Delincuentes y benefactores
—Qué suerte tiene —le dije a Sanger mientras subíamos por el camino particular que llevaba a su chalet—. Aparte de Nueva York, ésta es la colección de graffiti más impresionante que yo haya visto jamás.
—Seamos generosos y llamémoslo arte de la calle. Pero me temo que las intenciones son otras.
Sanger bajó del coche y echó una mirada a las puertas del garaje. Los paneles de acero estaban todos cubiertos de graffiti, una exposición fosforescente de espirales, meandros, esvásticas y consignas amenazadoras que continuaba por los postigos de las ventanas y la puerta de calle. Las limpiezas repetidas habían borroneado los pigmentos, y el tríptico del garaje, las ventanas y la puerta parecían el esfuerzo autoinculpatorio de un perturbado pintor expresionista.
Sanger miraba lánguidamente la exposición, sacudiendo la cabeza como el distraído encargado de una galería de arte a quien las presiones de la moda obligan a exponer obras por las que tiene poca simpatía.
—Le aconsejo que descanse unos minutos —me dijo mientras abría la puerta—. Un taxi lo llevará hasta su coche. Todo esto habrá sido una experiencia terrible para usted…
—Es muy amable de su parte, doctor. No sé muy bien si estaba en peligro. Parece que tengo el don de tropezar y caerme solo.
—Esa ala delta parecía bastante amenazadora. Y el motociclista. Estrella de Mar es más peligrosa de lo que se piensa.
Sanger me hizo pasar a la sala y echó una mirada a la calle antes de cerrar la puerta. Suspirando, con alivio y resignación a la vez, miró las paredes desnudas, surcadas por las sombras —como oscuras parrillas— de los barrotes de acero en las ventanas que se abrían al jardín. Nuestras siluetas se movían entre los barrotes, como figuras que representaban una escena en la vida de unos convictos.
—Me recuerda a las Carceri de Piranesi… Nunca pensé que viviría dentro de estos extraños aguafuertes. —Sanger se volvió a examinarme—. ¿Corría usted peligro? Es muy posible. A Crawford le gusta mantener el ambiente caldeado, pero a veces va demasiado lejos.
—Me siento mejor de lo que pensaba. Da la casualidad que no era Crawford el del ala delta, ni el de la moto.
—Los colegas de Crawford, me atrevería a decir. Crawford tiene una red de simpatizantes que saben lo que quiere. Supongo que se estaban riendo de usted. Pero le aconsejo que tenga cuidado, aunque sea el hermano de Frank.
Sanger me llevó a un salón que daba a un pequeño jardín tapiado, ocupado casi todo por una piscina. El salón alargado tenía dos sillones y una mesa baja. Los libros que en una época habían ocupado las paredes estaban ahora en cajas de cartón. El aire parecía estancado, como si las puertas y ventanas que miraban al jardín no se abrieran nunca.
—Veo que se traslada —comenté—. ¿Viene o se va?
—Me voy. Creo que esta casa tiene algunos inconvenientes, y también recuerdos bastante dolorosos. Pero siéntese y trate de calmarse. —Sanger me apartó de la puerta del jardín mientras yo intentaba abrir el picaporte. Parecía preocupado por mí. Sus manos sensibles me levantaron la barbilla y alcancé a oler el débil perfume de unos lirios funerarios en la punta de los dedos. Me tocó los moretones descoloridos y se sentó en un sillón de cuero delante de mí, como preparado para empezar mi análisis—. Paula Hamilton me contó lo de la agresión en el apartamento de Frank. Por lo que me dijo, el intruso decidió no matarlo. ¿Tiene idea de por qué? Parece que podía haber hecho cualquier cosa con usted.
—Es cierto. Creo que quería ver cómo reaccionaba. Fue una especie de iniciación. Casi una invitación a…
—¿A los infiernos? ¿A la Estrella de Mar real? —Sanger frunció el ceño, censurando mi falta de preocupación por mí mismo—. Usted ha molestado a mucha gente desde que vino aquí, por tanto es comprensible. Todas esas preguntas…
—Tenían que hacerse. —Me irritaba la actitud defensiva de Sanger—. En el incendio de la casa Hollinger murieron cinco personas.
—Un crimen horrible, si fue deliberado. —Sanger se echó hacia adelante tratando de calmar mi breve muestra de irritación con una sonrisa—. Esas preguntas que ha hecho… quizá no sea el tipo de preguntas que tenga respuestas en Estrella de Mar. O no las respuestas que usted quiere oír.
Me puse de pie y caminé entre las vacías estanterías de libros.
—No tuve mucha oportunidad de oír nada. En realidad no me dieron ninguna respuesta. Pensé durante un tiempo que se trataba de una especie de conspiración en marcha, pero quizá no lo haya sido. Al mismo tiempo, tengo que sacar a Frank de la cárcel.
—Por supuesto. Esa confesión es completamente absurda. Como hermano mayor, es natural que se sienta responsable; le traeré un vaso de agua.
Se disculpó y se acomodó el pelo plateado frente al espejo mientras iba a la cocina. Traté de imaginármelo viviendo en ese chalet sin aire con la sedada Bibi Jansen, un arreglo extraño incluso para las costumbres de Estrella de Mar. Sanger tenía algo casi femenino, una constante amabilidad que seguramente había tranquilizado a la aturdida drogadicta y la había convencido de que lo invitara a la cama. Me lo imaginé haciendo el amor con la discreción de un espectro.
A la vez había dentro de él una tensión evasiva permanente que despertaba mis sospechas. Sanger también tenía motivos para prender fuego a la mansión: el feto en el útero de Bibi. El descubrimiento de que había dejado embarazada a una de sus pacientes podría haber sido causa suficiente para que lo expulsaran del colegio de médicos. Sin embargo, era obvio que se había preocupado por la joven, y que, a su manera ambigua, la había llorado, provocando al público hostil que asistía al funeral y después ruborizándose cuando lo encontré solo junto a la tumba. La vanidad y el autorreproche compartían el mismo guante de antílope, y a pesar de mí mismo me pregunté si no había elegido el tono exacto de mármol para que armonizara con el color plateado del traje y el pelo.
Busqué un teléfono; quería llamar a un taxi. La excitación de la persecución de Crawford por Estrella de Mar, el descubrimiento de las llaves y el duelo con el delta me habían preparado para todavía más acción. Me acerqué a las ventanas del jardín y miré la piscina vacía. Alguien había arado un bote de pintura por encima del muro, y un estallido de sol amarillo se deslizaba hacia el desagüe.
—Otra pintura abstracta —le comenté a Sanger cuando regresó con el agua mineral—. Comprendo por qué se muda.
—Hay un tiempo para quedarse y un tiempo para irse. —Se encogió de hombros, resignado a sus propias justificaciones—. Tengo algunas propiedades en la urbanización Costasol, unos pocos bungalows que alquilo en verano. He decidido tomar uno para mí.
—¿La Residencia Costasol? Es muy tranquila…
—Desde luego, prácticamente sonambulística, pero eso es lo que busco. Tiene los sistemas de seguridad más avanzados de la costa. —Sanger abrió una ventana y escuchó los ruidos vespertinos de Estrella de Mar, como un líder político exiliado, resignado a una casa fuertemente vigilada y a la compañía de sus libros—. No diría que me han echado, pero espero tener una vida más tranquila.
—¿Ejercerá allí? ¿O a la gente de los pueblos ya no les sirve ni la ayuda psiquiátrica?
—Eso es un poco injusto. —Sanger esperó a que yo regresara al sillón—. Si dormitar al sol estuviese prohibido, nadie se atrevería a jubilarse.
Di un sorbo al agua tibia pensando en los tónicos whiskys de Frank.
—Hablando en sentido estricto, doctor, no hay muchos jubilados en la Residencia Costasol. La mayoría tiene cuarenta o cincuenta años.
—En esta época todo se hace más rápido. El futuro se precipita hacia nosotros como un tenista que carga contra la red. La gente de las nuevas profesiones alcanza la cima al final de la treintena. En verdad tengo bastantes pacientes de Costasol. Es lógico que me mude, ahora que mi consulta aquí se ha agotado.
—¿Así que los vecinos de Estrella de Mar son más sólidos? ¿Hay menos conflictos y tensiones psiquiátricas?
—Muy pocos. Están demasiado ocupados con esos clubes de teatro y esos coros musicales. Hace falta mucho tiempo libre para compadecerse de uno mismo. Aquí hay algo especial en el aire… y no me refiero a ese piloto del ala delta.
—¿Pero sí a Bobby Crawford?
Sanger se quedó mirando el borde del vaso, como si buscara su propia imagen en la cuarteada superficie.
—Crawford, sí, es un hombre notable, como ya ha visto. Es obvio también que tiene algunas características peligrosas, de las que en realidad no es consciente. Estimula y anima a la gente de una manera incomprensible para todos. Pero en general es una fuerza benéfica. Pone demasiada energía en Estrella de Mar, aunque no todo el mundo puede seguirle la marcha. Algunos tienen que retirarse y quedarse al margen.
—¿Como Bibi Jansen?
Sanger se volvió para mirar el patio, donde había una tumbona junto a la piscina. Ahí, supuse, la joven sueca se relajaba al sol bajo la mirada melancólica y nostálgica del psiquiatra. Me pareció que Sanger se deslizaba en un ensueño superficial de tiempos más felices.
—Bibi… yo la quería mucho. Antes de que se la llevaran los Hollinger solía llamar a mi puerta y preguntarme si podía quedarse conmigo. La había tratado por una adicción detrás de otra y siempre dejaba que se quedase. Era una oportunidad de alejarla de todo lo que estaba estropeándole la mente. Bibi sabía que los bares de la playa eran demasiado para ella, Crawford y sus amigos la ponían a prueba hasta la destrucción, como si fuera una Piaf o una Billie Holiday con un enorme talento como ayuda y apoyo. En realidad era desesperadamente vulnerable.
—Parece que todos la querían… Lo vi en el funeral.
—¿En el funeral? —La mirada de Sanger se aclaró y regresó al presente—. No fue uno de los mejores días de Andersson. Un chico agradable, el último hippy hasta que descubrió que era un mecánico de talento. Ella le recordaba su adolescencia de mochilero en Nepal. Quería que Bibi siguiera siendo una niña, que viviera en la playa como una gitana.
—Andersson sentía que ella era así. Quizá el mundo necesita alguna gente dispuesta a quemarse. A propósito, él piensa que usted era el padre del niño.
Sanger se pasó el dorso de la mano por la cabellera plateada.
—Como todo el mundo en Estrella de Mar. Traté de protegerla, pero nunca fuimos amantes. Lamentablemente, creo que jamás la he tocado.
—Dicen que usted se acuesta con las pacientes.
—Pero, señor Prentice… —Sanger parecía sorprendido de mi ingenuidad—. Mis pacientes son mis amigas. Llegué aquí hace seis años, cuando murió mi mujer. Las que conocí me pedían ayuda… bebían demasiado o eran adictas a los somníferos, pero nunca dormían bien. Algunas habían traspasado el último límite del aburrimiento. Yo las seguí y las traje de vuelta, traté de dar algún sentido a sus vidas. Con una o dos eso implicó que me involucrara personalmente. De otras, como Bibi y la sobrina de los Hollinger, no era más que un guía y consejero.
—¿Arme Hollinger? —Hice una mueca al recordará, dormitorio destruido—. A ella no la trajo de vuelta, era adicta a la heroína.
—En absoluto. —Sanger habló con dureza, como si corrigiera a un subalterno incompetente—. Estaba completamente limpia. Uno de los pocos éxitos de la clínica, se lo aseguro.
—Doctor, se estaba pinchando en el momento del incendio. La encontraron en el baño con una aguja en el brazo.
Sanger levantó las pálidas manos para que me callara.
—Señor Prentice, se precipita. Anne Hollinger era diabética. Lo que se inyectaba no era heroína, sino insulina. Ya es suficiente tragedia que haya muerto para que encima tengan que estigmatizarla…
—Lo siento, lo di por sentado, no sé bien por qué Paula Hamilton y yo visitamos la casa con Cabrera, y ella supuso que Anne había recaído.
—La doctora Hamilton ya no la trataba. Había entre las dos cierta frialdad inexplicable. A Anne le diagnosticaron diabetes en Londres hace seis meses. —Sanger miró con tristeza el sol que se ponía sobre el jardín en miniatura, con la piscina vacía como un altar hundido—. Después de todo lo que ocurrió, fue a morir con Bibi en ese incendio absurdo. Aún es difícil creer que haya pasado.
—¿Y más difícil que Frank estuviera detrás?
—Imposible. —Sanger hablaba en un tono mesurado, observando mis reacciones—. Frank es la última persona de Estrella de Mar capaz de provocar ese incendio. Le gustaba la ambigüedad y las frases que terminaban con un signo de interrogación. El fuego es un acto demasiado definitivo, que impide cualquier discusión ulterior. Conocía bien a Frank, jugábamos al bridge en los primeros tiempos del Club Náutico. Dígame, ¿Frank solía robar de pequeño?
Dudé, pero Sanger había soltado la pregunta con un aire tan casual que casi me cayó simpático.
—Nuestra madre murió cuando éramos pequeños. Nos dejó… dejó la familia destruida. Frank estaba muy trastornado.
—¿Pero robaba?
—Era algo que nos unía. Yo lo encubría y trataba de cargar con la culpa. No es que importase… mi padre raramente nos castigaba.
—¿Y usted nunca robó?
—No. Creo que Frank ya lo hacía por mí.
—¿Y lo envidiaba?
—Todavía lo envidio. Le dio un tipo de libertad que yo no tengo.
—¿Y ahora está asumiendo ese papel infantil: rescatar a Frank de otro de sus líos?
—Lo sabía desde el principio. Lo curioso es que una parte de mí piensa que no es imposible que él haya provocado el incendio de la casa Hollinger.
—Claro, le envidia el «crimen». No me sorprende que Bobby Crawford le intrigue tanto.
—Es verdad… toda ese energía promiscua tiene algo de fascinante. Crawford encanta a la gente, siempre navegando tan cerca de las rocas. Les otorga la gracia de llenarles la vida con la posibilidad de ser genuinamente pecadores e inmortales. Pero al mismo tiempo, ¿por qué lo aguantan? —Demasiado inquieto para quedarme en el sillón, me levanté y empecé a caminar entre las cajas de libros mientras Sanger me escuchaba y construía una serie de torres con sus dedos delgados—. Esta tarde lo he seguido… y podían haberlo detenido un montón de veces. Es una presencia auténticamente perjudicial; dirige una red de traficantes, ladrones de coches y prostitutas. Es simpático y entusiasta, pero ¿por qué no lo mandan al diablo? Estrella de Mar sería un paraíso sin él.
Sanger dejó caer su torre y sacudió vigorosamente la cabeza.
—Yo creo que no. De hecho, es probable que Estrella de Mar sea un paraíso gracias a Bobby Crawford.
—¿Los clubes de teatro, las galerías de arte, los coros? Crawford no tiene nada que ver con todo eso.
—Sí que tiene que ver. Antes de que Crawford llegara, Estrella de Mar era como cualquier otra urbanización de la Costa del Sol. La gente iba a la deriva en medio de una bruma de vodka y Valium. Podría decirle que en aquella época yo tenía muchísimos pacientes. Recuerdo las pistas de tenis en silencio, un solo socio tumbado al lado de la piscina. Se podía ver el polvo flotando en la superficie del agua.
—¿Y cómo hizo Crawford para animarlo? Es un jugador de tenis.
—Pero no fue su revés lo que ha hecho revivir Estrella de Mar, sino otros talentos. —Sanger se puso de pie y se acercó a la ventana a escuchar una alarma que sonaba en el aire del atardecer—. En cierto sentido es posible que Crawford sea el salvador de toda la Costa del Sol, o de un mundo aún más amplio. ¿Ha estado en Gibraltar? Una de las últimas orgullosas avanzadas de la codicia en pequeña escala, abiertamente dedicada a la corrupción. No me sorprende que los burócratas de Bruselas estén tratando de cerraría. Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo, y eso incluye a los delincuentes menores. Nos aguardan sociedades del ocio, como las qué se ven en la costa. La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gen te seguirá trabajando, pero sólo durante una década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante.
—Un billón de balcones de cara al sol. Bueno, significa el último adiós a las guerras y las ideologías.
—Pero ¿cómo se estimula a la gente, cómo se le da una cierta sensación de comunidad? Un mundo tumbado de espaldas es vulnerable a cualquier depredador astuto. La política es un pasatiempo para una casta profesional, al resto no nos entusiasma. La creencia religiosa exige un vasto esfuerzo de compromiso imaginativo y emocional, lo que es bastante difícil si uno todavía está atontado por las pastillas de la noche anterior. Sólo queda una cosa capaz de estimular a la gente: amenazarla y obligarla a actuar.
—¿El delito?
—El delito y la conducta transgresora… es decir las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad. —Sanger hizo un gesto hacia el cielo del anochecer como un conferenciante que señala en un planetario el nacimiento de una estrella—. Mire alrededor… la gente de Estrella de Mar ya ha dado la bienvenida a todo esto.
—¿Y Bobby Crawford es el nuevo Mesías? —Terminé el agua de Sanger tratando de quitarme la sequedad de la boca—. ¿Y cómo ha hecho un modesto tenista profesional para descubrir esta nueva verdad?
—No ha hecho nada. Tropezó con ella por pura desesperación. Recuerdo cómo cruzaba esas pistas vacías para jugar interminables partidos con la máquina. Una tarde se fue asqueado del club y pasó unas horas robando coches y hurtando cosas en las tiendas. Quizá fue una coincidencia, pero a la mañana siguiente habían reservado hora para dos clases de tenis.
—¿Una cosa tiene que ver con la otra? No me lo creo. Si alguien me roba la casa, mata a mi perro y viola a mi criada mi reacción no es abrir una galería de arte.
—Quizá no su primera reacción. Pero sí más adelante, a medida que se cuestione los acontecimientos del mundo que lo rodea… las artes y la delincuencia siempre han florecido juntas.
Lo seguí hasta la puerta y esperé a que llamara un taxi. Mientras hablaba, se miraba en el espejo, se tocaba las cejas y se arreglaba el pelo como un actor en su camerino. ¿Me decía que Bobby Crawford había provocado el incendio de la casa Hollinger y que de alguna manera obligaba a Frank a actuar como chivo expiatorio?
Esperamos en los escalones; los graffiti brillaban junto a nosotros, bajo las luces de vigilancia.
—En ese esquema falta una cosa: un sentimiento dé culpa —dije—. Cualquiera pensaría que la gente de aquí tendría que estar carcomida por los remordimientos.
—Pero no hay remordimientos en Estrella de Mar. Hemos tenido que olvidarnos de ese lujo, señor Prentice. Aquí se transgrede por el bien público. Todos los sentimientos de culpa, por muy viejos que sean y bien arraigado que estén, han desaparecido. Frank lo descubrió, y puede que usted también lo haga.
—Eso espero. Una última pregunta: ¿quién mató a los Hollinger? ¿Bobby Crawford? Es muy aficionado al fuego.
Sanger levantó la nariz al aire de la noche. Parecía consciente de todos los ruidos, todos los chirridos de frenos y estridencias musicales.
—Me cuesta creerlo. Ese incendio fue demasiado destructivo. Además, Crawford le tenía, mucho cariño a Bibi y a Anne Hollinger.
—Pero detestaba al matrimonio de ancianos.
—Aun así. —Sanger cruzó conmigo el sendero de grava mientras los faros del taxi iluminaban el camino—. Si busca los móviles, no encontrará al culpable. En Estrella de Mar, como en cualquier otra parte del futuro, los crímenes no tienen móvil. Lo que debería buscar es a alguien que en apariencia no tenía ningún motivo para matar a los Hollinger.