Un incidente en el parque
Estrella de Mar salía a divertirse. Desde el balcón del apartamento de Frank, tres plantas más arriba de la piscina, observé a los socios del Club Náutico que se instalaban al sol. Los jugadores de tenis balanceaban las raquetas mientras se encaminaban a las pistas y entraban en calor para jugar tres sets muy reñidos. Los devotos del sol se aflojaban la parte superior del traje de baño, se embadurnaban con aceite junto a la piscina, y apretaban los labios brillantes sobre el borde helado y salado de las primeras margaritas de la jornada. Una mina a cielo abierto de joyas de oro yacía entre los pechos bruñidos. El barullo de los chismorreos parecía mellar la superficie de la piscina; y la indiscreción imperaba mientras los socios se comunicaban alegremente unos a otros las audaces fechorías de la noche.
—Qué mujeres tan guapas —le comenté a David Hennessy, inmóvil detrás de mí entre las pertenencias revueltas de Frank—. La jeunesse dorée del Club Náutico, que aquí significa, cualquiera de menos de sesenta.
—Así es, querido amigo. Venga a Estrella de Mar y olvídese del calendario. —Se puso a mi lado junto a la barandilla, suspirando—. ¿No son un paisaje maravilloso? Nunca dejan de provocar un cierto cosquilleo en las pelotas.
—Triste, sin embargo, de alguna manera. Mientras ellas están aquí enseñando los pezones a los camareros, el anfitrión está sentado en una celda de la cárcel.
Hennessy me apoyó en el hombro una mano liviana como una pluma.
—Lo sé muy bien querido muchacho. Pero seguro que a Frank le alegraría verlas. El Club Náutico es obra suya… se lo debe todo a él. Créame, todos hemos brindado por él con nuestras piñas coladas.
Esperé a que Hennessy apartara la mano, tan blanda sobre mi camisa que podía haber pertenecido al más gentil y fastidioso de los proxenetas. Soso y acicalado, con una sonrisa abiertamente obsequiosa, cultivaba un estilo agradable pero ambiguo que parecía ocultar, pensaba yo, una especie de astucia sofisticada. Cada vez que intentaba mirarlo de frente, él apartaba los ojos. Si la gente del consorcio de Lloyd’s había prosperado, lo que me parecía bastante improbable, seguro que había algún motivo oculto. Me preguntaba por qué este individuo quisquilloso había elegido la Costa del Sol, y me sorprendí pensando en tratados de extradición o, más exactamente, en la falta de esos tratados.
—Me alegra que Frank haya sido feliz aquí. Estrella de Mar es el lugar más bonito que yo haya visto en la costa. Sin embargo, cualquiera pensaría que Nassau o Palm Beach son más del estilo de usted.
Hennessy saludó con la mano a una mujer que tomaba el sol en una tumbona junto a la piscina.
—Sí, mis amigos ingleses me decían lo mismo. Para serle franco, coincidí con ellos, la primera vez que vine aquí. Pero las cosas han cambiado. Este lugar no se parece a nada. Hay una atmósfera muy especial. Estrella de Mar es una comunidad auténtica. A veces hasta pienso que es demasiado animada.
—¿Distinta de los lugares de retiro a lo largo de la costa… como Calahonda y los demás?
—Muy distinta. La gente de los pueblos… —Hennessy dejó de mirar la costa envenenada—. Muerte cerebral disfrazada de cientos de kilómetros de cemento blanco. Estrella de Mar se parece más a Chelsea o al Greenwich Village de los sesenta. Hay teatro y cineclubes, un coro, clases de cordón bleu. A veces sueño con un ocio absoluto, pero aquí es imposible. Si uno se queda inactivo, al poco tiempo se sorprende en una reposición de Esperando a Godot.
—Estoy impresionado. ¿Y cuál es el secreto?
—Digamos que… —Hennessy calló y dejó que su sonrisa vagara por el aire—, es algo difícil de definir. Tiene que descubrirlo por su cuenta. Si le sobra tiempo, eche un vistazo alrededor. Me sorprende que nunca haya venido a visitarnos.
—Tendría que haberlo hecho. Pero esos rascacielos de Torremolinos proyectan una sombra muy larga. No quiero pasar por esnob, pero supuse que aquí no había más que pescado con patatas fritas, bingos y bronceador barato flotando en un mar de cerveza, no la clase de sitio que se describe en las páginas de The New Yorker.
—Seguramente. ¿Quizá ahora escriba algún artículo simpático sobre nosotros?
Hennessy me miraba con su manera afable, pero advertí que se le había encendido una señal de alerta en la mente. Entró a trancos en la sala de Frank sacudiendo la cabeza sobre los libros que la policía había sacado de los estantes durante los registros, como pensando que ya se había rebuscado bastante en Estrella de Mar.
—¿Un artículo simpático? —Pasé por encima de los cojines desparramados—. Quizá… cuando Frank salga. Necesito un tiempo para orientarme.
—Es lógico. Ni se imagina todo lo que puede encontrar. Ahora lo llevaré a casa de los Hollinger. Sé que quiere verla. Pero le advierto que necesitará nervios de acero.
Hennessy esperó mientras yo daba una última vuelta por el apartamento. En el dormitorio de Frank el colchón estaba contra la pared. Los investigadores de la policía habían roto las costuras buscando la más mínima prueba que pudiera corroborar la confesión. Había trajes, camisas y pantalones desparramados por el suelo, y un chal de encaje que había pertenecido a mi madre colgado del espejo del tocador. El lavabo del cuarto de baño estaba repleto de maquinillas de afeitar, aerosoles y cajas de vitaminas que habían barrido de los estantes del botiquín. Entre los vidrios rotos caídos en la bañera corría un hilo de gel azul.
En la repisa de la chimenea reconocí una foto de Frank y yo, de niños, junto a nuestra madre, en la puerta de la residencia de Riyadh; la picara sonrisa de Frank y mi seriedad de sabihondo hermano mayor contrastaban con la atribulada mirada de ella, que se esforzaba por sonreírle a la cámara de nuestro padre. Curiosamente, el fondo de mansiones blancas, palmeras y edificios de apartamentos me recordaba Estrella de Mar.
Junto a los trofeos de tenis había otra foto enmarcada, tomada por un fotógrafo profesional en el comedor del Club Náutico. Frank, de esmoquin blanco, relajado, y agradablemente intoxicado, resistía el asedio de sus socios favoritos: unas rubias animadas con amplios décolletages y maridos tolerantes.
Sentado al lado de Frank, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, estaba el hombre rubio que yo había visto en la pista de tenis. Congelado por la lente de la cámara, tenía el aire de un atleta intelectual. Las facciones afinadas y la mirada sensible atenuaban el aspecto musculoso del cuerpo: estaba echado hacia atrás en mangas de camisa, la chaqueta del esmoquin colgada de la silla de al lado, satisfecho de la feliz escena que lo rodeaba, pero en cierto modo por encima de ese jolgorio irreflexivo. Me pareció, sin duda como a la mayoría de la gente, una persona agradable pero de una fuerza peculiar.
—Su hermano en momentos más felices. —Hennessy señaló a Frank—. Una de las cenas del grupo de teatro. Aunque a veces las fotos engañan. Ésta fue tomada una semana antes del incendio de la mansión de los Hollinger.
—¿Y quién es ese muchacho tan pensativo que tiene al lado? ¿El Hamlet del teatro local?
—Nada de eso; es Bobby Crawford, nuestro tenista profesional, aunque yo diría que es bastante más. Tendría que conocerlo.
—Lo he conocido esta tarde. —Le enseñé a Hennessy el parche engomado que el conserje me había puesto en la herida de la palma—. Todavía tengo un trozo de raqueta en la mano. Me sorprende que juegue con una de madera.
—Así el juego es un poco más lento. —Hennessy parecía auténticamente intrigado—. Qué extraordinario. ¿Estuvo junto con él en la pista? Bobby juega bastante fuerte.
—Conmigo no jugó, pero estaba tratando de vencer a un rival muy difícil.
—¿De veras? Es increíblemente bueno y un personaje notable en todos los sentidos. En realidad es el encargado de entretenimientos, y el alma del Club Náutico. Traerlo aquí fue un golpe brillante de Frank. El joven Crawford ha transformado el lugar por completo. Para serle franco, antes de su llegada el club estaba bastante moribundo. Como Estrella de Mar, en cierto modo. Nos estábamos convirtiendo en otro pueblo adormilado. Y Bobby se metió en todo: esgrima, teatro, squash. Abrió la discoteca de abajo, y organizó con Frank la regata Almirante Drake. Hace cuarenta años, seguro que hubiera sido director del Festival de Inglaterra.
—A lo mejor todavía lo es… sin duda está preocupado por algo. Aunque parece tan joven…
—Es un ex soldado. Los mejores oficiales siempre se mantienen jóvenes. Es curioso lo de esa astilla en la mano…
Seguía tratando de quitarme la astilla de la mano mientras miraba las maderas carbonizadas de la casa Hollinger. Hennessy hablaba con el chófer español por el intercomunicador y yo estaba sentado en el asiento del pasajero junto a él, contento de que el parabrisas y la verja de hierro forjado se interpusieran entre nosotros y la mansión destruida. La mole que se alzaba en la colina —un arca incendiada por un Noé de nuestro tiempo—, todavía parecía irradiar el calor de la conflagración. Las vigas del techo sobresalían en lo alto de las paredes como el esqueleto desnudo de un barco muerto coronado por los mástiles de las chimeneas. Toldos chamuscados colgaban de las ventanas como jirones de velas, banderas negras que flameaban transmitiendo siniestras señales.
—Bueno… Miguel nos dejará entrar. Se ocupa de cuidar la casa, o lo que queda de ella. El ama de llaves y el marido se han marchado. Era demasiado para ellos. —Hennessy esperó a que se abrieran las puertas—. Debo decir que es todo un espectáculo.
—¿Y qué pasa con el chófer…? ¿Le digo que soy hermano de Frank? Quizás…
—No, le tenía mucha simpatía. De cuando en cuando iban juntos a bucear. Le impresionó mucho que Frank se declarara culpable. Como a todos nosotros, demás está decirlo.
Cruzamos la verja y avanzamos sobre la grava. El camino subía entre terrazas de palmeras enanas, buganvillas y frangipani. Las mangueras de riego atravesaban la colina como vasos de un sistema sanguíneo muerto. Las hojas y flores estaban todas cubiertas de la ceniza blanca que bañaba el ruinoso edificio con una luz casi sepulcral. En la superficie cenicienta de la pista de tenis había huellas de pies, como si tras una breve nevada un jugador solitario hubiera esperado a un rival ausente.
A lo largo de la fachada, en una terraza de mármol con vista al mar, encontré trozos de tejas y de madera quemada. Las plantas de las macetas aún estaban en flor entre las sillas y las mesas de caballete volcadas. Junto a la terraza se extendía una gran piscina rectangular, una presa ornamental construida en los años veinte, como me dijo Hennessy, según el gusto del magnate andaluz que había comprado la casa. Pilastras de mármol sostenían la plataforma del trampolín y cada una de las gárgolas era un par de manos talladas en piedra que sostenían un pez con la boca abierta. El sistema de filtros era silencioso y en la superficie del agua flotaban unos maderos hinchados, botellas de vino, vasos de papel y un cubo para hielo.
Hennessy se detuvo bajo una bóveda de eucaliptos; las flores chamuscadas parecían escobas negras. Un joven español de rostro sombrío subió los escalones desde la piscina, mirando la devastación que lo rodeaba como si la viera por primera vez. Esperé a que se acercase, pero se quedó a unos diez metros observándome con una mirada de piedra.
—Miguel, el chófer de la familia Hollinger —murmuró Hennessy—. Vive en un apartamento debajo de la piscina. Si quiere hacerle alguna pregunta, tenga un poco de tacto. La policía lo ha vuelto loco.
—¿Era sospechoso?
—¿Y quién no? Pobre tipo, el mundo se le ha venido literalmente abajo.
Hennessy se quitó el sombrero y se abanicó mientras observaba la casa. Parecía impresionado por la magnitud del desastre, pero, sin embargo, poco afectado, como un perito de seguros que inspecciona una fábrica incendiada. Señaló las cintas amarillas que precintaban las labradas puertas de roble.
—El inspector Cabrera no quiere que anden toqueteando las pruebas, aunque Dios sabe lo que habrá quedado. Hay una puerta lateral cerca de la terraza y podemos mirar por allí. Es muy peligroso entrar en la casa.
Pasé por encima de las tejas y los vasos de vino desparramados a mis pies. El calor intenso había abierto en las paredes de piedra una grieta irregular, la cicatriz de un relámpago que había condenado la propiedad a la hoguera. Hennessy encabezó la marcha hacia unos ventanales que los bomberos habían sacado de las bisagras. Un viento racheado cruzaba la terraza y una nube de ceniza blanca se arremolinaba a nuestro alrededor como un fantasma de hueso molido que corría inquieto detrás del aire.
Hennessy empujó la puerta y me indicó que me acercase mirándome con la sonrisa estirada de un guía de museo macabro. Un salón de techos altos daba al mar, a ambos lados de la península. A la luz mortecina, me sentí en un mundo acuático, en el camarote cubierto de barro de un transatlántico hundido en el mar. Empapados por el agua que había entrado desde el techo, los muebles estilo imperio y las cortinas de brocado, los tapices y las alfombras chinas parecían el decorado de un reino sumergido. El comedor estaba al otro lado de las puertas interiores, con una mesa de roble cubierta de yeso, madera y restos de la araña de cristal.
Salí del parqué y pisé la alfombra. Mis zapatos chapotearon en el agua del tejido empapado. Me di por vencido y regresé a la terraza, donde Hennessy contemplaba la península iluminada por el sol.
—Cuesta creer que un hombre haya provocado este incendio —le dije—. Frank o quien sea. El lugar ha quedado completamente destrozado.
—Estoy de acuerdo. —Hennessy miró el reloj. Ya tenía ganas de irse—. Claro que es una casa muy vieja, se podía incendiar con una cerilla.
El ruido de un partido de tenis llegaba de una pista cercana. A un kilómetro de distancia, alcancé a ver a los jugadores del Club Náutico, un resplandor de blancos a través de la bruma.
—¿Dónde encontraron a los Hollinger? Me sorprende que no hayan corrido a la terraza cuando empegó el fuego.
—Lamentablemente estaban arriba. —Hennessy señaló las ventanas ennegrecidas debajo del tejado—. Él en el cuarto de baño al lado del estudio, y ella, en otro de los dormitorios.
—¿Cuándo? ¿A las siete de la tarde? ¿Y qué hacían?
—¿Quién puede decirlo? A lo mejor él estaba trabajando en sus memorias y quizá ella se vestía para la cena. Estoy seguro de que trataron de escapar del fuego y que el calor intenso y los gases del éter los obligaron a retroceder.
Olisqueé el aire húmedo buscando el olor de los pasillos de hospital de mi infancia, cuando iba a la clínica americana de Riyadh a visitar a mi madre, pero en el aire del salón había un aroma a jardín de hierbas aromáticas después de una llovizna.
—¿Éter…? Qué extraño. Los hospitales ya no lo usan. ¿Dónde suponen que Frank compró esos bidones de éter?
Hennessy se había alejado y me observaba desde cierta distancia, como si acabara de darse cuenta de que yo era el hermano de un asesino. Miguel estaba detrás entre las mesas caídas. Juntos parecían figuras de un sueño que trataran de devolver a mi memoria unos recuerdos que yo nunca recuperaría.
—¿Éter? —reflexionó Hennessy mientras apartaba un vaso roto con el zapato—. Sí, me parece que tiene algún uso industrial. ¿No es un buen disolvente? Lo venderán en laboratorios especializados.
—¿Pero por qué no usó petróleo común? ¿O gasolina para el caso? Nadie se habría dado cuenta. Supongo que Cabrera habrá investigado quién le vendió el éter a Frank.
—Quizá, pero lo dudo. Al fin y al cabo Frank se declaró culpable. —Hennessy buscó las llaves del coche—. Charles, creo que es hora de irse. Todo esto tiene que ser espantoso para usted.
—Estoy bien. Me alegra que me haya traído. —Apoyé las manos sobre la baranda de piedra como intentando sentir el calor del fuego—. Hábleme de los demás… de la criada y la sobrina. ¿También había un secretario?
—Sí, Roger Sansom. Un hombre decente, hacía años que estaba con ellos… era casi un hijo.
—¿Dónde los encontraron?
—En la primera planta. Estaban todos en sus dormitorios.
—¿No es extraño? El fuego empezó en la planta baja. Habrían podido saltar por las ventanas. No es un salto muy arriesgado.
—Las ventanas estaban cerradas. Toda la casa tenía aire acondicionado. —Hennessy trató de sacarme de la terraza: un galerista acompañando hasta la salida a un visitante de última hora—. Todos estamos preocupados por Frank, y absolutamente desconcertados. Pero con un poco de imaginación…
—Es probable que él esté usándola demasiado… ¿Entiendo que los identificaron a todos?
—Con ciertas dificultades. Por el historial odontológico, supongo, aunque creo que ninguno de los Hollinger tenía dientes. Quizá por los maxilares.
—¿Cómo eran los Hollinger? ¿Los dos tenían más de setenta?
—Él, setenta y cinco. Y ella un poco más joven, menos de setenta, me parece. —Hennessy sonrió entre dientes, como si recordara con cariño un buen vino—. Una mujer guapa, con estilo de actriz, aunque un poco estirada para mi gusto.
—¿Y hacía veinte años que estaban aquí? Estrella de Mar tenía que ser muy diferente por aquel entonces.
—No había nada, sólo colinas peladas y algunas viñas viejas. Un montón de cabañas de pescadores y un pequeño bar. Hollinger le compró la casa a un constructor español con el que trabajaba. Créame, era un lugar hermoso.
—Y puedo imaginarme cómo se sentirían los Hollinger mientras todo este cemento subía hacia ellos trepando por la colina. ¿Eran populares aquí? Hollinger tenía suficiente dinero como para pararle los pies a cualquiera.
—Eran bastante populares. No los veíamos mucho por el club, a pesar de que Hollinger era un importante inversor. Habían pensado, me parece, que sería un club exclusivo para ellos.
—¿Entonces empezaron a llegar los chicos de oro?
—Creo que los chicos de oro no le preocupaban. El oro era uno de los colores favoritos de Hollinger. Estrella de Mar había empezado a cambiar. Les molestaban sobre todo las galerías de arte y las reposiciones de obras de Tom Stoppard. Eran muy reservados. En realidad creo que él estaba tratando de vender su parte del club.
Hennessy me siguió de mala gana por la terraza. Un balcón estrecho rodeaba la casa y conducía a una escalinata de piedra que subía por la colina a unos quince metros. La tormenta de fuego había convertido el pequeño bosque de limoneros que antes perfumaba los dormitorios con un aroma untuoso en unos tocones calcinados que sobresalían de la tierra como un bosque de paraguas negros.
—Dios mío, hay una salida de emergencia. —Señalé los escalones de hierro que descendían de una puerta de la planta alta. El calor había combado la enorme estructura que aún colgaba de la pared—. ¿Por qué no la utilizaron? Podían haberse salvado en unos pocos segundos.
Hennessy se quitó el sombrero en un gesto de respeto por las víctimas y agachó la cabeza unos instantes antes de hablar.
—Charles, no llegaron a salir. El fuego era demasiado fuerte. Toda la casa era un horno.
—Ya lo veo. Los bomberos locales no tuvieron tiempo ni de empezar a dominarlo. A propósito, ¿quién los llamó?
Pero Hennessy no me escuchaba. Dio la espalda a la casa y miró el mar. Tuve la impresión de que me contaba sólo lo que yo hubiera podido averiguar en cualquier otra parte.
—En realidad dio la alarma un conductor que pasaba. Nadie de aquí llamó a los bomberos.
—¿Y a la policía?
—No llegaron hasta al cabo de una hora. La policía española nos deja bastante tranquilos. Se denuncian pocos delitos en Estrella de Mar. Nuestro propio servicio de seguridad lo tiene todo muy vigilado.
—No llamaron a la policía ni a los bomberos hasta más tarde… —Me lo repetí imaginándome al pirómano que escapaba por la terraza desierta y saltaba el muro exterior mientras las llamas rugían a través del enorme techo—. Entonces, además del ama de llaves y el marido, ¿no había nadie?
—No exactamente. —Hennessy volvió a ponerse el sombrero y se bajó el ala sobre los ojos—. Da la casualidad de que estaba todo el mundo.
—¿Todo el mundo? ¿Se refiere al personal?
—No, me refiero… —Hennessy señaló con la mano pálida el pueblo de abajo—. Le tout Estrella de Mar. Era el cumpleaños de la Reina. Los Hollinger siempre daban una fiesta para los socios del club. Una pequeña contribución a la vida de la comunidad… un toque de nobleza obliga, debo reconocer, pero eran fiestas bastante agradables, con champán en abundancia y excelentes canapés…
Me protegí los ojos con la mano y miré el Club Náutico, imaginándome a todos los socios que levantaban campamento y marchaban hacia la casa Hollinger para el brindis real.
—El incendio ocurrió la noche de la fiesta… por eso el club estaba cerrado. ¿Cuánta gente había cuando empezó?
—Todo el mundo. Creo que ya habían llegado todos los invitados. Supongo que unos… doscientos.
—¿Doscientos invitados? —Volví a la parte sur de la casa, donde el balcón miraba a la terraza y la piscina. Me imaginé las mesas de caballetes cubiertas de manteles, los cubos para hielo brillando bajo las luces y los invitados charlando junto al agua serena—. ¿Toda esa gente aquí, doscientos al menos, y nadie entró en la casa para intentar salvar a los Hollinger?
—Querido muchacho, las puertas estaban cerradas.
—¿En una fiesta? No lo entiendo. Podían haber entrado por la fuerza.
—Tenían cristales de seguridad. La casa estaba llena de pinturas y objects d’art, además de las joyas de Alice. En años anteriores hubo algunos hurtos, y quemaron las alfombras con cigarrillos.
—Aún así… Y además, ¿qué hacían los Hollinger dentro? ¿Por qué no estaban con los invitados?
—Los Hollinger no eran gente que se mezclara con los demás. —Hennessy gesticuló pacientemente—. Saludaron a algunos viejos amigos, pero creo que nunca alternaron con el resto de los invitados. Era todo bastante solemne. Seguían la celebración desde la galería de la primera planta. Hollinger brindaba por la Reina desde allí y Alice saludaba y agradecía los aplausos.
Había llegado a la piscina, donde Miguel estaba sacando la basura que flotaba en el agua. Sobre el borde de mármol había una pila de carbón mojado. Un cubo de aluminio pasó flotando junto a nosotros con un cigarrillo deshecho dentro.
—David, me cuesta comprender. Este asunto parece… —Esperé hasta que Hennessy no tuvo más remedio que mirarme a los ojos—. Doscientos invitados están al lado de la piscina cuando empieza el incendio. Hay cubos con hielo, fuentes de ponche, botellas de champán y agua mineral como para apagar un volcán, pero nadie mueve un dedo. Eso es lo extraño. Nadie llama a los bomberos ni a la policía. ¿Qué hacían…? ¿Quedarse tranquilamente aquí?
Hennessy había empezado a cansarse de mí; tenía la vista clavada en el coche.
—¿Y qué se podía hacer? Cundió el pánico, la gente se tiraba a la piscina y corría hacia todas partes. Nadie tuvo tiempo de pensar en la policía.
—¿Y Frank? ¿Estaba aquí?
—Sí, así es. Estuvimos juntos durante el brindis por la Reina. Después empezó a dar vueltas, como siempre. No sé si lo vi otra vez.
—Pero dígame, justo antes de que todo empezara ¿alguien vio a Frank encender el fuego?
—No, claro que no. Eso es inconcebible. —Hennessy se volvió y me miró—. Por Dios, muchacho, Frank es el hermano de usted.
—Pero lo encontraron con un bidón de éter en la mano. ¿No le sorprendió?
—Eso fue unas tres o cuatro horas más tarde, cuando la policía llegó al club. Quizá alguien puso el bidón en su apartamento, no sé. —Hennessy me dio una palmada en el hombro, como si tranquilizara a un inversor de Lloyd’s—. Vea, Charles, tómese su tiempo. Hable con los demás, todos le contarán lo mismo, por muy espantoso que parezca. Nadie cree que Frank sea el responsable, pero al mismo tiempo no está claro quién pudo haber encendido el fuego.
Lo esperé mientras él caminaba alrededor de la piscina para hablar con Miguel. Unos billetes cambiaron de manos y el español se los metió en el bolsillo con una mueca de disgusto. Sin apartar los ojos de mí, nos siguió a pie mientras subíamos al coche y dejábamos atrás la pista de tenis cubierta de ceniza. Tuve la impresión de que quería hablar conmigo, pero abrió las puertas en silencio; un tic casi imperceptible le cruzaba la mejilla marcada con una cicatriz.
—Qué tipo desconcertante —comenté mientras nos alejábamos—. Dígame una cosa, ¿Bobby Crawford, el tenista profesional, estaba en la fiesta?
Por una vez Hennessy respondió en seguida.
—No, no estaba. Se quedó en el club jugando al tenis con esa máquina suya. Creo que los Hollinger no le importaban mucho. Bueno, él tampoco a ellos…
Hennessy me llevó de regreso al Club Náutico y me dejó las llaves del apartamento de Frank. Cuando nos separamos en la puerta de su oficina, me pareció que estaba contento de deshacerse de mí, y pensé que ya me había convertido en una pequeña molestia para el club y sus socios. Sin embargo, él sabía que Frank no había provocado el incendio ni había desempeñado ningún tipo de papel en la conspiración para matar a los Hollinger. La confesión, sin embargo, por muy absurda que fuera, había parado el reloj, y nadie parecía capaz de ir más allá de la declaración de Frank y pensar en ese enorme signo de interrogación que presidía ahora la mansión destruida.
Pasé la tarde ordenando el apartamento de Frank. Volví a poner los libros en las estanterías, hice la cama y enderecé las pantallas. Las marcas en las alfombras de la sala indicaban dónde habían estado el sofá, los sillones y el escritorio antes del registro de la policía. Volví a ponerlos en su sitio y me sentí como un tramoyista en un escenario a oscuras, preparando la escenografía para la función del día siguiente.
Las ruedas del sillón giraban como siempre, pero casi todas las otras cosas parecían fuera de lugar. Colgué en el armario las camisas desparramadas y plegué con cuidado el antiguo chal de encaje en el que nos habían envuelto a ambos cuando éramos bebés. Después de la muerte de nuestra madre, Frank lo había sacado de un fardo de ropa que papá iba a regalar a una asociación benéfica de Riyadh. La vieja tela, heredada de una bisabuela, era tan delicada y gris como una telaraña plegada.
Me senté al escritorio de Frank y hojeé los talonarios de cheques y los recibos de las tarjetas de crédito con la esperanza de encontrar algo que apuntara a su relación con los Hollinger. Los cajones estaban repletos de viejas invitaciones a bodas, cartas de renovación de seguros, postales de vacaciones de amigos, monedas francesas e inglesas, un certificado de vacuna internacional antitetánica y antitifoidea, vencido hacía tiempo: las trivialidades de la vida cotidiana abandonadas como quien muda de piel.
Me sorprendió que al inspector Cabrera se le hubiese escapado una bolsita de cocaína metida en un sobre que guardaba un montón de sellos de correo extranjeros, destinados evidentemente al hijo de algún amigo. Pasé el dedo por la bolsita plástica, pensando si no me convendría utilizar en mi provecho este alijo olvidado, pero estaba demasiado inquieto por la visita a la casa Hollinger.
En el cajón central había un viejo álbum de fotos que mi madre había conservado desde los días en que era una niña en Bognor Regis. Las tapas tipo caja de bombones y las hojas color mármol con los marcos art nouveau parecían tan remotos como el charlestón y la Hispano-Suiza. Las fotos en blanco y negro mostraban a una niña de cara ansiosa que trataba de levantar un castillo en una playa pedregosa, o que sonreía con timidez junto a su padre, o que agarraba la cola de un burro en una fiesta de cumpleaños. Ese mundo gris, sin sol era un comienzo de mal agüero para una niña que se esforzaba tan visiblemente por ser feliz, y una preparación insuficiente para su boda con un ambicioso joven, historiador y arabista. Proféticamente, la colección finalizaba de repente un año después de que ella llegara a Riyadh, como si las páginas en blanco mostraran todo lo que podría decirse de su creciente depresión.
Después de una cena tranquila en el restaurante desierto me quedé dormido en el sofá, con el álbum abierto sobre el pecho, y pasada la medianoche me despertaron las voces de un grupo que salía de la discoteca y se desparramaba por la terraza de la piscina. Dos hombres de esmoquin blanco chapoteaban en el agua y con las copas de vino en alto saludaban a sus mujeres, que se habían quedado en ropa interior junto al trampolín. Una joven borracha, embutida en un traje dorado, se tambaleó en el borde, se arrancó de un manotazo los zapatos de tacón alto, y los arrojó al agua.
La ausencia de Frank había liberado a los miembros del club, transformándolo en una curiosa mezcla de casino y burdel. Cuando salí del apartamento para regresar a Los Monteros, una pareja apasionada intentaba abrir las puertas del pasillo cerradas con llave. Casi todo el personal ya se había marchado y el restaurante y las habitaciones de arriba estaban a oscuras, pero las luces estroboscópicas de la discoteca se cruzaban en la entrada. En la escalera había tres chicas vestidas de putas amateurs, con microfaldas, medias de red y sostenes rojos. Supuse que eran socias del club en camino a una fiesta de disfraces, y estuve tentado de ofrecerme a llevarlas, pero vi que estaban muy ocupadas mirando una guía de teléfonos.
El parque estaba a oscuras y caminé con torpeza entre las hileras de vehículos mientras buscaba a tientas la puerta del Renault de alquiler. Sentado detrás del volante, escuché el estruendo de la disco que golpeaba en la noche. Un perro blanco, dentro de un Porsche próximo, saltaba por los asientos, inquieto por el ruido y esperando ver a su dueño.
Busqué la llave de contacto en las sombras debajo del volante. En seguida advertí que el perro era un hombre en esmoquin color crema que forcejeaba inmovilizando a alguien contra el asiento del acompañante. En la breve pausa entre dos números de la discoteca, oí el grito de una mujer, poco más que un chillido exhausto. La mujer levantó las manos y arañó el techo, encima de la cabeza del hombre.
A cinco metros de mí estaba ocurriendo una violación. Encendí los faros y di tres prolongados bocinazos. En el momento en que avanzaba por la grava, la puerta del Porsche se abrió de repente golpeando el coche de al lado. El aspirante a violador saltó fuera del Porsche mientras la frenética víctima casi le arrancaba el esmoquin por detrás. El hombre giró bruscamente y se precipitó entre las luces del Renault. Lo perseguí, pero trepó corriendo por el montículo junto a la entrada mientras se encogía de hombros para acomodarse el esmoquin y desaparecía en la oscuridad.
La mujer se quedó sentada en el asiento del acompañante, descalza, con los pies fuera de la puerta, la falda enrollada en la cintura. La saliva del hombre le brillaba en el pelo rubio, y las manchas de carmín le daban un aire de niña sucia de mermelada. Se arregló la ropa desgarrada y vomitó junto al coche y en seguida se estiró sobre el asiento de detrás para recuperar sus zapatos apartándose de la cara el tapizado roto del techo. A pocos pasos estaba la garita desde la que el cuidador vigilaba el sitio durante la mañana y la caída de la noche. Me incliné sobre el mostrador, bajé el interruptor general, y una cruda luz fluorescente inundó el parque.
El súbito resplandor sorprendió a la mujer; se cubrió los ojos con un bolso plateado, y fue cojeando con un tacón roto hacia la entrada del club; tenía la falda arrugada sobre los muslos magullados.
—¡Espere! —grité—. Llamaré a la policía…
Estaba a punto de seguirla cuando vi toda una hilera de coches frente al Porsche, al otro lado del camino. En algunos de ellos, el conductor y un acompañante, vestidos de noche, estaban sentados en los asientos delanteros; las viseras de los parabrisas les ocultaban las caras. Habían presenciado el intento de violación sin tratar de intervenir, como el público de una función privada y exclusiva.
—¿A qué están jugando? —les grité—. Por el amor de Dios…
Me acerqué a ellos furioso, preguntándome por qué no habían ayudado a la mujer maltratada, y golpeé los parabrisas con el puño vendado. Pero los conductores habían puesto los motores en marcha, y uno detrás de otro giraron y pasaron a mi lado hacia la salida del club. Las mujeres se tapaban los ojos con las manos.
Regresé al club y busqué a la víctima de la agresión. Las putas vestidas de fiesta estaban en el vestíbulo, esgrimiendo guías de teléfonos, pero se volvieron hacia mí mientras subía la escalera.
—¿Dónde está? —les grité—. Han estado a punto de violarla ahí fuera. ¿No la vieron entrar?
Las tres se miraron con los ojos muy abiertos y se echaron a reír; la mente les giraba en algún enloquecido espacio anfetamínico. Una de ellas me tocó la mejilla, como si calmara a un niño.
Busqué el lavabo de mujeres, abrí a puntapiés las puertas de los cubículos y caminé dando tumbos entre las mesas del restaurante a oscuras, tratando de reconocer el aroma de heliotropos que la mujer había dejado en la noche. Al final la vi junto a la piscina bailando descalza sobre la hierba empapada, con manchas de carmín en el dorso de las manos, y mirándome con una sonrisa cómplice cuando me acerqué a ella y traté de agarrarla del brazo.