Un ataque en el balcón
—¿Doctora Hamilton?
Arrodillada frente a mí, con la melena alborotada alrededor de la blusa rota, estaba la joven médica que había ido al funeral con Hennessy y Bobby Crawford. Parecía sorprendida de verme allí, los ojos ligeramente bizcos mientras intentaba admitir la realidad de las cuatro paredes del cuarto y mi presencia sobre la cama. Se recuperó en seguida, apretó los labios contra los dientes y me miró con ojos centelleantes como un puma acorralado.
—Doctora, lo siento… —Me estiré para ayudarla—. Creo que le he hecho daño.
—Déjeme tranquila. No se acerque y deje de respirar de ese modo; corre el riesgo de una hiperventilación.
Levantó las manos para apartarme, se puso de pie y se acomodó la falda sobre los muslos. Hizo una mueca al verse las rodillas golpeadas, y lanzó un malhumorado puntapié a la maleta con la que había tropezado.
—Maldita cosa…
—Pensé que era…
—¿David Hennessy? Dios mío, ¿acostumbra revolcarse con él en la cama? —Se frotó las muñecas enrojecidas y se las mojó con saliva—. Torpe, pero fuerte. A Frank no le habrá sido fácil que dejara de fastidiarlo saltando alrededor.
—Paula, no sabía quién era. Todas las luces estaban apagadas.
—Está bien… cuando te me echaste encima, yo estaba esperando a otro. —Me echó una rápida sonrisa y se puso a examinarme la cara y el pecho mientras se echaba el pelo hacia atrás para ver mejor—. En fin, pienso que sobrevivirás… Lamento el puñetazo. Había olvidado qué fuerza puede llegar a tener una mujer asustada.
—Te sugiero que no aprendas boxeo chino… seguro que aquí habrá clases. —Tenía las manos impregnadas de su perfume, y sin pensarlo me las limpié en la almohada—. Ese perfume… pensé que era la loción de David.
—¿Vas a quedarte aquí? Olerás a mí toda la noche. Qué idea tan espantosa… —Se abrochó la blusa mientras me observaba con cierta curiosidad, quizá comparándome con Frank. Dio un paso atrás y tropezó con la otra maleta—. Dios mío, ¿cuántas hay? Tienes que ser una amenaza en los aeropuertos. ¿Cómo diablos has llegado a convertirte en cronista de viajes?
El bolso de Paula estaba en el suelo con el contenido desparramado alrededor de la mesa de noche. Se arrodilló y guardó el manojo de llaves, el pasaporte y el talonario de recetas. Entre mis pies había una postal dirigida al personal del club. Se la alcancé y vi que era una foto de Frank y Paula Hamilton en la puerta del bar Florian, en la Piazza San Marco. Enfundados en pesados abrigos, sonreían como una pareja en luna de miel. Yo había visto la postal en el escritorio de Frank, pero casi no la había mirado.
—¿Es tuya? —Le di la postal—. Parecen contentos.
—Lo estábamos. —Miró la foto y alisó un borde arrugado—. Fue hace dos años. Una época más feliz para Frank. He venido a buscarla. La encargamos juntos, así que en parte es mía.
—Guárdatela… a Frank no le importará. No sabía que fuerais…
—No. No te entusiasmes; somos sólo buenos amigos.
Me ayudó a arreglar la cama. Ahuecó las almohadas y estiró las sábanas con enérgicos ademanes de hospital. Era fácil imaginarla tendida en la oscuridad antes de que yo llegara, postal en mano, recordando sus vacaciones con Frank. Como me había dicho Bobby Crawford, detrás del aplomo profesional con el que ella se presentaba al mundo, parecía distraída y vulnerable, como una adolescente brillante pero incapaz de decidir quién era en realidad, quizá porque sospechaba que el papel de médica eficiente era una especie de pose.
Al guardar la postal en el bolso, sonrió con dulzura, pero en seguida reprimió esta pequeña muestra de afecto; observé que me miraba con los labios apretados. Sentí que quería hablarme de lo que sentía por Frank, pero tenía miedo de exhibir sus emociones, incluso ante sí misma. El humor irritable y los modales nerviosos de alguien que se incomodaba si tenía que estar más de unos segundos delante de un espejo, seguramente habían atraído a Frank, como me atraían a mí. Supuse que Paula Hamilton siempre se había movido por la vida en un ángulo oblicuo, alejada de sus emociones y su sexualidad.
—Gracias por la ayuda —le dije cuando terminamos de arreglar los muebles—, no quisiera asustar a la criada. Dime, ¿cómo has entrado?
—Tengo una llave. —Abrió el bolso y me enseñó un llavero—. Quería devolvérselas a Frank, pero nunca lo hice. Demasiado terminante, supongo. ¿Así que te estás mudando al apartamento?
—Por una o dos semanas. —Salimos del dormitorio al balcón. El aire fresco de la noche olía a jazmín y madreselva—. Intento hacer de hermano mayor, sin ningún éxito. Si quiero sacar a Frank de esta pesadilla, tengo que saber un poco más. Intenté hablar con él esta mañana en el juzgado de Marbella, pero no lo conseguí. Para ser franco, se negó a verme.
—Lo sé. David Hennessy habló con el abogado de Frank. —Me tocó el hombro en una repentina muestra de simpatía—. Frank necesita tiempo para pensar. A los Hollinger les ha pasado algo espantoso. Sé que es terrible para ti, pero trata de ver las cosas desde el punto de vista de Frank.
—Lo hago, pero ¿cuál es el punto de vista de Frank? Ésa es la ventana que no puedo abrir. Supongo que no crees que sea culpable…
Paula se apoyó sobre la barandilla, tamborileando el metal frío al ritmo de la música lejana de la discoteca. Me pregunté qué la había llevado al apartamento —la postal parecía un pretexto trivial para una visita de medianoche— y por qué antes se había negado a verme. Seguía mirándome a la cara, como si no estuviese segura de que podía confiar en alguien que se parecía a Frank, pero que no dejaba de ser más que una segunda versión agrandada y torpe.
—¿Culpable? No, no lo creo… aunque no estoy segura de lo que significa culpable.
—Paula… sabemos muy bien lo que significa. ¿Frank incendió la casa de los Hollinger? ¿Sí o no?
—No. —La respuesta fue menos que inmediata, pero sospeché que me estaba provocando—. Pobre Frank. Lo viste el día que llegaste, ¿no? ¿Cómo estaba? ¿Duerme bien?
—No se lo pregunté. Supongo que no tiene mucho que hacer además de dormir.
—¿Te dijo algo? ¿Del incendio y cómo empezó?
—¿Cómo iba a hacerlo? Seguro que no sabe más que tú ni yo.
—No, supongo que no. —Paula caminó a lo largo del balcón, pasó junto a los helechos gigantes y las plantas carnosas, y llegó al otro extremo, donde había unas sillas arrimadas a una mesa baja y una tabla blanca de windsurf apoyada contra la pared, con el mástil y las jarcias al lado. Puso las manos sobre la superficie lisa como si fuera el pecho de un hombre. El haz de luz del faro le barría la cara, y vi que se mordía el labio golpeado, acordándose quizá del accidente que le había lastimado la boca.
De pie, junto a ella, miré la piscina silenciosa, un espejo negro que no reflejaba nada.
—Paula, no pareces muy segura de Frank. Todos los demás de Estrella de Mar están convencidos de que es inocente.
—¿Estrella de Mar? —Parecía que el nombre le despertaba cierta curiosidad, como si se refiriera a un reino mítico tan remoto como Camelot—. La gente aquí está convencida de todo tipo de cosas.
—¿Y? ¿Estás diciendo que es posible que Frank tenga algo que ver? ¿Qué sabes del incendio?
—Nada. De repente se abrió un conducto del infierno, y cuando volvió a cerrarse había cinco personas muertas.
—¿Estabas allí?
—Claro, todo el mundo estaba allí. ¿No se trataba de eso?
—¿En qué sentido? Mira…
Antes de que yo empezara a argumentar, ella se volvió, me miró a la cara y me tocó la frente con una mano tranquilizadora.
—Charles, estoy segura de que Frank no provocó el incendio. Pero es posible también que se sienta responsable de alguna manera.
—¿Por qué? —Esperé que me respondiese, pero ella miraba las ruinas oscuras de la casa Hollinger, una eminencia apagada que dominaba el pueblo. Se tocó el moretón de la mejilla y me pregunté si se habría lastimado mientras huía de las llamas. Decidí cambiar de táctica y le pregunté—: Supongamos que Frank tuviera algo que Ver. ¿Por qué querría matar a los Hollinger?
—No tiene explicación, eran las últimas personas a las que hubiera querido hacer daño. Frank es tan amable… tanto más inocente que tú, me parece, o yo. Si no me faltase valor, encendería aquí un montón de hogueras.
—No pareces muy cariñosa con Estrella de Mar.
—Digamos que conozco el lugar mejor que tú.
—¿Por qué te quedas entonces?
—Porque, en verdad… —Se apoyó contra la tabla. Una mano en la quilla, el pelo negro recortado sobre el plástico blanco: la pose de una modelo. Sentí que por alguna razón me miraba con un poco más de simpatía y dejaba al descubierto un lado casi galante de sí misma—. Tengo mi trabajo en la clínica. Es una cooperativa y me vería obligada a vender mi parte. Además, mis pacientes me necesitan. Alguien tiene que quitarles el Valium y el Mogadon, enseñarles cómo enfrentar el día sin una botella y media de vodka.
—¿Así que eres para la industria farmacéutica lo que fue Juana de Arco para los soldados ingleses?
—Algo así. Nunca me he considerado ninguna Juana. No oigo suficientes voces.
—¿Y los Hollinger? ¿Los tratabas?
—No, pero era muy amiga de Anne, la sobrina, y la ayudé a superar una sobredosis. Lo mismo que a Bibi Jansen. Estuvo en coma cuatro días. Casi se muere. La sobredosis de heroína colapsa el sistema respiratorio, tampoco es muy buena para el cerebro. A pesar de todo, la salvamos… hasta el incendio.
—¿Por qué trabajaba en casa de los Hollinger?
—La vieron en la unidad de cuidados intensivos, estaba en la cama de al lado de Anne, y prometieron cuidar de ella si se recuperaba.
Me apoyé sobre la barandilla, escuchando el ahogado ritmo de la música de la discoteca, y vi a los traficantes que rondaban cerca de la entrada.
—Siguen allí. ¿Así que hay mucha droga en Estrella de Mar?
—¿Y qué pretendes? Sé sincero, ¿qué otra cosa se puede hacer en el paraíso? Tomar el fruto psicoactivo que cae del árbol. Créeme, aquí todo el mundo trata de acostarse con la serpiente.
—Paula, ¿no es un poco demasiado cínico? —La tomé del brazo e hice que me mirara. Pensé en su fuerte cuerpo de nadadora mientras luchábamos en la cama de Frank. En sentido estricto, el intruso era yo. Durante las noches que habían pasado juntos, Frank y ella habían hecho suya esa cama, y ahora yo me entrometía entre las almohadas y los fantasmas de ambos—. No es posible que odies tanto a esta gente. Al fin y al cabo, Frank los apreciaba.
—Por supuesto. —Se contuvo, mordiéndose el labio—. Le encantaba el Club Náutico y lo convirtió en un éxito. Es prácticamente el centro neurálgico de Estrella de Mar. ¿Has visto los pueblos de la costa? Zombilandia. Cincuenta mil ingleses. Un hipertrofiado hígado lleno de vodka con tónica. Un fluido momificador que llega a cada casa como el agua corriente.
—Sí, me di una vuelta pero no aguanté más de diez minutos. El sol no brilla allí, sólo la televisión vía satélite. Pero ¿por qué Estrella de Mar es tan distinta? Alguien le dará cuerda.
—Frank. Antes de que él llegara el lugar estaba bastante dormido.
—Galerías de arte, clubes de teatro, asociaciones corales. Ayuntamiento propio, un cuerpo de vigilancia voluntario. Quizá haya algunos traficantes y un par de esposas que hacen la calle, pero parece una auténtica comunidad.
—Eso dicen. Frank siempre señalaba que el futuro sería como Estrella de Mar. Échale una mirada mientras dure.
—Quizá tenga razón. ¿Y cómo consiguió hacer todo esto él solo?
—Muy fácil. —Paula sonrió—. Tenía uno o dos amigos importantes que lo ayudaron.
—¿Tú, Paula?
—No, yo no. Descuida, nunca dejo abierto los botiquines. Quiero a Frank, pero lo último que deseo es estar en la celda de al lado en la cárcel de Málaga.
—¿Y Bobby Crawford? Él y Frank eran muy amigos.
—Muy amigos. —Apretó la barandilla con las manos—. Demasiado amigos, en realidad. Ojalá no se hubieran conocido nunca.
—¿Por qué? Crawford parece muy agradable. Un poco maníaco a veces, pero con el encanto de todo un coro de revista musical. ¿Tenía demasiado poder sobre Frank?
—Para nada. Frank utilizaba a Bobby. Ésa es la clave de todo. —Miró la casa Hollinger, y con un esfuerzo se volvió y le dio la espalda—. Bueno, tengo que pasar por la clínica. Que duermas bien, si puedes soportar esa música disco. En la víspera del incendio, Frank y yo casi pasamos la noche en vela.
—Pensaba que la relación entre vosotros se había acabado.
—Sí, se había acabado. —Me miró a los ojos—. Pero seguíamos acostándonos juntos…
La acompañé hasta la puerta; tenía ganas de volver a verla pero no sabía cómo decírselo. Durante la conversación ella había dejado deliberadamente varias puertas entreabiertas, pero supuse que la mayoría no llevarían a ninguna parte.
—Paula, una última cosa. Cuando forcejeamos en la cama, dijiste que ya no querías seguir jugando.
—¿Ah sí?
—¿A qué juego te referías?
—No sé. ¿Escarceos adolescentes? Nunca me han gustado mucho.
—Pero no era ningún escarceo. Pensaste que te estaban violando.
Me miró pacientemente, me tomó la mano, y vio la herida infectada que todavía tenía una astilla de la raqueta de Crawford.
—Tiene mala pinta. Pasa por la clínica que te la miraré. ¿Una violación, dijiste? No, te confundí con algún otro…
Después de cerrar la puerta, volví al balcón y miré hacia la piscina. La discoteca había cerrado, y el agua oscura parecía atraer todo el silencio de la noche. Paula emergió del restaurante y tomó el camino más largo hasta el parque. El bolso le rebotaba con gracia contra la cintura. Me saludó dos veces con la mano, claramente consciente de mi atención. Yo ya envidiaba a Frank por haber despertado el afecto de esta extravagante y joven doctora. Después de haber forcejeado con ella en la cama de Frank, era demasiado fácil pensar que un día haríamos el amor. La imaginé en la unidad de cuidados intensivos entre agentes de bolsa comatosos y viudas cardíacas, en la intimidad especial de los catéteres y los sueros.
Cuando los faros del coche de Paula se alejaron en la oscuridad, me aparté de la barandilla, más que dispuesto a dormir. Pero antes de que diera un paso atrás, el follaje se sacudió de repente detrás de mí, como si alguien se abalanzara a través del helecho gigante. Un par de manos violentas me agarraron por los hombros y me empujaron contra la barandilla. Sorprendido por el ataque, caí de bruces mientras una tira de cuero me apretaba el cuello. Sentí en la cara una respiración jadeante mezclada con aliento a whisky de malta. Traté de quitarme la tira, pero sentí que me arrojaban contra las baldosas como un novillo enlazado y derribado por un diestro jinete de rodeo.
Un pie pateó la mesa del balcón contra las sillas. La tira de cuero se soltó y unas manos de hombre me apretaron la garganta. Poderosas y sensibles controlaban el aire que yo podía inspirar durante los breves instantes en que aflojaba los dedos. Me buscaba los músculos y los vasos de la garganta, casi como si tocara la melodía de mi muerte.
Respirando apenas, me aferré a la barandilla mientras el haz de luz del faro se desvanecía y la noche se cerraba dentro de mi cabeza.