Una reunión del clan
Los funerales celebran el cruce de otra frontera, en muchos sentidos el más formal y prolongado de todos. Mientras unos hombres esperaban en el cementerio protestante, vestidos con sus ropas más oscuras, se me ocurrió que parecían un grupo de emigrantes adinerados haciendo cola pacientemente en un puesto fronterizo hostil, conscientes de que por mucho que esperaran sólo uno de ellos sería admitido ese día.
Frente a mí estaban Blanche y Marion Keswick, dos vivaces inglesas que regenteaban el Restaurant du Cap, una elegante brasserie del puerto. Sus trajes de seda negra brillaban bajo el sol ardiente, con un resplandor de asfalto derretido, pero ambas parecían tranquilas y atentas, como si aún vigilaran con ojo de propietarias al español que atendía la caja. La noche anterior, a pesar de la generosa propina que había dejado, apenas me sonrieron cuando las felicité por la calidad de la cocina.
Sin embargo, por alguna razón ahora parecían más simpáticas. Cuando pasé junto a ellas, esperando poder fotografiar la ceremonia, Marion me aferró el brazo con una mano enguantada.
—¿Señor Prentice? No me diga que ya se va… Si aún no ha pasado nada.
—Pensaba que ya había pasado todo —repliqué—. No se preocupe, me quedaré hasta el final.
—Parece muy nervioso. —Blanche me enderezó la corbata—. Ya sé que la tumba está abierta, pero no se preocupe, no hay sitio para usted por muy pequeña que sea la difunta. En realidad habrían podido usar un ataúd de niño. Ojalá Frank estuviera aquí, señor Prentice. Le tenía mucho cariño a Bibi.
—Me alegra saberlo. A pesar de todo, es una gran despedida. —Señalé el grupo de cincuenta personas junto a la sepultura abierta—. Cuánta gente ha venido.
—Naturalmente —afirmó Blanche—, Bibi Jansen era muy querida, y no sólo entre los jóvenes. En cierto modo es una lástima que se fuese a vivir con los Hollinger. Sé que ellos tenían buenas intenciones pero…
—Ha sido una tragedia terrible —le dije—. Hace unos días David Hennessy me llevó a la casa.
—Sí, eso he oído. —Marion me miró los zapatos cubiertos de polvo—. Me temo que David está convirtiéndose en una especie de guía turístico. No puede evitar andar por ahí metiendo la nariz. Pienso que tiene cierta debilidad por lo macabro.
—Fue una auténtica tragedia. —Los ojos de Blanche estaban ocultos en los fosos oscuros de sus gafas de sol, un mundo sin luz—. Pero quizá una de esas que acercan a las personas. Estrella de Mar está ahora mucho más unida.
Más gente estaba llegando; un número asombroso para una joven empleada doméstica. Los cuerpos de Hollinger, su mujer, la sobrina Anne y el secretario, Roger Sansom, habían sido repatriados a Inglaterra, por lo que supuse que quienes asistían al entierro de la criada sueca estaban despidiendo en cierto modo a las cinco víctimas del incendio.
Justo al otro lado del muro estaba el cementerio católico, una aldea alegre con estatuas doradas y panteones familiares que parecían villas veraniegas. Me había estado paseando entre las tumbas durante quince minutos, preparándome así para la sombría ceremonia protestante. Hasta las tumbas más sencillas estaban adornadas con flores, y en todas había una fotografía enmarcada del difunto: esposas sonrientes, adolescentes animosas, burgueses de edad madura y fornidos soldados de uniforme. El cementerio protestante, en cambio, era un camposanto de suelo áspero blanqueado por el sol, apartado del mundo (como si la muerte de un protestante fuera en cierto modo algo ilícito), en el que se entraba por una puerta pequeña con una llave que se alquilaba en la portería mediante el pago de cien pesetas. Cuarenta tumbas, unas pocas con lápida, yacían contra el muro del fondo, la mayoría de jubilados británicos cuyos familiares no podían permitirse repatriarlos.
Aunque era un sitio melancólico, había pocos signos de melancolía en la concurrencia. Sólo Gunnar Andersson, un joven sueco que arreglaba motores de lanchas en el puerto deportivo, parecía auténticamente apesadumbrado. Estaba de pie, solo, junto a la tumba abierta; delgado y encorvado de hombros; llevaba un traje y una corbata que alguien le había prestado, y una sombra de barba le oscurecía las mejillas hundidas. Se agachó y tocó la tierra húmeda, evidentemente reacio a entregar los restos de la chica a aquel abrazo pedregoso.
El resto esperaba cómodamente al sol, hablando entre ellos como miembros de una sociedad recreativa. Juntos eran una buena muestra de la comunidad de empresarios expatriados: hoteleros y dueños de restaurantes, el propietario de una compañía de taxis, dos representantes de antenas parabólicas, un oncólogo de la Clínica Princess Margaret, constructores y asesores financieros. Observando las caras bronceadas y brillantes, me llamó la atención que no hubiera nadie de la edad de Bibi Jansen, a pesar de que todos decían que había sido tan popular.
Saludé con la cabeza a las hermanas Keswick y me alejé del grupo hacia las tumbas que había junto al muro del fondo. Allí, como apartada a propósito de los demás, había una cincuentona alta, de hombros fuertes y cabellos platinados, coronados por un sombrero negro de paja de ala ancha. Nadie parecía dispuesto a acercarse a ella, y adiviné que hacía falta una invitación formal aun para saludarla de lejos. Detrás de ella, en calidad de guardaespaldas con cara de bebé, estaba el camarero del bar del Club Náutico, Sonny Gardner, con los hombros de marinero enfundados en una elegante chaqueta gris.
Yo sabía que la mujer era Elizabeth Shand, la empresaria más acaudalada de Estrella de Mar. Ex socia de Hollinger, controlaba una red de empresas inmobiliarias y del sector servicios. Parecía estudiar a los asistentes con la mirada atenta aunque tolerante de una directora en una cárcel benévola para delincuentes de guante blanco. Como si hiciera un comentario privado sobre sus propios honorarios, murmuraba entre dientes de una manera casi sospechosa; la vi como una mezcla de funcionaria severa y ama de llaves indecente, la más intrigante de todas las combinaciones.
Me habían dicho que era una de las accionistas principales del Club Náutico y una persona próxima a Frank. Estaba a punto de presentarme cuando de pronto apartó los ojos de la doliente figura del sueco y los clavó en alguien que acababa de llegar. Abrió la boca en un rictus de disgusto tan evidente, que pensé que la película de carmín se le despegaría de los labios irritados.
—¿Sanger? Dios mío, ese hombre es un caradura…
Sonny Gardner dio un paso al frente abotonándose la chaqueta.
—¿Quiere que lo eche, señora Shand?
—No, déjalo que vea lo que pensamos de él. Qué descaro tan…
Un hombre delgado, vestido con un traje tropical, de cabellos grises, se adelantaba por el terreno áspero, partiendo el aire con unas manos delicadas. Avanzaba con pasos ligeros pero cuidadosos, mientras miraba alrededor el dibujo de las piedras. Tenía una cara agradable, lisa y femenina, y la actitud relajada de un hipnotizador teatral, aunque era claramente consciente de la hostilidad de las gentes que se movían alrededor. La débil sonrisa parecía casi nostálgica, y de vez en cuando bajaba la cabeza como un hombre sensible enterado de que por alguna mínima peculiaridad de carácter no era nunca bien recibido. Con las manos a la espalda, se detuvo junto a la tumba, aplastando la grava bajo los zapatos de charol. Supuse que era el pastor sueco de alguna oscura secta luterana a la que había pertenecido la joven Bibi Jansen, y que él iba a oficiar el servicio.
—¿Es el pastor? —pregunté a Gardner, que flexionaba los brazos y amenazaba con reventar las costuras de la chaqueta—. Va vestido de una manera bastante rara. ¿Va a enterrarla él mismo?
—Algunos dicen que ya lo ha hecho. —Gardner se aclaró la garganta y buscó un lugar para escupir—. Es el doctor Irwin Sanger, el «psiquiatra» de Bibi, el único loco de todo Estrella de Mar.
Escuché el canto ronco de las cigarras mientras la gente miraba con varios grados de hostilidad al canoso recién llegado, y recordé que bajo la superficie de este amable centro turístico había muchas más tensiones de lo que parecía a primera vista. Elizabeth Shand seguía con los ojos clavados en el psiquiatra, cuestionando claramente su derecho a estar allí. Protegido por la malévola presencia de la mujer, alcé la cámara y empecé a sacar fotos.
Nadie hablaba mientras el ruido de la autopista retumbaba contra las paredes. Sabía que desaprobaban mis fotos, así como que yo siguiera en Estrella de Mar. Mirándolos a través del visor de la cámara, se me ocurrió que casi todos ellos habían estado en la fiesta de la casa Hollinger la noche del incendio. La mayoría eran socios del Club Náutico y conocían bien a Frank; y ninguno, me alivió darme cuenta, aceptaba que él fuera culpable.
Todas las mañanas, desde mi primera visita a Estrella de Mar, yo salía desde el hotel Los Monteros continuando con mi trabajo de detective. Cancelé mis obligaciones en Helsinki, llamé a mi agente en Londres, Rodney Lewis, y le pedí que dejara en suspenso todos mis otros compromisos.
—¿Eso significa que has encontrado algo? —me preguntó—. ¿Charles…?
—No, no he encontrado absolutamente nada.
—¿Pero crees que vale la pena que te quedes ahí? El juicio no empezará hasta dentro de unos meses.
—Aun así, es un sitio raro.
—Torquay también. Pero tendrás alguna idea de lo que pasó…
—Para serte franco, no, no la tengo. Pero voy a quedarme.
Nada de lo que había descubierto hasta entonces me ayudaba a entender por qué mi hermano, tranquilo e instalado por primera vez en su vida, se había convertido en un pirómano asesino. Pero si Frank no había incendiado la mansión de los Hollinger, ¿quién lo había hecho? Le pedí a David Hennessy la lista de invitados a la fiesta, pero se negó rotundamente, alegando que si Frank llegaba a retractarse, el inspector Cabrera podía incriminar a otros invitados, y quizá a toda la comunidad.
Las hermanas Keswick me dijeron que asistían a las fiestas de cumpleaños de la Reina desde hacía años. Estaban al lado de la piscina cuando el fuego salió en llamaradas por las ventanas del dormitorio, y ellas habían echado a correr hacia los coches junto con la primera desbandada de invitados. Anthony Bevis, dueño de la galería Cabo D’Ora y amigo íntimo de Roger Sansom, afirmaba que había tratado de forzar el ventanal pero que la lluvia de tejas que caía del techo lo había obligado a retroceder. Collin Dewhurst, un librero de la plaza Iglesias, dijo que había ayudado al chófer de los Hollinger a traer una escalera del garaje, pero que no había hecho otra cosa que mirar cómo el fuego quemaba los peldaños de arriba.
Nadie había visto a Frank escurrirse en la casa con los letales bidones de éter y gasolina, ni encontraban ningún motivo por el cual Frank hubiese querido matar a los Hollinger. Observé, sin embargo, que de las treinta personas que había interrogado ninguna me había sugerido algún otro sospechoso. Algo me decía que si sus amigos creían realmente en la inocencia de Frank, tendrían que haber dado alguna pista sobre la identidad del auténtico asesino.
Estrella de Mar parecía un lugar sin sombras, con sus encantos tan al desnudo como los pechos de las mujeres de todas las edades que tomaban sol en el Club Náutico. La gente refugiada en aquella bonita península era un ejemplo de la liberación que un sol brillante y continuo provoca en los británicos. Yo comprendía por qué los residentes no tenían muchas ganas de que escribiese sobre ese paraíso privado, y ya había empezado a ver el pueblo de la misma manera. Cuando sacara a Frank de la cárcel, me compraría un apartamento y lo convertiría en mi base de invierno.
En muchos aspectos, Estrella de Mar era la paradisíaca capital de condado inglés de los míticos años treinta, devuelta a la vida y trasladada al sur y al sol. Aquí no había bandas de adolescentes aburridos, ni suburbios desarraigados donde los vecinos apenas se conocían y que como ciudadanos sólo eran leales al hipermercado o la tienda de bricolaje más próximos. Como nadie se cansaba de decir, Estrella de Mar era una auténtica comunidad, con escuelas para los niños franceses e ingleses, una próspera iglesia anglicana y un concejo local que se reunía en el Club Náutico. En este rincón de la Costa del Sol, aunque modestamente, un siglo veinte más feliz se había redescubierto a sí mismo.
La única sombra que caía sobre plazas y avenidas era el incendio de la casa Hollinger. A última hora de la tarde, cuando el sol se desplazaba más allá de la península y se encaminaba hacia Gibraltar, la silueta de la mansión destruida avanzaba a lo largo de las calles bordeadas de palmeras, oscurecía el pavimento y las paredes de los chalets de abajo, y envolvía al pueblo en su sombría mortaja.
Mientras esperaba el ataúd de la chica sueca, entre las tumbas y al lado de Elizabeth Shand, se me ocurrió que Frank quizá se había declarado culpable para salvar Estrella de Mar de una invasión de la policía británica y española, o de detectives privados contratados por la familia de los Hollinger. Esta inocencia podía incluso ser la explicación de los voyeurs que yo había descubierto a la luz de los faros en el parque del Club Náutico. Nunca habían visto una violación y observaron el asalto como si fuera algún rito folklórico o pagano de un mundo más primitivo.
Una de las parejas, sospeché, estaba presente en el entierro: un contable retirado de Bournemouth y una mujer de mirada perspicaz que tenían una tienda de vídeos en la avenida Ortega. Ambos trataban de evitar la lente de mi cámara y no se quedaron tranquilos hasta que un coche fúnebre, un Cadillac negro, se detuvo fuera del cementerio.
En Estrella de Mar, la muerte era la única franquicia concedida a los españoles. Los empleados de la funeraria de Benalmádena sacaron el féretro lustroso del coche y lo depositaron sobre un carro pequeño a cargo del personal del cementerio. Precedido por el reverendo Davis, el serio y pálido vicario de la iglesia anglicana, el carrito traqueteó hacia la tumba. El clérigo tenía los ojos fijos en las ruedas que chirriaban y aguantaba el ruido con los dientes apretados. Parecía turbado e incómodo, como si de alguna manera culpara a todos los demás por la muerte de la chica sueca.
Unos tacones altos golpetearon en el suelo de piedra cuando todos dieron un paso al frente. Las cabezas gachas evitaban mirar el ataúd y aquella bóveda hambrienta que pronto lo devoraría. Sólo Gunnar Andersson miró cómo desaparecía sacudiéndose mientras los sepultureros lo bajaban con cuerdas. Unas lágrimas le brillaron sobre la barba rala de las mejillas. Al fin, cuando los hombres esgrimieron las palas, Andersson se instaló sobre el montículo de tierra húmeda con una larga pierna a cada lado demorando el entierro hasta último momento.
A pocos metros de él, el doctor Sanger miraba el ataúd. El pecho delgado se le alzaba a intervalos de diez segundos como si intentara inconscientemente recuperar el aliento. Sonrió de una manera tierna pero casi remota, como el dueño de una muerta que recuerda brevemente los días felices que han pasado juntos. Recogió un puñado de tierra, lo echó sobre el ataúd y se pasó la mano por la abundante mata de pelo, dejando unos granos de arena en las ondas plateadas.
El reverendo Davis estaba a punto de hablar, pero esperó a que un grupo de rezagados acabase de entrar en el cementerio. David Hennessy encabezaba la marcha, saludando con la cabeza y asegurándose de que estaban todos los que él había avisado, contento de poder ayudar a un club aún más grande que el Náutico, con un número ilimitado de socios y sin lista de espera.
Detrás, con la cara oculta por un pañuelo de seda, estaba la doctora Paula Hamilton, la nadadora de pelo negro que yo había visto poco después de mi llegada. Médica residente de la Clínica Princess Margaret, era una de los pocos que se había negado a hablar conmigo. No me había devuelto las llamadas telefónicas y no había querido verme en la clínica. Parecía igual de reacia a asistir al entierro, detrás de Hennessy, con los ojos fijos en los tacones del hombre.
Bobby Crawford, el tenista profesional del Club Náutico, la siguió desde la puerta. Vestido con un traje de seda negra, corbata y gafas de sol, parecía un gángster atractivo y afable. Saludó a los demás con la mano, tocando aquí un hombro, palmeando allá un brazo. Todo el mundo se reanimó de pronto, y hasta Elizabeth se levantó el ala del sombrero de paja y le sonrió maternalmente, abultando los labios carnosos mientras murmuraba entre dientes alguna palabra amable.
El reverendo Davis terminó su mecánico discurso sin mirar alrededor, con evidentes deseos de volver cuanto antes a su iglesia. Las piedras chocaban contra la tapa del féretro mientras los sepultureros echaban paladas de tierra en la tumba, inclinados bajo el sol. Andersson, incapaz de dominarse, le quitó la pala al mayor de los hombres, la clavó en el montículo de tierra blanda y empezó a echar polvo y arena sobre el ataúd, decidido a ocultar a la chica muerta la visión de aquel mundo que le había fallado.
El cortejo empezó a dispersarse guiado por el incómodo clérigo, y todos se volvieron a mirar cuando una pala golpeó contra una vieja lápida de piedra. Se oyó un grito agudo, casi ahogado, que la señora Shand repitió involuntariamente.
—¡Doctor Sanger…! —Andersson, con un pie a cada lado de la tumba y la pala cruzada sobre el pecho como una lanza de caballería, miraba al psiquiatra con ojos desquiciados—. Doctor, ¿para qué ha venido? Bibi no lo ha invitado.
Sanger levantó las manos, tanto para calmar a la gente como para contener al joven sueco. Pareció que la melancólica sonrisa le flotaba ahora fuera de los labios. Con la mirada baja, se apartó de la tumba por última vez, pero Andersson se negaba a dejarlo pasar.
—¡Doctor Sanger! Profesor… no se vaya… —Andersson se rió señalando la tumba—. Querido doctor, Bibi está aquí. ¿Ha venido a acostarse con ella? Puedo hacerle sitio…
La reyerta fue breve, pero desagradable. Los dos hombres se enzarzaron como escolares torpes, jadeando y tironeando hasta que Bobby Crawford le quitó la pala a Andersson y lo arrojó al suelo de bruces. Ayudó a Sanger a ponerse de pie, y le sacudió las solapas. Blanco como un papel y con el pelo plateado revuelto alrededor de las orejas, Sanger se alejó cojeando, custodiado por Crawford, que llevaba la pala con las dos manos como si fuera una raqueta.
—Bueno, a ver si se calman… —Crawford levantó los brazos hacia el cortejo—. Esto no es una plaza de toros. Piensen en Bibi. —Mientras el avergonzado reverendo salía rápidamente por la puerta, Crawford le gritó—: Adiós, reverendo Davis. Que nuestra gratitud lo acompañe.
Tendió la pala a los impasibles sepultureros y esperó a que la gente se alejara. Se quitó la corbata de crepé negro y se encogió de hombros para acomodarse la chaqueta arrugada con el mismo movimiento que yo había visto en el presunto violador del Club Náutico.
El cementerio estaba ya casi vacío. Paula Hamilton se escabulló con Hennessy, negándome una nueva oportunidad de hablarle. Sonny Gardner ayudó a la señora Shand a entrar en el asiento trasero del Mercedes blanco, en el que se sentó con expresión adusta. Andersson miró la tumba por última vez. Le sonrió animado a Crawford, que esperaba amistosamente a un costado, saludó a la tierra recién removida y se marchó deprisa hacia la puerta.
Los enterradores inclinaron la cabeza en silencio mientras aceptaban la propina de Crawford, sabiendo que de estos extranjeros se podía esperar casi cualquier cosa. Crawford les palmeó el hombro y se quedó junto a la tumba con la cabeza gacha mientras murmuraba entre dientes. Ahora casi solo en el cementerio, había dejado de sonreír; una expresión más pensativa le apareció sobre los huesos delgados y una emoción próxima al arrepentimiento le asomó a los ojos; con un gesto de resignación se encaminó hacia la puerta.
Al cabo de unos minutos, cuando salí, lo encontré mirando las estatuas de bronce del cementerio católico por encima del muro.
—Son alegres, ¿no? —comentó cuando pasé junto a él—. Buen motivo para ser católico.
—Tiene razón. —Me detuve a observarlo—. Sin embargo, creo que ella es feliz allí donde está.
—Esperemos. Era una chica muy dulce, y ese cementerio es muy frío. ¿Quiere que lo lleve? —Señaló un Porsche aparcado debajo de los cipreses—. El pueblo está lejos para ir a pie.
—Gracias, pero tengo coche.
—¿Charles Prentice? El hermano de Frank, ¿no? —Me estrechó la mano con genuino afecto—. Bobby Crawford, tenista profesional y chico para todo en el Club Náutico. Es una lástima que tengamos que conocernos aquí. Estuve unos días fuera buscando un sitio por la costa. Betty Shand tiene ganas de abrir un nuevo club deportivo.
Mientras hablaba, me impresionó su actitud entusiasta y reconfortante, y la candidez con que me tomaba del brazo mientras caminábamos hacia los coches. Era atento y quería caerme bien; me costaba creer que fuera el presunto violador. Era posible que le hubiese prestado el coche a un amigo de gustos bastante más brutales.
—Quería hablar con usted —le dije—, Hennessy me comentó que era un viejo amigo de Frank.
—Así es. Fue él quien me trajo al club… Hasta entonces no era más que un héroe del tenis. —Sonrió enseñando unos dientes con unas fundas muy caras—. Frank hablaba siempre de ti. En cierto modo creo que tú eres su verdadero padre.
—Soy el hermano. El aburrido hermano mayor que siempre lo sacaba de apuros. Pero parece que esta vez he perdido mi capacidad.
Crawford se detuvo en medio de la carretera sin prestar atención a un coche que tuvo que esquivarlo. Miró al cielo con los brazos levantados, como si esperara que un genio comprensivo se materializara en el remolino de polvo.
—Lo sé, Charles. ¿Qué está ocurriendo? Parece una versión nueva de Kafka pero en estilo Psicosis. ¿Ha hablado con él?
—Por supuesto. Insiste en que es culpable. ¿Por qué?
—Nadie lo sabe. Todos nos devanamos los sesos. Pienso que Frank está metiéndose otra vez en juegos extraños, como esos peculiares problemas de ajedrez que siempre está resolviendo. Mueve el rey y mate en una jugada. Aunque esta vez no hay otras piezas en el tablero y se ha dado jaque mate a sí mismo.
Crawford se apoyó en el Porsche y jugueteó con el tapizado desgarrado que colgaba del techo. Detrás de la sonrisa tranquilizadora, observaba atentamente mi cara y mi postura, los zapatos y la camisa que me había puesto, como si buscara la clave del aprieto en que Frank se había metido. Me di cuenta de que era un hombre inteligente a pesar de su tenis obsesivo y de sus estudiados modales.
—¿Frank estaba furioso con los Hollinger? —le pregunté—. ¿Tenía alguna razón para querer incendiar la casa?
—No… Hollinger era un vejete inofensivo. Tampoco lo describiría como maravilloso. Alice y él fueron dos de las razones por las que Inglaterra ya no tiene industria cinematográfica. Eran unos amateurs ricos y simpáticos… nadie habría querido hacerles daño.
—Pero alguien lo hizo. ¿Por qué?
—Quizá fue un accidente… Tal vez metieron demasiados canapés en el microondas, saltó una chispa y todo el lugar ardió como un pajar. Entonces Frank, por alguna extraña razón privada, empezó a hacer de Joseph K. —Crawford bajó la voz, como si temiera que lo oyeran los muertos del cementerio—. Cuando conocí a Frank, hablaba mucho de su madre. Tenía miedo de haberla ayudado a que se matara.
—No… éramos demasiado pequeños. Ni siquiera comprendíamos por qué quiso matarse.
Crawford se sacudió el polvo de las manos, contento de que al fin compartiéramos algún tipo de complicidad.
—Lo sé, Charles. Sin embargo, no hay nada tan satisfactorio como confesar un crimen que uno no ha cometido…
Un coche salió del cementerio católico, giró y pasó al lado de nosotros. Paula Hamilton iba al volante y David Hennessy junto a ella. Hennessy nos saludó con la mano, pero la doctora Hamilton clavó los ojos en el camino mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo.
—Parece bastante alterada. —Un torpe cambio de marcha me sobresaltó de repente—. ¿Para qué ha ido al cementerio católico?
—A ver a un ex novio. Otro médico de la clínica.
—¿De veras? Qué cita tan extraña… Bastante macabra, ¿no?
—Bueno, Paula no tiene mucho que elegir… El hombre descansa bajo una losa. Murió hace un año de una de esas malarias que se contagió en Java.
—Vaya… ¿Era amiga de los Hollinger?
—Sólo de la sobrina y de Bibi Jansen. —Crawford miró el cementerio protestante a través de la puerta, mientras los sepultureros ponían las palas en el carro—. Es una lástima lo de Bibi. Paula te caerá bien, es la médica típica… una fachada de eficiencia y tranquilidad, pero bastante insegura por dentro.
—¿Y el psiquiatra, el doctor Sanger? Nadie quería verlo en el cementerio.
—Es un personaje turbio… interesante, en cierto modo. Uno de esos psiquiatras que tienen el don de rodearse siempre de un pequeño grupo.
—¿Un grupo de chicas vulnerables?
—Exactamente. Le gusta hacerse el Svengali, el manipulador de la novela de Du Maurier. Tiene una casa en Estrella de Mar y unos bungalows en el complejo Costasol. —Crawford señaló una urbanización con chalets y apartamentos a poco más de un kilómetro al oeste de la península—. Nadie sabe lo que ocurre allí, pero espero que se diviertan.
Aguardé mientras los sepultureros empujaban el carro a través de la puerta del cementerio. Una de las ruedas se metió en un agujero y una de las palas cayó del carro. Crawford dio un paso adelante, dispuesto a ayudar a los hombres, y luego los observó con tristeza mientras el carro chirriaba alejándose por el pavimento. El traje negro y las gafas de sol le daban la apariencia de una figura inquieta enfrentada a un saque rápido que no podría devolver. Supuse que él, Andersson y el doctor Sanger era los únicos que lamentaban la muerte de la chica.
—Siento lo de Bibi Jansen —dije cuando regresó al coche—. Veo que la echas de menos.
—Un poco. Pero estas cotas nunca son justas.
—¿Por qué se molestaron en venir los demás? La señora Shand, Hennessy, las hermanas Keswick… ¿Todos por una criada sueca?
—Charles, tú no la conociste, Bibi era bastante más que eso.
—Aun así. ¿El incendio no pudo haber sido un intento de suicidio?
—¿De los Hollinger? ¿En el cumpleaños de la Reina? —Crawford se echó a reír, feliz de librarse del humor sombrío que había mostrado hasta entonces—. Le habrían quitado con carácter póstumo el título de caballero inglés.
—¿Y Bibi? Deduzco que tuvo una aventura con Sanger. Quizá no era feliz con los Hollinger.
Crawford sacudió la cabeza como admirando mi ingenuidad.
—No creo. Le gustaba estar allí, Paula había conseguido que dejara las drogas.
—Pero quién sabe. A lo mejor tuvo un ataque de histeria.
—Charles, por favor. —Crawford me tomó del brazo visiblemente animado—. Sé sincero contigo mismo, las mujeres nunca se ponen tan histéricas. En mi experiencia, son muy realistas. Los hombres somos mucho más emociónales.
—¿Qué puedo hacer entonces? —Abrí la puerta del Renault y jugueteé con las llaves sin ganas de entrar y sentarme—. Necesito toda la ayuda que pueda conseguir. No dejaré que Frank se pudra en la cárcel. El abogado opina que le echarán al menos treinta años.
—¿El abogado? ¿El señor Danvila? Sólo piensa en sus honorarios. Todas esas apelaciones… —Crawford abrió la puerta y me indicó que entrara. Se quitó las gafas y me miró con aquellos ojos amables, aunque distantes—. Charles, no puedes hacer nada. Frank lo resolverá solo. Es posible que esté jugando un final de partida, pero acaba de empezar y hay otras sesenta y tres casillas en el tablero…