10

La película pornográfica

El chófer barría la superficie de la piscina con la pala de alambre, rescatando reliquias de un reino sumergido: botellas de vino, sombreros de paja, una faja de esmoquin, zapatos de charol, todas brillando juntas al sol mientras el agua se escurría. Miguel descargaba la carga en el borde de mármol, depositando respetuosamente los residuos de una noche desaparecida.

Casi no me quitó la vista de encima mientras yo me apoyaba en el coche al lado de Paula. Oí el ruidoso Seat de Cabrera que se alejaba por las avenidas bordeadas de palmeras bajo la mansión de los Hollinger. La partida del inspector pareció exponernos otra vez a todos los horrores de la mansión quemada. Las manos de Paula apretaban y soltaban el borde superior del volante. Estábamos de espaldas a la casa, pero yo sabía que la mente de ella iba de un lado a otro por las habitaciones arruinadas mientras llevaba a cabo su propia autopsia de las víctimas.

Le pasé el brazo por los hombros tratando de tranquilizarla. Se volvió y me echó esa sonrisa distraída de médico que no se da mucha cuenta de las atenciones amorosas de un paciente.

—Paula, estás cansada. ¿Quieres que conduzca? Te dejo en la clínica y después me tomo un taxi.

—No, no puedo ir a la clínica. —Apoyó la frente sobre el volante—. Esas habitaciones espantosas… Me gustaría que todo el mundo en Estrella de Mar se diera una vuelta por la casa. No puedo olvidar a toda esa gente que se bebía el champán de Hollinger y pensaban que sólo era otro viejo reaccionario casado con una especie de actriz. Yo estaba de acuerdo.

—Pero tú no provocaste el incendio. No lo olvides.

—No lo olvido —dijo poco convencida.

Bajamos a Estrella de Mar, mientras el mar temblaba más allá de las palmeras, y dejamos atrás la iglesia anglicana; los fieles estaban llegando para el ensayo del coro. En el taller de escultura otro joven español posaba en taparrabos y flexionaba los pectorales delante de los serios estudiantes en bata de artista. El cine al aire libre alternaba La regla del juego de Renoir con Cantando bajo la lluvia de Gene Kelly, y uno de los doce clubes de teatro anunciaban una próxima temporada de obras de Harold Pinter. A pesar del asesinato de los Hollinger, Estrella de Mar se tomaba sus placeres tan en serio como un poblado de Nueva Inglaterra del siglo XVII.

Desde el balcón del apartamento de Frank, miré la piscina, donde Bobby Crawford, megáfono en mano, entrenaba a un equipo de nadadoras de estilo mariposa. Corría alegremente por el borde gritando instrucciones a las treintañeras que chapoteaban en el agua. La dedicación de Crawford era conmovedora, como si creyese de veras que cada una de sus pupilas era capaz de convertirse en campeona olímpica.

—Esa parece la voz de Bobby Crawford. —Paula se acercó a la barandilla—. ¿Y ahora qué hace?

—Esta agotándome. Todo ese despliegue de energía y esa atronadora máquina de tenis. Es como un metrónomo, marcándonos el tiempo: más rápido, más rápido, servicio, volea, revés. En fin, algo que decir a favor de los pueblos de jubilados… Paula, ¿no podrías sacarme el collar? Soy incapaz de pensar con esta maldita cosa puesta.

—Bueno, si no queda más remedio. Prueba durante una hora y veremos cómo te sientes. —Me desabrochó el collar e hizo una mueca al ver los moretones—. Cabrera hubiera podido tomar toda una colección de huellas dactilares. ¿Quién demonios querría atacarte?

—Parece que bastante gente. Es otro aspecto de Estrella de Mar. La temporada de Harold Pinter, los coros y las clases de escultura son las actividades recreativas menores. Mientras tanto, hay alguien que se ocupa de las cosas serias.

—Que son…

—Dinero, sexo y drogas. ¿Qué más hay en la actualidad? Fuera de Estrella de Mar, el arte no interesa un comino a nadie. Los únicos filósofos auténticos que hoy quedan son los policías.

Paula me apoyó las manos en los hombros.

—Puede que Cabrera tenga razón. Si estás en peligro, deberías irte.

Se había reanimado después de la visita a la casa Hollinger y me observaba caminar inquieto por el balcón. Yo había supuesto, erróneamente, que ella estaba interesada en mí por algún motivo sexual, quizá porque le evocaba recuerdos de días más felices con mi hermano. Pero ahora me daba cuenta de que necesitaba mi ayuda en alguna confabulación propia, y aún estaba preguntándose si yo era tan astuto y decidido como ella necesitaba.

Me subió el cuello de la camisa para ocultar los moretones.

—Charles, trata de descansar. Sé que esas ruinas espantosas te impresionaron, pero eso no cambia nada.

—No estoy tan seguro. En realidad, creo que lo cambia todo. Piénsalo, Paula. Esta mañana hemos visto una foto tomada poco después de las siete de la tarde el día del cumpleaños de la Reina. Es una imagen interesante. ¿Dónde están los Hollinger? ¿Despidiéndose de los invitados? ¿Viendo un programa vía satélite? No, no les interesan los invitados y están esperando que se vayan. Hollinger está «relajándose» en el jacuzzi con la novia sueca de Andersson, que está embarazada de alguien. ¿De Hollinger? Quién sabe, a lo mejor era fértil. La señora Hollinger está en la cama con el secretario empeñados en un extraño juego con un par de zapatos. La sobrina se está pinchando en el cuarto de baño. Vaya panorama. Para decirlo sin rodeos: la casa Hollinger no era exactamente un dominio de corrección inmaculada.

—Tampoco Estrella de Mar, ni ningún otro sitio. No me gusta que la gente ande por ahí husmeando en los trapos sucios.

—Paula, no se trata de un juicio moral. Pero a la vez, no es muy difícil pensar en gente que quisiera provocar ese incendio. Supongamos que Andersson descubrió que su novia de diecinueve años tenía una aventura con Hollinger.

—No es verdad. El hombre tenía más de setenta y cinco y estaba recuperándose de una operación de próstata.

—A lo mejor estaba recuperándose a su manera. Bueno, supongamos que Andersson no fuera el padre de la criatura.

—Tampoco Hollinger, de eso no hay duda. Pudo haber sido cualquier otro. Aquí la gente también practica sexo, aunque la mitad del tiempo ni siquiera se da cuenta.

—¿Y si el padre era ese turbio psiquiatra, el doctor Sanger? Quizá quiso darle una lección a Hollinger y no sabía que Bibi estaba con él en el jacuzzi.

—Inconcebible. —Paula dio una vuelta por la sala al compás de la máquina de tenis—. Además, Sanger no es sospechoso. Era una buena influencia sobre Bibi. Ella se quedó en la casa de Sanger antes de derrumbarse, cuando estaba muy mal. A veces lo veo en la clínica. Es un hombre tímido, bastante triste.

—Que le gusta hacer de gurú de las mujeres jóvenes. Entonces vayamos a la señora Hollinger y Roger Sansom, y ese compartido fetichismo con los zapatos. A lo mejor Sansom tenía una novia española colérica, que quería vengarse porque él se había encaprichado con esa rutilante estrella de cine.

—Eso fue hace cuarenta años, y ella no era más que una starlet de voz cultivada. La Alice Hollinger de Estrella de Mar era sobre todo una figura maternal.

—Por último la sobrina, que está mirando un último programa de televisión mientras se pincha en el baño. Donde hay drogas hay traficantes. Una gente que se pone paranoica cuando les debes un céntimo. Los puedes ver todas las noches en la puerta de la discoteca. Me sorprende que Frank los aguantara.

Paula se volvió y frunció el ceño, asombrada por esta primera crítica a mi hermano.

—Frank dirigía un club de éxito. Además, era tremendamente tolerante con todo.

—Yo también. Paula, sólo señalo que había muchos posibles móviles para el ataque del pirómano. La primera vez que fui a la casa Hollinger no había en apariencia ninguna razón para que nadie le prendiera fuego. De repente, hay demasiadas.

—¿Entonces por qué Cabrera no interviene?

—Tiene la confesión de Frank. Para la policía el caso está cerrado. Además, quizá cree que Frank tenía algún móvil importante, probablemente económico. ¿Acaso Hollinger no era el accionista mayoritario del club?

—Junto con Elizabeth Shand. Estuviste con ella en el funeral. Dicen que es una vieja pasión de Hollinger.

—Eso también la pone en el cuadro. Tal vez estaba resentida por la aventura de él con Bibi. La gente hace las cosas más extrañas por las razones más triviales. Quizá…

—Demasiados quizá… —Paula trató de calmarme sentándome en el sillón de cuero y poniéndome un cojín detrás de la cabeza—. Cuidado, Charles, el próximo ataque puede ser mucho más grave.

—Lo he pensado. ¿Por qué querían asustarme? Es posible que el atacante acabara de llegar a Estrella de Mar y me confundiera con Frank. A lo mejor lo contrataron para matarlo o hacerle daño, y cuando vio que era yo, escapó corriendo…

—Charles, por favor…

Paula, mareada con tantas especulaciones, salió al balcón. Me puse de pie y la seguí hasta la barandilla. Bobby Crawford seguía animando a las nadadoras, que ahora esperaban en la parte profunda, ansiosas por lanzarse otra vez a las aguas exhaustas.

—Crawford es un hombre popular —comenté—. Todo ese entusiasmo es bastante atractivo.

—Por eso es peligroso.

—¿Peligroso?

—Como toda la gente ingenua. Nadie se le resiste.

Una de las nadadoras se había desorientado en la piscina. El agua estaba tan agitada por las brazadas que parecía un campo arado. Dejó de nadar, se tambaleó entre las olas y perdió el equilibrio mientras trataba de sacarse la espuma de los ojos. Al verla en dificultades, Crawford se quitó las alpargatas y se tiró al agua de un salto. La animó, y la tomó por la cintura. Ella se apoyó en el pecho de Crawford. Cuando se recuperó, él la sostuvo con los brazos estirados para que siguiera nadando y calmó las aguas caóticas. Nadó un momento y le sonrió cuando ella empezó a bambolear confiadamente las redondeadas caderas.

—Impresionante —comenté—. ¿Quién es en realidad?

—Ni Bobby Crawford lo sabe. Antes del desayuno es tres personas diferentes. Por la mañana saca del armario una de esas personalidades y decide cuál va a vestir ese día.

Hablaba con aspereza como negándose a que la atraparan las galanterías de Crawford, pero en apariencia inconsciente de la sonrisa afectuosa que le asomaba a los labios, como una amante que recuerda una vieja aventura. Era evidente que le molestaba el encanto y la seguridad de Crawford, y me pregunté si no la habrían seducido alguna vez. Crawford habría descubierto que jugar con esta doctora temperamental de lengua afilada era más difícil que jugar con la máquina de tenis.

—Paula, ¿no eres un poco dura con él? Bobby parece bastante simpático.

—Claro que lo es. En realidad, me cae bien. Es un cachorro grande con un montón de ideas que no sabe muy bien cómo masticar. Es el loco del tenis que ha asistido a un curso en la Universidad Abierta y piensa que la sociología de bolsillo es la respuesta a todo. Es muy divertido.

—Quiero hablar con él sobre Frank. Tiene que saber todo lo que hace falta saber sobre Estrella de Mar.

—Seguro. Ahora todos cantamos alabanzas a Bobby. Ha cambiado nuestra vida y casi ha arruinado la clínica. Antes de que llegara, había una unidad de desintoxicación que era una fábrica de dinero. El alcoholismo, el hastío y las benzodiacepinas llenaban las camas. Pero Bobby Crawford asoma la cabeza por la puerta y todo el mundo se incorpora y corre a las pistas de tenis. Es un hombre asombroso.

—Supongo que lo conoces bien.

—Demasiado bien. —Paula rió entre dientes—. Parezco mala, ¿no? Pero te alegrará saber que no es un buen amante.

—¿Por qué no?

—No es bastante egoísta. Los hombres egoístas son los mejores amantes. Están preparados para invertir en el placer de la mujer y sacar así mayores dividendos. Tú tienes pinta de entenderlo.

—Espero que no. Eres muy franca, Paula.

—Ah… una manera astuta de esconder cosas.

Entusiasmado con ella, le pasé la mano por la cintura. Paula dudó unos instantes, y al fin se apoyó contra mí. A pesar de que se mostraba tan segura, le faltaba confianza en sí misma, una característica que yo admiraba. Al mismo tiempo, me provocaba con su cuerpo, tratando de estimularme y recordándome que Estrella de Mar era un baúl de misterios de los que quizá ella tenía la llave. Yo ya sospechaba que sabía mucho más sobre el incendio y la confesión de Frank de lo que me había dicho.

Salimos del balcón y la llevé al dormitorio en sombras. Mientras nos abrazábamos le apoyé una mano en el pecho, seguí con el índice la vena azul que asomaba en la piel bronceada y fui descendiendo a las tibias profundidades debajo del pezón.

Me miró un momento, curiosa por ver qué haría a continuación. Y en seguida, me dijo sin apartarme la mano:

—Charles, te hablo como médica: ya has tenido bastantes tensiones por hoy.

—¿Por qué? ¿Hacerte el amor sería una tensión?

—Hacerme el amor siempre es una tensión. Bastantes hombres en Estrella de Mar podrían confirmártelo. No quiero volver a visitar el cementerio.

—La próxima vez que vaya, leeré los epitafios. ¿Está lleno de amantes tuyos, Paula?

—Uno o dos. Como se suele decir, los médicos pueden enterrar sus errores.

Le toqué la sombra que le cruzaba la mejilla como una nube oscura en una película fotográfica.

—¿Quién te golpeó? Fue una buena bofetada.

—No es nada. —Se tapó la cara con la mano—. Me lo hice en el gimnasio. Alguien tropezó conmigo.

—En Estrella de Mar juegan duro. La otra noche en el parque…

—¿Qué pasó?

—No estoy seguro… pero si se trataba de un juego, era uno muy duro. Un amigo de Crawford trató de violar a una chica. Lo curioso es que a ella pareció no importarle.

—Típico de Estrella de Mar.

Se apartó de mí, se sentó en la cama y alisó la colcha, como si buscara la marca del cuerpo de Frank. Por un momento pareció olvidarse de que yo estaba con ella en la habitación. Miró el reloj y se acordó de quién era.

—Tengo que irme. Cuesta entenderlo, pero en la clínica todavía quedan algunos pacientes.

—Claro. —Mientras íbamos hacia la puerta, le pregunté—: ¿Por qué estudiaste medicina?

—¿No crees que soy buena?

—Estoy seguro de que eres la mejor. ¿Tu padre es médico?

—Es piloto retirado de Qantas. Mi madre nos dejó cuando conoció a un abogado australiano en un vuelo stand-by.

—¿Te abandonó?

—Así como lo oyes. Yo tenía seis años pero ya me daba cuenta de que nos había abandonado aun antes de que hiciera las maletas. A mí me crió la hermana de mi padre, una ginecóloga de Edimburgo, y fui muy feliz, de veras, por primera vez.

—Me alegro.

—Era una mujer asombrosa… una solterona empedernida, no muy aficionada a los hombres, pero muy aficionada al sexo. Increíblemente realista en todo, pero especialmente en cuanto al sexo. En muchos aspectos vivía como un hombre: consíguete un amante, jódelo, sácale todo el sexo que puedas y después tíralo.

—Una dura filosofía… terriblemente parecida a la de una puta.

—¿Y por qué no? —Paula me observó mientras yo abría la puerta, agradablemente sorprendida de haberme impresionado—. Unas pocas buenas mujeres han probado la prostitución, más quizá de lo que te imaginas. Es una educación por la que no pasa la mayoría de los hombres.

La seguí hasta el ascensor admirando su descaro. Antes de que las puertas se cerraran, se inclinó y me besó en la boca, tocándome ligeramente los moretones del cuello.

Me acaricié el cuello dolorido y me senté en el sillón tratando de no tener en cuenta el collar ortopédico que estaba sobre el escritorio. Aún tenía el gusto del beso de Paula en los labios, el aroma a carmín y perfume norteamericano. Pero sabía que el mensaje transmitido no era pasión. Los dedos en mi cuello habían sido un recordatorio, inscrito en el teclado de mis moretones, de que necesitaba encontrar nuevas pistas en la senda que llevaba al asesino de los Hollinger.

Oí la máquina de tenis disparando servicios al otro lado de la red de prácticas, y los chapoteos del equipo mariposa… Recogí la chaqueta del escritorio y me palpé los bolsillos buscando un cigarrillo, el mejor antídoto para tanto ejercicio y tanta salud.

La cinta de vídeo que me había llevado del cuarto de Anne Hollinger sobresalía del bolsillo interior. Me puse de pie, encendí el televisor e inserté el casete en el aparato. Si Anne, mientras estaba sentada en el baño con una aguja en el brazo, había grabado algún programa en directo, yo podría determinar el momento exacto en que el fuego había devorado la habitación.

La cinta empezó a girar y la pantalla se iluminó y mostró una habitación vacía en un apartamento art déco: un decorado blanco sobre blanco, muebles de color hielo pálido y lámparas empotradas en ventanucos redondos. Una cama grande con un edredón de satén azul y una cabecera acolchada ocupaba el centro de la escena. Un osito de peluche amarillo con un repugnante tinte verdoso en la piel estaba sentado contra las almohadas. Sobre la cama había un estante estrecho con animales de cerámica que parecían la colección de una adolescente.

La cámara, de mano giró hacia la izquierda mientras dos mujeres entraban en la habitación por una puerta espejo. Ambas iban vestidas de boda; la novia con un vestido largo de seda color crema, un torso de encaje del que emergía un cuello bronceado, y clavículas fuertes. La cara estaba oculta detrás del velo, pero se alcanzaba a ver una barbilla bonita y una boca decidida que me recordó a Alice Hollinger en la época de J. Arthur Rank. La dama de honor llevaba un vestido hasta, la pantorrilla, guantes blancos, una toca y el cabello recogido sobre una cara muy bronceada. Me recordaron a las mujeres que tomaban el sol en el Club Náutico: brillantes, a años luz de cualquier noción de aburrimiento, muy felices tumbadas de espaldas.

La cámara las siguió mientras se quitaban los zapatos y se soltaban la ropa, ansiosas por regresar a los baños de sol. La dama de honor se desabrochó el vestido mientras ayudaba a la novia a bajarse la cremallera. La cámara las dejó con sus bromas y risitas al oído, y enfocó al osito de peluche con un zum torpe que desfiguraba la cara de nariz de botón.

La puerta espejo volvió a abrirse y reflejó por un instante un balcón en sombras y los tejados de Estrella de Mar. En aquel momento entró una segunda dama de honor, una rubia platino cuarentona, con la cara llena de colorete, unos pechos de camarera apretados debajo de la chaqueta, y el cuello y el escote enrojecidos por algo más potente que el sol. Mientras se tambaleaba sobre un solo tacón, deduje que había dado un rodeo matutino de la iglesia al bar más cercano.

Las otras dos, ya en ropa interior, estaban sentadas juntas en la cama, descansando antes de cambiarse. Curiosamente, ninguna miraba al amigo que grababa ese vídeo doméstico. Empezaron a desvestirse entre ellas, soltando las tiras de los sostenes mientras se acariciaban las pieles bronceadas y se alisaban las marcas de los elásticos. La dama de honor platinada levantó el velo de la novia y la besó en la boca. Empezó a juguetear con sus pechos y sonrió con ojos asombrados al ver los pezones erectos, como si fuera testigo de un milagro de la naturaleza.

La cámara esperó pasivamente mientras las mujeres se acariciaban. Mirando esta parodia de escena lésbica, deduje que ninguna de ellas era actriz profesional. Interpretaban sus papeles como miembros de un teatro de aficionados que intervienen en una farsa picante de la Restauración.

Mientras descansaban de sus abrazos, las mujeres miraron con fingido asombro el torso y las caderas de un hombre que entró en el encuadre. Se quedó junto a la cama, con el miembro erecto, los músculos de los muslos y el pecho engrasados como carne aceitosa: el pasivo semental de hombros anchos de tantas películas pomo. Durante un instante la cámara le enfocó la mitad inferior de la cara, y casi reconocí el cuello ancho y la barbilla regordeta.

Las mujeres se echaron hacia adelante, enseñándole los pechos. La novia, todavía con el velo, tomó el pene con las manos y empezó a chuparle la cabeza de forma distraída, como una niña de ocho años con un caramelo gigante. Cuando se tumbó y separó los muslos apreté el botón de avance rápido hasta que los entrecortados y maníacos espasmos llegaron a su clímax. Volví a la velocidad normal en el momento en que el hombre se retiraba y eyaculaba, como mandan las costumbres, entre los pechos de la mujer.

El sudor cubría los hombros y el abdomen de la novia, que apartó el velo y con un pañuelo se limpió el semen. Las facciones refinadas y la mirada desenfadada de la mujer me recordaron otra vez la escuela de Rank. Se incorporó y sonrió a las damas de honor mientras se secaba las mejillas con el velo. Tenía marcas de pinchazos en los brazos, pero era todo un ejemplo de buena salud y se rió cuando las damas de honor le deslizaron el vestido de novia por los brazos.

La pantalla se movió hacia la izquierda y las confusas manos del operador sacudieron la cámara. El objetivo se quedó quieto y enfocó a dos hombres desnudos que habían irrumpido por el balcón y ahora atravesaban corriendo el dormitorio. Las damas de honor los tomaron por la cintura y los llevaron a la cama. Sólo la novia parecía asombrada y trató de cubrirse con el vestido de novia. Forcejeó indefensa con el más fuerte de los dos, un hombre con una espalda peluda de tipo árabe que la agarró por los hombros y la tiró boca abajo.

Miré cómo se consumaba la violación tratando de evitar los ojos desesperados y aplastados contra el edredón de satén. La novia ya no actuaba ni era cómplice de la cámara. La película pomo lésbica sólo había sido un montaje para atraerla a ese apartamento anónimo, una puesta en escena para una violación real que contaba con la complicidad de las damas de honor pero no de la protagonista.

Los hombres se turnaban para violar a la despeinada novia con un repertorio preestudiado de actos sexuales. En ningún momento se les vio la cara, pero el moreno era un hombre de mediana edad, con unos brazos bronceados y rollizos de gorila de club nocturno. El más joven, con un cuerpo tubular de inglés, parecía tener poco más de treinta años. Se movía como un bailarín profesional y manipulaba rápidamente el cuerpo de la víctima mientras buscaba otra postura, otro punto de entrada. Irritado por los frenéticos gritos de la mujer, le arrancó el velo y se lo metió en la boca.

La película terminó con una mezcla de cuerpos copulando. En un extraño intento de final artístico, la cámara se movió alrededor de la cama y se detuvo brevemente al lado de la puerta espejo. El operador, me di cuenta, era una mujer. Llevaba un bikini negro, y una bolsa de cuero le colgaba del hombro. Llegué a verle la cicatriz de una operación que comenzaba en las vértebras lumbares, le rodeaba la cintura y acababa en la cadera derecha.

La película llegaba a su momento final. Los hombres se retiraron de la habitación, una mancha de muslos grasientos y culos sudorosos. Las damas de honor saludaron a la cámara con la mano, y la rubia de pechos grandes se tumbó en la cama, se puso el osito de peluche sobre el estómago y empezó a reírse mientras jugueteaba con el muñeco.

Pero yo miraba a la novia. Una expresión de coraje le asomaba aún en las facciones golpeadas. Se secó los ojos con la almohada y se frotó la piel desgarrada de los brazos y las rodillas. El maquillaje se le deslizaba en lágrimas negras por las mejillas, y el carmín aplastado le torcía la boca. A pesar de todo, se las arregló para sonreír a la cámara. La valiente starlet enfrentándose a un montón de objetivos en Fleet Street, o una niña valerosa tragando una medicina desagradable para su propio bien. Sentada con el vestido de novia arrugado en las manos, apartó la mirada de la cámara y le sonrió al hombre cuya sombra se veía en la, pared, junto a la puerta.