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Vistas desde el camino del acantilado

La delincuencia en Estrella de Mar se había convertido en una de las artes del espectáculo. Mientras llevaba a David Hennessy del Club Náutico al puerto, la ladera de la colina parecía un anfiteatro caldeado por el sol de la mañana. Los vecinos sentados en los balcones, algunos con binoculares, observaban la lancha de salvamento de la Guardia Civil que remolcaba los restos de la embarcación robada hacia la orilla, justo debajo de la carretera del acantilado.

—¿Hombres rana…? —Hennessy señaló las cabezas que sobresalían del agua y se deslizaban entre las olas—. La policía española se está tomando todo esto muy en serio.

—Tienen la impresión de que se ha cometido un delito.

—¿Y no es así, Charles?

—Es una función nocturna de teatro, un montaje marítimo espectacular para que repunte el negocio de los restaurantes. Un grupo de turistas de Oriente Medio haciendo de payasos con unas coristas francesas de vida alegre. Brutal, pero muy divertido.

—Me alegra oírlo. —Hennessy, con las cejas levantadas, se apretó el cinturón de seguridad—. ¿Y quién interpreta el papel de villano? ¿O el de héroe, tendría que decir?

—Todavía no estoy seguro. Fue una gran actuación… todos admiramos el estilo de ese hombre. En fin, ¿dónde está exactamente la casa de Sansom?

—En la parte vieja, encima del puerto. Vaya por la calle Molina, ya le avisaré cuando tenga que doblar. Estrella de Mar tiene aspectos inesperados.

—¿Inesperados? Este lugar es un juego de cajas chinas. Puedes pasarte la vida abriéndolas, hasta el infinito.

Hennessy estaba cerrando la casa de Sansom, empaquetándolo todo para luego mandarlo a los primos de Bristol. Yo tenía curiosidad por ver ese refugio de fin de semana, presumiblemente el nido de amor en el que Sansom entretenía a Alice Hollinger. Pero todavía seguía pensando en el ladrón de la lancha que se divertía jugando con el yate. Recordé los ojos anhelantes de la gente que emergía de los clubes nocturnos del muelle, con la cara encendida por algo más que el sol cobrizo de la explosión de gasolina.

Rodeamos la plaza Iglesias, llena de vecinos que tomaban el café exprés de la mañana sobre ejemplares del Herald Tribune y del Financial Times.

—El resto del mundo parece muy lejano —comenté mientras echaba un vistazo a los titulares—. La escena de anoche fue muy extraña, ojalá la hubiera filmado. Toda la costa volvió a la vida. La gente estaba sexualmente cargada, como los espectadores después de una sangrienta corrida de toros.

—¿Sexualmente cargada? Mi querido amigo, esta noche voy a llevar a Betty al puerto. Me parece que pasa demasiado tiempo ocupada con acuarelas y arreglos florales.

—Fue un espectáculo, David. Quienquiera que haya robado esa lancha estaba montando toda una representación. Seguramente alguien al que le gusta el fuego…

—No hay duda. Pero no saque demasiadas conclusiones. En la costa se roban barcos todo el tiempo. Comparado con Marbella y Fuengirola, el índice delictivo de Estrella de Mar es sorprendentemente bajo.

—Eso no es estrictamente cierto. En realidad hay mucha delincuencia en Estrella de Mar, aunque de un solo tipo. Todo está desconectado, parece, pero estoy tratando de juntarlo.

—Pues muy bien, avíseme cuando lo consiga. Cabrera le estará muy agradecido. —Hennessy me indicó la calle Molina—. ¿Qué tal va la investigación? ¿Sabe algo de Frank?

—Esta mañana he hablado con Danvila. Cabe la posibilidad de que Frank acceda a verme.

—Qué bien. Por fin entra en razón. —Hennessy torcía la cabeza mirándome de costado, como si tratara de leerme el pensamiento—. ¿Piensa que cambiará la declaración? Si está dispuesto a verlo…

—Es prematuro decirlo. Quizá se siente solo o empieza a comprender que muchas puertas están a punto de cerrársele.

Salí de la calle Molina y entré en una calle estrecha, una de las pocas callejuelas del siglo XIX de Estrella de Mar, una hilera de casas de pescadores renovadas justo detrás de los bares y restaurantes del paseo marítimo. Las antaño modestas viviendas de esa calle empedrada estaban adornadas con gusto, y unos equipos de aire acondicionado y alarmas de seguridad perforaban las viejas paredes.

La casa de Sansom, pintada de azul huevo de paloma, se alzaba en la esquina de una calle transversal. Unas cortinas de encaje velaban las ventanas de la cocina, pero logré ver las vigas esmaltadas, arneses de latón y un fregadero antiguo de piedra con un escurridor de roble. Más allá de las ventanas interiores había un jardín en miniatura parecido a una borla de polvo. Entendí la libertad que este mundo íntimo le había dado a Alice Hollinger después de la vastedad de la mansión.

—¿Entra? —Hennessy salió del coche—. Aún queda un poco de buen whisky que hay que terminar.

—Bueno… el coche siempre va mejor después de unas copas. ¿Ha encontrado algo de Alice Hollinger?

—No. ¿Por qué diablos iba a encontrarlo? Dé una vuelta y verá que el lugar es interesante.

Mientras Hennessy abría la puerta de entrada, toqué el timbre de hierro forjado y se oyeron unos compases de Satie. Entré detrás de él en la sala, una pérgola de alfombras mullidas y pantallas elegantes. En el suelo había unos baúles en parte llenos de zapatos, bastones y un estuche caro de cuero con artículos para afeitarse; y sobre el sofá, media docena de trajes junto a una pila de camisas de seda con monograma.

—Voy a mandar todo esto a los primos —me dijo Hennessy—. Unos pocos trajes y unas corbatas… no mucho para recordar la vida de este hombre. Un tipo decente; en la casa de la colina era muy formal, pero cuando venía aquí se transformaba en otra persona bastante despreocupada y risueña.

Detrás de la sala había un comedor de techo abovedado con una mesa y sillas de madera negra. Me imaginé a Sansom con dos vidas: una formal con los Hollinger, y otra aquí abajo, en esta casa de muñecas amueblada como un segundo tocador para Alice Hollinger. Quizá el marido se había enterado de la aventura, y el descubrimiento había desatado una cólera tan poderosa que había consumido la mansión. La idea de Hollinger suicidándose jamás se me había ocurrido, una inmolación wagneriana que tal vez había atraído al productor cinematográfico; él y la esposa infiel muriendo abrazados a sus respectivos amantes en una gigantesca conflagración.

—Así que aquí no hay nada de Alice Hollinger —comenté cuando Hennessy regresó con dos vasos en una bandeja—. ¿No es bastante inexplicable?

Hennessy sirvió el whisky de malta claro en nuestros vasos.

—Pero, ¿por qué, querido amigo?

—David… —Caminé por la sala tratando de adaptar mi mente a este mundo de tamaño reducido—. Todo hace suponer que Sansom y ella tenían una aventura, y tal vez desde hacía años.

—Es muy poco probable. —Hennessy paladeó el buqué del whisky—. En realidad es completamente imposible.

—Murieron juntos en la cama. Él tenía los zapatos de Alice en la mano, obviamente era parte de algún extraño juego fetichista. Algo así bastaría para que Krafft-Ebing se incorporara en su tumba y diera un silbido. Si Hollinger sabía lo de la aventura, puede que estuviera destrozado. A lo mejor la vida ya no tenía sentido para el pobre hombre. Brinda por la Reina una última vez y después perpetra su propia versión del hara-kiri. Mueren cinco personas. Quizá Frank, sin darse cuenta, le contó a Hollinger lo de Alice y Sansom. Después comprende que es el responsable y carga con toda la culpa. —Miré a Hennessy, esperanzado—. Podría ser verdad.

—Pero no lo es. —Hennessy sonrió diplomáticamente al whisky—. Vamos a la cocina. Aquí es difícil pensar con claridad. Me siento como un personaje de los libros de Alicia.

Entramos en la cocina y se sentó a la mesa de vidrio mientras yo merodeaba entre las cacerolas de cobre, platos de cerámica, servilletas de té plisadas y rollos de papel. Sobre el fregadero de piedra había una pizarra cubierta de misceláneas personales: postales de vacaciones de Sylt y Míkonos, recetas de pasta arrancadas de una revista sueca, fotos de jóvenes bien parecidos en minúsculos trajes de baño, repantigados en un trampolín o tumbados uno junto a otro en una playa de pedregullo, desnudos como focas.

Recordé a los jóvenes españoles con los taparrabos de modelo y pregunté:

—¿Sansom era aficionado a la escultura?

—Que yo sepa, no. ¿Es parte de su teoría?

—Estos chicos jóvenes… me recuerdan a los modelos de las clases de escultura de aquí.

—Son amigos suecos de Sansom. A veces venían a Estrella de Mar y se quedaban una temporada. Él los llevaba a cenar al club. Jóvenes encantadores a su manera.

—Entonces…

Hennessy asintió sabiamente.

—Así es. Roger Sansom y Alice nunca fueron amantes. No sé qué hacían en la cama esa trágica noche, pero seguro que no tenía nada que ver con el sexo.

—Qué idiota… —Me miré en el espejo veneciano que había sobre la tabla de amasar—. Pensaba en Frank…

—Por supuesto. Está usted enfermo de preocupación. —Hennessy se levantó y me tendió el vaso—. Charles, vuelva a Londres. No puede resolver esto por su cuenta. Se está metiendo en un lío. Todos estamos preocupados pensando que va a agravar aún más el caso de Franje. Créame, Estrella de Mar no es el tipo de lugar al que usted está acostumbrado…

Me dio la mano en la puerta, rozándome apenas con la palma blanda. Llevaba unas corbatas de seda en la mano y observó cómo me subía al coche, como un maestro de escuela delante de un alumno exageradamente ávido pero ingenuo. Fastidiado conmigo mismo, me alejé por la callejuela y pasé delante de las cámaras de vigilancia, que protegían las puertas esmaltadas; cada objetivo con su propia historia que contar.

Las perspectivas ocultas convertían Estrella de Mar en un enorme acertijo. Pasillos trompe-l’œil que invitaban a entrar pero no llevaban a ninguna parte. Podía sentarme todo el día hilando situaciones que demostraran la inocencia de Frank, pero las hebras se deshacían en el momento en que mis dedos las soltaban.

Doblé una y otra vez por las calles estrechas en busca de la plaza Iglesias, y en seguida me sentí perdido en un auténtico laberinto. Me detuve en una plazoleta, apenas más grande que un patio, donde una fuente jugueteaba al lado de la terraza de un bar. Tuve la tentación de caminar hasta el Club Náutico y pagar a uno de los porteros para que fuera a buscar el coche. Un tramo de gastados escalones iba desde la esquina de la plazoleta a la plaza, pero mi estado de ánimo pronto lo transformaría en una escalera de Escher.

En el bar no había nadie que atendiera a un cliente. El dueño hablaba con alguien en el sótano. Detrás de las máquinas de juego y de un televisor con un cartel de «Corrida, 21.30 h», una puerta abierta daba a un patio. Me quedé entre las cajas de cerveza y los refrigeradores oxidados, tratando de seguir el contorno de las calles de arriba. En el techo de una construcción anexa había una antena parabólica blanca, sintonizada en la frecuencia que esa noche transmitiría la corrida de toros a los clientes del bar.

Pasé por delante y el campanario de la iglesia anglicana asomó encima de la plaza Iglesias. La veleta señalaba el balcón de un ático de un edificio color crema recortado contra el cielo. El rombo plateado temblaba con el aire de la mañana, como una flecha que señala la ventana de un dormitorio en una postal de vacaciones.

Estacioné el Renault al otro lado de la calle y, sentado detrás de mi periódico, miré los Apartamentos Mirador, un complejo exclusivo sobre la carretera del acantilado. Los balcones adornados con helechos y plantas en flor transformaban las fachadas en una secuencia de jardines colgantes. Unos toldos pesados protegían las habitaciones de techos bajos, y en capas de profunda intimidad, superpuestas como estratos geológicos, los pisos se elevaban hacia el cielo.

Junto a la entrada unos obreros cargaban caballetes y pintura en la furgoneta de un decorador. Un camión pasó a mi lado y se detuvo detrás de la furgoneta. Dos hombres salieron de la cabina y descargaron una bomba de jacuzzi.

Dejé el coche, crucé la calle y llegué a la entrada cuando los dos hombres subían la escalera. Un portero de uniforme emergió del vestíbulo, mantuvo las puertas abiertas y nos indicó que entrásemos. El ascensor nos llevó hasta el ático. La planta estaba ocupada por dos apartamentos grandes, uno de ellos con la puerta abierta, sujeta por un caballete. Entré detrás de los trabajadores y fingí que examinaba la instalación eléctrica. Unos balcones amplios rodeaban las habitaciones sin muebles. En aquel momento unos decoradores estaban pintando las paredes en los dos niveles de la sala.

Los trabajadores no me miraron; recorrí el apartamento y casi reconocí los motivos art déco, las luces fluorescentes y los ventanucos redondos. Supuse que la gente de la película pomo había alquilado el apartamento, y luego había desaparecido. Me quedé en la sala, oliendo la pintura fresca, los disolventes y adhesivos, mientras los dos hombres dejaban el motor de jacuzzi en el suelo del cuarto de baño.

Entré en el dormitorio que daba al puerto y a los tejados de Estrella de Mar, y cerré la puerta espejo detrás de mí. Salvo por un teléfono blanco desenchufado en el suelo, la habitación estaba antisépticamente desnuda, como si la hubieran esterilizado una vez terminada la película.

De espaldas a la chimenea, casi podía ver la cama con el satén azul extendido y el osito de peluche encima, y a la sobrina de los Hollinger en vestido de novia y a las siniestras damas de honor. Me enmarqué la cara con las manos y me puse donde había estado la camarógrafo. Pero los planos de la habitación se me escapaban. Las ventanas, el balcón y la puerta espejo estaban al revés, y supuse que habían filmado la violación con un segundo espejo, que invertía la escena, en un intento de ocultar a los participantes.

Corrí el pestillo de la puerta del balcón y miré abajo, al campanario de la iglesia anglicana. Detrás, la antena parabólica se había movido un poco a la derecha, buscando la corrida de toros en el cielo, y la veleta señalaba la puerta trasera del bar.

Una voz de mujer, más familiar de lo que yo quería reconocer, resonó en una ventana próxima. Detrás de la escalera con paredes de cristal estaba el balcón del ático aledaño. Me incliné sobre la barandilla y me di cuenta de que la película pomo se había rodado en uno de los dormitorios del otro apartamento, el mellizo simétrico de éste donde yo me encontraba. A cinco metros de mí, Paula Hamilton estaba asomada al balcón con la cara al sol. Llevaba una bata blanca de cirujano y el pelo suelto le flotaba al viento en una exhibición de descaro. Bobby Crawford estaba sentado al lado en una silla de playa y unos muslos blancos le emergían del albornoz. Se acercó a los labios el filtro dorado del cigarrillo, sin inhalar, y observó el humo que flotaba en el aire brillante mientras sonreía a Paula que le regañaba entre bromas.

A pesar del pelo suelto, Paula Hamilton estaba en el apartamento de Crawford haciendo una visita profesional. Sobre la mesa había un rollo de gasa, Crawford tenía el antebrazo y el dorso de la mano derecha recién vendados. Parecía cansado, demacrado, con las mejillas pálidas como después de algún duelo feroz enfrentado a la máquina de tenis. Sin embargo, el rostro aniñado tenía un atrayente aire estoico. Mientras le sonreía a Paula miraba el pueblo, vigilando balcones, galerías y calles y coches, como un pastor joven y serio que no aparta los ojos de los movimientos del rebaño.