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La máquina de tenis

Pero ése no era el sitio de Frank. Mientras salía del camino del hotel Los Monteros y entraba en la carretera hacia Málaga, golpeé el volante con tanta fuerza que me lastimé la uña del pulgar. Al borde del arcén unos letreros de neón anunciaban bares de playa, restaurantes de pescado y clubes nocturnos bajo los pinos: una barrera de señales que casi ahogaba el repiqueteo de los timbres de alarma en los juzgados de Marbella.

Frank era inocente, como reconocían en la práctica todos los que investigaban el crimen. La declaración de culpabilidad era una farsa, parte de un extraño juego que Frank jugaba contra sí mismo y que hasta la policía se resistía a aceptar. Lo habían tenido detenido una semana antes de que se presentaran los cargos, signo inequívoco de que desconfiaban de la confesión, como me había revelado el inspector Cabrera después de mi visita a Frank.

Si el señor Danvila era la vieja España —medido, distinguido y reflexivo—, Cabrera era la nueva. Producto de la academia de policía de Madrid, parecía más un joven profesor universitario que un policía. Todavía tenía frescos en la cabeza un montón de seminarios sobre psicología del crimen. Bien enfundado en su traje de ejecutivo, se las arreglaba para ser duro y amable a la vez, sin bajar jamás la guardia. Me recibió en su despacho y fue directo al grano. Me preguntó por la infancia de Frank, si había sido un niño de imaginación desbordante.

—¿Quizá un talento especial para la fantasía? Con frecuencia, una infancia difícil desemboca en la creación de mundos imaginarios. ¿Su hermano era un niño solitario, señor Prentice? ¿Solía estar solo mientras usted jugaba con otros chicos?

—No, nunca estaba solo. En realidad tenía más amigos que yo. Era muy bueno en los juegos, muy práctico y con los pies sobre la tierra. Yo era el imaginativo.

—Un don muy útil para un cronista de viajes —comentó Cabrera mientras hojeaba mi pasaporte—. ¿Su hermano no tendría de niño cierta tendencia a la santidad, a asumir las culpas de usted y sus amigos?

—No, no tenía nada de santo, ni siquiera remotamente. Cuando jugaba al tenis era muy rápido y siempre quería ganar. —Como sentía que Cabrera era más perspicaz que la mayoría de los policías que yo había conocido, decidí hablarle con franqueza—. Inspector, ¿podemos hablar como entre iguales? Frank es inocente, los dos sabemos que no cometió esos asesinatos. No entiendo por qué ha confesado, pero tiene que sentirse presionado en secreto, o está encubriendo a alguien. Si no descubrimos la verdad, el sistema legal español será responsable de una trágica injusticia.

Cabrera me miró, esperando en silencio a que mi indignación moral se dispersara junto con el humo de su cigarrillo. Agitó la mano para aclarar el aire entre nosotros.

—Señor Prentice, a los jueces españoles, como a sus colegas ingleses, no les preocupa la verdad… la dejan en manos de las cortes de última instancia. Sopesan las probabilidades de acuerdo con las pruebas disponibles. Se investigará el caso con todo cuidado, y llegado el momento, habrá un juicio. Lo único que podemos hacer es esperar la sentencia.

—Inspector… —traté de contenerme—, puede que Frank se haya declarado culpable, pero eso no significa que sea responsable de esos crímenes espantosos. Es una farsa, y de lo más siniestra.

—Señor Prentice… —Cabrera se puso de pie y se alejó del escritorio señalando la pared como si explicara una hipótesis en la pizarra ante una clase de niños retrasados—, quiero recordarle que cinco personas han muerto quemadas, asesinadas de una manera muy cruel. Su hermano insiste en que es el responsable. Algunos, como usted y los periódicos ingleses, creen que él insiste demasiado y por tanto tiene que ser inocente. De hecho, su declaración de culpabilidad podría ser una buena treta, un intento de desequilibrarnos a todos, como un…

—¿Golpe con efecto junto a la red?

—Exactamente. Una estratagema hábil. Al principio, yo también tenía ciertas dudas, pero tengo que decirle que ahora me inclino a pensar que es culpable. —Cabrera miró lánguidamente mi pasaporte, como si tratase de descubrir cierta culpabilidad de mi parte en la chillona instantánea—. Mientras tanto, proseguiremos con la investigación. Su visita me ha resultado más útil de lo que se imagina.

Después de salir de los juzgados, el señor Danvila y yo bajamos caminando hasta la parte antigua de la ciudad. Este pequeño enclave detrás de los hoteles de la costa era un pueblo temático, espléndidamente restaurado con calles de falso estilo andaluz, anticuarios y mesas de bar debajo de los naranjos. Rodeados por este decorado, nos sentamos en silencio a tomar un café con hielo y a observar al propietario que volcaba una olla de agua hirviendo sobre los gatos que atormentaban a los clientes.

Los gatos escaldados, otro golpe de cruel injusticia, me hizo volver en seguida a la carga. El señor Danvila me escuchaba con atención, asintiendo con la cabeza a las naranjas que teníamos encima mientras yo repetía mis argumentos. Tuve la sensación de que quería tomarme de la mano, tan preocupado por mí como por Frank, consciente de que la declaración de mi hermano también me implicaba a mí de alguna oscura manera.

Estuvo de acuerdo, casi con indiferencia, en que Frank era inocente, tal como admitía tácitamente la demora de la policía en acusarlo.

—Pero ahora aumentarán las posibilidades de que lo condenen —me avisó—. Los jueces y la policía tienen buenas razones para no poner en duda una declaración semejante… Les ahorra trabajo.

—¿Aunque sepan que tienen al hombre equivocado?

El señor Danvila levantó los ojos al cielo.

—Quizá lo sepan ahora, pero… ¿y dentro de tres o cuatro meses, cuando empiece el juicio? Que alguien se confiese culpable es muy cómodo para la policía. Se puede cerrar el caso, trasladar al personal. Realmente lo compadezco, señor Prentice.

—Pero Frank puede pasarse veinte años en prisión. ¿No cree que la policía seguirá buscando al auténtico culpable?

—¿Y qué van a encontrar? Recuerde que la condena de un expatriado británico evita la posibilidad de que se acuse a un español. El turismo es vital para Andalucía… ésta es una de las regiones más pobres de España. A nuestros inversores no les preocupan mucho los crímenes entre turistas.

Aparté el vaso de café.

—Frank todavía es su cliente, señor Danvila. ¿Quién mató a esos cinco? Sabemos que no fue él. Alguien habrá provocado el incendio.

Pero Danvila no respondió. Despedazó unas tapas con dedos delicados y se las tiró a los gatos.

Si no Frank ¿quién entonces? Dado que la policía había terminado su investigación, me tocaba buscar un abogado español más emprendedor que el deprimido e ineficiente Danvila, y quizá contratar una empresa de detectives británica que averiguase la verdad. Fui hacia Málaga por la carretera de la costa, pasé por urbanizaciones blancas, solitarias como icebergs en medio de los campos de golf, y recordé que no sabía casi nada sobre Estrella de Mar, el lugar de los asesinatos. Frank me había mandado desde el club una serie de postales que mostraban un mundo familiar de pistas de squash, jacuzzis y piscinas, pero yo sabía muy poco de la vida cotidiana de los británicos instalados en la costa.

Cinco personas habían muerto en el catastrófico incendio que había destruido la casa Hollinger. El fuego había empezado a las siete de la tarde del 15 de junio, casualmente el día del cumpleaños de la Reina. Como si me aferrara a un clavo ardiendo, me acordé de la desagradable Guardia Civil de Gibraltar y especulé con la posibilidad de que el fuego hubiera sido obra de un policía español perturbado que protestaba por la ocupación británica del Peñón. Me imaginé una antorcha encendida volando por encima de las altas paredes y que caía sobre la yesca del techo del chalet…

Pero en realidad el fuego había sido obra de un pirómano que había entrado en la mansión y había empezado por incendiar la escalera. Tres bidones vacíos con restos de gasolina y éter fueron encontrados en la cocina; un cuarto, medio vacío, en manos de mi hermano mientras esperaba a la policía para entregarse, y el quinto, lleno hasta el borde y tapado con una de las corbatas del club de tenis de Frank, en el asiento trasero de su coche, en una calle lateral a unos cien metros de la casa.

La mansión Hollinger, me había dicho Cabrera, era una de las casas más antiguas de Estrella de Mar, y las tablas y las vigas del techo estaban resecas como galletas por el sol de cien veranos. Pensé en ese matrimonio mayor que se había retirado de Londres a la paz de ese refugio en la costa. Era difícil imaginar a alguien con la energía, por no mencionar la maldad, necesaria para matarlos. Los residentes en la Costa del Sol, macerados en sol y cócteles, de día paseando por los campos de golf, y de noche dormitando delante de la televisión vía satélite, vivían en un mundo sin acontecimientos.

Mientras me acercaba a Estrella de Mar, los grupos de residencias se sucedían sobre la playa. El futuro había desembarcado aquí y descansaba ahora entre los pinos. Los pueblos de paredes blancas me recordaban mi visita a Arcosanti, el puesto de avanzada del día después, levantado por Paolo Soleri en el desierto de Arizona. Los apartamentos cubistas y las casas con terrazas se parecían a las de Arcosanti, una arquitectura dedicada a la abolición del tiempo, acorde con el envejecimiento de la población retirada y con un mundo incluso más amplio que también esperaba envejecer.

Buscando el desvío a Estrella de Mar, salí de la autopista de Málaga y me encontré con un laberinto de carreteras vecinales que alimentaban a los pueblos. Me detuve en una estación de gasolina para orientarme. Mientras una joven francesa me llenaba el depósito, pasé caminando por delante del supermercado que había al lado, en el que mujeres mayores, vestidas con esponjosos hábitos de toalla, iban por los pasillos de los alimentos congelados como nubes a la deriva.

Subí por un sendero de baldosas azules hasta una loma cubierta de hierba y vi un paisaje interminable de ventanas panorámicas, patios y piscinas en miniatura. Juntos tenían un extraño efecto tranquilizante, como si estos complejos —ingleses, holandeses y alemanes— fueran una serie de corrales psicológicos que amansaban y domesticaban a estas poblaciones de emigrantes. Me pareció que la Costa del Sol, como los centros de retiro de Florida, las islas del Caribe o Hawai, no tenía nada que ver con los viajes o el esparcimiento, y que eran en verdad una especie de limbo largamente deseado.

Estos pueblos, aunque aparentemente desiertos, tenían más población de lo que había supuesto en un principio. Una pareja de mediana edad estaba sentada en un balcón a unos diez metros de mí; la mujer tenía un libro en las manos y su marido miraba la superficie de la piscina; los reflejos adornaban las paredes de un edificio de apartamentos con franjas de luz dorada. Casi escondidas a primera vista, la gente sentada en sus terrazas y patios miraba un horizonte invisible, como figuras en un cuadro de Edward Hopper.

Pensando en una crónica de viaje, apunté mentalmente los elementos de este mundo silencioso: la arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto casi africano, pero de un África del Norte inventada por alguien que nunca había visitado el Magreb; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería ésta a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.

Regresé al coche, tranquilizado por el lejano sonido de la autopista. Siguiendo las instrucciones de la mujer francesa, encontré la señal que apuntaba a Málaga y volví a la carretera, que en seguida empezó a bordear una playa ocre y reveló una hermosa península de piedra rica en hierro.

Ahí estaba Estrella de Mar, generosamente cubierta de bosques y ajardinada como el cabo de Antibes. Había un puerto flanqueado por bares y restaurantes, un semicírculo de arena blanca importada y un embarcadero lleno de lanchas motoras y veleros. Detrás de las palmeras y los eucaliptos se levantaban unos cómodos chalets, y por encima, se veía el Club Náutico, una especie de proa de transatlántico coronada por una blanca antena parabólica.

Poco después, cuando la carretera se internó entre los pinos de la costa, vi la eminencia destrozada de la mansión Hollinger en una colina que daba al pueblo; las vigas carbonizadas del techo parecían los restos de una pira funeraria en una meseta de América Central. El humo y el calor habían ennegrecido las paredes, como si esa casa condenada hubiera tratado de camuflarse contra los peligros de la noche.

Algunos coches se adelantaron alejándose rápidamente hacia los hoteles de Fuengirola. Doblé por el camino en pendiente de Estrella de Mar y entré en un desfiladero estrecho cortado en la roca porfídica del cabo. Avancé unos cuatrocientos metros y llegué al cuello boscoso de la península, en la que se alzaban los primeros chalets detrás de las verjas esmaltadas.

Estrella de Mar, un complejo ideado por un consorcio de constructores anglo-holandés, era un retiro residencial para las clases profesionales del norte de Europa. La urbanización daba la espalda al turismo en masa; no incluía ninguno de esos rascacielos que se levantaban a orillas del agua en Benalmádena y Torremolinos. El viejo pueblo junto al puerto había sido restaurado con buen gusto, las casitas de los pescadores convertidas en bodegas y tiendas de anticuarios.

Por la carretera que llevaba al Club Náutico, pasé por un elegante salón de té, una agencia de cambio de moneda, de arquitectura Tudor, y una boutique cuyo recatado escaparate exponía un solitario pero exquisito vestido de noche. Esperé mientras una camioneta con escenas trompe-l’œil estampadas a los lados, entraba marcha atrás en el patio de un estudio de escultura. Una rubia de hombros anchos, rasgos germánicos y el pelo recogido sobre la nuca supervisaba a dos adolescentes que descargaban bloques de arcilla.

Dentro del estudio abierto, media docena de artistas trabajaban en mesas de escultura con batas que les protegían la ropa de playa. Una española, joven y guapa, con un monte de Venus prominente, apenas cubierto por un taparrabos, posaba en el podio con una gracia huraña, mientras los escultores, aficionados todos, a juzgar por las caras serias que tenían, amasaban la arcilla en una especie de torso con muslos. El profesor, un fornido Vulcano adornado con una coleta, caminaba entre ellos como en su propia fragua, pellizcando un ombligo con un grueso dedo índice o alisando la arruga de una frente.

Estrella de Mar, como descubrí en seguida, tenía una próspera comunidad de artistas. En sus calles estrechas, sobre el puerto, una hilera de galerías comerciales mostraba las últimas obras de los pintores y diseñadores de la urbanización. Un centro de arte y artesanía exponía una selección de joyas modernistas, jarrones de cerámica y ropa. Los artistas locales —todos residentes en los chalets vecinos, supuse por los Mercedes y Range Rovers próximos— se sentaban detrás de sus mesas de caballete como los vendedores de los sábados en Portobello Road, mientras sus voces confiadas resonaban con los acentos de Holland Park y el Seizième Arrondissement.

Todo el mundo en este pueblo parecía despierto y seguro de sí mismo. Los clientes abarrotaban las librerías y las tiendas de música, o inspeccionaban en las aceras los expositores de periódicos extranjeros. Una adolescente en bikini blanco cruzó la calle iluminada por las luces del tránsito con un violín en una mano y una hamburguesa en la otra.

Estrella de Mar, decidí, tenía muchas más atracciones de lo que había supuesto cuando Frank había llegado para encargarse del Club Náutico. El monocultivo del sol y la sangría que inmovilizaba a los vecinos del pueblo no tenía sitio en este pequeño y vibrante enclave que parecía combinar lo mejor de Bel Air y la Rive Gauche. Enfrente del Club Náutico había un cine al aire libre con un anfiteatro excavado en la colina. Un cartel junto a la taquilla anunciaba un ciclo de películas de Katharine Hepburn y Spencer Tracy, el colmo de cierto tipo de chic intelectual.

El Club Náutico estaba tranquilo y fresco, la actividad de la tarde aún no había empezado. Los aspersores giraban sobre el césped crujiente, y junto a la desierta terraza del restaurante la gente caminaba por la lisa superficie de la piscina. Un único jugador practicaba en una pista con una máquina de tenis y el cloc cloc de las pelotas que rebotaban era el único ruido que perturbaba el airé.

Crucé la terraza y entré en el bar, al fondo del restaurante. Un camarero rubio con cara de bebé y hombros de marinero plegaba unas servilletas de papel y las transformaba en barcos diminutos: decoraciones origami para platos de cacahuetes.

—¿Es usted un invitado, señor? —sonrió alegremente—. Lo siento, pero el club es sólo para socios.

—No, no soy invitado, ni socio, ni lo que haya que ser. —Me senté en un taburete alto y me serví unos cacahuetes—. Soy el hermano de Frank Prentice. Creo que era el director.

—Ah, sí… el señor Prentice. —Dudó un momento como si se enfrentara a una aparición, y me estrechó la mano con entusiasmo—. Soy Sonny Gardner… Miembro de la tripulación del yate de su hermano. A propósito, todavía es el director.

—Qué bien. Le alegrará saberlo.

—¿Cómo está Frank? Todos pensamos mucho en él.

—Bien. Lo vi ayer, tuvimos una conversación larga e interesante.

—Todo el mundo espera que pueda ayudarlo. El Club Náutico lo necesita.

—¡Así se habla! En fin, quisiera ver su apartamento. Hay algunos objetos personales que quiero llevarle. Supongo que alguien tendrá las llaves, ¿no?

—Tiene que hablar con el señor Hennessy, el tesorero del club. Volverá dentro de media hora. Sé que también quiere ayudar a Frank, como todos nosotros.

Observé cómo hacía barquitos de papel, delicadamente, con aquellas manos callosas. La voz del hombre me había parecido sincera, aunque extrañamente distante, como si fuera un actor distraído que recitara el papel de una obra de la semana anterior. Giré sobre el taburete y miré la piscina. Sobre la brillante superficie se reflejaba la casa Hollinger, un barco de guerra hundido que parecía apoyado sobre las baldosas.

—Toda una vista panorámica —comenté—. Tuvo que ser un auténtico espectáculo.

—¿Una vista, señor Prentice? —En la lisa frente de bebé apareció una arruga—. ¿De qué, señor?

—Del incendio de la casa grande. ¿Alcanzó a verlo desde aquí?

—No, nadie lo vio. El club estaba cerrado.

—¿Por el cumpleaños de la Reina? Pensaba que un sitio así estaría abierto toda la noche. —Estiré la mano, tomé el barco de papel que él tenía entre los dedos y examiné los intrincados pliegues—. Hay algo que me intriga… Ayer estuve en el juzgado de Marbella. No apareció nadie de Estrella de Mar. Ninguno de los amigos de Frank, ningún testigo, ningún empleado. Sólo un viejo abogado español que ha perdido toda esperanza.

—Señor Prentice… —Gardner intentó plegar el triángulo de papel que yo le había devuelto hasta que al fin lo estrujó con la mano—. Frank no esperaba que fuésemos. Le pidió al señor Hennessy que nos mantuviéramos al margen. Además, se declaró culpable.

—Pero usted no lo cree, ¿no?

—Nadie lo cree. Pero… se declaró culpable, y es difícil discutirlo.

—Es verdad. Dígame… si Frank no incendió la casa, ¿entonces quién lo hizo?

—¿Quién puede saberlo? —Gardner miró por encima de mi hombro como temiendo que Hennessy apareciese de pronto—. A lo mejor nadie.

—Es difícil creerlo. Parece evidente que fue un incendio provocado.

Esperé la respuesta de Gardner, pero se limitó a sonreírme con la tranquilizadora sonrisa de pésame profesional reservada a los deudos en las capillas funerarias. Parecía no darse cuenta de que sus dedos habían dejado de plegar las servilletas de papel, y que en cambio empezaban a abrir y alisar las velas triangulares. Mientras me alejaba, se inclinó sobre su flotilla como un Cíclope cachorro y exclamó en un tono esperanzador:

—Señor Prentice, quizá fue una combustión espontánea.

Los arco iris surgían de los aspersores, entraban en el rocío y volvían a salir como espectros saltando a la cuerda. Caminé alrededor de la piscina; las aguas desordenadas se agitaban debajo del trampolín, alteradas por las eficientes y enérgicas brazadas de una mujer de piernas largas que nadaba de espaldas.

Me senté a una mesa junto a la piscina a admirar los gráciles brazos que partían la superficie. Las caderas anchas se deslizaban cómodamente por el agua, como si estuviera tendida en el regazo de un amante. Cuando pasó a mi lado, le vi la media luna de un moretón que le bajaba desde el pómulo hasta el puente de la nariz y el maxilar superior aparentemente hinchados. Al verme, cambió de inmediato a un rápido crol; las manos agitaban las olas y una cola de pelo negro la seguía como una sumisa serpiente de agua. Subió por la escalerilla del fondo, recogió un albornoz de una silla próxima y se alejó hacia los vestuarios sin mirar atrás.

El cloc cloc de la máquina de tenis se había reanudado y resonaba en las pistas vacías. Un hombre rubio, vestido con un chándal turquesa del Club Náutico, jugaba con la máquina que disparaba pelotas desde el otro lado de la red. A pesar de la malla de alambre, vi que había un intenso duelo entre jugador y máquina. El hombre de piernas largas saltaba por la pista, los pies barrían la tierra batida mientras corría a devolver la pelota. Volea en diagonal, golpe alto y revés, uno tras otro, a un ritmo suicida. Un error de cálculo lo hizo patinar hacia la red para devolver un tiro con efecto, aparentemente dirigido a las líneas laterales, pero corrió hacia atrás y alcanzó a llegar a la línea de saque con la raqueta extendida.

Al observarlo, me di cuenta de que estaba animando a la máquina, desafiándola a vencerlo, y que sonreía de placer cuando un servicio le arrancaba la raqueta de la mano. Sin embargo, sentí que el auténtico duelo no era entre hombre y máquina, sino entre dos facciones rivales en la cabeza del hombre. Parecía provocarse a sí mismo, probar su propio carácter, intrigado por saber cómo reaccionaría. Incluso se esforzaba cuando ya estaba exhausto, como si animara a un compañero más torpe. En una ocasión, sorprendido por su propia velocidad y fuerza, esperó la siguiente pelota con una sonrisa de escolar aturdido. Aunque parecía andar cerca de los treinta años, tenía el pelo claro y el aire juvenil de un teniente recién salido de la adolescencia.

Decidido a presentarme, me encaminé hacia las pistas. Una pelota voladora pasó sobre mí y rebotó golpeando pesadamente la malla de alambre; un instante después oí el ruido de una raqueta que se estrellaba contra un poste metálico.

Cuando llegué a la pista, el individuo se marchaba; crucé la puerta de malla metálica junto a la línea de saque opuesta. La máquina se alzaba sobre sus ruedas de goma entre docenas de pelotas, y se oía el tic tac del reloj con las tres últimas pelotas dentro. Crucé la pista y me detuve en medio de las marcas de pies, la coreografía de un violento duelo en el que la máquina había sido poco más que una espectadora. La raqueta rota estaba tirada a un lado, sobre la silla del juez; el mango era una masa de astillas.

La levanté y oí el ruido de la máquina de tenis. Un saque con efecto pasó sobre la red y tocó la pista a pocos centímetros de la línea de fondo; rebotó y dio contra la cerca. Una segunda pelota, más rápida que la anterior, rozó la red y azotó el suelo a mis pies. La última pelota salió disparada contra mi pecho. La golpeé con la raqueta rota y la mandé por encima de la malla a la pista de al lado.

Detrás de la máquina de tenis, la puerta de alambre se abrió brevemente. Una mano levantada me saludó, y por encima de la toalla que envolvía el cuello del jugador, vi una sonrisa torcida aunque animosa. El hombre se alejó a paso rápido golpeando el alambre con la gorra de visera.

Salí de la pista llevándome a la boca la mano lastimada, justo a tiempo de verlo desaparecer por los arcos iris que se balanceaban sobre el césped. Quizá la máquina de tenis funcionaba mal, pero se me ocurrió que había vuelto a ponerla en marcha al ver que me acercaba, intrigado por saber cómo reaccionaría ante aquellos despiadados servicios. Yo ya estaba pensando en los partidos de prueba que este hombre nervioso seguramente había jugado con Frank, y en la desgraciada máquina ahora obligada a ocupar el lugar de mi hermano.