—Frank lamentará no verte —me dijo mientras le llevaba la maleta hasta la puerta—. ¿Qué le digo?
—Dile que… tengo que ver a Bobby Crawford, que quiere hablar conmigo de algo importante.
Paula reflexionó un momento, sin saber si aprobaba o no la estratagema.
—¿No es un poco tortuoso? No le importará que te reúnas con Crawford.
—Si piensa que quiero reemplazarlo, a lo mejor se le activa algún mecanismo. Es un pelotazo desde la línea de saque.
—Muy bien, pero ten cuidado, Charles. Estás acostumbrado a ser un observador y Bobby Crawford quiere que todo el mundo participe. Empieza a interesarte demasiado. Cuando se dé cuenta, te devorará.
Tras un momento de reflexión, se inclinó hacia adelante y me besó levemente para que no se le corriera el carmín, y durante tanto tiempo que me encontré pensando en ella una hora después de que se cerraran las puertas del ascensor.