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La travesía del animador

La máquina de tenis había callado. Poco después de las cuatro los jugadores empezaron a irse de las pistas y se encaminaron a sus casas para una siesta tardía. Me senté a esperar a Bobby Crawford en el Citroën, fuera del bar, donde las putas amateurs patrullaban el atardecer. Uno por uno los coches salieron por las puertas del Club Náutico; conductores alegremente exhaustos que soñaban con el revés perfecto que les lanzaba ese guapo evangelista de la línea de saque.

Crawford fue el último en salir. A las cinco y cuarto el morro de tiburón del Porsche asomó por la puerta. Bobby se detuvo para mirar la carretera y aceleró al pasar a mi lado con un borboteo ronco. Se había sacado la ropa de tenis y llevaba una chaqueta de cuero de color negro gángster contra la camisa blanca; el pelo rubio recién duchado brillaba al aire. Con las gafas oscuras parecía un actor joven y atractivo en la etapa James Dean que se mordisqueaba un nudillo mientras pensaba en el papel de una próxima película. El tapizado roto del techo flotaba al viento detrás de su cabeza.

Dejé pasar algunos coches y lo seguí hasta la plaza Iglesias, El Porsche esperó en un semáforo en medio del humo de motos y taxis diesel. Con la visera baja, me detuve detrás de un autobús que iba a Fuengirola lleno de turistas británicos cargados con souvenirs de Estrella de Mar: bustos en miniatura del Apolo Belvedere, lámparas art déco y vídeos de Stoppard y Rattigan.

Crawford no cultivaba el esnobismo; saludó a los turistas y les levantó el pulgar alegremente aprobando sus compras, Cuando cambió el semáforo, aceleró bruscamente, adelantó al autobús esquivando apenas las defensas de un camión que venía en sentido contrario, y dobló por la calle Molina hacia el barrio viejo.

Lo seguí durante una hora por Estrella de Mar, un itinerario que parecía el secreto mapa mental de este hombre impulsivo. Conducía casi automáticamente, y supuse que tomaba el mismo camino todas las tardes cuando terminaba con sus obligaciones de entrenador de tenis en el Club Náutico y partía a visitar los puestos de avanzada de un reino muy diferente.

Tras un rápido recorrido por el paseo Marítimo, volvió a la plaza Iglesias y dejó el Porsche con el motor en marcha. Cruzó el jardín central hasta la terraza de un bar, al lado de un quiosco de periódicos, y se acercó a los dos hermanos que se pasaban la noche en la puerta de la discoteca del Club Náutico. Nerviosos pero amables, estos ex vendedores de coches del East End a veces me ofrecían una nueva remesa de hachís marroquí traído en la poderosa lancha cuyos motores Gunnar Andersson ponía a punto con tanta destreza.

Dejaron el té helado y se levantaron para saludar a Crawford con la deferencia de suboficiales veteranos hacia un joven oficial. Hablaban en voz baja mientras Crawford examinaba su agenda y tildaba las entradas en lo que parecía un libro de pedidos. Cuando los hombres volvieron al té, Crawford señaló a un robusto marroquí de uniforme oscuro sentado delante de un limpiabotas.

Era el chófer de Elizabeth Shand, Mahoud, el que me había vigilado con una mirada agria mientras apuntaba en una agenda electrónica la matrícula de mi coche. Después de meter unas pesetas enrolladas en la mano ennegrecida del niño limpiabotas, subió al Porsche con Crawford. Dieron la vuelta a la plaza, entraron por una callejuela y pararon en la puerta del restaurante libanés Baalbeck, un popular punto de encuentro y lugar de recogida de árabes ricos que venían en barco desde Marbella.

Mientras Crawford esperaba en el coche, el chófer entró en el restaurante y emergió con dos rubias de blusas chillonas, microfaldas de cuero y zapatos blancos de tacón de aguja. Las mujeres se detuvieron un momento y parpadearon al aire libre, como si la luz del sol fuera un fenómeno que nunca hubieran visto directamente. Iban vestidas con un estilizado pastiche de prostitutas callejeras de Pigalle, con bolsos de charol y un atuendo llamativo e incongruente salido de las estanterías de las boutiques más caras de Estrella de Mar.

Mientras la más alta de las dos cojeaba por la estrecha acera, reconocí debajo de la peluca rubia a otra de las asistentes al funeral de Bibi Jansen, la esposa inglesa de un agente naviero con oficinas en el puerto. Hacía lo que podía para parecer una prostituta, adelantaba la boca y bamboleaba las caderas. Me pregunté si todo esto no sería el capricho de algún director de teatro vanguardista que montaba una producción callejera de Mahagonny o Irma la Dulce.

Las mujeres subieron, junto con Mahoud, al asiento trasero de un taxi que partió rápidamente hacia los lujosos edificios de apartamentos en el camino del acantilado. Crawford, contento quizá de ver que se iban a trabajar, salió del Porsche y cerró las puertas. Caminó junto a los coches estacionados en una calle lateral, con la mano derecha metida dentro de la chaqueta, mientras iba probando las cerraduras. Cuando al fin abrió la puerta del pasajero de un Saab plateado, se deslizó hasta el asiento del conductor y metió la mano debajo del volante.

Observé desde la puerta de un bar de tapas con qué pericia hacía un puente con los cables del coche. Puso el motor en marcha, y el Saab se alejó acelerando por la calle empedrada, golpeando los retrovisores laterales de los otros coches.

Cuando llegué al Citroën, ya había perdido a Crawford. Di una vuelta a la plaza y después recorrí el puerto y el barrio viejo esperando que reapareciera. Estaba a punto de abandonar y volver al Club Náutico cuando vi a un grupo de turistas en la puerta del club de teatro Lyceum, en la calle Domínguez, tratando de calmar a un impaciente conductor. Una camioneta inesperada, cargada de trajes egipcios para la próxima representación de Aida, tenía encajonado el Saab robado de Crawford contra el borde de la acera.

Crawford, antes de que alguien encontrara al conductor, agradeció con un grito y metió el Saab entre la camioneta y el coche estacionado delante. Se oyó el ruido áspero de un retrovisor que se torcía y quebraba, y un faro se hizo añicos y cayó entre las ruedas. Los trajes bailaron en las perchas como una hilera de faraones borrachos. Crawford, sonriendo a los perplejos turistas, dio marcha atrás y volvió a avanzar levantando los brazos mientras el retrovisor aplastado le rascaba la pintura de la puerta.

Sin molestarme en esconderme, volví a seguirlo. La ruta, en parte paseo y en parte excursión delictiva, lo llevó por una Estrella de Mar oculta, un mundo sombrío de bares en callejones, tiendas de vídeos pornográficos y farmacias marginales. Ni una sola vez hubo dinero que cambiara de manos, y supuse que esa travesía relámpago era fundamentalmente inspiradora, una prolongación de su papel de animador del club.

Al final estacionó de nuevo en la plaza Iglesias, dejó el Saab y se zambulló en medio del gentío que inundaba las aceras de las librerías y galerías de arte. Siempre sonriente y con una cara tan abierta como la de un adolescente simpático, parecía caer bien a todos los que encontraba; los comerciantes le ofrecían un pastís, las dependientas coqueteaban con él, la gente se levantaba de las mesas de los bares para bromear y reír. Como siempre, yo estaba impresionado por la generosidad y entrega de Crawford, como si tuviera acceso a una fuente inagotable de amabilidad y buena voluntad.

Sin embargo, robaba y hurtaba con la misma desenvoltura. Vi cómo se metía en el bolsillo un atomizador en una perfumería de la calle Molina y escapaba dando saltitos por la acera y perfumando a los gatos callejeros. Supervisó el maquillaje de una prostituta en la galería Don Carlos, le examinó el delineador como un experto de belleza, y después entró en una bodega cercana y birló dos botellas de Fundador que dejó a los pies de un borracho que dormitaba en un callejón vecino. Con la destreza de un prestidigitador hizo desaparecer un par de zapatos de cocodrilo delante de las narices del encargado de la zapatería, y al cabo de unos minutos emergió de una joyería con un pequeño diamante en el meñique.

Supuse que ignoraba mi presencia a veinte metros de él, pero mientras cruzábamos los jardines de la plaza Iglesias, saludó a Sonny Gardner que estaba en la escalinata de la iglesia anglicana con el teléfono móvil pegado a los labios rollizos. El camarero y marinero eventual me saludó con la cabeza cuando pasé a su lado, y me di cuenta de que probablemente otros muchos estaban uniéndose a Crawford en esa juerga delictiva del atardecer.

Cuando regresó al Saab abollado, Crawford esperó a que yo estuviera al volante del Citroën y encendiera el motor recalentado. Cansado del pueblo y los turistas, salió de la plaza, pasó delante de los últimos comercios y se dirigió a las calles residenciales que subían por la colina arbolada, debajo de la mansión Hollinger. Me llevó por carreteras bordeadas de palmeras, siempre sin perderme de vista, y me pregunté si no tendría intenciones de entrar a robar en uno de los chalets.

Entonces, mientras dábamos la vuelta a la misma rotonda por tercera vez, aceleró de pronto, y dejó atrás el Citroën antes de girar bruscamente en el laberinto de avenidas. Sonaron unos bocinazos alegres que se desvanecieron por la colina: el más amistoso de los adioses.

Al cabo de veinte minutos encontré el Saab en la entrada de un camino particular que llevaba a un chalet grande, en parte de madera, a unos doscientos metros de la propiedad Hollinger, Detrás de los muros altos y las cámaras de vigilancia, una mujer mayor me observaba desde una ventana del primer piso. Crawford, decidí, había pedido a algún conductor que lo llevara; su recorrido inspirador por Estrella de Mar había concluido por ese día.

Me acerqué al Saab y miré la carrocería y el puente de arranque. Las huellas dactilares de Crawford estarían por todo el vehículo, pero tenía la certeza de que el dueño no denunciaría el robo a la guardia civil. En cuanto al cuerpo de policía voluntario, tenía como función principal, al parecer, la conservación del orden delictivo establecido, más que seguir la pista de los malhechores. Durante la excursión de Crawford por Estrella de Mar, los patrulleros Range Rover lo habían escoltado dos veces y habían vigilado el Saab robado mientras él se dedicaba a hurtar en la plaza Iglesias.

Exhausto por el esfuerzo de perseguir a Crawford, me senté en un banco de madera al lado de una parada de autobús y observé el coche abollado. A pocos metros, una escalera de piedra subía por la colina hacia la cumbre rocosa, encima de la mansión Hollinger. Coincidencia o no, Crawford había dejado el Saab casi en el mismo sitio en que habían encontrado el Jaguar de Frank con el bidón incriminador de éter y gasolina. Se me ocurrió que el pirómano había llegado al huerto de limoneros por esa escalera. De regreso, al ver el Jaguar al lado de la parada de autobús, aprovechó la oportunidad de implicar al dueño y había dejado el bidón en el asiento de atrás.

Abandoné el Citroën al cuidado de las cámaras de vigilancia de la anciana y empecé a subir los gastados escalones de piedra caliza. Siglos antes de Estrella de Mar, según una guía local que yo había leído, esa escalera llevaba a un puesto de observación construido durante las guerras napoleónicas. Las paredes limítrofes de los chalets adyacentes la habían reducido a la anchura de mis hombros. Más allá de las matas invasoras, un ala delta giraba en el cielo sin nubes; el casco con visera del piloto se recortaba contra el susurrante dosel de lona.

Subí el último tramo de escalera hasta la plataforma de observación; la hilera de chalets concluía justo debajo de mí. Recuperé el aliento con el aire fresco, sentado en el muro almenado. Más lejos se extendían las alturas peninsulares de Estrella de Mar. A unos quince kilómetros al este los edificios de los hoteles de Fuengirola enfrentaban al sol poniente; las paredes blancas parecían enormes pantallas que esperaban el espectáculo vespertino de son et lumière. Desde la plataforma de piedra el terreno bajaba en pendiente hasta el ennegrecido huerto de limoneros y desde allí a la puerta trasera y al edificio del garaje, al lado de la casa barrida por el fuego.

Salí de la plataforma y caminé hacia el huerto buscando en el suelo pedregoso alguna huella del pirómano. El revoloteo correoso de la lona resonaba sobre mi cabeza. El piloto del ala delta, tratando de averiguar quién era yo, se cernió sobre mí, tan cerca que sus botas casi me tocaron. La visera le tapaba los ojos. Demasiado distraído para saludarlo, caminé entre los tocones de los limoneros calcinados; mis zapatos crujían sobre el carbón que cubría el terreno.

A treinta metros, estaba el chófer de los Hollinger al lado de la entrada, de espaldas al viejo Bentley parado en el camino. Me observaba fijamente, con una mirada amenazadora, los puños apretados y los brazos cruzados sobre el pecho. Dio un paso al frente mientras yo me acercaba y plantó las botas a pocos centímetros de un foso poco profundo cavado en la tierra.

Una cinta amarilla de la policía ondeaba atada a un poste de madera. Supuse que señalaba el agujero donde el pirómano había escondido los bidones incendiarios. Como si respetara el lugar, el piloto del ala delta se retiró de la cima de la colina; la lona crujía en el aire. Miguel se quedó al borde del foso; el suelo calcinado se desmenuzaba bajo sus pies. A pesar de ese porte agresivo, estaba esperando que yo le hablara. ¿Era posible que hubiera llegado a ver al pirómano aun muy brevemente…?

—Miguel… —Me acerqué saludándolo con la mano—. Estuve en la casa con el inspector Cabrera. Soy el hermano de Frank Prentice. Quería hablar con usted.

El hombre miró el foso, giró sobre sus talones y regresó a la puerta. La cerró detrás de él y se alejó rápidamente escaleras abajo con los hombros encorvados mientras desaparecía en el garaje.

—¿Miguel…?

Irritado por el insistente piloto del ala delta, bajé los ojos. En el suelo cubierto de carbón había dos monedas plateadas que presumiblemente tenían el propósito de expresar el desprecio del chófer por los familiares del hombre que había matado a los Hollinger.

Me arrodillé, las removí con mi pluma estilográfica y descubrí que estaba tocando un par de llaves de coche, unidas por una pequeña cadena metálica en parte enterrada en la tierra. Se me ocurrió que sin duda eran las llaves del Bentley que se le habían caído al chófer mientras me esperaba. Las sacudí y les quité la tierra para devolvérselas a Miguel. Pero el motor del Bentley estaba en marcha y ya salía humo por el tubo de escape, así que las llaves pertenecían quizá a algún miembro del equipo forense de la policía. Las sostuve en la mano tratando de identificar la marca del coche, pero en las superficies cromadas no había ningún emblema. Empecé a sospechar que tal vez eran las llaves del pirómano, que las había olvidado o perdido al recuperar los bidones enterrados.

El ala delta revoloteaba por encima de mi cabeza y los cables de acero cantaban en el aire. Las manos enguantadas del piloto aferraban la barra de control como conduciendo un caballo alado. El planeador descendió abruptamente y cruzó el huerto; el ala izquierda casi me golpeó la cara.

Me puse en cuclillas entre los árboles quemados mientras el ala delta volaba en círculos encima de mí, listo para descender otra vez si yo intentaba llegar a la casa Hollinger. Con la cabeza gacha, corrí por el suelo ceniciento, decidido a abrirme paso por la colina que se extendía más allá del muro exterior. El ala delta volvió a planear hacia adelante, siguiendo las corrientes de aire cálido que barrían las laderas abiertas. El piloto no se daba cuenta de que yo tropezaba y resbalaba debajo de él; parecía tener los ojos clavados en las olas que avanzaban hacia Estrella de Mar.

Debajo, en medio de los eucaliptos, al otro lado de la cerca de la finca Hollinger, apareció una hilera de chalets. Los jardines y los patios estaban protegidos por muros altos, y advirtiendo la expresión de susto de una criada que me miraba desde un balcón, supe que ninguno de los vecinos vendría a ayudarme, y que tampoco me dejarían entrar en sus jardines.

Cubierto de polvo y ceniza, fui tambaleándome hasta el muro posterior del cementerio protestante. El desconsiderado piloto había vuelto a la cumbre, y giraba en círculos antes de lanzarse bruscamente hacia la playa de debajo.

Junto a la entrada trasera había un vertedero de piedra lleno de flores marchitas y coronas desteñidas. Me limpié las manos con un ramo de cañacoro, tratando de quitarme la última gota de humedad de las palmas irritadas. Me sacudí el polvo ceniciento de la camisa, empujé la puerta trasera y me alejé a través de las tumbas.

Excepto un visitante solitario, el cementerio estaba desierto. Un hombre delgado, de traje gris, se aferraba de espaldas a un ramo de lirios y parecía reacio a dejarlo sobre la lápida. Cuando crucé el cementerio, se volvió sobresaltado, como si lo hubiera sorprendido mientras tenía algún mal pensamiento. Lo reconocí como el personaje a quien casi todo el mundo había rechazado en el funeral de Bibi Jansen.

—¿Doctor Sanger…? ¿Le pasa algo?

—No, gracias. —Sanger estaba frente a la lápida, y tocaba gentilmente las letras grabadas en el mármol pulido. Llevaba un traje plateado del mismo color que la piedra, y los ojos parecían aún más melancólicos de lo que yo recordaba. Por fin dejó los lirios contra la lápida y retrocedió sujetándome el codo.

—Bueno… ¿Qué le parece?

—Es un buen monumento —lo tranquilicé—. Me alegra que hayan venido todos.

—Yo mismo lo encargué. Era lo correcto. —Me tendió un pañuelo—. Tiene un corte ahí en la mano… ¿Quiere que se lo mire?

—No es nada. Tengo prisa. Me atacó un ala delta.

—¿Un ala delta…?

Levantó los ojos al cielo y me miró mientras me encaminaba hacia la puerta. Abrí el pasador, salí a la calle y me apoyé en el techo de un coche estacionado. Traté de estudiar el perfil de la colina. El Citroën estaba al menos a un kilómetro, en la ladera al este de la casa Hollinger.

Esperé a que llegara un taxi trayendo gente al cementerio y me llené los pulmones para recuperarme de la agotadora caminata. A unos cincuenta metros, en la puerta del cementerio católico, había un motociclista vestido de cuero negro y casco con un pañuelo que le cubría el rostro. Apretaba el manillar de la moto con unas manos enguantadas, y oí el débil rumor del tubo de escape. La rueda frontal estaba ligeramente vuelta hacia mí y me pareció que me apuntaba.

Dudé antes de dejar la acera. La carretera pasaba por delante de los chalets y desaparecía hacia Estrella de Mar. El ala delta planeaba en el aire como una nave de observación entre mis ojos y el sol poniente, y la tela brillaba como el plumaje de un pájaro de fuego.

—¿Señor Prentice…? —El doctor Sanger me tocó el brazo. Ahora que había salido del cementerio parecía tranquilo. Señaló un coche próximo—. ¿Quiere que lo lleve? Pienso que será más seguro para usted…