8

El olor de la muerte

—Cinco asesinatos son más que suficientes, señor Prentice. No queremos un sexto. Se lo digo oficialmente.

El inspector Cabrera levantó los robustos brazos al techo, listo para aguantar cualquier peso pero no los problemas que yo le planteaba. Yo ya era todo un seminario extra para este detective joven y atento, como si yo hubiera decidido probar personalmente, hasta hacerlas pedazos, todas las clases sobre psicología del victimismo que le habían dado los instructores de la academia.

—Comprendo, inspector, pero quizá debería hablar con el hombre que me atacó. Le agradezco que haya venido.

—Bien. —Cabrera se volvió hacia Paula Hamilton que trajinaba con mi collar ortopédico y le pidió que fuese testigo de lo que me estaba diciendo—. El juicio del hermano de usted se celebrará dentro de tres meses —me explicó lacónicamente—, así que ahora vuelva a Inglaterra o váyase a la Antártida. Si se queda, puede provocar otra muerte… esta vez la suya.

Yo estaba sentado en el sillón de Frank y masajeaba con los dedos el cuero suave de club privado. Asentí con la cabeza, pero pensaba en el cuero mucho más correoso que había dejado mi cerebro sin sangre. Paula se inclinó sobre mí, con una mano en mi hombro y la otra en el maletín médico, como si no estuviera segura de mi estado mental. Todo parecido entre Frank y yo se había borrado con el asalto en el balcón y mi ligero rechazo a aceptar que alguien había tratado de matarme.

—Ha dicho «oficialmente»… ¿Significa que me expulsan de España?

—Desde luego que no —se burló Cabrera negándose a entrar en mis juegos verbales—. La expulsión es cuestión del Ministerio de Interior y la justicia española. Puede quedarse el tiempo que se le ocurra. Al aconsejarle que se vaya le hablo como un amigo, señor Prentice. ¿Qué va a hacer aquí? Es una lástima, pero su hermano no quiere verlo.

—Inspector, quizá ahora cambie de idea.

—Aun así, no influirá en el juicio. Piense en la seguridad de usted. Anoche un hombre trató de matarlo.

Me acomodé el collar y le indiqué a Cabrera que se sentara, preguntándome a la vez cómo podría tranquilizarlo.

—En realidad, no creo que haya querido matarme. En ese caso yo no estaría sentado aquí.

—Eso es absurdo, señor Prentice… —Cabrera desdeñó pacientemente esta noción de amateur y señaló el balcón—. Puede que lo hayan visto desde abajo por la luz del faro. Tuvo suerte una vez, pero dos es mucho esperar. Doctora Hamilton, dígaselo. Convénzalo de que aquí su vida está en peligro. Hay gente en Estrella de Mar que protege su vida privada por encima de todo.

—Charles, piénsalo. Has estado haciendo un montón de preguntas espantosas. —Paula se sentó en el brazo de mi sillón—. No puedes ayudar a Frank, y además han estado a punto de asesinarte.

—No… —Traté de separar el collar ortopédico de los músculos magullados de mi cuello—. Fue un aviso… una especie de billete de vuelta gratis a Londres.

Cabrera acercó una silla y se sentó a horcajadas, apoyando los brazos en el respaldo como si examinara a un mamífero grande y obtuso.

—Si fue un aviso, señor Prentice, tendría que escucharlo. No es bueno andar tentando la suerte.

—Exactamente, inspector. Éste es el progreso que esperaba. Está claro que he provocado a alguien, casi por descontado al asesino de los Hollinger.

—¿No le vio la cara? ¿Ni reconoció los zapatos o la ropa? ¿O la loción…?

—No, me agarró por detrás. Tenía un olor extraño en las manos, quizá algún aceite especial que usan los estranguladores profesionales. Seguro que no es la primera vez que lleva a cabo un ataque parecido.

—¿Un asesino profesional? Entonces me sorprende que pueda hablar. La doctora Hamilton dice que no tiene nada en la garganta.

—Es bastante inexplicable, inspector. —Paula frunció los labios mientras señalaba los moretones que me habían dejado los dedos del agresor en el lado izquierdo del cuello. El ataque la había conmocionado. Ella, que era una mujer ingeniosa y nunca se quedaba sin palabras, ahora estaba casi en silencio. Me había dejado solo en el apartamento y en parte se sentía responsable de mis heridas. Sin embargo, no parecía sorprendida, como si hubiera esperado el ataque—. En casos de estrangulamiento —dijo con tono de conferenciante—, casi siempre aprietan la laringe. En realidad es difícil estrangular a alguien hasta que pierda el conocimiento sin causar un daño estructural en los nervios y en los vasos sanguíneos. Has tenido suerte, Charles. Probablemente te desmayaste al golpear la cabeza contra el suelo.

—No, no me golpeé. Me bajó la cabeza con mucho cuidado. Me duele la garganta… casi no puedo tragar. Utilizó una llave peculiar en el cuello, como un buen masajista. Lo curioso es que me siento como si estuviera un poco drogado.

—Euforia postraumática —comentó Cabrera que al fin conseguía meter en la conversación uno de sus seminarios de psicología—. La gente a menudo se ríe cuando sale ilesa de un accidente de avión. Llaman un taxi y se van a casa.

Cuando Cabrera llegó al apartamento y me encontró en el balcón tranquilizando a Paula y diciéndole que me sentía bien, obviamente sospechó que me había imaginado el ataque. Sólo cuando Paula le enseñó los moretones en la mandíbula y el cuello, y los coágulos en las venas hinchadas, aceptó mi relato.

Yo había recuperado el conocimiento en la madrugada; me desperté tendido en el balcón entre las plantas volcadas y las muñecas atadas a la mesa con el cinturón de mis pantalones. Casi no podía respirar. Sentía bajo el cuerpo las baldosas frías mientras el haz de luz del faro barría el grisáceo amanecer. Cuando se me despejó la cabeza, traté de recordar algún detalle de mi agresor. Había actuado con la rapidez de los especialistas en combate sin armas, como esos comandos tailandeses que yo había visto desfilar en Bangkok mientras mostraban al público cómo atrapar y matar a un centinela enemigo. Recordé los muslos y las rodillas fuertes enfundados en algún tipo de pana oscura y la suela de goma que se aferraba a las baldosas: el único ruido aparte de mis entrecortados jadeos. Estaba seguro de que el individuo había tenido cuidado de no hacerme daño. Había evitado los conductos importantes de la laringe y había apretado sólo hasta sofocarme. No había mucho más que ayudara a identificarlo. Tenía un olor oleoso y astringente en las manos, y supuse que se había dado un baño ritual.

A las seis, cuando me solté las muñecas, cojeé hasta el teléfono y le pedí con voz ronca al asombrado portero de noche que llamara a la policía y denunciara el ataque. Al cabo de dos horas, llegó un detective veterano de la brigada antirrobos de Benalmádena. Mientras el portero traducía, señalé los muebles tirados y las marcas zigzagueantes en el piso de baldosas. El detective no parecía muy convencido, y le oí murmurar «doméstica» en el teléfono móvil. Sin embargo, cuando oyó mi apellido cambió de actitud.

El inspector Cabrera llegó mientras Paula Hamilton estaba atendiéndome. El portero la había llamado mientras yo descansaba en el balcón y vino inmediatamente de la Clínica Princess Margaret. Impresionada por el ataque, e imaginando en seguida a Frank en mi lugar, se quedó tan desconcertada como Cabrera por la tranquilidad de mi reacción. La observé mientras me tomaba la presión y me examinaba las pupilas, y advertí que estaba muy perturbada: el estetoscopio se le cayó dos veces al suelo.

No obstante, me sentía más fuerte de lo que yo mismo había esperado. El ataque había reanimado mi flaqueante confianza. Durante unos instantes desesperados había forcejeado con un hombre que muy bien podía ser el responsable de la muerte de los Hollinger. Mi cuello tenía las huellas de las manos que habían llevado a la mansión los bidones de éter.

Cansado del collar y del blando sillón de cuero, me levanté y caminé hasta el balcón. Cabrera me miraba desde la puerta y contuvo a Paula cuando intentó tranquilizarme.

Señaló el brise-soeil que colgaba sobre el balcón.

—Entrar por el techo es imposible, y el balcón está demasiado alto para una escalera de mano. Es curioso, señor Prentice, pero hay una sola manera de entrar en el apartamento; por la puerta. Sin embargo, usted insiste en que la cerró con llave.

—Por supuesto. Pensaba pasar la noche aquí. En realidad, he dejado el hotel y me he trasladado al apartamento. Tengo que ver todo más de cerca.

—Entonces, ¿cómo se explica que el agresor consiguiera llegar al balcón?

—Es posible que estuviera esperándome, inspector. —Me acordé del tapón del botellón de whisky. Paula había entrado en el apartamento sin saber que el asaltante se ocultaba en la oscuridad bebiéndose tranquilamente un Orkney. Había oído nuestra pelea en el cuarto, había reconocido mi voz y esperó a que ella se marchara.

—¿Quién más tiene llaves? —preguntó Cabrera—. ¿Las mujeres de la limpieza, el portero?

—Nadie más. No, espere un minuto…

Vi que Paula me miraba por el espejo sobre la repisa de la chimenea. Con el moretón en el labio y despeinada, parecía una niña culpable, una asombrada Alicia que de repente se había convertido en una mujer adulta, atrapada en el lado equivocado del espejo. Yo no le había dicho a Cabrera que ella había estado en el apartamento la noche anterior.

—¿Señor Prentice? —Cabrera me observaba con interés—. ¿Ha recordado algo…?

—No. Las llaves no estaban guardadas en ninguna caja fuerte, inspector. Cuando la policía terminó de registrar el apartamento, y después de detener a Frank, usted se las dio al señor Hennessy. Estaban en un cajón del escritorio. Cualquiera pudo entrar y hacer una copia.

—Por supuesto. Pero ¿cómo sabía el atacante que usted estaba aquí? Decidió irse de Los Monteros a última hora de la tarde.

—Inspector… —Este joven policía, atento pero implacable, parecía decidido a convertirme en el primer sospechoso—. Soy la víctima; no puedo hablar por el hombre que trató de estrangularme. Quizá estaba en el club y me vio bajar las maletas. Tal vez llamó a Los Monteros y le dijeron que me había mudado aquí. Tendría que investigar esas pistas, inspector.

—Naturalmente… Seguiré el consejo de usted, señor Prentice. Como periodista, habrá visto muchas fuerzas policiales en acción. —Cabrera hablaba secamente mientras examinaba las marcas de zapatillas en las baldosas, como si tratase de calcular el peso del asaltante—. Yo diría que usted entiende lo que es la profesión policial.

—¿Y qué importa, inspector? —intervino Paula, irritada por el interrogatorio de Cabrera. Ahora tenía una expresión tranquila y me tomó del brazo para que me apoyara sobre su hombro—. Es bastante difícil que el señor Prentice se haya atacado a sí mismo. Y además, ¿qué motivos tendría?

Cabrera miró soñadoramente al cielo.

—¿Motivos? Sí, y cómo complican el trabajo de la policía. Los hay de muchas clases, y significan cualquier cosa menos lo que uno piensa. Sin motivos nuestras investigaciones serían mucho más fáciles. Dígame, señor Prentice, ¿ha ido a la casa Hollinger?

—Hace unos días. Me llevó el señor Hennessy, pero no pudimos entrar. Es un espectáculo deprimente.

—Muy deprimente. Le sugiero que haga otra visita. Esta mañana me han entregado el informe de las autopsias. Mañana, cuando haya descansado, lo llevaré a la casa con la doctora Hamilton. Me interesa la opinión de usted…

Pasé la tarde en el balcón con el collar ortopédico que me rozaba el cuello y los pies apoyados en el suelo rayado. Un geómetra demente había trazado con la tierra desparramada de las macetas el diagrama de una extraña danza mortal. Aún sentía las manos del atacante en mi cuello, oía la agitada respiración, que olía a whisky de malta.

A pesar de lo que le había dicho a Cabrera, yo también hubiese querido saber cómo mi atacante había entrado en la casa y por qué había elegido la misma noche en que yo había dejado el hotel Los Monteros. Ya había advertido que alguna gente me estaba vigilando; quizá me veían como algo más peligroso que el preocupado hermano de Frank. Otro asesinato no les convenía, pero un intento de estrangulamiento podía llevarme al aeropuerto de Málaga y a un rápido regreso a la seguridad de Londres.

A las seis, poco antes de que Paula regresara, me di una ducha para despejarme la cabeza. Al enjabonarme con el gel de Frank, reconocí el perfume, una mezcla extraña de pachulí y aceite de lirio; el mismo olor que había impregnado las manos del atacante cubría ahora mi cuerpo.

Mientras me enjuagaba la ofensiva fragancia, imaginé que él estaba escondido en el baño cuando llegué al apartamento, y que había tocado la botella de gel. Cuando Paula entró con su propia llave, el hombre estaría registrando el apartamento y ella no lo había visto mientras buscaba la postal.

El ataque, no obstante, lejos de conseguir que me fuera, me impulsaba a interesarme aún más por la muerte de los Hollinger y a tomar la decisión de quedarme en Estrella de Mar.

Me vestí y regresé al balcón, desde donde oía las zambullidas de los nadadores que se bañaban en la piscina de abajo y los pelotazos de los jugadores que practicaban con la máquina de tenis en las pistas. Aún tenía en la piel el leve aroma del gel de baño; el perfume de mi propio estrangulamiento me abrazaba como un recuerdo prohibido.