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El juego del gato y el ratón

En Estrella de Mar la anormalidad era un bien celosamente vigilado. Observado por el cauteloso y desconfiado chófer que apuntaba el número de mi matrícula en su agenda electrónica, bajé por el sendero en punto muerto y pasé delante del Mercedes. El guardaespaldas parecía paranoico y agresivo detrás de las ventanillas polarizadas, como un caballero medieval germánico, y las mansiones cercanas compartían esta postura nerviosa. Casi todos los muros estaban coronados por vidrios cortantes y las cámaras de seguridad vigilaban de continuo los garajes y las puertas de entrada, como si un ejército de ladrones merodeara por las calles después del anochecer.

Regresé al Club Náutico tratando de decidir mi próxima jugada. Elizabeth Shand tenía un móvil para haber matado a los Hollinger: aunque sólo fuera apoderarse de una magnífica propiedad, pero seguramente habría elegido un arma menos brutal que un incendio. Además, era evidente que ese matrimonio de ancianos le caía bien y que cinco asesinatos eran mala prensa para el negocio y asustarían a potenciales inversores inmobiliarios.

Al mismo tiempo, me había permitido vislumbrar otra Estrella de Mar, un mundo de chicos de cama importados, y otros agradables placeres, y había identificado a Anne Hollinger. Me senté delante del televisor, rebobiné el vídeo de la película pomo y volví a ver las escenas violentas, tratando de identificar a los otros participantes. ¿Cómo era posible que esta chica inconformista y valiente se hubiera encontrado protagonizando una película tan cruel y explotadora? Inmovilicé la imagen en la que sonreía llena de valor a la cámara, sentada con el vestido de novia hecho jirones, y me la imaginé mientras ella veía la película y se inyectaba en el baño, tratando de borrar todos lo recuerdos de ese joven de piel blancuzca que había querido humillarla.

Los ojos asustados lloraban lágrimas negras de maquillaje, y la mancha de carmín sobre la boca parecía una exclamación de sorpresa. Retrocedí hasta el momento en que entraba la segunda dama de honor y la puerta espejo reflejaba el balcón del apartamento y las calles empinadas de debajo.

Volví a detener la película y traté de aclarar la imagen borrosa. Entre los barrotes de la barandilla asomaba el campanario de una iglesia; la veleta se recortaba contra la antena parabólica blanca de un edificio portuario. El conjunto señalaba con exactitud la ubicación del apartamento, en la parte alta de Estrella de Mar.

Me eché hacia atrás y contemplé el campanario, sin prestar atención por primera vez a la máquina de tenis que lanzaba pelotas en la pista de prácticas. Me di cuenta de que era esa vista del pueblo la que querían que viese, y no la violación de Anne Hollinger. El equipo forense de la policía habría descubierto el vídeo tras un registro de unos pocos segundos en la habitación destruida.

Alguien había puesto esa cinta en el aparato cuando se enteró de que Paula y yo iríamos a visitar la casa Hollinger, seguro de que Cabrera estaría demasiado ocupado con el informe de la autopsia para volver a comprobar los hallazgos originales. Recordé al chófer de los Hollinger pasando la gamuza sin cesar por el viejo Bentley. ¿Ese andaluz melancólico era el confidente de Anne, y quizá su amante? Su mirada amenazadora, en vez de tratar de convertirme en el representante de la culpabilidad de Frank, ¿no sería un intento de llamarme la atención sobre alguna prueba no descubierta?

A las ocho de aquella noche, Paula y yo nos habíamos citado para cenar en el Restaurant du Cap, pero yo me encaminé hacia el puerto una hora antes, ansioso por encontrar esa antena parabólica. Los productores de películas pornográficas, en lugar de construir decorados que podrían convertirse en evidencias, a menudo, alquilan apartamentos caros por un día. La ubicación exacta de la escena de la violación no me acercaría al asesinato de los Hollinger, sino a todos esos bordes de alfombras que habían empezado a curvarse bajo mis pies; cuanto más los clavara al suelo más seguro estaría de no tropezar mientras iba de una habitación oscura a la siguiente.

Bajé hacia el puerto, pasé por delante de anticuarios y galerías de arte y examiné los techos de los edificios. La veleta de la iglesia anglicana se erguía sobre la plaza Iglesias; era sin duda la que había visto en la película. Me detuve en la escalinata del templo, una blanca estructura geométrica que imitaba modestamente la Ronchamp Chapel de Le Corbusier, más un cine de la era espacial que la casa de Dios. La pizarra anunciaba representaciones de Asesinato en la catedral de Eliot, reuniones de una asociación de ayuda a los ancianos y una visita guiada al cementerio fenicio del extremo sur de la península, organizada por una asociación arqueológica local.

La veleta señalaba Fuengirola, pero no había rastros de la antena. La silueta occidental de Estrella de Mar, iluminada por el sol poniente, asomaba entre el Club Náutico y las ruinas de la casa Hollinger. En la ladera de la colina había unos bloques de apartamentos que dominaban el paisaje: la pared de un acanalado de misterios. En el techo del Club Náutico había una antena parabólica que se alzaba como una copa abierta al cielo, pero de un diámetro dos veces más grande que la modesta antena de la película.

Los bares de tapas y los restaurantes de marisco del puerto estaban repletos de residentes que se relajaban después de todo un día de trabajo en las mesas de escultura y en el torno de alfarería. No sólo no estaban abatidos por la tragedia de los Hollinger, sino que parecían más animados que nunca discutiendo ruidosamente la New York Review of Books y los suplementos de arte de Le Monde y Libération.

Intimidado por este poderoso atuendo cultural, entré en el varadero junto al puerto, consolado por la presencia de los motores desmontados y las bombas hidráulicas aceitosas. Los veleros y los yates, montados en caballetes, con los elegantes cascos a la vista, eran una geometría agraciada por la velocidad. Dominando todas las otras naves, había una lancha de fibra de vidrio de casi doce metros de largo, con tres enormes motores fuera de borda en la popa como los genitales de una gigantesca máquina acuática.

El mecánico naval, Gunnar Andersson, que ya había terminado la jornada, estaba junto a la lancha lavándose las manos en un cubo de detergente. Me saludó con una mano pero la cara delgada y barbuda siguió cerrada y absorta como la de un santo gótico. Sin hacer caso de la gente de la tarde, mantenía la mirada fija en los vencejos que partían rumbo a África. La carne de las mejillas y el cuero cabelludo asomaba en los extremos del cráneo, como constreñida por alguna presión interna, Al observar las muecas con que miraba los bares ruidosos, sentí que controlaba sus emociones segundo a segundo, temiendo que si mostraba la más mínima ira, se le abriría la piel y revelaría los huesos crujientes.

Pasé por delante de él y admiré la lancha y la proa esculpida.

—Es casi demasiado potente para ser hermosa —comenté—. ¿Alguien necesita ir tan rápido?

Se secó las manos antes de responder.

—Bueno, es una embarcación de trabajo. Tiene que ganarse el sustento. Las lanchas patrulleras españolas de Ceuta y Melilla corren de verdad.

—¿Así que cruza hasta el norte de África? —Andersson parecía a punto de irse, pero me estiré y le estreché la mano, obligándolo a que me mirase—. ¿Señor Andersson? Lo vi en la ceremonia, en el cementerio protestante. Lamento lo de Bibi Jansen.

—Le agradezco que haya ido al funeral. —Me miró de arriba abajo y volvió a lavarse las manos en el cubo—. ¿Conocía a Bibi?

—Ojalá la hubiera conocido. Por lo que dice todo el mundo, tuvo que haber sido muy simpática.

—Cuando se lo permitían. —Metió la toalla en la bolsa de herramientas—. Si no la había conocido, ¿por qué fue al entierro?

—En cierto sentido yo tenía algo que ver con su… muerte. —Apostando a la verdad continué—: Mi hermano es Frank Prentice, el director del Club Náutico.

Esperaba que se me echara encima y mostrara parte de la ira que había exhibido en el funeral, pero sacó una bolsa de tabaco y lió un cigarrillo con unos dedos largos. Supuse que ya estaba al tanto de mi parentesco con Frank.

—¿Frank? Trabajé con el motor de su treinta pies. Si mal no recuerdo, no me ha pagado todavía.

—Está en la cárcel de Málaga, como sabe. Páseme la cuenta que me haré cargo.

—No se preocupe, puedo esperar.

—Quizá pase demasiado tiempo. Se ha declarado culpable.

Andersson chupó el cigarrillo poco apretado. Unas hebras de tabaco encendido volaron desde la punta brillante y chisporrotearon brevemente sobre la barba de Andersson. Recorrió el varadero con los ojos, evitando mirarme.

—¿Culpable, dice? Frank tiene un especial sentido del humor.

—No es ninguna broma. Estamos en España y pueden caerle de veinte a treinta años. ¿Usted no cree que haya provocado el incendio?

Andersson levantó el cigarrillo y dibujó un símbolo críptico en el aire de la noche.

—¿Quién sabe? ¿Así que está en Estrella de Mar para averiguar qué pasó?

—Lo intento.

—Pero no ha llegado muy lejos.

—Para decir la verdad, no he llegado a ninguna parte. Visité la casa de los Hollinger, hablé con gente que estuvo allí. Nadie cree que Frank haya provocado el incendio, ni siquiera la policía. Quizá haga venir un par de detectives.

—¿De Londres? —Andersson parecía ahora más interesado—. Yo no lo haría.

—¿Por qué no? A lo mejor descubren algo que se me ha escapado. No soy un investigador profesional.

—Tirará el dinero, señor Prentice. La gente en Estrella de Mar es muy discreta. —Movió el largo brazo señalando las mansiones de la colina, protegidas detrás de las cámaras de vigilancia—. Hace dos años que vivo aquí y todavía no estoy seguro de si este lugar es real…

Se alejó del varadero y me llevó por una pasarela entre los veleros amarrados y los yates de motor. La nave de casco blanco parecía casi espectral a la luz del atardecer, como una flota que esperaba zarpar con un viento fantasmagórico. Andersson se detuvo al final del muelle, al lado de un pequeño balandro. En la popa, debajo del gallardete del Club Náutico, leí el nombre: Halcyon. Las cintas de la policía que impedían el paso se agitaban por encima de la barandilla y caían al agua; allí flotaban a la deriva como serpentinas de una fiesta perdida en el tiempo.

—¿El Halcyon? —Me arrodillé y espié por los diminutos ojos de buey—. ¿Así que éste es el barco de Frank?

—A bordo no encontrará nada que lo ayude. Frank le había pedido al señor Hollinger que le buscara un comprador.

Andersson miró el barco mientras se mesaba la barba con los dedos, como un vikingo exiliado entre cascos de plástico y radares. En seguida se volvió hacia el pueblo y noté que miraba a todas partes menos a la casa de los Hollinger. El ensimismamiento de siempre se le ensombreció y se convirtió en una emoción de tristeza que apenas vislumbré en los ángulos huesudos de la cara.

—Andersson, quisiera preguntarle si… ¿estuvo usted en la fiesta?

—¿Por el cumpleaños de la reina de Inglaterra? Sí, y brindé.

—¿Vio a Bibi Jamen en la galería de arriba?

—Sí, estaba allí con los Hollinger.

—¿Parecía bien?

—Demasiado bien. —La cara se le iluminaba con el parpadeo de la luz en el agua oscura que lamía los yates—. Estaba muy bien.

—Después del brindis ella se metió en su habitación. ¿Por qué no bajó a encontrarse con usted y los otros invitados?

—Los Hollinger… no querían que se relacionara con demasiada gente.

—¿Demasiada gente descarriada? ¿Especialmente los que podían darle ácido o cocaína?

Andersson me miró con cansancio.

—Bibi tomaba drogas, señor Prentice… las drogas que la sociedad aprueba. El doctor Sanger y los Hollinger la convirtieron en la tranquila princesita Prozac.

—A pesar de todo, para alguien que ha tenido una sobredosis es mejor que el ácido, o esas nuevas anfetaminas que los químicos cocinan en ruletas moleculares. Andersson me puso una mano en el hombro, compadeciendo mi falta de comprensión.

—Bibi era un espíritu libre… sus mejores amigos eran el ácido y la cocaína. Cuando se tomaba un ácido nos convertía en parte de su sueño, Sanger y Hollinger se le metieron en la cabeza y le quitaron el pajarito blanco. Le rompieron las alas, lo encerraron en una jaula y dijeron a todo el mundo: «Bibi es feliz».

Esperé mientras daba la última calada al cigarrillo riñéndose a sí mismo por haber permitido que las emociones lo dominaran.

—Usted seguramente odiaba a los Hollinger. ¿Lo suficiente para matarlos?

—Señor Prentice, si yo hubiera querido matar a los Hollinger, no habría sido por odio.

—A Bibi la encontraron en el jacuzzi con Hollinger.

—Imposible…

—¿Que hubiera sexo entre ellos? ¿Sabe que estaba embarazada? ¿Era usted el padre?

—Yo era el padre de ella. Éramos buenos amigos. Nunca tuvimos relaciones sexuales, ni siquiera cuando me lo pidió.

—¿Quién era el padre? ¿Sanger?

Andersson se limpió la boca tratando de quitarse el gusto del nombre de Sanger.

—Señor Prentice, ¿los psiquiatras se acuestan con las pacientes?

—En Estrella de Mar, sí; —Subimos la escalera del puerto hacia el paseo marítimo, donde el gentío de la tarde ya empezaba a colapsar el transito—. Andersson, allí arriba pasó algo parecido a una pesadilla, algo que nadie ha contado. No le gusta mirar la casa Hollinger, ¿no?

—No me gusta mirar nada, señor Prentice. Yo sueño en Braille. —Se colgó la bolsa de herramientas al hombro—. Usted es un hombre decente, vuelva a Londres. Vuelva a su casa, siga con sus viajes. Podrían atacarlo otra vez. En Estrella de Mar nadie quiere que usted esté asustado…

Se alejó entre la gente como una horca sombría, balanceándose entre los alegres comensales.

Esperé a Paula en el bar del Restaurant du Cap mientras eliminaba otro nombre de mi elenco de sospechosos. Al escuchar a Andersson yo había, advertido en el cierto aire de complicidad. Quizá, como Paula, estaba arrepentido por haberse burlado de los Hollinger, pero yo no pensaba que los hubiera matado. El sueco era demasiado taciturno, estaba demasiado inmerso en su odio contra el mundo para actuar de un modo contundente.

A las nueve y media Paula no había llegado, y supuse que alguna urgencia la habría retenido en la clínica. Comí solo en la mesa, y me demoré con la bouillabaisse todo lo que pude, tratando de no atraer la curiosidad de las hermanas Keswick. Ya eran las once cuando salí del restaurante; los clubes nocturnos a lo largo del muelle empezaban a abrir y la música retumbaba por todo el puerto. Me detuve al lado del varadero y miré la poderosa lancha en la que Andersson había estado trabajando. Me la imaginaba dejando atrás a los guardacostas españoles, cruzando el Estrecho de Gibraltar a toda carrera con un cargamento de hachís y heroína para los traficantes de Estrella de Mar.

Unas pisadas resonaron sobre la escalera metálica que daba al puerto. Un grupo de visitantes árabes regresaba a su barco en el muelle auxiliar junto al dique. Supuse que eran turistas de Oriente Medio que habían alquilado un palacio de veraneo en el Marbella Club. Lucían las galas completas de Puerto Banús: un resplandor de dril blanco en la oscuridad, Rolex macizos y las sedas más caras. Un grupo de hombres de mediana edad y unas jóvenes francesas subieron a bordo de un yate amarrado cerca del Halcyon. Cuando estaban a punto de zarpar y trajinaban con las amarras y los mandos del motor, unos hombres más jóvenes empezaron a gritar desde la escalinata del muelle. Les señalaron con las manos y las gorras marineras una lancha pequeña de dos motores que había soltado amarras y se deslizaba en silencio por las aguas tranquilas.

Como si no supiera que acababa de robar una embarcación, el ladrón estaba tranquilamente de pie en la cabina de mando con las manos apretadas sobre el timón. El haz del faro de Marbella barría el mar, tocándole el pelo claro y los brazos.

Al cabo de unos minutos había comenzado una caótica persecución marítima. El yate de motor, guiado a la vez por dos capitanes excitados, se apartó rápidamente del muelle mientras las sorprendidas francesas se agarraban a las banquetas de cuero. El pirata, indiferente al yate que se le venía encima, continuaba avanzando mar adentro dejando apenas una estela, y saludaba a los jóvenes furiosos del atracadero. A último momento apretó el acelerador y se deslizó con maestría por un canal de aguas mansas entre los yates amarrados. El yate, demasiado torpe para virar, siguió adelante y golpeó el bauprés de un venerable doce metros.

El ladrón soltó el acelerador al ver que el yate bloqueaba la salida al mar. Cambió de rumbo y pasó por debajo de un puente de madera que llevaba a la isla central, un laberinto de canales navegables entrelazados. El yate, tratando de cubrir todas las posibles salidas, retrocedió en medio de una nube de humo y arrancó de golpe en cuanto la lancha emergió de la oscuridad justo debajo. El ladrón, todavía de pie en la cabilla, con las piernas elegantemente separadas, giró el timón y pasó rebotando alrededor de la proa del yate. La lancha, libre al fin, se deslizó en zigzag por encima de las aguas agitadas hacia las olas que se acercaban.

Me apoyé contra la pared del puerto, rodeado de gente que se había traído las copas de los bares vecinos. Esperábamos juntos que la lancha desapareciera en alguna de las cien bahías de la costa, antes de escurrirse bajo la protección de la noche en algún puerto de Fuengirola o Benalmádena.

Pero el ladrón aún tenía ganas de jugar un rato. El juego del gato y el ratón comenzó en alta mar, a trescientos metros del muelle. El yate viró bruscamente detrás de la lancha que daba vueltas y saltaba ágilmente delante de la proa puntiaguda como un torero que esquiva a un toro pesado. Los capitanes del yate, bamboleándose en las aguas agitadas, buscaban las estelas entrecruzadas mientras las luces recorrían las olas confusas. Los motores de la lancha estaban en silencio, como si el ladrón al fin se hubiera cansado del juego y estuviera a punto de deslizarse en las sombras de la península.

En el momento en que decidía irme, un resplandor de fuego anaranjado iluminó el mar, las crestas de mil olas y a los pasajeros de pie en la cubierta del yate. La lancha se estaba incendiando mientras los motores aún seguían empujándola por el agua. Unos instantes antes de que la proa se hundiera detrás de los pesados motores, una última explosión destrozó el tanque de gasolina y bañó el puerto y a los espectadores con un halo cobrizo.

Me miré las manos que destellaron en la oscuridad. La carretera del puerto estaba llena de gente animada —con los ojos tan brillantes como las joyas que llevaban encima— que había salido de los bares y restaurantes para disfrutar del espectáculo. Una alegre pareja tomada del brazo cruzó tambaleándose delante de un coche. Mientras el vehículo los esquivaba, el hombre dio una palmada en el techo. La conductora, asustada, miró por encima del hombro, y en medio de la confusión vi la cara ansiosa de Paula Hamilton.

—¡Paula! —grité—. ¡Espera…! ¡Para junto al varadero!

¿Venía a buscarme o me había confundido y la conductora no era Paula? El coche avanzó entre la gente, salió del puerto y entró en el camino de cornisa hacia Fuengirola. Unos setecientos metros más adelante, debajo de las ruinas de una torre de vigilancia morisca, se detuvo junto a las olas que rompían, y las luces desaparecieron en la oscuridad.

El yate giraba alrededor de los restos de la lancha. Supuse que el ladrón estaría nadando hacia las rocas de debajo de la torre morisca, rumbo a una cita arreglada previamente con la conductora del coche, que lo esperaba como un chófer en la salida de artistas después de la función nocturna.