9

El infierno

Una nube de polvo ceniciento cubría las laderas de las colinas mientras las ruedas del coche de Cabrera mordían la acera, un manto calcáreo que se arremolinaba entre las palmeras y flotaba sobre las entradas de las mansiones junto al camino. Cuando el aire se aclaró, vimos la casa Hollinger en su montaña de fuego, un vasto enrejado obstruido con brasas apagadas. Paula, con los dientes apretados, movía el cambio de marchas para seguir al coche del policía por las curvas, disminuyendo la velocidad sólo por respeto a mi garganta lastimada.

—No deberíamos estar aquí —me dijo, aún claramente impresionada por el ataque que yo había sufrido y la idea de que hubiera semejante violencia en Estrella de Mar—. No descansas bastante. Quiero que vengas mañana a la clínica para otra radiografía. ¿Cómo te sientes?

—¿Físicamente? Diría que soy una ruina completa. Mentalmente, bien. El ataque puso algo en marcha. Quienquiera que lo haya hecho, tenía manos hábiles. Una vez vi a unos estranguladores profesionales en el norte de Borneo, ejecutando a supuestos bandidos. Muy desagradable, pero en cierta forma creo que…

—¿Sabes lo que se siente? Me parece que no. —Disminuyó la velocidad para poder mirarme—. Cabrera tenía razón: pareces un poco eufórico. ¿Estás en condiciones de ir a la casa Hollinger?

—Paula, deja de hacerte la niña juiciosa. Este caso está a punto de resolverse, lo presiento, y creo que Cabrera también.

—Él presiente que vas a conseguir que te maten. Tú y Frank… pensaba que erais muy diferentes, pero estás más loco que él.

Apoyé el collar ortopédico contra el reposacabezas y la observé inclinada sobre el volante. Decidida a que Cabrera no la dejara atrás, miraba fieramente el camino y apretaba el acelerador cada vez que tenía una mínima oportunidad. La lengua afilada y los modales bruscos ocultaban una inseguridad que me parecía bastante atractiva. Fingía mirar desde arriba a la comunidad de expatriados de la costa, pero curiosamente se tenía en muy baja estima y se irritaba cada vez que intentaba burlarme de ella. Sabía que se sentía molesta consigo misma por haberle ocultado a Cabrera que había estado en el apartamento, presumiblemente por miedo a que supusiera que teníamos alguna aventura.

Miguel, el taciturno chófer de los Hollinger, estaba abriendo la puerta cuando alcanzamos a Cabrera. El viento había movido la ceniza que cubría el jardín y la pista de tenis, pero la propiedad seguía bañada en una luz marmórea, un mundo de penumbras avistado apenas en un sueño mórbido. La muerte había llegado a casa de los Hollinger y había decidido quedarse, acomodando unas faldas cenicientas sobre las sombras de los senderos.

Cabrera nos saludó cuando nos detuvimos y caminó con nosotros hasta la escalinata de la casa.

—Doctora Hamilton, muchas gracias por dedicarnos un poco de tiempo. ¿Está listo, señor Prentice? ¿No está muy cansado?

—No, para nada, inspector. Si siento que voy a desmayarme, esperaré fuera. La doctora Hamilton podría describírmelo más tarde.

—Muy bien. Al fin le oigo algo sensato. —Me observaba cuidadosamente, estudiando mis reacciones, como si yo fuera una cabra atada cuyos balidos podían sacar al tigre de su guarida. Yo estaba seguro que en ese momento él no quería que yo regresase a Londres.

—Bueno… —Cabrera le dio la espalda a las pesadas puertas de roble, todavía precintadas por la policía, y señaló el sendero de grava que rodeaba la parte suroeste de la casa y que llevaba a la cocina y el garaje—. Es muy peligroso entrar en el salón y las habitaciones de abajo, por lo tanto, sugiero que sigamos el camino que tomó el asesino. Así veremos los acontecimientos en el orden en que sucedieron. Nos ayudará a entender qué pasó esa tarde, y, quizá, a entender la psicología de las víctimas y el asesino…

Cabrera, satisfecho con su nuevo papel de guía turístico de una mansión señorial, nos llevó alrededor de la casa. El Bentley de los Hollinger, una reliquia azul, estaba fuera del garaje y era la única entidad limpia y brillante del lugar. Miguel había lavado y encerado la limusina, y los guardabarros centelleaban sobre las ruedas. Nos había seguido por el sendero y ahora esperaba pacientemente junto al coche. Sin dejar de mirarme, levantó la gamuza y empezó a lustrar la parrilla del radiador.

—Pobre hombre… —Paula me tomó por el brazo, evitando mirar los trozos de vigas calcinados que nos rodeaban, y trató de sonreír al chófer—. ¿Te parece bien que se quede ahí?

—¿Por qué no? Parece como si aguardara el regreso de los Hollinger. Inspector, ¿qué sabe de la psicología de los chóferes…?

Pero Cabrera señalaba el tramo de escalera que conducía a la casa de los cuidadores, encima del garaje. La verja de hierro al lado de la puerta daba a una loma calcinada en la que había florecido un huerto de limoneros. Cabrera subió la escalera y se quedó junto a la verja.

—Doctora Hamilton, señor Prentice… desde el huerto se ve la entrada. Ahora imaginemos la situación la tarde del quince de junio. A eso de las siete la fiesta está animada, con todos los invitados en la terraza, al lado de la piscina. Como recordará, doctora Hamilton, los Hollinger salen a la galería del último piso y brindan por la Reina. Todo el mundo mira hacia arriba con las copas levantadas y nadie ve al pirómano cuando abre la verja del huerto.

Cabrera bajó la escalera y pasó junto a nosotros hacia la entrada de la cocina. Sacó un llavero del bolsillo y abrió la puerta. Agradecí la delicadeza del término «pirómano», aunque sospechaba que el recorrido estaba destinado a que yo dejara de creer en la inocencia de Frank.

—Inspector, Frank estaba en la terraza con los otros invitados. ¿Para qué iba a irse de la fiesta y esconderse en el huerto? Un montón de gente había hablado con él junto a la piscina.

Cabrera asintió comprensivo.

—Exactamente, señor Prentice. Pero nadie recuerda haber hablado con él después de las seis y medía. ¿Usted, doctora Hamilton?

—No… estaba con David Hennessy y unos amigos. No vi a Frank. —Se volvió y se quedó mirando el Bentley brillante, mientras se apretaba el moretón claro del labio como si quisiera que no desapareciese—. A lo mejor no vino a la fiesta.

Cabrera rechazó la idea con firmeza.

—Muchos testigos hablaron con él, pero ninguno a partir de las siete menos cuarto. Recuerden que el pirómano necesitaba tener el material incendiario a mano. Nadie se fijaría en un invitado que subía por la escalera hacia el huerto. Llegó y recogió sus bombas: tres bidones de éter y gasolina que había enterrado superficialmente el día anterior a unos veinte metros de la verja. Cuando empezó el brindis por la Reina, se encaminó hacia la casa. La puerta más cercana y accesible es ésta, la de la cocina.

Asentí con un movimiento de cabeza, pero pregunté:

—¿Y el ama de llaves? Lo habría visto, ¿no?

—No. El ama de llaves y el marido estaban cerca de la terraza, ayudando a los camareros contratados a servir el champán y los canapés. También levantaron sus copas y no vieron nada.

Cabrera empujó la puerta y nos hizo señas de que entráramos en la cocina. Era una construcción de ladrillos anexa a la casa principal y la única parte que no se había dañado. Unas sartenes colgaban de las paredes, y los estantes estaban repletos de especias, hierbas y aceite de oliva. No obstante, el hedor fermentado de las alfombras mojadas y el olor acre de las telas ennegrecidas llenaban la habitación. El suelo estaba encharcado y había que caminar por unos tablones empapados puestos por los investigadores de la policía. Cabrera esperó a que entráramos.

—De modo que el pirómano se introduce en la cocina vacía y echa llave a la puerta —continuó—. La casa ahora está cerrada al mundo exterior. Los Hollinger prefieren que sus invitados no entren, así que han echado llave a todas las puertas de la terraza. En realidad, los invitados estaban completamente separados de los anfitriones… Una costumbre inglesa, supongo. Ahora sigamos al pirómano cuando sale de la cocina…

Cabrera nos guió hasta la despensa, una habitación grande que ocupaba una parte del anexo. Un refrigerador, una lavadora y una secadora se alzaban en el suelo de cemento rodeadas de charcos de agua. Al lado de un congelador, había un cuarto bajo que guardaba el sistema de calefacción y aire acondicionado central. Cabrera entró y señaló el aparato parcialmente desmantelado, una estructura del tamaño de una caldera que parecía una turbina.

—El colector de entrada extrae aire por un conducto en el techo. El aire se filtra y humidifica, después se enfría durante el verano o se calienta en invierno y por último se bombea a las habitaciones de la casa. El pirómano apaga el sistema; necesita sólo unos minutos y nadie lo notará. Quita la cubierta del humidificador, saca el agua y lo llena con la mezcla de éter y gasolina. Ahora está todo preparado para una enorme y cruel explosión…

Cabrera nos condujo por el pasillo de servicio que llevaba a la casa. Nos detuvimos en el espacioso salón y nos miramos en los espejos manchados de espuma como visitantes de una gruta marina. La escalera subía unos pocos peldaños y se dividía debajo de una enorme y majestuosa chimenea que dominaba el salón. En la rejilla de hierro había trozos de tela quemada. La ceniza había sido cuidadosamente tamizada por los investigadores de la policía.

—Todo está listo —continuó Cabrera observándome atentamente—. Los invitados están fuera, de fiesta ansiosos por acabar el champán. Los Hollinger, Anne la sobrina, la criada sueca y el secretario, el señor Sansom, se han retirado a las habitaciones para huir del ruido. El pirómano trae el otro bidón de gasolina y éter y empapa una alfombra pequeña que ha puesto en la chimenea. Las llamas, que enciende con unas cerillas o un encendedor, estallan rápidamente. Regresa a la despensa. Mientras el fuego empieza a apoderarse de la escalera pone en marcha el aire acondicionado…

Cabrera se detuvo y esperó; Paula me apretaba el brazo con una mano y se mordía los nudillos.

—Es terrible pensarlo, pero al cabo de unos segundos la mezcla de gasolina empieza a circular por los conductos de ventilación y entra en combustión inflamada por las llamas de la escalera. Las habitaciones del piso de arriba se convierten en un infierno. Nadie escapa, a pesar de que hay una escalera de emergencia que lleva a la terraza desde una puerta en el descanso. La filmoteca del señor Hollinger, en la habitación contigua al estudio, se suma al fuego. La casa es un horno, y todos los que están dentro mueren en cuestión de minutos.

Sentí que Paula se tambaleaba contra mí y le pasé un brazo por los hombros temblorosos. Estaba llorando y las lágrimas me mancharon las solapas de la chaqueta de algodón. Parecía a punto de desplomarse, pero de pronto se enderezó y murmuró:

—Dios mío, ¿quién pudo hacer algo así?

—Frank seguro que no, inspector —le dije a Cabrera lo más tranquilamente que pude, sin dejar de sostener a Paula—. Desmontar el aire acondicionado y convertirlo en un arma incendiaria… Frank apenas es capaz de cambiar una bombilla. Quienquiera que lo haya hecho tiene que haber sido alguien entrenado en sabotaje militar.

—Quizá, señor Prentice… —Cabrera miró a Paula con evidente preocupación y le ofreció su pañuelo—. Pero todo puede aprenderse, especialmente las cosas peligrosas. Sigamos con nuestro recorrido.

La escalera, estaba cubierta de maderas quemadas y yeso del techo, pero los investigadores de la policía la habían despejado en parte abriendo una estrecha senda ascendente. Cabrera subió por la escalera apoyándose en la ennegrecida barandilla y hundiendo los pies en la alfombra empapada. El panel de roble que rodeaba la chimenea se había convertido en carbón, pero en algunos sitios conservaba aún el perfil de un escudo heráldico.

Nos detuvimos en el descanso, rodeados de paredes chamuscadas, con el cielo abierto sobre nuestras cabezas. En las puertas de las habitaciones sólo quedaban los picaportes y las bisagras, y a través de los marcos alcanzamos a ver los cuartos destruidos con sus muebles incinerados. El equipo forense había tendido una pasarela de tablones a través de las vigas descubiertas, y Cabrera se encaminó con cautela al primero de los dormitorios.

Ayudé a Paula a avanzar por el tablón que se balanceaba y la sostuve en el umbral. En el centro del cuarto quedaban los restos de una cama con dosel, y alrededor se veían los fantasmas carbonizados de un escritorio, un tocador y un armario grande de roble de estilo español. Sobre la repisa de la chimenea había una hilera de fotos enmarcadas. Algunos de los cristales se habían fundido con el calor, pero un marco, sorprendentemente intacto, mostraba un hombre de rostro rubicundo vestido de esmoquin, de pie ante un atril con la inscripción: «Beverly Wilshire Hotel».

—¿Es Hollinger? —pregunté a Cabrera—. ¿Hablando en Los Ángeles ante la industria cinematográfica?

—Hace muchos años —confirmó Cabrera—. Cuando llegó a Estrella de Mar era mucho más viejo. Ésta era su habitación. Según el ama de llaves, siempre dormía una hora antes de la cena.

—Qué final… —Miré los muelles del colchón; parecían los alambres de una enorme parrilla eléctrica—. Sólo espero que el pobre hombre no se haya despertado.

—En realidad, el señor Hollinger no estaba en la cama. —Cabrera señaló el cuarto de baño—. Se refugió en el jacuzzi, probablemente para salvarse del fuego.

Entramos en el baño y vimos la bañera semicircular llena de un agua alquitranada. El suelo estaba cubierto de tejas y las paredes de cerámica azul manchadas de humo, pero, por lo demás, el cuarto estaba intacto: una cámara de ejecución con muros de azulejos. Me imaginé al viejo Hollinger despertando con los postes de la cama en llamas, incapaz de avisar a su mujer en la habitación contigua, y metiéndose en el jacuzzi mientras una bola de fuego brotaba de la rejilla del aire acondicionado.

—Pobre hombre… —comenté—, morirse solo en un jacuzzi. Hay una advertencia en…

—Es posible. —Cabrera se humedeció las manos en el agua—. En realidad no estaba solo.

—¿Ah no? ¿La señora Hollinger estaba con él? —Pensé en el matrimonio de ancianos tomando un jacuzzi antes de vestirse para la cena—. En cierto sentido es bastante conmovedor.

Cabrera sonrió débilmente.

—La señora Hollinger no estaba aquí, sino en la habitación de al lado.

—¿Entonces quién estaba con Hollinger?

—La criada sueca, la joven Bibi Jansen. Usted fue a su funeral.

—Sí… —Traté de imaginarme al viejo millonario y a la chica sueca juntos en el agua—. ¿Está seguro de que era Hollinger?

—Por supuesto. —Cabrera hojeó un bloc de notas—. Un cirujano de Londres identificó el clavo de acero especial que tenía en la cadera derecha.

—Dios mío… —Paula me soltó el brazo y pasó al lado de Cabrera hacia el lavabo. Se miró en el espejo empañado, como si tratara de reconocer su propia imagen, y se inclinó sobre la loza llena de ceniza con la cabeza gacha. Me di cuenta de que la visita a la casa era mucho más perturbadora para ella que para mí.

—No conocía a Hollinger ni a Bibi Jansen —le dije a Cabrera—, pero es difícil imaginárselos a los dos juntos en un jacuzzi.

—Técnicamente, es correcto. —Cabrera continuaba mirándome con atención—. Pero sería más correcto decir que eran tres.

—¿Tres personas en el jacuzzi? ¿Quién era la tercera?

—El hijo de la señorita Jansen. —Cabrera acompañó a Paula a la puerta—. La doctora Hamilton puede confirmar que estaba embarazada.

Mientras Cabrera inspeccionaba el baño y medía las paredes con una cinta métrica, salí con Paula del dormitorio de Hollinger. Entramos por la pasarela de tablones en una pequeña habitación que daba al pasillo. Aquí el fuego había sido todavía más feroz. Los restos ennegrecidos de una muñeca grande yacían en el suelo como un bebé calcinado, pero el torrente de agua que la manguera había lanzado por el techo había borrado cualquier otra huella. En un rincón, una pequeña mesa se había salvado del riego y aún sostenía un lector de CD.

—Era la habitación de Bibi —me dijo Paula con voz cansada—. Ese calor tuvo que ser… No sé por qué estaba aquí, lo lógico era que se encontrara junto a la piscina, con los demás.

Alzó la muñeca, la puso sobre los restos de la cama y se sacudió la ceniza de las manos. Tenía en la cara una expresión que era de dolor y en seguida de ira, como si hubiera perdido un paciente muy apreciado por la incompetencia de un colega. La rodeé con el brazo, contento de que se apoyara en mí.

—¿Sabías que estaba embarazada?

—Sí, de cuatro o cinco semanas.

—¿Quién era el padre?

—No tengo idea. No me lo dijo.

—¿Gunnar Andersson? ¿El doctor Sanger?

—¿Sanger? —Paula apretó el puño contra mi pecho—. Por favor, él era su figura paterna.

—Aun así. ¿Cuándo estuviste aquí por última vez?

—Hace seis semanas. Bibi había estado nadando por la noche y tuvo un enfriamiento en los riñones. Charles, ¿quién pudo provocar un incendio como éste?

—Frank no, eso es seguro. Dios sabe por qué confesó. Pero me alegro de que hayamos venido. Es evidente que alguien odiaba a los Hollinger.

—A lo mejor no imaginó lo rápido que ardería la casa. ¿No habrá sido una broma que salió mal?

—No, todo estaba demasiado previsto. La manipulación del aire acondicionado… fue un asunto serio.

Volvimos a reunimos con Cabrera en una habitación al otro lado del descanso. La puerta había desaparecido, absorbida por el aire de la noche en el torbellino de llamas y gas.

—Ésta era la habitación de Anne Hollinger, la sobrina —explicó Cabrera mirando sombríamente el esqueleto del cuarto destruido. Hablaba más bajo, ya no era el conferenciante de la academia de policía; estaba agotado como Paula, y como yo, por la experiencia de visitar estas cámaras de la muerte—. El calor fue tan intenso que no hubo manera de escapar. Como el aire acondicionado estaba encendido tendrían cerradas todas las ventanas.

El equipo forense había desmontado la cama, presumiblemente para retirar del colchón calcinado los restos carbonizados de la sobrina.

—¿Dónde la encontraron? —pregunté—. ¿En la cama?

—No, ella también murió en el cuarto de baño, pero no en el jacuzzi. Estaba sentada en el inodoro… una postura macabra, como El pensador de Rodin. —Paula tembló contra mi brazo, y Cabrera añadió—: Parece que al menos era feliz cuando murió. Encontramos una jeringa hipodérmica…

—¿Qué tenía dentro? ¿Heroína?

—Quién sabe. El fuego fue demasiado feroz para poder analizarla.

Debajo de la ventana, quizá gracias a la ráfaga de aire frío que había entrado cuando estallaron los cristales, habían sobrevivido un televisor y un vídeo. El mando a distancia estaba en la mesa de noche, derretido como una tableta de chocolate; en el plástico aún se veían los números borrosos.

—Me pregunto qué programa estaría mirando… —dije a mi pesar—. Lo siento… parece una crueldad.

—Lo es. —Paula meneó la cabeza, cansada, mientras yo intentaba encender el televisor—. Charles, ya hemos visto las noticias. Además, no hay electricidad.

—Ya sé. ¿Cómo era Anne? Deduzco que drogadicta.

—En absoluto, lo dejó después de la sobredosis. No sé qué se estaba inyectando. —Paula miró los tejados al sol de Estrella de Mar—. Era muy divertida. Una vez montó un camello y corrió alrededor de la plaza Iglesias, insultando a los taxistas como una torera arrogante. Una noche sacó una langosta viva del acuario del restaurante del Club Náutico y la trajo a nuestra mesa.

—¿Se la comió viva?

—No, le dio lástima el pobre bicho que sacudía un par de pinzas hacia ella y la tiró a la piscina de agua salada. Tardaron días en encontrarla. Bobby Crawford le daba de comer por la noche. Y mira dónde murió Anne…

—Paula, tú no provocaste ese incendio.

—Y Frank tampoco. —Secó las lágrimas de mi chaqueta—. Cabrera lo sabe.

—No estoy muy seguro.

El inspector nos esperaba fuera del dormitorio más grande, en el ala oeste de la casa. Las ventanas daban a una galería abierta, frente al mar, tapada por toldos que colgaban como velas negras. Desde allí Hollinger había brindado por el cumpleaños de la Reina antes de retirarse. Jirones de calicó quemados colgaban de las paredes y el vestidor parecía un revuelto depósito de carbón.

—El cuarto de la señora Hollinger. —Tropecé en la pasarela de tablones y Cabrera me sostuvo por el brazo—. ¿Está usted bien, señor Prentice? Creo que ya ha visto bastante.

—Estoy bien… terminemos el recorrido, inspector. ¿Aquí encontraron a la señora Hollinger?

—No —Cabrera señaló la otra punta del pasillo—, se refugió en el fondo de la casa, quizá las llamas eran allí más débiles.

Atravesamos el pasillo hasta una pequeña habitación; la ventana daba al huerto de limoneros. A pesar de la destrucción, era evidente que una sensibilidad sofisticada había concebido un mundo privado refinado y delicadamente precioso. Un biombo lacado separaba la cama de la salita; delante de la chimenea estaban los restos de un par de hermosos sillones estilo imperio. Dos de las paredes estaban cubiertas de libros, con los lomos pelados en las estanterías chamuscadas. Sobre la cama había un pequeño tragaluz con el único vidrio intacto de toda la planta alta.

—¿Era el estudio del señor Hollinger o la sala de su mujer?

—No… el dormitorio del señor Roger Sansom, el secretario.

—¿Y aquí encontraron a la señora Hollinger?

—Estaba en la cama.

—¿Y Sansom? —Recorrí el suelo con la mirada, casi esperando encontrar un cuerpo contra el zócalo.

—También estaba en la cama.

—¿Estaban juntos en la cama?

—En el momento en que murieron, sin duda. Él aún tenía los zapatos de ella en la mano, agarrados con fuerza…

Sorprendido, me volví para hablar con Paula, pero se había ido a hacer un último recorrido por las habitaciones. Yo no sabía casi nada de Roger Sansom, un soltero de más de cincuenta años que había trabajado para la empresa constructora de Hollinger y que después se había venido con él a España como factótum general. Pero morirse en la cama con la esposa de su patrón revelaba un excesivo sentido del deber. Era demasiado fácil imaginárselos juntos en sus últimos momentos mientras el biombo estallaba como un escudo incandescente.

—Señor Prentice… —Cabrera me hizo señas desde la puerta—. Le sugiero que busque a la doctora Hamilton. Está muy afectada; demasiada tensión para ella, usted ya ha visto lo suficiente y… quizá quiera hablar con su hermano. Puedo obligarlo a que lo reciba.

—¿Con Frank? Me parece que aquí no hay nada de lo que podamos hablar. Supongo que usted ya le habrá descrito todo esto.

—Él también lo ha visto. Al día siguiente del incendio me pidió que lo trajera a ver la casa. Ya estaba detenido, acusado de posesión de material inflamable y peligroso. Cuando llegamos a esta habitación, decidió confesar.

Cabrera me observaba con su amabilidad de costumbre, como si esperara que yo también reconociese mi papel en el crimen.

—Inspector, cuando vea a Frank le diré que he estado en la casa y comprenderá que esa confesión es absurda. Es ridículo que lo consideren culpable.

Cabrera parecía desilusionado.

—Es posible, señor Prentice. La culpabilidad es tan flexible. Es una moneda que cambia de mano… y cada vez pierde un poco de valor.

Lo dejé rebuscando en los cajones de la mesa de noche y me fui a buscar a Paula por la pasarela de tablones. En la habitación de la señora Hollinger no había nadie, pero mientras atravesaba el cuarto de la sobrina, oí la voz de Paula en la terraza de debajo.

Me estaba esperando al lado del coche mientras hablaba con Miguel que destapaba los filtros de la piscina. Me acerqué a la ventana y me asomé entre los jirones de toldo quemado.

—Ya hemos terminado, Paula. En seguida bajo.

—Perfecto. Quiero irme. Pensé que estabas mirando la televisión.

Se había recuperado y fumaba un cigarro minúsculo apoyada en el BMW evitando mirar la casa. Se acercó a la piscina entre las sillas y las mesas. Adiviné que buscaba el lugar exacto en el que ella había estado cuando empezó el incendio.

Me quedé apoyado en el alféizar admirándola y traté de aflojarme el collar ortopédico. Al mirar el televisor noté que había una cinta de vídeo que sobresalía de la boca del reproductor, expulsada por el aparato en el momento en que el calor intenso había estropeado el mecanismo. El equipo de la policía, consternado por la destrucción y la desagradable tarea de quitar los cuerpos, había pasado por alto uno de los pocos objetos que había sobrevivido tanto al fuego como al posterior diluvio de agua.

Saqué el casete cuidadosamente del aparato. La caja parecía intacta. La levanté y descubrí que la cinta estaba bien sujeta a ambos carretes. Desde el baño se veía el televisor, y me imaginé a Anne Hollinger mirando la pantalla mientras se inyectaba heroína sentada sobre el inodoro. Intrigado por ver el último programa que había visto antes de que el fuego le arrebatara la vida, me metí la cinta en el bolsillo y seguí a Cabrera escaleras abajo.