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Un rito pagano

—Señor Prentice, seguro que el motor decidió recalentarse él mismo. —El inspector Cabrera señaló el compartimento quemado del motor del Renault—. El sol español es como una fiebre. Está mucho más cerca de nosotros que de ustedes en Inglaterra.

—El incendio ocurrió a medianoche, inspector. Pasé toda la tarde en el apartamento de mi hermano. Aun así, dice que el motor decidió incendiarse solo. Los asientos, las alfombras, las cuatro ruedas y hasta la rueda de recambio, todos eligieron el mismo destino. Es difícil encontrar semejante unanimidad.

Cabrera retrocedió para examinar el coche destrozado. Esperó mientras yo caminaba inquieto alrededor del vehículo, intrigado por mi actitud desenfadada. Era evidente que para este graduado inflexible de la academia de policía, los vecinos británicos de la Costa del Sol eran impenetrables, aun recurriendo a las más modernas técnicas de investigación.

—A lo mejor el encendedor de cigarrillos quedó atascado. ¿Un cortocircuito, quizá, señor Prentice…?

—No fumo, inspector. El señor Hennessy no tendría que haberlo llamado, es sólo un coche de alquiler. No estoy en la ruina.

—Naturalmente. Le darán otro coche. También puede utilizar el de su hermano, que está en el garaje del sótano. El equipo forense ya ha terminado con él.

—Lo pensaré. —Silbando, acompañé a Cabrera hasta el Seat—. El encargado de la agencia de coches de Fuengirola me ha dicho que los ruegos espontáneos son muy comunes en la Costa del Sol.

—Ya se lo he dicho. —Cabrera se volvió para examinarme, sin saber muy bien si mi comentario era irónico o no—. Pero tenga cuidado. Cierre bien las puertas y ventanas cada vez que deje el coche solo.

—Lo haré, inspector. Tranquilícese… Comprendo perfectamente lo que quiere decir.

Cabrera se detuvo y observó las ventanas del Club Náutico.

—¿Cree que se trata de otro aviso?

—No exactamente, más bien de una invitación. Los fuegos son el sistema de señales más antiguo.

—Y si fue una señal, ¿cuál era el mensaje?

—Es difícil decirlo. Algo semejante a «ven, que él agua está buena». Lo mismo que la lancha de la otra noche.

Cabrera se palmeó la sien, desesperado conmigo.

—Señor Prentice, ese fuego fue provocado. Encontraron una lata de gasolina vacía flotando en el mar. Había restos de piel humana en la lata. Seguro que el ladrón se quemó cuando el fuego estalló retrocediendo entre las olas. En el caso de este coche, la investigación no ha encontrado nada.

—No me sorprende. Quienquiera que lo haya incendiado difícilmente quiera hacer el trabajo que le toca a usted.

—¿No vio a nadie que saliera corriendo del parque?

—El fuego empezó cuando me desperté. El señor Hennessy estaba en pijama… pensaba que yo me encontraba dentro del Renault.

—Ya he hablado con él. —Cabrera me miró con su expresión más sombría—. Está muy preocupado, señor Prentice… por el peligro que corre usted y también por la atmósfera del club.

—Inspector, no hay nada malo en la atmósfera del club. Cinco minutos después de que llegaran los bomberos, todo el mundo estaba de fiesta en la piscina. Duró hasta el amanecer. —Señalé la corriente de socios que cruzaba la entrada—. El Club Náutico está teniendo uno de sus mejores días. Frank habría estado impresionado.

—Hablé con el señor Danvila esta mañana. Es posible que su hermano lo vea a usted.

—¿Frank…? —El nombre resonó de un modo extraño, como si se refractara en un medio más enrarecido—. ¿Cómo se encuentra, inspector?

—Trabaja en el jardín de la cárcel, ya no está tan pálido. Le manda recuerdos y le agradece los paquetes, la ropa limpia y los libros.

—Bien. ¿Sabe que aún trato de averiguar qué pasó en casa de los Hollinger?

—Todo el mundo lo sabe, señor Prentice. Ha estado muy ocupado en Estrella de Mar. Incluso cabe la posibilidad de que yo reabra la investigación. Hay muchas cosas oscuras todavía.

Cabrera apoyó las manos en el techo del Seat y miró a través de la bruma la ladera boscosa de la propiedad Hollinger. El comentario sobre la reapertura del caso me inquietó. Yo había empezado a tener una actitud casi posesiva acerca de la casa incendiada. A pesar de las trágicas consecuencias, el fuego había hecho su obra en Estrella de Mar y había satisfecho ciertas necesidades mías. En la conflagración había desaparecido parte del pasado, recuerdos infelices que se habían dispersado con el humo que se elevaba. Nada apuntaba a la identidad del pirómano, pero yo había encontrado una especie de senda. No quería que Cabrera y su equipo forense tropezaran con mis talones.

—Inspector, ¿cree de veras que aún hay algo oscuro? Es evidente que alguien incendió la casa, pero quizá no fue más que… una broma que se le escapó de las manos.

—Una broma muy siniestra. —Cabrera se acercó a mí sospechando que me había expuesto demasiado al sol—. En todo caso, ya conoce las circunstancias de las muertes.

—¿Hollinger y Bibi Jansen en el jacuzzi? Probablemente era algo inocente… Con la escalera y su propio cuarto en llamas, ¿adónde iba a ir Bibi más que al otro extremo del pasillo, a la habitación de Hollinger? A lo mejor pensaron quedarse en el agua hasta que pasara el fuego.

—¿Y la señora Hollinger en la cama del secretario?

Sobre la cama. Había una claraboya encima. Me los imagino tratando de escapar por el techo. Él la sostenía por los pies mientras ella se estiraba hacia el pestillo de la claraboya. Inspector, es posible…

—Es posible. —Cabrera dudó antes de entrar en el coche, intranquilo por mi cambio de táctica—. Como usted ha dicho, su hermano tiene la clave. Lo llamaré cuando acceda a verlo.

—Inspector… —Me callé antes de comprometerme. Por razones que apenas comprendía, ya no tenía prisa por ver a Frank—. Deme unos días. Me gustaría llevarle algo sólido a Frank. Si puedo demostrarle que nadie quería matar a los Hollinger, quizá admita que su confesión no tiene sentido.

—Estoy de acuerdo. —Cabrera encendió el motor, soltó la llave de contacto y observó con atención los otros vehículos estacionados, demorándose en leer las placas de las matrículas—. Quizá estamos buscando en el sido equivocado, señor Prentice.

—¿Lo que significa…?

—Que hay gente de fuera implicada. El incendio de la casa Hollinger es atípico de Estrella de Mar, lo mismo que el robo de la lancha. Comparado con el resto de la Costa del Sol, aquí casi no hay delincuencia: no hay robos de coches ni de casas, no hay drogas…

—¿No hay drogas ni tampoco robos…? ¿Está seguro, inspector?

—No se ha denunciado nada. La delincuencia no es una de las características de Estrella de Mar. Por eso nos parece bien dejar la vigilancia en manos del cuerpo de voluntarios. Tal vez, después de todo, el incendio del Renault haya sido un cortocircuito.

Lo observé mientras se iba y me repetí sus últimas palabras. ¿Ni delincuencia en Estrella de Mar, ni robos, ni tráfico de drogas? De hecho, el pueblo estaba tan conectado con el delito como una red de televisión por cable. La delincuencia se alimentaba a sí misma en casi todos los apartamentos y chalets, en todos los bares y clubes nocturnos, como podía deducirse observando el sistema nervioso defensivo de alarmas y cámaras de vigilancia. En la terraza de la piscina, debajo del balcón de Frank, la mitad de la gente hablaba de la última persecución marítima o el último robo en un apartamento.

Por la noche escuché las sirenas de las patrullas de la policía voluntaria que perseguían a un ladrón de coches por las calles empinadas. Todas las mañanas, al menos un propietario de boutique encontraba el escaparate destrozado y los pedazos de vidrios entre los vestidos de noche. Los traficantes merodeaban por los bares y discotecas, los tacones altos de las prostitutas repiqueteaban en los callejones empedrados de encima del puerto y las cámaras de los productores de películas pomo filmaban probablemente en una docena de alcobas. Los delitos eran abundantes, sin embargo Cabrera no sabía nada porque los vecinos de Estrella de Mar no los denunciaban a la policía española. Por alguna razón se mantenían en silencio y fortificaban sus casas y negocios como metidos en un juego peligroso y complicado.

Di vueltas por el apartamento de Frank mientras lo imaginaba trabajando en el jardín de la cárcel, añorando el Club Náutico. Tenía que estar ávido de noticias y con ganas de verme, pero se había abierto una brecha entre nosotros. Me sentía demasiado intranquilo para encerrarme en una sala lúgubre y vigilada de la cárcel de Alhaurín de la Torre, buscando claves que llevaran a la verdad entre los matices y la estudiada vaguedad de las elípticas respuestas de Frank.

El espectáculo del Renault quemándose en la noche me había alterado. Despertado por las llamas que parecían saltar por todo el cuarto, corrí al balcón y vi la cabina iluminada; el humo se arremolinaba a la luz de los faros de los otros coches, que retrocedían para ponerse a salvo. Estaba celebrándose uno de los ritos paganos del mundo moderno: el automóvil en llamas, presenciado por las chicas de la discoteca con vestidos de lentejuelas que temblaban a la luz del fuego.

Cuando empezó la fiesta de la piscina, como excitada respuesta al infierno, estuve a punto de ponerme el traje de baño y unirme a los juerguistas. Tomé el whisky de Franje tratando de calmarme y escuché los chillidos y las risas mientras el sol salía por el mar, y los rayos cobrizos tocaban los chalets y edificios de apartamentos, una premonición de la última hoguera de carnaval que un día consumiría Estrella de Mar.

Después del almuerzo, llegó un Citroën de reemplazo al Club Náutico, y los restos destruidos de su predecesor fueron izados hasta la caja de un camión. Firmé los papeles y después, por curiosidad, bajé por la rampa hasta el garaje del sótano. El Jaguar de Frank estaba bajo una capa de polvo, con las cintas de la policía alrededor de los guardabarros. En la oficina del portero había un juego de llaves de repuesto, pero la idea de sentarme detrás del volante me ponía nervioso. Tomé el ascensor de servicio hasta el vestíbulo, contento de dejar el coche en ese oscuro mundo subterráneo.

Por la tarde, cuando empezaban las sesiones de práctica, la máquina de tenis resonaba en el jardín. Bobby Crawford, como siempre, estaba trabajando con sus alumnos. Sin preocuparse por la mano y el brazo vendados, se movía inquieto en las pistas, saltaba la red para recuperar una pelota extraviada, corría brincando de una línea de saque a la otra, engatusando y animando.

Pensé en Crawford sentado en el balcón al lado de Paula, en la mañana que siguió a la persecución de la lancha por el puerto. Di por sentado que él había incendiado la embarcación, no por malicia sino para dar un bonito espectáculo al público de la noche, y que él o algún colaborador había prendido fuego a mi Renault alquilado.

El móvil, si tenía alguno, parecía oscuro, más un intento por integrarme a la vida privada de Estrella de Mar que para obligarme a irme. Volví a ver el vídeo de la película pomo grabada en el apartamento de Crawford, convencido de que él también había comprometido a los amigos vecinos del complejo para que participaran en la brutal violación.

Pero ¿había matado a los Hollinger? Aunque en el momento del incendio muchos testigos lo hubieran visto en las pistas de tenis del Club Náutico, otros podían haber actuado para él. Alguien a quien le gustaba el fuego presidía los espacios secretos de Estrella de Mar.